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"ES MÁS FÁCIL IMAGINAR EL FIN DEL MUNDO QUE EL FIN DEL CAPITALISMO".
Tan rotunda frase, que suma miles de citas, ya en 2009 Mark Fisher la atribuyó a FREDRIC JAMESON. Este filósofo y crítico cultural estadounidense, ubicado en la tradición marxista, nos ha dejado al morir (22.09.2024) una obra tan inmensa como valiosa. A ella habrá que volver incontables veces, pero la frase que se le atribuyó siempre será un buen epítome de su pensamiento.
José Antonio Pérez Tapias
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Noté que hay un fascinante mecanismo mágico de negación y proyección invertida según el cual la mera mención de la clase automáticamente es considerada como si uno quisiera degradar la importancia de la raza y el género. En realidad ocurre exactamente lo contrario: el Castillo de Vampiros usa un concepto en definitiva liberal de la raza y el género para opacar la clase. En todas las polémicas absurdas y traumáticas que hubo en Twitter este año acerca de los privilegios fue notable que la discusión del privilegio de clase estuvo completamente ausente. La tarea, como siempre, sigue siendo la articulación de clase, género y raza; pero lo que caracteriza al Castillo es justamente la desarticulación de la clase respecto de las otras categorías. El problema que se proponía resolver el Castillo de Vampiros era el siguiente: ¿cómo conservar un poder y una riqueza enormes y seguir apareciendo como una víctima, como alguien marginal y opositor? La solución ya estaba ahí, en la Iglesia cristiana. Por eso el Castillo acudió a las estrategias infernales, las patologías oscuras y los instrumentos de tortura psicológica que inventó el cristianismo, y que Nietzsche describió en La genealogía de la moral. Este sacerdocio de la mala conciencia, este nido de beatos traficantes de culpa, es exactamente lo que predijo Nietzsche cuando dijo que se venía algo peor que el cristianismo. Aquí está...
El Castillo de Vampiros se alimenta de la energía y las ansiedades y vulnerabilidades de estudiantes jóvenes, pero sobre todo vive de convertir el sufrimiento de grupos particulares (cuanto más «marginales» mejor) en capital académico. Las figuras más loadas del Castillo de Vampiros son aquellas que han abierto un nuevo mercado del sufrimiento; aquellos que puedan encontrar a un grupo más oprimido y subyugado que los explotados anteriores subirá de rango rápidamente.
La primera ley del Castillo de Vampiros es: individualiza y privatízalo todo. Si bien en teoría dicen estar a favor de críticas estructurales, en la práctica jamás se enfocan en nada que no sea el comportamiento individual. Algunas personas de clase trabajadora no tuvieron una gran educación, y a veces pueden ser irrespetuosas. Recuerden: condenar individuos es siempre más importante que prestar atención a estructuras impersonales. La clase dominante propaga ideologías de individualismo, mientras tiende a actuar como una clase. (Muchas de las que llamamos «conspiraciones» son la clase dominante mostrando solidaridad de clase.) El CV, sirviente de la clase dominante, hace lo contrario: habla de «solidaridad» y «colectividad» de la boca para afuera, pero se comporta como si las categorías individualistas impuestas por el poder fueran lo más importante. Como en el fondo son pequeñoburgueses, los miembros del Castillo de Vampiros son intensamente competitivos, pero lo reprimen, de un modo pasivo—agresivo que es típico de la burguesía. Lo que los une no es la solidaridad, sino un miedo mutuo; el miedo a ser los próximos denunciados, expuestos, condenados.
La segunda ley del Castillo de Vampiros es: haz que el pensamiento y la acción parezcan muy, muy difíciles. No puede haber liviandad, ni mucho menos humor. El humor, por definición, no es serio, ¿no? El pensamiento es trabajo duro, cosa de acentos refinados y ceños fruncidos. Allí donde hay confianza, introducen escepticismo. Dicen: no se apresuren, hay que pensar en esto con más detenimiento. Recuerden: tener convicciones es opresivo, y puede desembocar en gulags.
La tercera ley del Castillo de Vampiros es: propaga tanta culpa como sea posible. Cuanta más culpa mejor. La gente se tiene que sentir mal: es una señal de que comprenden la gravedad de las cosas. Está bien tener privilegios de clase si uno siente culpa por ello y hace que quienes están en una posición de clase más subordinada también se sientan culpables. Uno también hace algunas cosas buenas por los pobres, ¿no?
La cuarta regla del Castillo de Vampiros es: esencializa. Si bien en nombre de los miembros del CV siempre se esgrime fluidez identitaria, pluralidad y multiplicidad (en parte para ocultar su propia posición invariablemente rica, privilegiada y burguesa), el enemigo siempre debe ser esencializado. Como los deseos que animan al CV son en gran medida deseos de sacerdote, deseos de excomulgar y condenar, debe haber una clara distinción entre el Bien y el Mal, y este último debe ser esencializado. Noten la táctica. X dice algo/se comporta de determinada manera; lo que dijo o su comportamiento podría ser interpretado como transfóbico, machista, etc. Hasta ahora, todo bien. La sorpresa viene después. X pasa entonces a ser caracterizado como transfóbico, machista, etc. Toda su identidad se ve definida por un comentario equivocado o un error de conducta. En cuanto el CV organiza su caza de brujas, la victima (muchas veces una persona de clase trabajadora, no educada en las reglas de etiqueta pasivo-agresivas de la burguesía) puede ser incitada a perder los estribos, confirmando aún más su posición de paria, el próximo a ser consumido por el fuego de la quema.
La quinta ley del Castillo de Vampiros es: piensa como un liberal (porque eres uno). El trabajo del CV de avivar una furia reactiva consiste en señalar sin parar lo más obvio: el capitalismo se comporta como el capitalismo (¡no es muy agradable!), los aparatos represivos del Estado son represivos. ¡Hay que protestar!
Mark Fisher, Salir del Castillo de Vampiros, jacobinlat.com 10/07/2022
Durante siglos, el barco de Teseo se llevaba cada año hasta Delos en honor y agradecimiento a Apolo por haber salvado las vidas del héroe y de sus acompañantes. A lo largo de los años, la embarcación se había deteriorado y se habían reemplazado las piezas originales por otras nuevas, y los filósofos atenienses debatían sobre si se podía hablar del mismo barco aunque no conservara ninguna de las tablas ni de los treinta remos que usó Teseo en su viaje a Creta.
Plutarco recoge la historia en la biografía del héroe griego incluida en sus Vidas paralelas. Desde entonces, el barco se ha usado como ejemplo para hablar de nuestra identidad y para poner en duda hasta qué punto somos siempre las mismas personas.
El símil funciona incluso desde un punto de vista fisiológico: gran parte de las células de nuestro cuerpo se renuevan cada pocos años y es obvio que cambiamos mucho desde que somos bebés hasta que llegamos a la edad adulta. También pueden cambiar, al menos en parte, nuestras ideas y nuestro comportamiento. Por ejemplo, es habitual sentirse muy ajeno a un tuit o a un artículo escrito hace unos años, y no nos cuesta creer al padre de familia con una juventud delictiva que asegura que ya no es la misma persona que entonces.
Muchos filósofos se han preguntado qué es lo que cimenta nuestra identidad, una idea más huidiza de lo que puede parecer a primera vista. John Locke proponía en su Ensayo sobre el entendimiento humano que la identidad personal es sobre todo psicológica y está basada en nuestra percepción y en la continuidad de nuestra memoria y de nuestra experiencia. De modo similar, Hume comparaba la mente en su Tratado de la naturaleza humana con “una especie de teatro donde distintas percepciones aparecen sucesivamente”. No somos más que “un haz o colección de diferentes percepciones que se suceden las unas a las otras con una rapidez inconcebible y que se hallan en un flujo y movimiento perpetuo”.
Estas historias recuerdan a la variante del experimento mental que propuso Hobbes en De corpore (Sobre el cuerpo): ¿Qué pasaría si alguien recogiera todas las piezas descartadas del barco de Teseo original y construyera una nueva embarcación? ¿Cuál sería el verdadero barco de Teseo: el reparado que cada año ha hecho el viaje a Delos o el que se ha construido con las piezas desechadas, pero originales? ¿Pueden serlo los dos? ¿O no lo es ninguno?
