
Los jóvenes y adolescentes españoles sufren de muchos más trastornos psíquicos que hace una o dos décadas. Las estadísticas (suicidios incluidos) son para echarse a temblar. ¿Cuáles son las causas de esta oleada de «problemas mentales» (un término ambiguo que no se limita solo a las patologías psíquicas)? El absurdo «tecnocratismo» que religiosamente cultivamos tiende a hacernos creer que se trata solo de problemas psiquiátricos. Y si bien es cierto que algunos trastornos requieren de asistencia médica, y que muchos pueden ser parcialmente tratados con terapias psicológicas y fármacos, la mayoría no tienen una raíz neurológica ni son reducibles a meros problemas de conducta.
En mi opinión, los problemas mentales de jóvenes y adolescentes obedecen, en su mayoría, a un estado crónico de desorientación y confusión a todos los niveles, y a la inevitable zozobra, por no decir profunda angustia que este estado genera, especialmente cuando, a la vez, se les exige adaptarse (con éxito) a un mundo cada vez más complejo e incierto, en el que todos los horizontes (desde el laboral hasta el que atañe al destino global de nuestras sociedades) se presentan claramente desdibujados.
Y ante esto, de poco sirve aumentar el número de terapeutas por habitante. Los jóvenes no necesitan talleres de atención plena o sesiones de control de la frustración; lo que necesitan son referentes culturales, herramientas intelectuales, modelos morales y espacios de sociabilidad y diálogo desde los que reorganizar sus ideas y poder hacer frente por sí mismos, y sin volverse locos, a un entorno muchísimo más complejo e incierto que el que tuvieron que afrontar sus padres o abuelos.
A los más mayores nos gusta imaginar un pasado glorioso en el que heroicamente tuvimos que esforzarnos por salir adelante con una entereza de la que carecerían las nuevas generaciones. Pero esta estupidez – falsa y síntoma habitual de senilidad – se derrumba en cuanto uno se percibe de la diferencia abismal que hay entre sus circunstancias y las nuestras. Nadie duda de que los jóvenes de ahora disfruten – aunque no siempre – de una vida materialmente más desahogada, pero sufren, a cambio, de una existencia mucho más compleja e incierta, un periodo mucho mayor de indefinición personal (por el que ni viven como niños ni pueden permitirse una vida adulta), y un grado difícilmente soportable de precariedad laboral y (por lo mismo) de inestabilidad social y afectiva.
Sabemos que la adolescencia ni es ni ha sido nunca una ganga, sino una época a menudo turbulenta y repleta de dudas e inseguridades, en la que se derrumban las creencias infantiles y toca reinventar un mundo nuevo de ideas, valores, actitudes y relaciones, a veces traumáticas, con las que uno se juega una identidad aún titubeante y una autoestima casi siempre precaria. Imaginen ahora este estado prolongado agónicamente durante quince o veinte años y sin visos de una resolución clara o definitiva (no son pocos los jóvenes que han de volver al hogar familiar tras ver frustradas, una y otra vez, sus expectativas laborales).
Y este problema no se resuelve, insistimos, con talleres de resiliencia, sino con medidas políticas mucho más ambiciosas (becas, viviendas accesibles, reparto del trabajo, rentas universales) y, sobre todo, con una educación que sirva para prever y afrontar realmente los conflictos mentales que aquejan a nuestros jóvenes (y no solo a ellos). Una educación que, más allá de llenarles las cabezas de información especializada, o empujarles obsesivamente (cada vez a más temprana edad) a cualificarse para competir en un mercado alocadamente impredecible, se ocupe de los problemas que verdaderamente nos atañen como personas. Problemas que los adolescentes se toman muy a pecho, y que tienen que ver con la necesidad de conformar su identidad, tener una visión coherente del mundo, estructurar el maremágnum informativo en el que viven, o gestionar la suma de ideas, creencias, valores, emociones y estímulos de los que depende todo lo que hacen, desde la forma de afrontar un conflicto hasta la consideración del valor de la propia vida antes de hacer algo irreparable.
Por ello, en un mundo como el presente, en el que el marco de socialización y referencia más estable y estructurado que tienen muchos jóvenes es la escuela, esta ha de comprometerse activamente con la orientación y formación personal, con la educación ética y en valores, y (siento la deformación profesional) con la experiencia de la filosofía como esa suma de conceptos, herramientas y hábitos diseñados desde hace siglos para domar al angelical demonio que llevamos dentro. Sin esta experiencia formativa, y en un mundo y tiempo cada día más líquido, abierto y globalmente desmadejado, nuestros jóvenes estarán, de raíz, completamente perdidos.
En este libro se explica cómo el planteamiento de preguntas de calidad (tanto por parte del profesorado como del alumnado) y el diálogo basado en la escucha activa (entre profesorado, alumnado y compañeros) sirven de feedback y refuerzan el aprendizaje.
Para facilitar que los docentes cuenten con recursos de apoyo al desarrollar estas prácticas junto con sus estudiantes, ofrece representaciones gráficas de los conceptos y procesos clave, herramientas, estrategias y ejemplos reales de aplicación en el aula. Aplicarlas con acierto requiere un entorno de confianza y seguridad en el que escuchar y ser escuchado con interés.
El objetivo es capacitar al alumnado para aprender a convertirse en su propio educador y, al profesorado, para ser aprendiz de los estudiantes por medio de sus feedbacks individuales y de grupo.
Sobre la autora
Jackie Acree Walsh, doctora en Administración Escolar, es consultora y autora de siete libros y números artículos relacionados con el planteamiento de preguntas de calidad y el feedback formativo. Comenzó su carrera como profesora de Estudios Sociales en la escuela secundaria. Hoy día está dedicada a trabajar con los directivos y el profesorado de los centros de educativos para que integren el planteamiento de preguntas de calidad en su práctica diaria. Su pasión es colaborar con la comunidad educativa para mejorar el aprendizaje de todo el alumnado. Aprendiz de por vida, es además una ávida lectora, viajera y conversadora. Su mayor alegría proviene del tiempo compartido con sus hijos y sus nietas. Puede contactar con Walsh en walshja@aol.com y seguirla en Twitter en @Question2Think.
Primeras páginas del libro Feedback formativo.
La entrada Feedback formativo se publicó primero en Aprender a pensar.
...en 1998, tuve ocasión de escuchar a Richard Rorty describir la situación política en los Estados Unidos como la de una izquierda distraída en hostilidades identitarias (étnicas, religiosas y sexuales) mientras se invertía el proceso de aburguesamiento de los trabajadores y comenzaba el de proletarización de la burguesía. Rorty pronosticó entonces que volverían a ponerse de moda los chistes de mal gusto sobre mujeres y afroamericanos, que los trabajadores empobrecidos culparían de su desdicha a la burocracia política que teledirigía sus vidas, a los agentes de bolsa y a los profesores posmodernos, y que en ese caso podrían aparecer movimientos populistas que derrocasen a gobiernos constitucionales. Casi todos los que le escuchaban pensaron que eran exageraciones de un liberal decadente que sobrevaloraba a unos pocos intelectuales calenturientos de un país extraterrestre. Craso error.
En cuanto la situación económica empeoró (hasta desembocar en la crisis de 2008) y empezó a dificultar la prosecución de la lucha contra las desigualdades —esa “droga” que Lennon denunciaba—, que había sido hasta entonces el fundamento de la democracia social y de la cohesión política, volvió a aparecer toda la artillería retórica sesentayochesca de la revolución cultural, que se ha revelado como una vía mucho más fácil y rápida para alcanzar triunfos electorales, aunque sus costes sean la transformación del estado del bienestar en estado del malestar, el enquistamiento de la discordia social y la conversión de la esfera pública en una confrontación “cultural” y libidinosa —ahora decimos “emocional”— de identidades de todo género que corroe el régimen de opinión pública. Una confrontación que ya no se llama “revolución”, sino “guerra cultural”, porque ya no enarbola la ensoñación de una nueva humanidad redimida del pecado: aspira únicamente a servirse de unos conflictos cuya exacerbación impide su resolución por la vía del derecho para alcanzar cuotas de poder efímeras, pero satisfactorias para quienes las disfrutan, y que garantizan la insatisfacción permanente de quienes las padecen.
