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Los gestos más sencillos se revisten de riesgos, chocan con una brusca multitud de perplejidades. Y, sobre todo, ya no sabes calcular con exactitud. Lo que pensabas conocer a plena luz, ahora se revela incierto. Todo es inseguro. Tiendes el brazo pensando que vas a chocar contra algo, a tocar la pared, a notar el marco de la puerta… Nada. Sigues andando a tientas en el vacío. Al cabo de un segundo, sin que hayas podido darte cuenta de inmediato, te habrá invadido el aturdimiento de la ignorancia. La oscuridad te hace torpe. Te ha vuelto opaca la cabeza, te ha trastornado los sentidos. De repente te das un golpe contra la esquina de la cómoda. No sospechabas que estuviera allí. O sea que estabas equivocado. No estaba donde pensabas estar. El mueble ha surgido de las tinieblas y te ha golpeado con bastante fuerza, con el borde precisamente, en la parte superior del muslo, ahí donde más duele.
La ausencia de luz te falsea todos los cálculos. Desorganiza los contornos. Tu cuerpo está como perdido, inseguro. Ya no es capaz de actuar, excepto a base de pequeñísimos impulsos, de minúsculas sacudidas. Sin embargo, solo te faltan muy pocas cosas. Toda la realidad conocida ha permanecido en su lugar, en orden. Nada se ha movido, ni las cosas ni sus relaciones recíprocas. Sin embargo, se han vuelto incomprensibles para ti. Distantes y vagamente amenazadoras.
En la oscuridad, el mundo es, supuestamente, “el mismo” que a plena luz. No obstante, puedes experimentar que cambia de manera radical según sea visible o no. Lo que llamamos “mundo”, “realidad”, “vida normal”, se sitúa en una finísima capa, muy fácil de perturbar.
Roger-Pol Droit, 101 experiencias de filosofía cotidiana, Blackie Books, Barna 2014