Visto todo esto, ¿cómo sé que yo soy yo? Pues hay una parte psicológica y social que es clave: somos nosotros quienes damos identidad a ese conjunto de sensaciones, como me explicaba para el artículo de Verne Vicente Sanfélix, catedrático de Filosofía en la Universidad de Valencia. Nosotros y los demás: vivimos en una sociedad, como decían el Joker y George Costanza. Si, por ejemplo, pierdo la memoria en un accidente, mi familia, mis amigos y el DNI ayudarán a identificarme. Es decir, nuestra identidad se construye a partir de muchos elementos que pueden parecer débiles si los aislamos y los escudriñamos, pero todos juntos muestran un armazón consistente que por lo general no nos da problemas.
Jaime Rubio Hancock, Mocedades, el Partido Republicano y el barco de Teseo, Filosofía inútil 25/09/2024
En las civilizaciones más antiguas, la humillación y la arbitrariedad eran atributos del poder y, además, estrategias para escenificar poderío. Se desplegaban como demostraciones jerárquicas de fuerza y estatus. Emperadores, faraones y reyes hacían gala de su dominio blandiendo el cetro sin piedad, y los dioses eran temidos por su cólera. Así escribía el profeta Isaías: “Ya viene el día del Señor, implacable, con furia y ardiente ira, para convertir la tierra en un desierto”. La rabia que irradian ciertos poderosos no es nueva, sino un viaje en el tiempo a las formas más ancestrales de dominio.
Nuestros antepasados griegos acuñaron el concepto hybris, que significaba arrogancia y exceso. Describía una pasión violenta inspirada por la diosa de la obcecación, Ate, que arrastraba a los héroes y los poderosos a avasallar al prójimo. Esos atropellos tenían consecuencias desastrosas y eran castigados por otra diosa, Némesis, encargada de vengar a los agraviados y restablecer el equilibrio. La tragedia griega representó a menudo este círculo diabólico de poder, soberbia, ceguera, error fatal y caída. Para la mentalidad clásica, la prudencia era la virtud intelectual necesaria para adaptar la propia actuación a la invariable complejidad de las circunstancias.
Nuestros remotos antepasados sabían que quien disfruta de mando o éxito absoluto se desliza por una pendiente peligrosa hacia el orgullo y el atropello. Tanto en el paganismo como en el cristianismo hubo voces innovadoras —esas sí— que defendían una forma distinta de gobernar. Ya el poema de Gilgamesh narra el camino del protagonista desde la arrogancia y el abuso hasta la sabiduría. Al comienzo, Gilgamesh, rey de Uruk —en el actual Irak—, es un joven soberbio y un soberano tiránico. Convertido en un monstruo egoísta, oprime a su pueblo porque nada puede interponerse ante sus deseos. Sus súbditos claman al cielo y su llanto es atendido. La gran Diosa Madre crea a un hombre a partir del polvo: Enkidu, tan fuerte como Gilgamesh, pero de una extraordinaria inocencia. La amistad con él significa para el rey feroz una iniciación a la camaradería. Los dos emprenden un gran viaje, una aventura que navega entre pérdidas, duelo, fracasos y lecciones de humildad. El protagonista regresa sabiendo que ni el monarca más triunfador puede impedir la muerte de sus seres queridos o la suya propia. Al final, Gilgamesh se comporta como un rey compasivo y logra “cerrar las puertas del dolor”. Ha aprendido a gobernar —a su ciudad y a sí mismo— sin violencia, sin egoísmo y sin los arrebatos de un corazón incapaz de descanso. Paradójicamente, se vuelve más poderoso al comprender que no es inmortal ni extraordinario. Su recuerdo perdura porque supo reconocerse como perdedor.
Esta evolución histórica encuentra un nuevo hito en la Biblia, que transita del Dios de la venganza al Sermón de la Montaña. En la última cena, Jesús, siempre defensor de los corazones mansos, protagonizó un acto de humildad tan insólito que incluso incomodó a sus discípulos: “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros”. Abolía así la soberbia del líder para transformarla en un ideal de sencillez y cuidado. Séneca, en Sobre la clemencia, escribió a Nerón que son tiranos quienes disfrutan la crueldad. Y añadió: “No hay ningún animal que deba recibir un trato más delicado que el hombre. Con ninguno hay que tener más cuidado. Con los ciudadanos, la gente desconocida y de humilde condición, hay que actuar con tanta mayor consideración cuanto que es más fácil destrozarlos”. En un trasfondo de violencia ancestral, estas son las originalidades, las audacias.
¿De qué hablamos cuándo hablamos de crueldad? El término proviene de la raíz latina de crudo, aplicado al que se recrea en la sangre. De la misma imagen en griego procede la palabra sarcasmo, “burla que penetra en la carne”. A lo largo de la historia, las potencias y los individuos se muestran crueles cuando se sienten inestables: al empezar su ascenso y al dar señales de declive. Como escribió la poeta Maya Angelou, el miedo provoca la mayoría de crueldades. En realidad, no es sino impotencia ataviada de prepotencia.
Hemos necesitado milenios de rebeldías para dejar de ser vasallos y súbditos. En un largo tránsito político, paso a paso y siglo a siglo, nuestros antepasados levantaron límites y contrapesos para conseguir que el poder no sea vicio y sevicia, sino servicio. Aprendimos que la violencia acostumbra a ser un acto de debilidad. Frente a la idea antigua y obsoleta del líder, lo nuevo, lo insólito, el verdadero cambio consistió en lograr, con gran esfuerzo y contra el muro de los privilegios, que los líderes tuvieran la obligación de bajar la cerviz y respetar a todos. Que nos eviten exhibicionismos de vanidad. Que se acostumbren a rendirse y a rendir cuentas. Que al final de cada legislatura teman a Némesis, y quizá, algunas veces, prefieran ser mansos a cometer desmanes.
Irene Vallejo, La vieja crueldad presume de juventud, El País 22/09/2024
En contra de lo que dicen sus críticos de derechas, el pensamiento woke no es una variante del marxismo. Ningún ideólogo woke se acerca ni de lejos a Karl Marx en su nivel de rigor, amplitud y profundidad de pensamiento. Una de las funciones de los movimientos woke es desviar la atención del impacto destructivo que el capitalismo de mercado tiene en la sociedad. Desde el momento en que las cuestiones identitarias comienzan a volverse centrales en política, los conflictos entre intereses económicos pierden relevancia. Toda esa cháchara ociosa sobre microagresiones expulsa del debate temas como las jerarquías de clase y la relegación de amplios sectores de la sociedad al paro y la pobreza. Al tiempo que halaga los egos de quienes protestan contra cualquier menosprecio a su cultivadísima autoimagen, la política de la identidad condena a la deshonra y al olvido a muchas personas cuyas vidas son arrasadas por un sistema económico que las desecha por no aprovechables.
John Gray, La cháchara ociosa del movimiento 'woke' anula el debate sobre jerarquías de clase, El País 16/09/2024
La tesis central de Nexus es que la función de la información no es representar la realidad, sino crear vínculos entre grandes grupos humanos. Harari admite que tres milenios de filosofía y cuatro siglos de ciencia nos han aportado vastas cantidades de información y un gran poder, pero no cree que por ello nos conozcamos mejor ni seamos más sabios. Como historiador y como analista escéptico de la ciencia y la tecnología, concede mucha más importancia a la construcción de redes cooperativas mediante ficciones, fantasías e ilusiones sobre dioses, naciones y transacciones económicas. Desde esta perspectiva, la Biblia es mucho más valiosa y poderosa que los Principia de Newton y El origen de las especies de Darwin juntos, como un bulo lo es más que un mensaje veraz. La ignorancia es fuerza, como dijo George Orwell.