José Luis Pardo, Guerras culturales, El País 27/02/2023
Cancelar a alguien es quitarle voz, y quitar la voz es expulsar de lo social, es desterrar, el gran castigo que ya los griegos practicaban con el ostracismo. Cancelar a un individuo es convertirlo en un fantasma, en un subalterno, en alguien que no posee nada. Desgraciadamente, nos estamos acostumbrando a la barbaridad de la cancelación cultural, borrando de las redes y de los ámbitos públicos a los que han cometido la falta de la inconsistencia, exigiéndoles además la humillación de perdón público, como en los peores momentos de la historia. Pero además, desgraciadamente, esta práctica se va extiendo a ámbitos más privados, más pequeños. Mantener que un sí quizá sea un no, o viceversa, o que incluso se den a la vez, que convivan ambos en un mismo tiempo o a lo largo del decurso del mismo, convierte a quien lo hace en un pecador laico, un terrorista moral, merecedor de la condena a ser cancelado e incluso linchado. Porque la cancelación es un linchamiento, el que lleva a cabo la horda de los necios jueces populares que pululan por las redes. Es muy osado hacer de la afirmación que dice que el sí no puede ser no a la vez una proposición universal, es decir, que posea una validez para todos los casos. Hacer de la afirmación que dice que solo el sí sea sí debería darnos miedo.
Dada nuestra condición humana, podemos correr el peligro de afiliarnos a las líneas de los verdugos de cierta inmadurez mental, la de los sumisos con sed de autoridad que, en aras de la razón y la verdad, sentencian, cancelan y linchan. Cuidémonos de ello.
Aurora Freijo, Yo te cancelo, El País 23/08/2022
En el caso de los nuevos identitarismos, hay algo un poco desconcertante. Es una visión del mundo preocupada por la ternura, por la sensibilidad. Estar expuesto a unos argumentos o a unas experiencias o al relato de unas experiencias o de unas ficciones pueden desencadenar un trauma. No importa la intención del «agresor»; importa la ofensa que percibe la «víctima». Al mismo tiempo, los debates no son nunca un intercambio de ideas, un intento de persuasión más o menos racional, con todas sus imperfecciones y malentendidos. Son solo una relación de poder.
Nunca ha sido una lucha justa, porque el único argumento relevante de toda discusión, como explica Emmanuel Carrère, es el argumento ad hominem. El argumento ad hominem sirve para deslegitimar las opiniones divergentes, y luego para silenciarlas. Siempre ha sido así, y ahora vamos a hacerlo nosotros porque somos víctimas (o hablamos en nombre de las víctimas) y tenemos el poder. Es llamativo lo implacable que resulta esta cosmovisión obsesionada por la sensibilidad.
Otra de las preguntas que se plantean al hablar de la cultura de la cancelación es si realmente es algo distinto. La tendencia censora se da en todos los grupos humanos. Otros aspectos tampoco parecen tan originales: silenciar un argumento apelando a la poca moral de quien lo emite no es exactamente una novedad en la historia del debate público. La falacia por asociación, uno de los recursos preferidos de la cancelación, tampoco es original: dices algo que podría parecerse a lo que dice alguien estigmatizado, has tenido relación con alguien estigmatizado. La condena al ostracismo por las opiniones equivocadas no es algo nuevo, aunque el liberalismo ha intentado crear un sistema institucional para canalizar los desacuerdos y un sistema procedimental para determinar si un discurso o una conducta se salen de lo aceptable.
Daniel Gascón, Libertad de expresión y cultura de la cancelación, nuevarevista.net 17/06/2022
La palabra woke —léase uouc— nos ha caído como un rayo en un desierto ya repleto. Hace tres o cuatro años ningún hispanohablante en su sano juicio sabía lo que significaba; ahora empieza a aparecer en demasiadas charlas. Y su origen EE UU es indudable. Allí la palabra —participio pasado del verbo wake, despertar: el despertado, el que se despertó— empezó a ser usada por militantes negros hacia 1930, cuando debían mantenerse muy despiertos para defenderse del racismo bruto que sufrían en la patria de la democracia y la libertad. Cuentan que la definió por escrito por primera vez en 1962 y en The New York Times un novelista afro, William Kelley: dijo que significaba estar al loro, al tanto de las cosas.
Pero la palabra explotó hace menos de 10 años, cuando el movimiento Black Lives Matter incendió Estados Unidos. Entonces, el hashtag #StayWoke empezó a usarse para reunir a los que sostenían o pretendían sostener ideas “progresistas” en distintos asuntos: género, cambio de género, violencia de género, ambigüedad de género, libertad de género, raza, ecologismo, vegetarianismo, animalismo. El diccionario Merriam-Webster lo definía últimamente como quien “está al tanto y activamente atento a hechos y cuestiones importantes (especialmente cuestiones de justicia racial y social)”.
Y la palabra prosperó justo en ese momento en que los activistas de esos asuntos cobraron la fuerza necesaria como para “cancelar” a los que contrariaban sus ideas: radiarlos de sus sociedades. El #MeToo fue woke y, pese a sus excesos, ayudó a millones a vivir mejor, pero también fue woke la idea de que una poeta holandesa blanca no podía traducir a una poeta norteamericana negra o que un actor irlandés no podía encarnar a un escritor judío —porque se “apropiarían” de identidades ajenas. Es una forma de estar en el mundo, prejuiciosa, defensiva: los profesores que avisan cuando van a decir algo que puede ofender a alguien, los alumnos que se dan por ofendidos, los chistes que se callan por si acaso, la cantidad de cosas que ya no se dicen ni se hacen, la corrección política corrigiendo de antemano. O sea: unos puritanos envalentonados por sus pasados de víctimas que se arrogan el derecho de juzgar a todos los demás según sus propias ideas de la moral —y, por la razón que fuese, por la culpa que fuera, muchos de los demás les entregaron ese derecho.
Martín Caparrós, La palabra `woke´, El País Semanal 24/09/2023
Estoy pintando las paredes de casa. Distraída, dejo el bote de pintura abierto en mitad del salón. Retrocedo dos pasos sin mirar hacia atrás y, por supuesto, tropiezo con el chisme y el líquido espeso se desparrama por el suelo, salpicando alrededor. Afortunadamente, he colocado papel cubriendo la tarima. Me detengo un momento para admirar el desperdicio y, después de maldecir mi torpeza, pienso que hay algo interesante en la mancha de pintura.
He dicho “interesante” pero luego me digo que es algo más que eso, que es estético, que es bello, que es apasionante, que tiene intensidad, que es una obra de arte, que es una obra maestra, que Jackson Pollock no lo habría hecho mejor.
Observo una foto de Pollock trabajando en su estudio de Long Island en 1949. Sostiene una brocha gorda de la que se desprende un chorrete de pintura sobre un papel colocado en el suelo. Está en cuclillas y viste un mono de trabajo sucio. Con la otra mano, agarra un bote grande, muy parecido al mío.
¿Qué diferencia hay entre mi pollock y un verdadero pollock? Henchida de este repentino espíritu artístico e inflamada de una súbita y voluptuosa vanidad, me digo: “Poca”.
