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Mosaico de Las Ramblas (Miró) |
Los
recientes atentados en Barcelona y Cambrils, pero también los de
Londres, París o tantos otros lugares dentro y fuera de Europa,
hacen imprescindible preguntarnos por las causas del terrorismo
islamista. Necesitamos una respuesta que nos permita entender algo de
un horror que nos ha tocado tan cerca, y que más allá de nuestras
fronteras se realiza por musulmanes y contra musulmanes, entre los
que se encuentran la mayoría de las víctimas.
Por
esa razón nos preguntamos qué lleva a estos grupos de jóvenes a realizar matanzas indiscriminadas de personas
indefensas y anónimas en nuestras ciudades. Pues bien, comenzaremos diciendo que la respuesta no puede ser simple. El fenómeno terrorista es
complejo, tiene múltiples dimensiones, y la respuesta ha de intentar
recoger esa complejidad. Además, nos encontramos aquí con un grave
peligro. Una respuesta demasiado simple sólo sirve para justificar
extremismos que, cuando no son inmediatamente violentos, son semilla
de violencia.
Entendiendo
que no hay una causa única, sino un conjunto de factores en relación,
empezamos encontrando causas sociales y económicas. Los efectos de
la crisis económica internacional en los estados
europeos y el fracaso de las políticas de inmigración e integración
son dos de los factores que han dado lugar a una juventud con pocas
posibilidades de futuro. Dentro de ella, una minoría incapaz de
encajar en el marco de sus comunidades en Europa, encuentra en movimientos terroristas una salida a sus frustraciones.
En concreto, la falta de integración social de inmigrantes
musulmanes de segunda y tercera generación en algunos países
europeos crea situaciones de exclusión social que han propiciado la
adhesión de algunos jóvenes a estos movimientos.
Ademas
de causas económicas y sociales, hay causas individuales, ligadas a
los procesos de construcción de la propia identidad. Muchos
terroristas son jóvenes que, en una etapa crítica de su proceso
vital, atraviesan periodos de búsqueda de valores y sentido sin que su entorno social pueda darles una respuesta.
El joven, partiendo de esa experiencia de desorientación y sin la
madurez necesaria para elaborar criterios propios de conducta,
entra en contacto con alguna figura adulta cargada de autoridad,
poder carismático y capacidad para argumentar,
la cual le ofrece una explicación y una solución. La explicación
consiste en señalar a un culpable de ese malestar, un grupo social
determinado responsable de la realidad en la que se vive. La solución
se encontrará en una respuesta violenta
contra ese grupo, legitimada por un conjunto de ideas políticas,
éticas y religiosas que lo demonizan, privándole de su carácter
humano, y justificando su aniquilación. El semejante deja de serlo
y, convertido en un monstruo responsable de la degradación del
mundo, se convierte en algo que ha de ser destruido.
Junto
a causas sociales, económicas e individuales, hay también causas
geopolíticas. Una serie de conflictos internacionales que se
remontan al menos al final del colonialismo europeo, la guerra
fría y uno de sus últimos capítulos, la guerra ruso-afgana, dibujan un contexto de violencia constante en el que se
desarrolla el terrorismo islamista. En ese contexto se pueden señalar
algunos elementos actuales que explican su pervivencia, como la
situación del Oriente Medio, el fracaso islamista en la llamada
“primavera árabe”, la guerra de Irak, o la aparición del
llamado Estado Islámico.
A las causas anteriores hay que añadir una más, indispensable,
que es la del fundamentalismo religioso. Los terroristas islámicos
invocan venganza ante bombardeos realizados sobre poblaciones civiles
en el mundo musulmán, o ante las torturas sistemáticas realizadas
por regímenes autoritarios apoyados por el Occidente democrático, y
pretenden realizarla mediante una violencia apoyada en una concepción
fundamentalista de la religión. Esta concepción afirma que el islam
se ha ido contaminando a lo largo de los siglos con innovaciones
provinientes del cristianismo, del paganismo, del mundo moderno,
y su propuesta es volver a lo que ellos creen que es el origen del
islam aplicándolo en su literalidad, la sharía o ley islámica. La
aplicación literal de la sharía codifica de forma estricta la
conducta y rige todos los aspectos de la vida. En sí mismo, este
fundamentalismo religioso no se identifica con el terrorismo, pero es
la condición para el yihadismo, consistente en la utilización de
medios violentos para conseguir esta vuelta al origen. Al-Qaeda y el
Estado islámico serían dos de sus formas.
Nos
hemos preguntado por las causas del terrorismo islamista y la
respuesta nos ha llevado a una diversidad de factores: económicos,
sociales, individuales, geopolíticos, religiosos, entre otros. Esto
nos descubre, a su vez, que las posibles soluciones no pueden ser
simples. No basta con una intervención militar, o con la vigilancia
policial, aunque sea imprescindible, porque el fenómeno no es sólo
una cuestión de seguridad, sino que sus raíces son mucho más
amplias. Al desarrollo de políticas de integración social y
redistribución de la riqueza, abría que sumar el multilateralismo
en las relaciones internacionales, el paso a un modelo de desarrollo
global no determinado únicamente por el beneficio económico a costa
de la naturaleza, de la pluralidad cultural, y de toda referencia a
lo sagrado, así como el crecimiento en el mundo musulmán de
corrientes religiosas reformistas que dialoguen con la
modernidad, a pesar de sus gravísimas contradicciones.
Pero
para terminar estas notas quisiéramos plantear una última cuestión.
Además de nuevos atentados en nuestro país, en otros países de
Europa o en el resto del mundo, hoy nos enfrentamos a otro peligro muy
cercano: el de responder con odio al odio recibido. Y ése es sin
duda uno de los objetivos de estos atentados, el de propagar en las
sociedades occidentales el odio al Otro, encendiendo las diversas
formas de xenofobia latentes o ya explícitas en nuestros países,
provocando el choque entre identidades culturales en vez de su
apertura mutua, para convertirnos también a nosotros en fanáticos
creyentes de alguna explicación de la realidad que nos salve
de la
complejidad
infinita del mundo. Ante ese peligro, cualquier ciudadano tiene en sus manos una solución: estar atento, en su día a día, a las semillas de
fanatismo que encuentre en otros o en él mismo y no alentarlas, ni
propagarlas, sino criticarlas, descubriendo las mentiras en las que se
basan, para buscar el encuentro valeroso con el otro desde la fidelidad
a las raíces siempre abiertas de nuestra identidad.