La teoría generalizada de que la información conduce a la verdad, y de ahí a la sabiduría y al poder, es para Harari la “idea ingenua de la información”. El autor se revuelve así contra los visionarios tecnológicos contemporáneos que, como Mark Zuckerberg, Ray Kurzweil y el resto de la plana mayor de Silicon Valley, sostienen que las redes sociales promueven el entendimiento entre personas, crean un mundo más abierto y generan un círculo virtuoso del bienestar por donde fluyen “la alfabetización, la educación, la riqueza, la salud, la democratización y la reducción de la violencia” (Kurzweil). Algunas de las páginas más brillantes de Nexus se dedican a refutar de manera contundente, casi cruenta, ese espejismo candoroso.
Tomemos el caso de los rohinyá, los habitantes musulmanes del oeste de Myanmar (antigua Birmania), un país de mayoría budista. Pese a las esperanzas de convivencia pacífica suscitadas a principios de los 2010, los rohinyá sufrieron en esa misma década unos torbellinos de violencia sectaria y racista promovidos en su mayor parte por las mentiras asesinas aparecidas y propagadas en Facebook, la red social del mismo Zuckerberg al que hemos visto más arriba predicando las virtudes teologales de su negocio billonario. La campaña de limpieza étnica que, en 2016, destruyó los pueblos rohinyá, asesinó a 20.000 civiles desarmados y expulsó de Myanmar a 700.000 musulmanes, se gestó y difundió a través de las falsedades y los mensajes de odio que circularon por Facebook.
La ONU concluyó en 2018 que Facebook había desempeñado un “papel determinante” en la campaña de limpieza étnica, como ya había denunciado Amnistía Internacional y como le parecerá obvio a cualquier otro observador sensato. Pero ni Zuckerberg ni sus ejecutivos ni sus ingenieros pagaron el menor precio por ello, ni tampoco adoptaron ninguna medida de corrección en sus algoritmos. La jurisprudencia norteamericana libera de toda responsabilidad a las plataformas por las mentiras y los mensajes de odio que circulan por sus redes, y así seguimos seis años después pese a las iniciativas legales europeas —que se han topado con la fiera oposición de los abogados de Silicon Valley— e incluso de una creciente suspicacia de parte de la clase política estadounidense.
Pero el blanco de las críticas de Harari no son los ejecutivos de Silicon Valley que han consentido toda esta inundación de odio, ni menos aún los ingenieros que han diseñado los algoritmos. Su blanco son los propios algoritmos, porque la intención del autor es avisar al mundo del riesgo, para él inminente, de que las máquinas se hagan con el control de las sociedades humanas. “Los ejecutivos de California no albergaban animadversión alguna hacia los rohinyá”, escribe Harari. “De hecho, apenas sabían de su existencia”. Algunos lectores se sorprenderán de esta actitud exculpatoria hacia los responsables humanos de la propagación del odio, máxime cuando el autor reconoce y documenta que el objetivo de la empresa era “recopilar más datos, vender más anuncios y acaparar una proporción mayor del mercado de la información”. Pero el caso es que lo que realmente atormenta a Harari es el robot, no sus creadores.
Javier Sampedro, 'Nexus', de Yuval Noah Harari: un mundo ahogado en información, El País 13/09/2024
Una de las principales motivaciones de la mente humana es la necesidad de encontrar asociaciones entre distintos eventos que le permitan anticiparse a la realidad. La selección natural ha favorecido la búsqueda de relaciones causa-efecto para descubrir las reglas del mundo y así promover la supervivencia y la reproducción.
Somos buscadores compulsivos de conexiones, arqueólogos de la regularidad, futurólogos intuitivos. Nuestro sistema cognitivo tiene alergia a la ambigüedad y a la incertidumbre. La asociación de eventos es el antídoto para esta “reacción alérgica mental”.
Las supersticiones son el lado oscuro de esa tendencia predictiva tan útil para la supervivencia: asocian eventos que, en realidad, no están relacionados de ninguna forma. La tendencia humana a predecir el mundo inventa estas conexiones. Al fin y al cabo, el aprendizaje de asociaciones es la piedra angular de nuestra adquisición de comportamientos.
Con las supersticiones, esos mecanismos asociativos se pasan de largo, pecan por exceso.
El primer acercamiento científico a la conducta supersticiosa la realizó en 1948 el psicólogo B. F. Skinner mediante un famoso estudio con palomas. Skinner programó que la dispensación de comida ocurriera de manera automática cada 15 segundos. Hicieran lo que hicieran, las palomas recibirían alimento con esa cadencia.
Transcurrido un tiempo, el científico norteamericano comprobó que la mayoría de las aves (seis de ocho, en concreto) habían desarrollado sus propios rituales supersticiosos para conseguir la comida. Una paloma daba vueltas sobre sí misma, otras movían la cabeza de un lado a otro y otra picoteaba el suelo. Este fenómeno se denomina “condicionamiento adventicio” para diferenciarlo del aprendizaje por “condicionamiento operante”, cuando el animal aprende en función de las consecuencias positivas o negativas realmente causadas por su comportamiento.
Con humanos se han encontrado resultados muy similares mediante tareas en las que se instauran conexiones ficticias entre eventos. De hecho, hay todo un campo de estudio en Psicología dedicado a las ilusiones de causalidad, que incluso se han relacionado con la proliferación de pseudomedicinas alternativas, como la homeopatía o el reiki, o las creencias paranormales.
Cuando ya hemos creado una conexión causal entre eventos, uno de los mecanismos que fomenta su mantenimiento es el llamado “sesgo de confirmación”, que forma parte de nuestra caja de herramientas cognitivas.
Tendemos a prestar más atención a aquellos sucesos que confirman nuestras creencias que a los que las contradicen: “Siempre que lavo el coche, llueve”; “el repartidor de Amazon siempre llega cuando no estoy en casa”… Olvidamos con facilidad las numerosas veces que no se cumplieron tales predicciones. Y, al mismo tiempo, recordamos vivamente el momento en que ocurrieron esos incómodos eventos debido al impacto emocional que generan.
Otro mecanismo que favorece el mantenimiento de las supersticiones se basa en lo que los psicólogos denominan “profecía autocumplida”. Es decir, la propia creencia en una predicción puede hacer que se convierta en realidad a través de nuestras acciones.
Nuestra racionalidad natural no es lógica, sino bio-lógica o psico-lógica. La evolución nos ha dotado de un arsenal de atajos cognitivos para procesar grandes cantidades de información y tomar decisiones rápidas (generalmente exitosas) con los datos parciales y ambiguos que recibimos del medio. En cambio, el ejercicio del pensamiento lógico y razonado requiere de la fatigosa tarea de disciplinar nuestra mente para prevenir las falacias y sesgos del pensamiento humano.
Ambos sistemas de pensamiento habitan en nosotros sin aparente conflicto. Por un lado, un sistema intuitivo y automático que está guiado por reglas de andar por casa y que puede derivar en sesgos y falacias del pensamiento. Por el otro lado, un sistema analítico y reflexivo, pero más lento y más costoso, que en las condiciones adecuadas puede comportarse de manera racional y lógica.
Por eso, incluso en las mentes más racionales y analíticas pueden residir creencias irracionales y supersticiones absurdas. Que se lo digan a Niels Bohr, con su herradura de la suerte. Cuando nos quitamos la bata del científico o la toga del juez, nuestra mente es tan crédula como la de nuestros antepasados prehistóricos. Cruzaremos los dedos para que la razón no nos abandone del todo.
Pedro Raúl Montoro Martínez, ¿Por qué somos supersticiosos?, El País 13/09/2024
Una reunión de antiguos alumnos me enfrentó recientemente al hecho de que el colegio, tal como lo recordamos, ya no es lo que solía ser. La memoria episódica —el sistema que nos permite recordar experiencias pasadas— no es una reproducción literal del pasado. Es propensa a errores, ilusiones y distorsiones, es delicada. Una frase memorable del antropólogo Marc Augé lo capta: “Los recuerdos son creados por el olvido como los contornos de la costa son creados por el mar”.