Según investigo sobre este tema, aprendo que la valoración estética de las obras dependía, tiempo atrás, de la belleza. Ese era el principal criterio para medir la originalidad, pues si había belleza, se elevaba el espíritu del alma humana en la contemplación, y por tanto había arte. Por contraposición, lo camp, lo kitsch, lo feo, lo degenerado, lo siniestro, lo monstruoso, lo horrible, lo espantoso ni podía definirse como obra ni merecía protección de ningún tipo. Fue Karl Rosenkranz, un pensador del siglo XIX, el primero que habló de “la estética de lo feo”, como hegeliana respuesta a lo bello, y la cual, como romántico que era, merecía toda su desaprobación.
Elena Cabrera, Las obras de arte también son feas, vulgares y aburridas, eldiario.es 25/02/2023
Como cualquier jurista sabe, el consentimiento ya era, obviamente, el eje central para delimitar los atentados contra la libertad sexual. Si la intimidación o la fuerza son circunstancias determinantes es, justamente, porque tanto la fuerza como la intimidación invalidan las condiciones en las que un sujeto puede expresar su voluntad. ¿Qué es, entonces, lo que ha llegado de nuevo a nuestro Código Penal? Una particular manera de pensar el consentimiento —la doctrina jurídica del consentimiento afirmativo— que lleva décadas avanzando en el contexto anglosajón y que ha sido especialmente influyente en Estados Unidos, verdadero país pionero en las leyes del solo sí es sí (sí, allí también se llaman así).En toda legislación que quiera regular el consentimiento sexual aparecerá el viejo y profundo problema que planteaba Geneviève Fraisse: ¿Puede haber en el sexo un pacto entre iguales o es el sexo inevitablemente un escenario de relaciones de dominación? ¿Debe el derecho poner en entredicho el consentimiento de las mujeres frente a hombres poderosos o en un mundo patriarcal toda relación heterosexual vicia las condiciones en las que las mujeres pueden expresar su voluntad? ¿Hay contextos intimidatorios —como aquel portal del caso de La Manada— donde una mujer no puede expresar un no, o el sexo mismo es intimidatorio en todo contexto y en todo lugar? Es este el debate que tenemos enfrente y toda reformulación jurídica del consentimiento adopta una determinada manera de enfocarlo, comprometiéndonos con una toma de posición.Al importar las doctrinas jurídicas del contexto norteamericano, herederas del gran calado social que tuvo el movimiento Women against pornography en una sociedad tradicionalmente puritana, estamos importando el problema del consentimiento en su máxima expresión. Porque estamos incorporando una enorme contradicción. Por una parte, una lógica expansivamente contractualista propia de una sociedad neoliberal que trata de imponer incansablemente al sexo los marcos del derecho mercantil. ¿Y puede el sexo ser un pacto transparente? ¿Puede acaso un consentimiento sexual rescindirse como quien rompe un contrato económico? ¿Acaso sabemos qué es lo que estamos pactando cuando nos embarcamos en una relación sexual? Pero el problema es aún más enrevesado, porque junto a la lógica liberal del pacto, ciega a la opacidad del deseo, estamos también importando los fundamentos filosóficos del feminismo americano de la dominación; ese cuyo corazón filosófico es que el mundo es demasiado desigual y peligroso para dar por buena la capacidad de las mujeres para consentir. Esta contradicción estalla de lleno en el interior de unas propuestas legislativas que están llegando, entre otros, al escenario español. Unas leyes que creen tanto en el contrato como para afirmar que incluso en nuestras camas con nuestras parejas ha de darse una negociación previa y que, a la vez, creen tan poco en el contrato como para defender que, aunque una trabajadora sexual diga que sí, el Estado ha de negar su capacidad para consentir. Tenemos un endiablado problema por pensar y esa es la pregunta que nos plantea la cuestión del consentimiento. En posteriores textos entraré en las posibles propuestas. Este texto solo quería dibujar el problema, pero valga este dibujo para apuntar que ninguna solución vendrá ni del discurso neoliberal ni de los discursos del peligro. Que, por otra parte, aunque aparentemente contradictorios, encuentran en nuestra actual manera de pensar el sexo una eficaz alianza. Pensemos el problema del consentimiento con esta advertencia en el horizonte: toda sociedad hiperregulada y colonizada por el discurso neoliberal requiere el miedo a los otros y necesita convertir la relación social misma en un peligro del que protegernos.
Clara Serra, El problema del consentimiento, El País 06/02/2023
La declaración, que puede consultarse en la página web del CVC o en el enlace sobre estas líneas, define los cinco neuroderechos de la siguiente forma:
Privacidad mental: “Cualquier Neurodata obtenido de la medición de la actividad neuronal debe mantenerse en privado. Si se almacena, debe existir el derecho a que se elimine a petición del sujeto. La venta, la transferencia comercial y el uso de datos neuronales deben estar estrictamente regulados”.
Identidad personal: “Se deben desarrollar límites para prohibir que la tecnología interrumpa el sentido de uno mismo. Cuando la neurotecnología conecta a las personas con redes digitales, podría desdibujar la línea entre la conciencia de una persona y los insumos tecnológicos externos”.
Libre albedrío: “Las personas deben tener el control final sobre su propia toma de decisiones, sin manipulación desconocida de neurotecnologías externas”.
Acceso justo al aumento mental: “Deberían establecerse directrices tanto a nivel internacional como nacional que regulen el uso de las neurotecnologías de mejora mental. Estas directrices deben basarse en el principio de justicia y garantizar la igualdad de acceso”.
Protección contra el sesgo: “Las contramedidas para combatir el sesgo deberían ser la norma para los algoritmos en neurotecnología. El diseño del algoritmo debe incluir aportes de grupos de usuarios para abordar de manera fundamental el sesgo”.
Laura Martínez, El cerebro también tiene derechos ..., eldiario.es 24/02/2023
Hay una parte del mundo, la nuestra, donde no tanto el poder sino la propia sensibilidad del individuo genera un orden despótico y una reescritura de la realidad. Lo novedoso, en las sociedades democráticas estables, es que ya no se lucha de manera violenta e incluso sangrienta para cambiar una realidad impuesta a los sujetos —como en otros tantos puntos del planeta—, sino que se borra esa realidad y se la resetea y reformula para adecuarla a una blanda sensibilidad indignada. Todo lo que no encaja con esa hipersensibilidad de la ofensa vestida de exigencia moral es denunciado, perseguido, hecho desaparecer, cancelado.
Actualmente, la sentimentalidad sustituye al andamiaje teórico, no se busca un cambio social sino un resarcimiento de la identidad herida. No se pretende modificar la realidad, sino inventarla, corregirla también retrospectivamente, y forzar el asentimiento público y legal de esa depuración: la nueva normalidad como psicosis colectiva de la corrección política.
La cultura woke realiza la siguiente traslación: me siento ofendido, luego hay una verdadera ofensa (salto del sentimiento a la objetividad), toda disensión es una muestra de odio (se rechaza la argumentación), luego quienes así me ofenden merecen ser cancelados (yo no odio, reparo la injusticia, se dice el cancelador).
Asistimos a una omnipotencia del deseo que borra a quien no demuestra la corrección requerida, y, por otro lado, a una manipulación de la culpa. Nunca podremos estar a la altura de quien pertenece a un colectivo oprimido —o intenta mostrarse como tal—, su herencia de humillación hace que cualquier palabra pueda reabrir la herida, no cabe hablar, razonar, sino solidarizarse con su opresión, hacernos perdonar el pertenecer al grupo de los opresores.
Además de los dramas personales que pueden sufrir los “cancelados”, me parece importante señalar una consecuencia sustancial: la cultura cancelada, y, más allá de ello, la cultura falseada. Todos aquellos libros y películas que dejan de recomendarse porque contienen elementos ahora prohibidos. Y aún más: por ejemplo, no solo HBO quita de su catálogo Lo que el viento se llevó, sino que, traicionando la historia, elige una actriz negra como Ana Bolena en su miniserie del mismo título, similar afán el de Garth Davis en su filme María Magdalena al convertir a San Pedro en un hombre de color. ¿Es ese el camino efectivo para superar el racismo? Y ante cualquier otra incorrección, ¿ocultaremos obras artísticas?, ¿resucitaremos el índice de libros prohibidos o solo reescribiremos algunos párrafos? ¿Por qué no la contextualización crítica en vez de la censura?