En una conversación con el psicólogo estadounidense Daniel Schacter, exdirector del departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, destacado investigador de la memoria humana y autor de Los siete pecados de la memoria: Cómo olvida y recuerda la mente (Ariel), me explica: “La memoria se reconfigura a partir del presente, es decir, que los acontecimientos y experiencias pasadas se reinterpretan en función del presente. Este recuerdo es a su vez transformador de la realidad social, y promueve nuevas alternativas para interpretar el aquí y el ahora”. La dirección de nuestros recuerdos no es del pasado hacia el presente, sino, por el contrario, del presente hacia el pasado; quiénes somos ahora afecta cómo percibimos el pasado, cómo lo moldeamos, lo remodelamos o incluso lo inventamos. Sin embargo, el pasado nunca es completamente mudo y, sí, informa el presente. En su laboratorio, Schacter y sus colegas han explorado la idea de que la memoria desempeña un papel fundamental no solo al permitirnos acceder a nuestro pasado, sino también para imaginar o simular eventos que podrían ocurrir en nuestro futuro, y propone que “el papel de la memoria en la simulación de eventos futuros es esencial para comprender la naturaleza constructiva de la memoria”.
Ese fin de semana algunos de nosotros viajamos para coincidir con nuestros compañeros y embarcarnos en un viaje mental en el tiempo. En cada reunión anterior el encuentro había manifestado un tono diferente, esta vez hubo algo más conmovedor y sombrío; reflexionamos sobre quiénes vinieron y quiénes no, pasamos lista. Se hizo evidente lo complicado que es volver y afrontar el tipo de recuerdos como los que se animaban ante la presencia del grupo. El contexto deshace las décadas que han transcurrido —hay algo en el estar con todos ellos que evoca la memoria de quiénes fuimos, cada uno de nosotros—. Al intercambiar historias intentamos tender un puente, algún tipo de significado entre esos adolescentes irrepetibles, y lo que ha sido de nosotros en cada una de nuestras iteraciones posteriores. Puede que en todo esto haya un trasfondo competitivo, como si estuviéramos comparando notas, pero sobre todo es un deseo de conectar —el concurso terminó hace años—. ¿Por qué algunos queremos volver y otros no lo toleran?Reencuentros de este tipo suscitan ambivalencia; por un lado, la idea puede generar excitación, euforia (del griego euphoría: “fuerza para soportar”), pero por otro, es probable que represente una amenaza repentina a la propia identidad. En el espacio de una breve reunión, somos convocados a reconciliar expectativas pasadas con nuestra realidad presente entre personas que compartieron ese pasado. Podríamos decir que asistimos a estas reuniones para demostrar que seguimos vivos y avanzando, que continuamos marchando hacia algún tipo de meta inexorable.
Pocos recuerdos personales son exclusivamente individuales, la mayoría hace referencia a situaciones compartidas. En 1925, el filósofo y sociólogo francés Maurice Halbwachs publicó Los marcos sociales de la memoria, un libro en el que avanza la noción de una “memoria colectiva”. A pesar de que la memoria o, mejor aún, el acto de recordar es esencialmente un proceso individual, Halbwachs enfatizó que depende de nuestras estructuras sociales. Participamos en un orden simbólico colectivo que nos proporciona esquemas cognitivos, conceptos de tiempo y espacio y patrones de pensamiento con los que recordamos e interpretamos acontecimientos pasados. Así, los marcos sociales constituyen el horizonte multidimensional en el que se desarrolla la acción de recordar. La mayor parte de lo que “recuerdas” del colegio ha sido reconfigurado: ¿eras tú el cerebro, el atleta, el caso perdido o la princesa? La reunión de antiguos alumnos es un momento para reconectarnos y compartir vulnerabilidades, para repensar y actualizar nuestro pasado y, en cierto modo, también para avivar el futuro. Aunque el viaje puede resultar vertiginoso.
David Dorenbaum, ¿De verdad recordamos las cosas tal y como pasaron?, El País Semanal 29/08/2024
La filosofía occidental moderna descubre con Descartes que es el sujeto el que sirve de base a la representación o vivencia intencional. Pero llega a ese mismo sujeto desde la propia representación. De modo que queda encerrada en el círculo vicioso de lo mental. La mente se explica por la mente. Dos cosas (sujeto y representación) se explican una por la otra, recíprocamente, y ambas quedan sin explicación. Para escapar de esa circularidad, de ese samsara filosófico, el pensamiento indio propone distinguir mente de conciencia. El sujeto mental es un yo, pero por debajo de ese yo, hay otro, más fundamental e independiente, que hace posible el yo mental. Ese otro yo es conciencia pura y, paradójicamente, no es un yo. Es el Uno, que no es un número, sino aquello que hace posible todos los números, toda la diversidad mental, temperamental y material de eso que llamamos universo.
Esa conciencia fundamental carece de forma y no puede ser descrita mediante la actividad mental, intelectual o simbólica. De hecho, la propia mente es un obstáculo para percibirla. Para poder intuirla, lo primero es distinguir pensar de conocer. Distinguir al sujeto pensante del sujeto cognoscente. Todo lo que la filosofía occidental puede decir del sujeto pensante es ya algo pensado. De ahí que la mente necesite como fundamento algo que no sea mente. Y ese algo, al no poder ser observado directamente por la mente, tiene que ser experimentado (anubhāva). Esa es la palabra clave de la solución india. La filosofía no es teoría o sistema, la filosofía es experiencia. Y, si no lo es, poca será su utilidad o fuerza liberadora.
La conciencia no puede ser pensada, ha de ser vivida. No podemos aproximarnos a la conciencia desde el pensamiento, que es su efecto y la encubre. No sirven aquí las inferencias. Cualquier tipo de representación que hagamos de ella constituye un producto más de la mente, un conocimiento mediato. Esas dificultades no significan que no exista la conciencia o que no pueda ser experimentada. De hecho, la conciencia es lo más real que existe, lo único que conocemos de un modo directo e inmediato. Es así como el pensamiento hindú soluciona el problema mente-cuerpo. Estableciendo tres niveles ontológicos (que forman una unidad y se despliegan en continuidad): conciencia-mente-materia.
Hablar de ese otro yo que conoce, que no es un yo mental, es ya dejarse enredar por el mundo conceptual, por el mundo de las palabras y los símbolos. Pero si tenemos siempre presente que el mapa no es el territorio, puede ser de utilidad una breve descripción. La diferencia conceptual entre mente y conciencia puede ayudar a suscitar una distinción experiencial. La meditación busca precisamente eso, el contacto con una conciencia despojada de las formas mentales que habitualmente la encubren. Se trata de “aislar” la conciencia. Los métodos son múltiples y pueden agruparse en cuatro. (1) La vía devocional. La más sencilla y frecuentada. La entrega sincera y absoluta a lo divino que conduce al desmantelamiento del yo pensante y activo. Es la vía que han seguido los grandes místicos de todas las épocas. (2) La vía de la acción. Actuar en el mundo, pero desprendiéndose de los frutos de la acción, sin atribuirse uno mismo lo que hace. Una vía descrita en la Bhagavadgītā. (3) La vía del yoga, el óctuple sendero expuesto en los Yogasūtra de Patañjali. (4) La vía del conocimiento (jñāna), que consiste en deconstruir la mente con la propia mente. Es decir, entender la mente tal cual es sin quedar atrapado por sus hechizos e ilusiones. Intuir la realidad condicionada y vacía de la mente, observarla desde el yo cognoscente (ātman). Esta última vía, denominada “indagación del ātman” (ātma-vicāra) por Ramana Mahashri, es la que trataremos de describir.
Juan Arnau, Ramana Maharshi, la solución india, El País 26/08/2024La filosofía occidental moderna se ha centrado en el yo pensante y no ha sabido diferenciarlo del yo cognoscente. La gran aportación india al pensamiento universal es la distinción entre mente y conciencia. Y la prioridad ontológica de la conciencia sobre la mente, y de la mente sobre el cuerpo. Decir que el cerebro produce la mente es ya un pensamiento, o una representación, como diría Schopenhauer. Decir que la conciencia es un epifenómeno del cerebro, como sostienen las corrientes dominantes de las neurociencias, es no entender el término epifenómeno. Un epifenómeno es un fenómeno de un fenómeno. ¿Y qué es un fenómeno? Un fenómeno es aquello que se aparece a la conciencia. Es decir, el término fenómeno forma parte de una polaridad y no puede entenderse sin una conciencia que lo advierte o experimenta. Son términos correlativos, como expansión y contracción, grande o pequeño. Así como no puede hablarse del perímetro de una circunferencia sin tener en cuenta el radio (está implícito en él), no puede hablarse de fenómenos sin hablar de conciencia. La solución moderna al problema de la conciencia es un mero artificio verbal. Una retórica que revela una profunda ignorancia filosófica. Que los neurocientíficos no hayan leído o entendido a Kant me parece normal, y también lo es que las neurociencias prescindan de la filosofía en sus investigaciones, pero si lo hacen, deberían evitar el uso de este tipo de conceptos.
Un epifenómeno no es más que un derivado o precipitado de otro fenómeno. La mente sería ese fenómeno que lo decanta y, bajo él, estaría la realidad de la sustancia cerebral. El problema aquí es que estamos hablando de la conciencia. ¿Cómo un fenómeno podría ser consciente de otro fenómeno, y encima de menor rango? La definición misma de fenómeno lo impide. El diccionario lo aclara: “Un fenómeno es la manifestación que se hace presente a la conciencia de un sujeto y aparece como su objeto de percepción”. Si queremos dar sentido al asunto, debemos distinguir la naturaleza del fenómeno de la naturaleza de la conciencia. Sin esa distinción no podemos entender ni la una ni la otra. Los fenómenos son una cosa, la conciencia otra. Y para que haya un fenómeno, debe haber una conciencia donde aparezca. No puede haber fenómeno sin conciencia. El fenómeno, por definición, no es algo autónomo. Decir que todo son fenómenos y que no hay nada más que fenómenos es un contrasentido. ¿Fenómenos para quién?
Juan Arnau, Ramana Maharshi, la solución india, El País 26/08/2024
La mente no es física, ni química, ni siquiera es electricidad. Todo eso son representaciones. La mente es un montón de pensamientos. Pueden ser químicos o físicos, como alquímicos o astrológicos. La mente es simplemente un agregado de pensamientos, del tipo que sean. O de sensaciones, si se quiere. Esa fue la gran intuición de David Hume. El escocés busca la mente y no la encuentra. Sólo encuentra una sensación, un recuerdo, una emoción, una imagen que por asociación lleva a otras. La mente es una máquina de producir pensamientos. Dicho en términos budistas, la mente transforma de forma automática impresiones en inclinaciones. De ahí que sea ella la que dirige el cuerpo, la que lo mueve, dinamiza o estresa, la que lo tensa o relaja. Lo que hacemos con la mente (imaginar, pensar, especular), puede cambiar esa representación que llamamos “estructura cerebral”. La mente puede hacer enfermar al cuerpo, también puede sanarlo. De ahí que la tradición del yoga aspire a ralentizar la mente, que es la causa de la mayoría de nuestros males.
Juan Arnau, Ramana Maharshi, la solución india, El País 26/08/2024
Si los lager nos parecen con razón monstruosos es porque son humanos; es decir, porque son mensurables desde nuestra milenaria “moral terrestre”. Implican un trabajo de deshumanización horizontal del otro sobre el que nuestra imaginación también puede trabajar, en favor de la empatía y de la construcción jurídica. Con Hiroshima, paradigma vertical, ocurre lo contrario: como contaba el filósofo Günther Anders, no es fácil establecer un vínculo cognitivo entre una presión del dedo sobre un cuadro de mandos a 3.000 metros de altura y 120.000 cadáveres en las calles de una ciudad. Ahora bien, esta “desproporción” tiene consecuencias afectivas y jurídicas descomunales. En los lager, decíamos, el cadáver es el resultado de una larga operación de deconstrucción de la humanidad en el cuerpo del otro; en Hiroshima, el cadáver es, desde el principio, un residuo y, si se quiere, un “milagro”. Los cuerpos no se han tenido nunca en cuenta, ni siquiera para destruirlos. Si aceptamos con tanta naturalidad los bombardeos aéreos es porque contienen algo sagrado y divino; es decir, porque, como en el caso del orden teológico, su horror deja en suspenso los parámetros comunes del Derecho terrestre. Lo que en tierra se nos antoja la más atroz violación del Estado de derecho (la ejecución extrajudicial, el juicio sumarísimo, la condena colectiva) constituye la normalidad entre las nubes: las víctimas civiles de un bombardeo no se han beneficiado de la presunción de inocencia ni han sido acusados de ningún delito ni han tenido un juicio justo; ni siquiera, como digo, han sido injusta y brutalmente tratados por un enemigo horizontal, con la posibilidad de hacer al menos un último gesto de dignidad (como ocurre tantas veces ante un pelotón de ejecución). La inocencia absoluta de las víctimas del bombardeo (tendidos entre los escombros al lado de la pelota con la que jugaban un minuto antes) presupone de algún modo la inocencia absoluta del victimario. El genocidio vertical es, por decirlo así, un genocidio al mismo tiempo meteorológico y teológico. ¿Cómo se va a comparar la violencia bestial de un cuchillo con la magia de un misil?
En los principales bombardeos de la Segunda Guerra Mundial (Londres, Dresde, Japón) se lanzaron en torno a 40.000 toneladas de bombas desde los aviones alemanes o aliados. En la segunda Guerra del Golfo, EE UU lanzó sobre Irak unas 80.000. El pasado mes de abril, Israel ya había lanzado 70.000 toneladas sobre Gaza, doblando el número del mayor conflicto bélico de la historia e igualando casi el de la bárbara invasión de Irak. Ahora, en agosto, mes de la conmemoración de la derrota del Japón y del lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, Israel habrá batido ya sin duda todos los registros históricos de destrucción vertical del otro. Es una “práctica consuetudinaria”, sí, que los humanos aceptamos con consueta resignación, y casi con admiración bíblica, entre la fascinación del récord y el estupor de la inocencia del dios. Los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki nos sacaron definitivamente de la moral terrestre e inscribieron nuestros cuerpos en el marco de la posthumanidad, y ello por dos razones: porque desde entonces somos virtualmente una especie desaparecida y porque en ese momento nos quedamos definitivamente sin imaginación para conmovernos o ni siquiera escandalizarnos frente a la barbarie vertical y sus anónimos escombros inocentes.
Pero sí podemos sentir aún un poco de indignación a ras de tierra. La dificultad para escribir un artículo en esta época es siempre la de seleccionar la ignominia del día o del año, tan variadas son y tanto se repiten. Una de las mayores de este mes de agosto ha pasado, sin embargo, casi desapercibida. No me refiero al aniversario de Hiroshima y Nagasaki, que recuerdan rutinariamente todos los periódicos; ni tampoco al enésimo bombardeo de una escuela en Gaza, frente al cual carecemos ya de imaginación y hasta de lágrimas. Hablo de la ceremonia del 9 de agosto en Nagasaki y del boicot de EE UU y la UE, “solidarios” con Israel, al que el alcalde no había invitado porque estaba pensando en Gaza, donde han sido asesinados desde el pasado mes de octubre 40.000 palestinos desde el aire. Estas conexiones sí las podemos imaginar y no hace falta explicitarlas. Es el detalle menor, la metáfora pequeña y brutal de una hipocresía que nos hace cómplice de todos los bombardeos y debilita aún más nuestra posición moral en el mundo posthumano que nosotros mismos hemos contribuido a crear.
Santiago Alba Rico, Gaza y Nagasaki, El País 26/08/2024
En muchos sentidos trabajamos y vivimos mejor que nuestros padres y tiene que ver con lo que comentábamos al inicio, con la conciencia y el orgullo que tenemos de que gracias al trabajo colectivo y al trabajo de lo público podemos tener oportunidades que nuestros padres no han tenido y, en muchos sentidos, mejores condiciones de vida y mejores trabajos. Pero creo que algo se está trastocando y que, especialmente en los últimos años, hay un giro de tuerca que está llevando a muchas personas a tomar conciencia de que en otros sentidos estamos peor que nuestros padres. Y me refiero especialmente a nuevas formas de precariedad, a la normalización de problemas de ansiedad y de salud mental, a la pérdida del tiempo propio.