Lo real no importa, es imperfecto, mi deseo debe imponerse —piensa el nuevo narciso censor—. Cambiamos el pasado, los cuerpos, la naturaleza. El sentimiento genera derechos, leyes, realidad. Ese es el trasfondo de lo woke, inscrito en lo que Michel Foucault denominó el “régimen de verdad” —o de ficción— de nuestra época.
Estamos perdiendo la realidad, la historia, y convirtiendo la cultura en un cuento para niños temerosos y malcriados que no soportan el menor rasguño, pero pueden empujar a la nada a quienes no comparten su visión.
Debemos prepararnos para sobrevivir a los puñales envueltos entre algodones.
Rosa María Rodríguez Magda, Sobrevivir a la cultura de la cancelación, El País 04/02/2023
Una duda muy razonable es la de pensar si alguna vez los robots llegarán realmente a pensar y sentir como los humanos. Hace unas semanas hablábamos de la habitación china, el experimento mental con el que John Searle quería demostrar que una máquina no puede desarrollar nada parecido a la conciencia. Un algoritmo no es equivalente al pensamiento consciente, y el hecho de que un programa maneje símbolos no significa que comprenda lo que está haciendo.
Lo vemos con ChatGPT: es una herramienta que funciona mejor que otras similares, pero ni piensa ni sabe lo que dice. Solo está bien programada para preparar textos, igual que la Roomba está más o menos bien programada para pasearse por casa y tropezar con los muebles. Del mismo modo, si un robot dice “ay” cuando le pego, eso no quiere decir que sienta dolor, sino que está diseñado para dar una respuesta apropiada a una acción concreta.
El filósofo Daniel Dennett se muestra más optimista que Searle (o pesimista, si acabamos de leer Tik-Tok). En su libro La conciencia explicada, Dennett se pregunta si se puede considerar que una serie de funciones llevadas a cabo por chips de silicio son algo similar a una experiencia consciente. El filósofo responde que es igual de difícil imaginar lo mismo acerca de las interacciones electroquímicas de las neuronas: en ambos casos estamos hablando de sistemas complejos que procesan información. Es decir, el pensamiento de una inteligencia artificial avanzada y el de un humano serían formas de conciencia similares, aunque su origen sea distinto.
Otros filósofos, como David Chalmers, consideran que la conciencia no se puede explicar solo a partir de procesos físicos. Este filósofo australiano ha defendido este planteamiento desarrollando la idea de los “zombis filosóficos”. Chalmers imagina una persona exactamente igual que cualquiera de nosotros, con respuestas y comportamientos similares. Incluso parece que piense y nos asegura que está triste o contento, según el caso. Pero lo hace sin ser consciente de verdad, como un zombi (o como un robot programado para comportarse así). En su opinión, esta idea respalda la noción de que la conciencia es algo más que un conjunto de neuronas... O que un conjunto de chips.
Para Dennett, la idea de los zombis no se sostiene, ya que la conciencia depende solo de procesos físicos. No podemos pensar en el dolor o en la alegría, por ejemplo, sin un cerebro y un sistema nervioso que funcionen de forma correcta.
Jaime Rubio Hancock, ¿Sueña el presidente ovejas eléctricas?, Filosofía inútil 01/02/2023
Solemos tomarnos por personas muy racionales que examinan argumentos de forma concienzuda y que después toman una decisión lo más objetiva posible. Pero no suele funcionar así: nuestras opciones son intuitivas, emocionales y sesgadas.
Como escribe el ensayista Michael Shermer en The Believing Brain, no evaluamos de modo racional las posiciones de un candidato o de un partido político, sino que tenemos una reacción emocional e instintiva a datos conflictivos: si estas posiciones encajan con nuestras ideas previas, las aceptamos de forma acrítica; si no encajan, las rechazamos de forma instintiva. Nos convertimos así en víctimas del sesgo de confirmación, del que ya hemos hablado alguna vez: los datos que apoyan nuestras ideas previas nos parecen relevantes y convincentes, pero somos escépticos con aquellos que las contradicen.
Lo hacemos guiados más por las emociones que por una supuesta evaluación punto a punto de los argumentos. Como decía David Hume hace 250 años, la razón nos sirve para identificar las distintas ideas, pero es la emoción la que motiva la acción, la que nos lleva a tomar una decisión o a apoyar una de esas ideas y no otras.
Al final, tendemos a unirnos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”, escribe el psicólogo Jonathan Haidt en La mente de los justos. Y el hecho de que seamos de izquierdas o de derechas, muchas veces depende simplemente de si nuestra familia o nuestros amigos de la adolescencia y primera juventud eran de izquierdas o de derechas.
Por supuesto, hay muchísimos casos en los que esto no es así, pero lo que prácticamente nunca se da es que nosotros con 15 años nos pusiéramos a evaluar los pros y contras de cada ideología. Hay algo muy instintivo, muy emocional. Tomamos partido por unas ideas y luego vamos construyendo un armazón para intentar defenderlas.
Este armazón es menos racional de lo que creemos. Como dice también Haidt, adoptamos patrones o matrices morales con las que interpretamos todas las cuestiones sociales y políticas. Por ejemplo:
Si nos consideramos de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre iglesia y estado, de una ley del aborto abierta y de una educación y sanidad públicas, por ejemplo.
En cambio, una persona de derechas muy posiblemente defienda la labor social de la iglesia, considere que el aborto es un crimen y crea que las empresas deberían tener más flexibilidad para despedir a sus trabajadores.
Son packs que se aceptan casi en bloque, no analizando las ideas una por una. Y lo hacemos ignorando las posibles contradicciones internas. En Elogio de la duda, Victoria Camps habla de estos marcos mentales que actúan a modo de filtros de la percepción de la realidad. Son prejuicios que nos proporcionan refugio en formas de pensar comunes y prefabricadas. Nos dan la seguridad de pensar que estamos en el bando correcto, con los buenos.
Jaime Rubio Hancock, Crítica de la razón chaquetera, Filosofía inútil 15/02/2023
La empatía tiene una parte negativa, como explica el también psicólogo Paul Bloom en Contra la empatía. Sobre todo porque este sentimiento evolucionó en un contexto en el que vivíamos en grupos más o menos pequeños y en los que la mayor parte del contacto era personal.
Estas son algunas de las limitaciones de este sentimiento:
- Estamos predispuestos a sentirnos más empáticos con gente a la que percibimos más cercana. Esta cercanía puede ser natural, como la familia, pero también artificial e inventada, como ocurre con los seguidores de un equipo de fútbol. Esto está detrás, por ejemplo, del racismo e incluso de los genocidios y de la esclavitud: se deshumanizaba a negros, judíos o armenios y se les presentaba como una amenaza para nosotros y los nuestros. Es decir, la empatía, como casi todas nuestras emociones, es manipulable.
- Es más difícil sentir empatía hacia cosas que no podemos ver aquí y ahora, como los efectos a largo plazo de nuestras acciones. Bloom pone el ejemplo del medio ambiente: si nos dejamos llevar por la empatía, no haremos nada para prevenir el calentamiento global, porque no querremos perjudicar a las personas tendrán que asumir el incremento del precio de la gasolina o el aumento de los impuestos.
- La empatía también lleva a que nos fijemos en historias que llaman la atención y no seamos tan sensibles a los datos. Como pasa con las vacunas (y lo decía antes del covid): estamos predispuestos a que nos llame la atención el caso rarísimo y aislado de efecto secundario, sin tener en cuenta todas los millones de vidas que salvan estas inyecciones cada año.
Todo esto significa que en ocasiones hay que seguir el camino inverso al que propone Boadella: en lugar de luchar por sentir la empatía, hay que anestesiarla un poco para no tomar decisiones injustas y dejarnos llevar por historias personales, obviando la dura realidad de los números y las estadísticas.
De hecho, hay filósofos como Peter Singer que proponen apartar las emociones de las decisiones éticas y adoptar un criterio utilitarista: es decir, actuar de la forma que sea más beneficiosa para el número mayor de personas. Esta es la base del altruismo efectivo de Singer o incluso del largoplacismo de William MacAskill.
En realidad, los partidarios y los críticos de la empatía están bastante de acuerdo. Este sentimiento ha favorecido la cooperación a lo largo de toda nuestra existencia como especie, pero hay momentos en los que la empatía es ciega y tenemos, como mínimo, que reconocer sus límites y saber cuándo no deberíamos dejarnos llevar por ella o cuándo deberíamos actuar como si la sintiéramos.
Esto es algo que, de nuevo, ya sugería Hume. El filósofo escocés escribía que necesitamos regular la simpatía o la antipatía con algún “principio universal de la especie humana”, para que nuestro corazón no sea “indiferente al bien público”.
Al final, como decía otro filósofo, Thomas Nagel, necesitamos las dos cosas: empatía y cálculo. A ese punto de vista con pretensión de objetividad, Nagel lo llamaba “la visión desde ningún lugar”. Es necesario tomar distancia y ver las cosas desde fuera. Pero si nos alejamos demasiado no podemos tener en cuenta todas nuestras complejidades. Tenemos que reconocer también nuestros valores, nuestras experiencias y nuestras emociones.
Jaime Rubio Hancock, A favor de la empatía. Y en contra, Filosofía inútil 22/02/2023
Nietzsche en "Verdad o mentira en sentido extra moral" nos recuerda esa soberbia como especie frente al resto del macrocosmos y microcosmos. El uso de lo animal dentro de la naturaleza ha servido para que nuestra cultura hable de domesticar, de mercadear, de aprovechar la carne, de vencer el ocio con el placer de la caza, de generar espectáculo con los circos o los zoos , de en el fondo usar el mundo animal al antojo de lo humano.
Desde hace años encontrar cierta voz no humana que hable como animal quizás permita no garantizar derechos que eso seria demasiado razonable dicen , sino descubrir una manera de acercarse al mundo animal. En la antigüedad lo animal era algo monstruoso, dentro de la mitología los cuerpos medio hombre o mujer mezclados con lo animal siempre poseían una función de mediador entre lo humano y lo divino. El minotauro, las sirenas, el centauro, las erinías , los pegasos, todos andaban sirviendo en ese papel al servicio de . En la Edad Media los bestiarios recogerán la idea del animal como un ser sin razón sin alma, sin nada parecido a lo humano ... Con las fábulas los animales se incorporaran para ser usados como si fueran humanos y dar lecciones sobre la moral que se debe seguir. Siempre con ese androcentrismo del patriarcado que habla de toros y desprecia a las vacas, que señala el caballo y hace montar a las yeguas, que ensalza a los cachalotes y se ríe de las gallinas, ... No hay voz para ellos y ellas , y si existe la convierten en algo anormal, ajeno a lo humano, algo bestial, cruel, salvaje, que no merece más que ser apaleado sin más. El romanticismo del >XIX recupera el animal como fantástico y el mundo neoclásico permite que el elemento irracional sea valorado dentro de esa separación entre la cultura y la naturaleza. Kafka había intentado con sus narraciones y cuentos dar voz a lo animal , recordemos a La metamorfosis , o Josefina la cantora en un pueblo de ratones, o Los chacales que aunque el simbolismo parece que intenta derivarlos hacia los humanos no deja de ser una simbiosis para encontrarse ambos. Ya en el siglo XX ese dualismo natural cultural parece resquebrajarse y autoras como Leonora Carrington convierte lo animal en una manera de encontrarse con algo alejado de lo humano."Todos somos caballos" nos escribe en su cuento "La dama ..." o bien Marosa di Giorgio , una escritora y poeta uruguaya que en sus "papeles salvajes" nos llena el mundo de pájaros, peces, perros, lobos, patos, serpientes ... en un juego sutil que permite una interacción entre los dos mundos . Y con Clarice Linspector en su "la pasión segun G.H " la narradora se encuentra con una cucaracha que le provoca existencialmente una reflexión sobre su mundo y el mundo de esa bicha.
En estas tres autoras lo que se lee es la deshumanización de lo animal
El concepto de que una universidad debería proteger a todos sus estudiantes de ideas que algunos de ellos consideran ofensivas es repudiar el legado de Sócrates, que se definió a sí mismo como la «mosca cojonera» del pueblo ateniense. Pensaba que su trabajo era pinchar, interrumpir, cuestionar y por tanto provocar a sus conciudadanos atenienses para que reflexionaran sobre sus propias creencias y cambiaran las que no pudiesen defender. (166)
«La intención de la educación no debería ser hacer sentir cómoda a la gente; su propósito es hacerle pensar». (170)
Jonathan Haidt y Greg Lukianoff, La transformación de la mente moderna, Barcelona, Ediciones Deusto, Editorial Planeta 2019Rob Henderson define la “cultura de la cancelación” como la tendencia social de acabar (o intentar acabar) con la carrera o la prominencia de una persona para que rinda cuentas por violar las normas morales. (230)
Henderson da cinco razones por las que la cultura de la cancelación es tan eficaz:
- Aumenta el estatus social
- Reduce el estatus social de los enemigos
- Refuerza los vínculos sociales. No es una actividad solitaria. La gente disfruta uniéndose en torno a un propósito común. Obtienen satisfacción al unirse contra un agresor y disfrutan del sentido de solidaridad que les proporciona.
- Permite a la gente identificar quién es leal a su movimiento. Aquellos que piden pruebas de las malas acciones de la persona “cancelada” o que ponen en duda la gravedad de su transgresión se revelan como infieles a la causa.