No puede ser que las personas hoy hayamos normalizado que la vida es una vida sin tiempo y esto es algo que sí podían tener nuestros padres, incluso los padres que han tenido las vidas más duras. Yo pienso muchas veces en la dureza del trabajo de mis padres. Mi madre se ha levantado todos los días de su vida, hasta hace prácticamente unos años, a las cinco y media de la mañana para vender el pan y mi padre ha tenido trabajos muy duros. Solamente hace falta ver sus cuerpos, las manos de un padre que ha trabajado en el campo y la cara curtida por el sol. Respecto a ellos podemos decir que somos privilegiadas, claro que sí. Especialmente respecto a nuestras madres, que no sólo no han podido estudiar, y han tenido trabajos duros, sino una vida de sumisión en la que apenas casi podían hablar. Mientras muchos de nuestros padres, incluso los que han tenido trabajos más duros, sí han podido tener esa libertad del tiempo propio, del tiempo para salir, para ir al campo cuando ellos querían, para ir al bar, para ir a la plaza. También han contado con esa salud que deriva de una alimentación sana y de una vida en comunidades pequeñas.
Cuando comparamos esas vidas con las absolutamente aceleradas, estresadas en las que tienes que medicarte para trabajar, esto es terrible. Porque la ansiedad se ha naturalizado en nuestro día a día y porque con la tecnología, el trabajo no deja de venirnos y todavía no hemos conseguido reorganizar los tiempos y recuperar los tiempos. Pero también las maneras en las que nos alimentamos o las maneras en las que vivimos prácticamente sentados. En El entusiasmo tengo un capítulo, en Las habitaciones de Sibila, donde hago referencia a la historia de una mujer sentada. Una mujer sentada puede describir la vida de muchas de las personas que tienen vidas frente a un ordenador, algo que va en contra de nuestra naturaleza. Tenemos cuerpos del Neolítico y vidas del siglo XXI, que no están pensadas para cuerpos sentados. Esas vidas, esa alimentación, esa aceleración, esa contaminación de las ciudades, ese calentamiento humano que va tan en sintonía con el calentamiento planetario, esa normalización de la precariedad benefician solamente a quienes la rentabilizan, no a quienes padecemos esa aceleración. Creo que esto habla de esa parte en la que hemos empeorado nuestra salud, nuestra vida respecto a nuestros padres y también respecto a la frustración que muchas personas tienen en relación a lo laboral. Aunque yo formo parte de ese grupo de personas privilegiadas que tienen un trabajo estable y por tanto, que ha podido convertir su expectativa en trabajo, vivo en parte esto que narro y encuentro a mi alrededor la normalización de lo precario.
Por tanto, creo que vivimos mejor y peor que nuestros padres, que son las dos cosas al mismo tiempo. Hay fuerzas que se derivan de esos logros colectivos que, insisto, creo que son los que debiéramos retomar y recuperar. Y hay otras que nos están llevando hacia una forma de precariedad, de individualismo competitivo y de aceleración que contribuyen a sentirnos peor porque sentimos que nos falta lo básico de la vida, que es el tiempo en el que sentimos que vivimos.
Marta Jiménez, entrevista a Remedios Zafra: "Nadie se puede hacer a sí mismo si no tiene el apoyo de la comunidad", cordopolis.eldiario.es 25/08/2024
Según Michael Oakeshott, “ser conservador es preferir lo familiar a lo desconocido, lo que se ha probado a lo que no, el hecho al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo infinito, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la felicidad utópica”.
Defiende una postura escéptica, reticente ante los proyectos totalizadores y ante la idea de que la vida es la resolución de un problema tras otro: una concepción que él llamaba “racionalismo”, nacida a partir del siglo XVII en Europa, que asume que el conocimiento es técnico, y que no solo rige la política sino muchos otros aspectos de la sociedad. Para Oakeshott, hay conocimientos que son prácticos, se desarrollan de manera tradicional y no pueden aprenderse solamente en los libros.
Daniel Gascón, Michael Oakeshott, el pensador escéptico que creía en la conversación, El País 31/08/2024
El cerebro es un órgano tangible que se puede tocar, palpar, medir y evaluar. Es biología pura. La mente es, por el contrario, un constructo psicológico con muchos marcos teóricos que intentan explicarlo. Pero a día de hoy no hay una teoría unánimemente aceptada que nos diga qué es la mente. Aunque es algo no tangible, es decir, que no podemos tocar, y que medimos de manera indirecta. Se supone que la mente es un producto de la parte biológica del cerebro.
El cerebro tiene dos partes, y esto sí está bastante consensuado. Una mente consciente en la que hay un producto cognitivo en forma de pensamiento y un producto emocional. Esa parte consciente es la que me permite desarrollar una serie de constructos psicológicos como la identidad personal, el yo, la toma de conciencia de mi individualidad. Por eso, las teorías de la psicología evolutiva dicen, aunque también aquí hay controversia, que la mente como tal en el niño y la niña se empieza a desarrollar alrededor de los dos años que es cuando toma conciencia de su individualidad.
La mente es una producción subjetiva. Yo creo que siento, que me identifico, el autoconcepto y demás, y presupongo que los otros también tienen una mente que les permite tener todo ese mundo interior. Por eso, las últimas corrientes en neuropsicología hablan de la trascendencia de la mente. Es decir, como algo trascendental muy difícil de medir.
La metacognición abarca todas las grandes capacidades cognitivassuperiores como la capacidad del lenguaje, el cálculo, el pensamiento abstracto y la creatividad y se refiere a que yo pienso sobre ello. Esa metacongnición es “yo pienso sobre cómo pienso y cómo siento”.
La cuestión de la dualidad mente/cerebro viene desde la antigüedad, aunque el autor más “actual” que teorizó sobre ello fue el filósofo y matemático francés René Descartes con su idea de que somos cuerpo y mente. Pero todo esto viene de Platón cuando decía que el cuerpo es aquello que puedo entender, es el producto biológico que puedo palpar y medir, y la mente, que él identificaba con el alma, como la que nos conecta con el mundo de las ideas, un reino eterno y perfecto donde existen las formas puras de las cosas. Esta idea de la dualidad está superada hace décadas.
Carmen Sarabia Cobo,
¿Qué diferencia hay entre mente y cerebro, El País 05/09/2024
Aunque los humanos no somos caracoles, ahora ya no hay modo alguno de saber lo que es una mujer. Todo es duda y todo es sospecha, y la que quiera salir a reivindicarse como hembra humana será arrinconada a las filas del fascismo. Sobre lo que no hay ningún tipo de duda es sobre lo que es un hombre. No hay más que ver esas convenciones del poder donde todos los presentes van enfundados en trajes oscuros o repasar las listas de los más ricos para saber qué es un macho humano. En cambio, las mujeres, “la mujer”, no se sabe muy bien lo que es, no hay forma científica de averiguarlo. Así, sin más, hemos vuelto al mundo de lo indiferenciado, ahora por la vía de la reivindicación de la fluidez del género y la supuesta subversión que conlleva (y que seguro que acabará con la subida de los alquileres y la inflación). Donde sí saben lo que es una mujer es en Afganistán,Irak e Irán.
La gran paradoja que está viviendo hoy el feminismo es que después de 300 años impugnando la idea del género (esto es, que las mujeres somos humanamente distintas de los hombres y estamos determinadas a comportarnos y a tener ciertas características esenciales tales como la domesticidad, la sumisión, la fragilidad y la falta de dotes intelectuales o de capacidad para ser ciudadanas) ahora tenga que dedicarse a defender la existencia del sexo. Acusar al feminismo de la igualdad de ser biologicista es pura y simple difamación, dado que siempre ha defendido exactamente lo contrario: todas las pensadoras importantes han venido denunciando que las diferencias biológicas no justifican, ni de lejos, todo el entramado de discriminaciones, segregaciones y opresiones que nos han atenazado desde hace miles de años. Pero hoy la confusión y el pensamiento mágico se difunden sin freno porque nadie quiere arriesgarse a ser señalado como portador de alguna fobia, y negar la existencia de los sexos, algo tan descabellado como defender que la Tierra es plana, se ha convertido en lo más progresista que se puede hacer.
La verdad es que a muchas nada nos gustaría más que olvidarnos de la biología: ni fluctuaciones hormonales, ni reglas dolorosas, ni anemias, ni cáncer de mama, ni el dolor del parto, ni más osteoporosis y depresiones. Pero somos egoístas, nos dicen, excluyentes por querer patrimonializar el chollo de ser “mujer” y encima pretender saber lo que somos y quiénes somos. ¿Cómo nos atrevemos?
Najat el Hachmi, No sé lo que soy, El País 06/09/2024
Los salarios han perdido casi un 13% de su poder adquisitivo desde la crisis, según cálculos del gabinete económico de CCOO. De acuerdo con el Observatorio de Emancipación del Consejo de la Juventud de España (CJE), en la segunda mitad de 2023 el coste medio de la vivienda (calculado a partir del importe del alquiler más los gastos en suministros básicos) superaba en 81 euros el salario medio de las personas de entre 16 y 29 años. En 2011, el 69% de los hogares con un cabeza de familia menor de 35 años era propietario de su vivienda principal, mientras que para 2022 este porcentaje se había reducido dramáticamente hasta el 32%, según la encuesta financiera de las familias. Y según el INE, en España, la media de edad para independizarse es de 29 años y la tasa de desempleo juvenil supera el 28%. La situación, ciertamente, no invita al optimismo.
¿Qué hacer en este contexto? Algunos siguen el ejemplo de sus padres: trabajar duro, ahorrar, comprar una casa y crear un plan de jubilación. Pero otros han perdido la fe en los métodos tradicionales que funcionaron para generaciones pasadas y prefieren, literalmente, apostar su futuro al azar. Cada vez más personas, especialmente entre los 20 y los 35 años, invierten en activos especulativos de alto riesgo como las criptomonedas, los NFT, las apuestas deportivas y las “acciones meme”, cuyo valor depende únicamente de que un foro de internet se ha puesto de acuerdo para hacerla subir. Estos métodos alternativos ofrecen la posibilidad de altos retornos a corto plazo, pero también un riesgo considerablemente mayor.
Esta situación no es exclusiva de España. De hecho, en Estados Unidos llevan tiempo advirtiendo sobre este fenómeno y han identificado este comportamiento entre los jóvenes como síntoma de lo que han denominado “nihilismo financiero”. El término es provocador: sugiere una pérdida de fe en el correcto funcionamiento del mercado y en el valor real del dinero, representando al capitalismo casi como una religión. Para un “nihilista financiero” apostar 100 euros a que el Real Madrid gana 3-2 contra el Alavés, o invertir en una criptomoneda de la que ha escuchado hablar en YouTube es un uso del dinero tan válido como cualquier otro, dado el cuestionable valor subyacente de la economía. “Es difícil culpar a la gente por querer hacerse rica rápidamente si han perdido la fe en su capacidad de hacerse rica lentamente”, concluye Andrew Edgecliffe-Johnson en un artículo de Financial Times dedicado a este tema.
El término “nihilismo financiero” fue acuñado por Demetri Kofinas, un economista estadounidense de padres griegos, seguidor en su juventud del economista liberal Friedrich Hayek y del político libertario Ron Paul, que presentó un programa en Russia Today. Pero hay trampa. Durante esa etapa le detectaron un tumor cerebral y, con apenas 30 años, desarrolló demencia. Se olvidó de todo, hasta el punto de llevar las llaves colgadas del cinturón por miedo a no poder entrar en su casa. Finalmente, fue operado y, al despertar, no encontró un dinosaurio como en el cuento de Augusto Monterroso, sino a Donald Trump recién elegido presidente. “Tuve que volver atrás y cambiar todo mi marco de pensamiento para comprender lo que había pasado”, explica en una videollamada.
Kofinas dejó sus antiguas ocupaciones, examinó el presente y desarrolló el concepto de “nihilismo financiero”, que empleó por primera vez en 2020, en un episodio de su pódcast titulado Nihilismo financiero: Descubrimiento de precios en un mundo donde nada importa. Kofinas define esta filosofía como la percepción de que los objetos de especulación carecen de valor intrínseco. Es decir: alguien compra una criptomoneda no porque crea en su potencial tecnológico o en su utilidad, sino simplemente porque espera que su precio suba debido a la demanda especulativa. “Estamos ante un marco de inversión posmoderno donde el precio se vuelve autorreferencial. La única cosa que importa es la narrativa. Para los nihilistas financieros, el precio es la cosa en sí misma, desvinculado completamente de cualquier realidad subyacente”, sostiene Kofinas.
Friedrich Nietzsche anunció la “muerte de Dios” como una metáfora de la desaparición de la fe en los valores absolutos y el orden moral tradicionalmente respaldados por la religión cristiana durante siglos. El dios amenazado por el “nihilismo financiero” probablemente no reside en el interior de las iglesias, sino en lo alto de los rascacielos. Kofinas argumenta que las medidas tomadas durante la crisis financiera de 2008, como los rescates financieros y la impresión masiva de dinero, han generado una percepción de injusticia entre la población y han desmantelado la “mitología del dinero”, al demostrar que su valor no es intrínseco, sino que depende de la confianza y las políticas gubernamentales. “La idea de que todos jugamos bajo las mismas normas se vino abajo”, resume.
Las criptomonedas, según el analista, fueron el “gran vehículo” a través del cual se propagó “el cáncer del nihilismo financiero”. Kofinas explica que los primeros adeptos de Bitcoin eran idealistas que buscaban establecer un sistema monetario alternativo, descentralizado y libre de intermediarios, donde el valor de la moneda no estuviera sujeto a manipulaciones por parte de gobiernos o grandes instituciones financieras.
No obstante, a partir de 2017, con el auge de las ICO (Initial Coin Offerings, por sus siglas en inglés) —una herramienta de recaudación de fondos mediante criptomonedas que en lugar de ofrecer acciones de la empresa a los inversores ofrece una criptodivisa o un token—, la percepción de las criptomonedas pasó de utópica a nihilista. “Los idealistas se transformaron en especuladores, y los más exitosos dentro del mundo de las criptomonedas resultaron ser los storytellers, no los ingenieros”, expone el analista. “Dieciséis años después del nacimiento de Bitcoin, ¿quién sigue creyendo realmente que puede cambiar el sistema?”.
Daniel Soufi, Nihilismo financiero: el fin del valor real del dinero, El País 01/09/2024
El psicólogo Steven Starker escribía en Oráculo en el Supermercado que los libros de autoayuda aparecieron hace más de 200 años, cuando Thomas Jefferson plasmó en la Declaración de Independencia de EE UU el derecho individual a buscar la felicidad. “El rígido sistema de clases de los países europeos fue reemplazado por uno abierto en el que un hombre podía esperar ascender de acuerdo a sus méritos y habilidades, y a ser juzgado solo por sus logros”, afirma.
Según Starker, los libros de autoayuda explicaban cómo cumplir el sueño americano, pero también reforzaban la idea de que el éxito era algo que cada uno debía buscar por su cuenta, favoreciendo una existencia más estresante, solitaria o exigente con la imagen, y agravando problemas que después prometen resolver los mismos libros.
Daniel Mediavilla, Los libros de autoayuda más vendidos nos dicen lo que va mal en a sociedad, El País 24/08/2024
“Los tiempos duros crean hombres fuertes; los hombres fuertes crean buenos tiempos; los buenos tiempos crean hombres débiles; los hombres débiles crean tiempos duros”. La cita no es de Confucio ni de ningún economista prestigioso, sino de una novela postapocalíptica de ciencia ficción y fantasía escrita por G. Michael Hopf en 2016 que se convirtió en best seller.
Desde entonces, el aforismo se ha hecho muy popular y se ha hecho valer para apañar a golpe de meme facilón todo tipo de sobremesas y debates. Pero la realidad no es nunca ni fácil ni sencilla, y esa frase resultona no resume ninguna teoría rigurosa ni se pronuncia en círculos académicos serios.