- Produce recompensas rápidas. Las ventajas a corto plazo ocultan los peligros a largo plazo, y no es extraño que le llegue el turno de ser canceladas a personas que cancelaron a otras. (230-231)
.. lo que las cancelaciones buscan, que no es otra cosa que crear un régimen de miedo –una espiral de silencio- en el que la gente tema dar su opinión y en el que ciertas ideas no puedan ser cuestionadas. (231)
Una cultura crítica busca corregir en lugar de castigar. En la ciencia, el castigo por equivocarte no es perder tu trabajo o tus amigos. Normalmente, la única penalización es perder la discusión. La cancelación, por el contrario, busca castigar en lugar de corregir, y a menudo por un solo paso en falso, en lugar de por un largo historial de errores. La cuestión es hacer sufrir al descarriado. (232)
Una cultura crítica tolera la disidencia en lugar de silenciarla. Entiende que la disidencia puede parecer desagradable, dañina, odiosa y, sí, insegura. Para minimizar el daño innecesario, se esfuerza por animar a la gente a expresarse de manera civilizada. Pero también entiende que, de vez en cuando, un disidente odioso tiene razón, y por eso se opone al silenciamiento y a negar plataformas de expresión. La cancelación, por el contrario, busca acallar y gritar a sus objetivos. Los “canceladores” suelen definir el mero hecho de estar en desacuerdo con ellos como una amenaza a su seguridad o incluso un acto de violencia. (232-233)
Una cultura crítica no ve que haya ningún valor en inculcar un clima de miedo. Pero infundir miedo es el objetivo de la cancelación, y para ello amenaza de manera implícita a cualquiera que se ponga del lado de aquellos que son el objetivo. La cancelación envía el mensaje: “Tú podrías ser el próximo”. (233)
… los que condenan a alguien no están interesados en persuadirlo o corregirlo; de hecho, no están hablando con él en absoluto. Más bien, utilizan la condena y las campañas de difamación ritual para elevar su propio estatus. Las acusaciones colectivas, los ataques personales y lasguerras para mostrar la mayor indignación son formas de participar en el exhibicionismo moral. (234)
En la cultura de la cancelación no se trata de buscar la verdad o persuadir a otros; es una forma de guerra de información, en la que la falta de veracidad es suficiente si sirve a la causa. (234)
Es la religión fundamentalista de la izquierda secular (268)
(persecución de disidentes) Estos cazadores de herejes de la Inquisición que han existido a lo largo de la historia del cristianismo estarían representados actualmente por los santurrones fanáticos woke que no queman ahora personas en la hoguera, pero sí arruinan sus reputaciones y sus vidas. (285)
(mito perjudicial): la idea de que se puede conseguir un mundo perfecto. (…) El pensamiento apocalíptico está dispuesto a sacrificar cualquier número de vidas en aras de un futuro perfecto que “sabe” que está por llegar. Este peligro se esconde en la Justicia Social crítica. (287)
… la idea de que la Justicia Social crítica se ha convertido en un movimiento religioso de raíces protestantes ha sido señalada de forma coincidente por muchos autores … (291)
… los seres humanos tenemos una naturaleza “teotrópica” que no se puede erradicar y que, si no tenemos una religión organizada, crearemos otras religiones que la sustituyan. (292)
… los movimientos de masas pueden crecer y desarrollarse sin un dios, pero no sin un demonio. El demonio aquí es el hombre blanco heterosexual, el patriarcado, la heteronormatividad, la cisexualidad, etc. (292)
Pablo Malo, Los peligros de la moralidad, Barcelona, Ediciones Deusto 2021Me ha dado pena dejar abandonados los pantalones que no eran de nadie en la papelera de la habitación del hotel, pero es que he tenido que tomar decisiones drásticas para hacer sitio en mi maleta a los libros acumulados entre regalos y compras. Algún que otro libro se ha quedado también por allí, abandonado a su propio peso y a su sospechosa pesadez.
Ayer fue un día interesante que culminó con un debate con Armando Zerolo en el Colegio mayor Roncalli sobre el estoicismo o, más bien, sobre las razones por las que un neoestoicismo bastante suave parece estar de moda. Muchos asistentes y una gran cordialidad. Gracias a la invitación de Armando me he pasado las últimas semanas releyendo a Musonio Rufo y su discípulo, Epicteto. A Séneca, lo confieso, me cuesta entenderlo. Ya sé que él se defiende de sus potenciales críticos asegurando que no habla de sí mismo en sus escritos, sino de la virtud, pero hay algo en él que siempre me ha parecido hipócrita, aunque, bien es cierto, es, en todo caso, un hipócrita que escribe tan bien que, si te olvidas de su vida, convence. Respecto a Marco Aurelio, se lee fácil, pero hay poca originalidad en sus textos cosa que, por cierto, no les quitaba el sueño a los seguidores romanos de Zenón.
Hoy he pasado por la Universidad Francisco de Vitoria a presentar un libro que, con el respaldo de la Konrad Adenauer Stiftung han editado dos grandes, Adriaan Kühn y Guillermo Graíño: La educación cívica en España. Firmo un largo capítulo titulado "Una ciudadanía sin patria". Hemos tenido, gracias a los universitarios presentes, un debate muy vivo y creo que ameno.
Como me llevan y me traen llevo bien el ajetreo del transporte por Madrid. Además los taxistas suelen ser tan amables que cargan con mi maleta y sus pesados libros. Hoy me ha pasado una cosa curiosa. ¿Qué posibilidades puede haber de que te toque un taxista ecuatoriano que te trasladó por Madrid hace tres años? Lo he reconocido nada más verlo.
- Usted es ecuatoriano, ¿verdad?
- ¿Y cómo lo sabe?
- Sé también que tiene dos hijos y que lleva veinte años en España y que...
¿Se pueden creer que se ha acordado de mi nombre?
Pero lo mejor del día y, posiblemente, del viaje, ha sido llegar a casa y arrojarme sobre mi sofá preferido. Ya saben que para descansar a gusto la condición imprescindible es estar cansado. ¡Con razón los estoicos alaban tanto el "ponos" (cansancio, esfuerzo, trabajo, diligencia...) socrático. Por algún lugar del trayecto del AVE mi tren se ha cruzado con el de mi mujer, que ha ido a Pamplona.
Ayer me tiré un plato de comida por encima en el restaurante del Museo del traje de Madrid. Como inmediatamente después participaba en un debate sobre didáctica de la filosofía en la sede de la UNED, que está cerca y, además, hablaría detrás de una mesa, me limpié como pude y me fui al tajo. Si alguien se fijó en que estaba hecho un lamparón viviente, no lo dijo.
A las 19:30 tenía un encuentro en un centro educativo y me di cuenta cabal, justo al bajar del coche que me llevó hasta las puertas del centro, que no me podía presentar con aquellas pintas desastradas. No había ningún lugar cerca en el que pudiera comprarme un pantalón, pero sí un local con el rótulo esperanzador de "Limpieza en seco". Y allí fui.
Le expliqué a la dependienta lo que me pasaba y resalté la urgencia. La mujer, muy amable, me dijo que aquellas manchas de grasa no se iban así como así y que, en todo caso, no podría tener listo el pantalón hasta hoy por la mañana.
Noté en su voz un acento conocido.
- ¿No será usted búlgara?
- ¡De Yambol! - me dijo.
Y me puse a loarle la Stara Planina, el río Tundja, Kazanluk, Shipka y, por supuesto, Yambol, cuyo museo conozco bien. La mujer me oía entre carcajadas que se convirtieron en estentóreas cuando pase al elogio incondicional de la Shopka salata, el yogur búlgaro y la raquía. Pero lo del pantalón, me insistió, no tenía arreglo.
- A no ser que...
Y buscó entre la ropa que llevaba esperando meses que alguien viniera a recogerla, un pantalón de mi talla. En realidad me venía bastante grande, pero estaba limpio, así que me lo puse.
- ¿Cuánto le debo? -le pregunté.
- ¿Cómo voy a cobrarle si el pantalón no es mío?
Al final me aceptó 10 euros para un café. Y yo salí de allí con unos pantalones que no eran de nadie pero que me hacían presentable. Y, además, resultaron de mucho abrigo.
El lenguaje es un gran invento. No solo sirve para comunicar mensajes. También para imbuir de modo subrepticio ideas que faciliten ciertas interpretaciones de estos mismos mensajes. Así, cuando estos días se habla de «capitalismo despiadado» – a propósito de la subida de precios— se está reforzando la idea de que existe un «capitalismo piadoso», e incluso de que esa forma piadosa de capitalismo sea la más normal, siendo la despiadada una derivación accidental de la misma.
Es curioso también que la expresión aluda indirectamente al término «piedad», de claras resonancias religiosas. Es curioso porque solo desde una perspectiva estrictamente religiosa podríamos decir que el capitalismo admite la cualificación de «piadoso», al menos desde una cierta interpretación del cristianismo, tal y como analizó hace mucho el sociólogo Max Weber.
Contaba Weber que ante el problema aparentemente irresoluble de conciliar el modo de producción capitalista con la estigmatización cristiana del afán de lucro, la moderna Reforma protestante ofreció una solución casi perfecta: la de sacralizar el trabajo productivo y el éxito empresarial como una prueba de la predestinación divina. De esta manera, y mientras que la Iglesia católica seguía condenando la usura (es decir: el negocio bancario) y la acumulación de riqueza como actividades pecaminosas, en los países protestantes proliferaba la doctrina (tan oportuna) de que el enriquecimiento personal no solo no era un problema para acceder al paraíso, sino el pasaporte más seguro para llegar a él.