Aun así, lleva tiempo siendo la cantinela favorita de un sector de la gastronomía española, gremio que nunca falla en suministrar periódicamente ejemplares magníficos de la especie “viejo que grazna blandiendo un bastón al aire”. La invocan como guarnición perfecta de ese sempiterno “¡Los jóvenes de hoy son débiles y no quieren trabajar!”.
La idea de que las condiciones difíciles crean individuos moralmente superiores y física y mentalmente fuertes, mientras que la riqueza y el bienestar crean sociedades decadentes y caracteres endebles es falsa. El relato del esclavo que supera peligros inimaginables y se convierte en emperador, o el de los dos chavales de barrio que crean una empresa de cien millones de dólares en un garaje son la excepción, no la norma, y precisamente por eso son reseñables. Pero el meme de los tiempos duros y el relato del héroe sirven a los directivos que fallan en la creación de sistemas de trabajo eficientes para justificar la imposición de condiciones laborales penosas (e ilegales) a base de usar la cantidad de horas trabajadas como vara de medir la categoría moral del trabajador, dibujando una pirueta discursiva falaz tan admirable como vergonzosa.
María Nicolau, La gran estafa de la cultura del esfuerzo, El País 23/08/2024
Habría que decir, a modo de consideración previa, que la existencia de alguien que no le deba nada absolutamente a nadie es casi un imposible ontológico. La vida social y la consecuente interacción entre individuos y grupos implica, de manera poco menos que inevitable, tanto la realización como la recepción de comportamientos difícilmente reductibles al mero interés particular o, si se prefiere, que no quedan entendidos de manera adecuada si los analizamos en los exclusivos términos de cálculo coste-beneficio o similares (por más que siempre haya gentes que, con manifiesta impropiedad semántica, utilice expresiones del tipo “me debe un favor”, tan odiosas como autocontradictorias —el favor por definición se regala, sin esperar nada a cambio—).
Manuel Cruz, Una sociedad de ingratos, El País 01/09/2024
¿Qué es eso de que una forma de gobierno que dice apoyarse en la voluntad del pueblo se eche a temblar cada vez que a este le toca expresarla? Pero no acaba aquí la paradoja. Tememos a la ultraderecha, pero esta, a su vez, debe su éxito al propio miedo que embarga a importantes sectores de la población. La fuente de cada uno de ellos es distinta, claro. En un caso tememos a la xenofobia y al peligro que puedan significar estos partidos para la democracia, que se suman a otros muchos, el cambio climático, por ejemplo; en el otro, quienes los votan temen a la inmigración, al descenso social, al cambio de valores, a las élites, etcétera. Pero, en mayor o menor medida, a todos nos embarga. Vivimos bajo el síndrome del miedo. Y son los miedos, no la ideología, lo que se exorciza y se utiliza como arma arrojadiza en la disputa política.
Hay buenos motivos para que nos atenacen, desde luego. Pero, al menos, desde Montaigne ya sabemos que el miedo es incompatible con la libertad. Una democracia del miedo es un oxímoron. Quién sabe, quizá un historiador del futuro concluya que el derrumbe de las democracias obedeció a que los actores políticos, en vez de abordar directamente las causas de los temores, se dedicaron a propagarlos. Atemorizar no es liderar. Liderar es, entre otras cosas, buscar salidas eficaces a lo que nos preocupa y alimenta nuestros temores. Ahí nos duele.
Fernando Vallespín, La democracia del miedo, El País 01/09/2024
Hay un Spinoza para cada época, pero entre las devociones spinozistas pocas comparables a la del historiador inglés Jonathan I. Israel (1946). A principio de los setenta, Israel escribió Race, class and politics in colonial Mexico (1610-1670), una tesis académica que a la larga lo llevaría a recrear el universo intelectual spinoziano a través de tres siglos. Aquel libro incluía un capítulo dedicado a la vibrante comunidad portuguesa de criptojudíos (practicantes secretos de su religión) que vivió en Nueva España en la primera mitad del siglo XVII, el mismo periodo en que sus hermanos de fe se establecían en Holanda. Su destino no podía haber sido más distinto: mientras en México terminaron disciplinados por la Inquisición, quemados en autos de fe, dispersos por el reino, borrados por la historia, en Holanda pudieron vivir libres de persecución y segregaciones físicas. Israel pasó de una comunidad a otra, dando inicio así a su larga travesía por el criptojudaísmo portugués de los siglos XVI y XVII ligado estrechamente a la historia holandesa en la cual es una autoridad.
La pasmosa globalización comercial que desplegó esa comunidad es el tema de varios de sus libros. En las últimas décadas, Israel se ha dedicado primordialmente a la historia intelectual con gruesos y polémicos volúmenes de revisionismo histórico que buscan probar la centralidad del pensamiento crítico holandés, y muy en particular el de Spinoza, en lo que ha denominado Ilustración radical (distinta a la Ilustración moderada, inglesa, escocesa, francesa o alemana) y que a su juicio es la raíz primera y pura, genuinamente democrática, republicana, tolerante e igualitaria, de la tradición liberal de Occidente. Esta tradición se habría cumplido parcialmente en la revolución americana pero resultó traicionada por el populismo rousseauniano y antiilustrado de Robespierre y los jacobinos. Alguien hubiese pensado que con esas obras y Revolutionary Jews from Spinoza to Marx –sobre la progenie decimonónica del filósofo– Israel habría culminado su tarea. Pero faltaba su opus magnum: Spinoza. Life and legacy, un libro inabarcable como el Dios de Spinoza.
Enrique Krauze, Un filósofo para nuestro tiempo, Letras Libres 01/08/2024
“Los países con mucha desigualdad son los que tienen mucha clase baja, mucha clase alta, y menos gente en el centro, como es el caso de Estados Unidos”, dice. De acuerdo con sus cifras, el estrato de rentas medias-bajas se acerca al 35% de la población en España, mientras que en países como Alemania supera el 40% y en Francia representa prácticamente a uno de cada dos hogares.
Tener a más población en la clase media-baja parece una mala noticia pero no lo es. Y es que para los economistas, la clase es un concepto relativo que no mide riqueza sino homogeneidad. Es decir, que un 100% de clase media-baja no implicaría necesariamente pobreza pero sí igualdad: todos los hogares estarían entre el 75% y el 125% de la mediana nacional (el valor de esa mediana nacional de ingresos es el que definiría la riqueza o pobreza de los ciudadanos).
Francisco de Zárate, La clase media ya no es lo que era ..., El País 31/08/2024
Lo que mata la esperanza, según Byung-Chul Han, no es la desesperanza; bien al contrario, esta última es su punto de partida, el inicio del viaje. Tal como lo expone en el preludio del ensayo, lo contrario a la esperanza es el miedo. En sus propias palabras: “Pasamos de una crisis a la siguiente, de una catástrofe a la siguiente, de un problema al siguiente. De tantos problemas por resolver y de tantas crisis por gestionar, la vida se ha reducido a una supervivencia”. Para el coreano, vivir en esa mera supervivencia nos ancla a la depresión y al miedo. Este último nos cierra puertas y nos roba la libertad, ya que imposibilita que nos pongamos en marcha. Alguien con miedo al futuro será incapaz de organizar y crear su propio futuro. Entra en una especie de profecía de autocumplimiento.
Como señala Byung-Chul Han, en alemán la palabra miedo —Angst— procede, al igual que en latín, del término angostura. Es decir, cuanto mayor es nuestro temor, más angosta será nuestra área de acción. Por eso quien se angustia se siente, de un modo u otro, acorralado.
El antídoto es la esperanza ya que, en sus propias palabras, “va dejando indicadores y señalizadores de caminos. La esperanza es la única que nos hace poner en marcha. Nos brinda sentido y orientación (…) Y las acciones necesitan un horizonte de sentido”. Así como el miedo imposibilita, la esperanza, como la definía el filósofo danés Søren Kierkegaard, es la pasión por lo posible.
Francesc Miralles, La esperanza, el arma secreta del filósofo Byung-Chul Han, El País Semanal 22/08/2024