Este retorcimiento doctrinal del significado de «piedad» está también en la base del liberalismo, en el que se ofrece una versión secularizada de la justificación religiosa del «capitalismo piadoso». La diferencia es que mientras en el protestantismo es la providencia divina la que designa a través del éxito económico a los predestinados al cielo, en el liberalismo es la mano invisible del mercado la que distingue a los que deben salvarse en la tierra, demostrando que entre el Dios protestante y el Mercado las diferencias son, en todo caso, de matiz: ambos derraman justicia y riqueza de forma inescrutable (y a través de sus intermediarios, los más ricos), ambos son omnipotentes y omnipresentes, y ambos representan un dogma sagrado e indiscutible…
Ahora bien, más allá de esta concepción religiosa del «capitalismo piadoso», ¿tiene realmente sentido la expresión o es un oxímoron de libro? Si la analizamos a la luz de su opuesto («capitalismo despiadado») y desposeemos el término «piedad» de su aura religiosa, designando con él valores como la compasión o la solidaridad, la respuesta es muy clara: el capitalismo, por principio, no puede ser piadoso, sino necesariamente competitivo y depredador (¿cómo podría darse, si no, la acumulación particular de capital y recursos que lo define?).
Realmente, lo opuesto a «capitalismo despiadado» no es «capitalismo piadoso» (ni ninguna de sus variantes laicas: capitalismo de rostro humano, capitalismo responsable, capitalismo del bienestar, capitalismo sostenible…). Lo opuesto al «capitalismo despiadado» (es decir, insensible a toda ley distinta a la del Mercado) es el «capitalismo intervenido» por alguna instancia realmente distinta de él.
Esa otra instancia, en nuestras democracias liberales, es o debe ser la del interés común, por lo que es perfectamente legítimo que el Estado, en nombre de ese interés común, regule el funcionamiento del mercado cuando sus turbulencias especulativas perjudican gravemente a la mayoría; interviniendo, por ejemplo, en la comercialización y producción de bienes de indudable interés público, como alimentos, energía, fármacos, vivienda, u otros más complejos, como lo es el propio dinero.
Con esto no se está invocando al fantasma del comunismo ni amenazando a las clases medias (cada vez más esquilmada por ese mismo capitalismo). Este intervencionismo es lo que se ha venido haciendo – aunque cada vez con más dificultades – desde que el capitalismo es despiadado (es decir, desde que el capitalismo es capitalismo). Y en todas direcciones; también (y sobre todo) en la del interés de los más privilegiados.
Es por ello extraño que a las propuestas de regulación del precio de alimentos básicos o hipotecas en momentos críticos (como el presente), se conteste una y otra vez aludiendo al dogma del Mercado. ¿Por qué no se contestó del mismo modo a los bancos que, tras la crisis del 2008 (debida justamente a la falta de regulación), fueron rescatados con más de 100.000 millones del dinero de todos? La piedad con los despiadados es un mal negocio, y desde un punto de vista político tiene que estar sujeta a contrapartidas. Se trata aquí de la ética, amigos. Y no del Mercado.
La primera del estoico Epicteto: Si alguien te hiciera saber que un individuo habla mal de ti, no te defiendas contra lo que se haya dicho, sino responde: "Pues ignora los demás defectos que hay en mí, de lo contrario no habría dicho solo esto."
La segunda, del liberal Cristino Martos: Se me agravió de tal suerte, se me injurió en forma tan grosera, que los insultos que recibí no los hubiera considerado justos ni aun dirigidos a las personas que los profirieron.
La religión no tiene nada que ver con Dios, con su existencia o inexistencia. La religión tiene que ver con sistemas simbólicos y formas de vida, con rituales y una idea de lo sagrado, tanto de textos como de comunidades. El contenido metafísico de esos sistemas (que haya o no un Creador o Gran Capitán) resulta ser un efecto secundario de la idiosincrasia local. De ahí que el reciente atentado y las diversas reacciones tendentes al enfrentamiento entre religiones exija una reflexión.
La idolatría puede definirse como la consideración de una parte por el todo. Es un fenómeno provinciano. El mundo es como mi pueblo y todos pensamos como aquí. De esa actitud logocéntrica participan cruzados, yihadistas y cientifistas radicales. El idólatra carga con una piedra (su propio dogma) y esa carga acaba resultando intolerable. Es entonces cuando se utiliza como arma arrojadiza. Y la lanza sobre el otro. Además, esa carga le impide levantar la mirada, contemplar otros sistemas simbólicos y juzgarlos con equidad. La idolatría huye de la mentalidad abierta y abotarga la percepción. El filósofo vigilante debe aprender a identificarla, también el político o el ciudadano de a pie, y obrar en consecuencia para evitar la esclerosis del pensamiento.
Juan Arnau, La religión del otro, El País 17/02/2023
El mito de la filosofía consiste en creer que el orden del pensamiento coincide con el orden de lo real. Ese mito se erige sobre una mágica palabra griega, logos, planteada por Platón y sistematizada por Aristóteles. Implica la suposición de que la realidad se ajusta a algún tipo de discurso, razonamiento o lenguaje simbólico. Nada hay de extraño en ello. Así es el conocimiento. Cada ciencia erige su objeto y fragua sus mitos y éste es el de la filosofía. Contra ese mito se alza el Ortega más audaz y antirracionalista en una obra que ahora cumple un siglo: El tema de nuestro tiempo.
El laboratorio comparte la artificiosidad del monasterio. La vida nunca ocurre en una probeta o en una celda, entre aparatos rigurosamente ajustados, laudes y maitines. La vida ocurre al aire libre y hacia ella se abalanza el filósofo. Sin encerrarla o reducirla, sin controlar su presión y temperatura.
“Mi ideología no va contra la razón, escribe Ortega, puesto que no admite otro modo de conocimiento teorético que ella: va sólo contra el racionalismo”. Acto seguido esboza una crítica de la retórica de lo elemental, de la idea de que conocer algo es reducirlo a sus elementos primarios. Esa es la “inevitable antinomia que la razón incuba”. Si el ejercicio de la razón consiste en penetrar en el compuesto hasta sus elementos, “al hallarse la mente ante los elementos últimos, no puede seguir su faena resolutiva o analítica, no puede descomponer más. De donde resulta que, ante los elementos, la mente deja de ser racional”. Es decir, la razón es impotente ante todo aquello que no se deja descomponer. Sólo funciona ante el mecanismo. Y todas las cosas importantes de la vida: el deseo, la percepción, la libertad, la propia mente, no pueden descomponerse ni se ajustan al modelo mecánico. Así, desde la perspectiva racionalista, conocer un objeto es reducirlo a elementos incognoscibles. “En la razón misma encontramos un abismo de irracionalidad”.
¿Debemos pues prescindir de la razón? En absoluto. Estamos obligados a usar la razón si queremos entender algo. Pero esa tarea no debería convertirnos en racionalistas. Pues “la razón es una breve zona de claridad analítica que se abre entre dos estratos insondables de irracionalidad”. Es como el espectro visible humano, un breve arco de luz que se abre entre el infrarrojo y el ultravioleta. Más allá no es posible la visión. La razón es nuestro oído particular, pero hay que evitar convertirla en un ídolo. Ortega denuncia esa ceguera que “consiste en no querer ver las irracionalidades que suscita el uso puro de la razón misma. El supuesto arbitrario que caracteriza al racionalismo es creer que las cosas —reales o ideales— se comportan como nuestras ideas”. En un tono muy antropológico, casi poscolonial, nos advierte de los peligros del logocentrismo, de la “gran confusión” y la “gran frivolidad” del racionalismo. Ese es el secreto recóndito del espíritu racionalista, la soberbia. De ahí que el racionalismo no sea simplemente un modo de observación, más o menos contemplativo, sino que implique una actitud “imperativa”. El racionalismo es fanático y violento. “En lugar de situarse ante el mundo y recibirlo según es, con sus luces y sus sombras…, le impone un cierto modo de ser, lo imperializa y violenta, proyectando sobre él su subjetiva estructura racional”. No dice que es una “imposición”, como dirá después Heidegger de la técnica, pero se acerca a esa perspectiva. Ese es el orgullo presuntuoso del racionalista. Un orgullo que lo ciega y lo lleva a creer que su breve espectro visible, su particular lenguaje simbólico, es todo el espectro.
Juan Arnau, El libro más importante (y temperamental) de Ortega y Gasset cumple un siglo, El País 08/02/2023
Y, aun así, sin someterse a ningún fin práctico exterior que no sea el de su propia práctica teórica, la filosofía mantiene su vínculo con la justicia, justo porque la filosofía tiene lugar en el lugar mismo en el que no se puede hacer. Su condición de posibilidad, como la del arte, la poesía, el cine, y todas las prácticas culturales, es la injusticia. Hacemos filosofía sobre los cadáveres que dejamos flotar en el Mediterráneo, sobre los cuerpos que masacramos aquí y allá, sobre los feminicidios. Es respecto a ellos que la filosofía tiene su responsabilidad política, como la tiene la universidad. Hacemos filosofía allí donde otro no la puede hacer porque agotó todas sus fuerzas tratando de sobrevivir. En un estado de violencia estructural, usurpamos siempre el lugar de otro, como diría Levinas, y no es por merecimiento. Aquí nadie se merece nada, y el más listo debe su puesto al que dejó morir aun sin saberlo.
Así que, no se trata de hacer filosofía con una mano y con la otra favorecer campañas solidarias o dedicarse al ingrato y mediático mundo de la política, sino de cuestionar teóricamente la lógica injusta que nos sostiene. El derecho a la filosofía es el derecho a la revuelta de la lógica en la que vivimos inmersos. Por ello, la filosofía es siempre política sin ser necesariamente “filosofía política”. Y lo es especialmente cuando no cuestiona nada y se limita a hacer uso de su privilegio, porque es entonces cuando se alinea con la filosofía feroz que encubre la injusticia. Como señala Preciado, “si no ves la violencia es porque la ejerces”.
Dicen que en Grecia la filosofía nació del asombro. Tal vez hoy la filosofía nazca de la indignación.
Laura Llevadot, Nuestra filosofía será feroz. Apuntes sobre el estado actual de la filosofía, elsaltodiario.com 03/02/2023
La implantación de una nueva ley educativa genera siempre
malestar y desconcierto, especialmente si los afectados no ven con claridad la
necesidad de esta. ¿Había razones suficientes para promulgar otra ley educativa
(más allá del compromiso electoral de derogar la ley anterior)? Yo creo
firmemente que sí. Pero me temo que esas razones no se han expuesto con
suficiente claridad a la ciudadanía.
La más importante razón para reformar la ley educativa ha sido la necesidad de actualizarla para integrarla con más firmeza en el marco común europeo. Este marco (el llamado «Espacio Europeo de Educación») responde al proyecto de modernizar y unificar los planes de estudio de las naciones miembro con objeto de fortalecer desde la raíz el proyecto político de la UE. Una Europa más fuerte y cohesionada requiere de una mayor compenetración de sus realidades culturales y, por ello, de sus modelos educativos.
Fruto de este esfuerzo de integración son las dos novedades principales de la LOMLOE. La primera es una apuesta mucho más decidida por el enfoque competencial propuesto por la UE hace ya casi veinte años. Desde un punto de vista pedagógico, dicho enfoque consiste en que el alumnado aprenda a través de una experiencia contextualizada de los contenidos educativos, involucrando en ello las diversas dimensiones de su personalidad (cognitiva, moral, social, afectiva), de su desarrollo (académico, personal, cívico-social) y del propio aprendizaje (conceptos, destrezas, actitudes, valores).
La segunda novedad de la LOMLOE es la introducción en el currículo de todas o la mayoría de las áreas y materias de contenidos relativos a valores y principios dirigidos a la educación de la ciudadanía (la interculturalidad, la equidad, la democracia, la solidaridad, la sostenibilidad, la igualdad de género, el respeto por los derechos humanos, etc.). En este sentido, la LOMLOE propone educar – tal como hace cualquier otro sistema educativo de cualquier otra cultura – en los valores colectivos que sustentan la vida social. Pero – a diferencia de otros sistemas y culturas – a hacerlo de modo integral (a través de la práctica educativa y el trabajo con todo tipo de contenidos), a limitarse a un sistema de valores mínimo y consensuado, y a orientar esta educación cívica desde una perspectiva ética y crítica que evite todo adoctrinamiento dogmático (si bien en esto último la ley se ha quedado notablemente corta).
Otra razón con la que justificar la LOMLOE es la de (volver a) situar los principios de equidad e inclusión en el centro de la actividad educativa. Frente al discurso simplista sobre la falta de interés o esfuerzo personal, los datos muestran con tozudez que el éxito y el fracaso escolar dependen fundamentalmente del entorno socioeconómico del alumnado, por lo que resultaba necesario reestablecer e incrementar normas y medidas estructurales con que paliar en lo posible las desventajas de partida de un gran número de estudiantes.
Hay otros aspectos que justificaban igualmente la necesidad de una nueva ley educativa: la necesidad de dar cobertura legal a estrategias didácticas exitosas pero aún poco comunes, la atención a la educación afectiva, la prometida regulación de la carrera docente… Pero queremos exponer también aquello en lo que la LOMLOE, por justificada que esté, debería ser corregida o superada.
Lo primero es que esta ley no nazca de un pacto político que asegure su perdurabilidad, por lo que todo el ambicioso plantel de objetivos que hemos enumerado aquí, por valioso que sea, podría quedarse fácilmente en nada. Esto no es una característica específica de la LOMLOE (sino de todas las leyes educativas de los últimos cuarenta años), pero sí que merece, al menos, una reflexión.
Lo segundo es el carácter aún muy insuficiente (cuando no casi simbólico) de la educación cívica y ética en la nueva ley. Resulta incomprensible que se insista en el papel fundamental de la educación para afrontar problemas tan graves como la corrupción, la violencia machista, la irresponsabilidad medioambiental, las adicciones, la polarización ideológica y mil asuntos más, y la materia que se ocupa directamente de todo esto siga siendo una «maría» sin apenas horas en un curso perdido de la ESO.
Y lo tercero y último no a mejorar, sino a erradicar del todo, es la obsesión por convertir la ley en un tinglado burocrático que coarta el trabajo docente y que nada tiene que ver con el espíritu que la motivó.
Sobra decir que estas tres objeciones podrían subsanarse si hubiera voluntad política y una ciudadanía crítica y bien formada que la guiara y corrigiera. La LOMLOE habría venido justo a promover, como hemos dicho, esa educación cívica y ética. Pero (insistimos) en esto se ha quedado claramente corta. Cortísima.
Comienzan a anunciarse las jornadas de puertas abiertas en los centros educativos. Los carteles publicitarios de los centros muestran a niños y niñas (sobre todo, niñas) bien alimentados, bien vestidos, sanos y con caras sonrientes, como si estuviesen en un descanso entre dos apasionantes actividades de un parque de atracciones. Por supuesto no se ve ni un libro -o al menos yo no lo he visto- ni ninguna actividad que requiera hincar los codos.
El mensaje que transmiten mayoritariamente nuestros centros educativos podría resumirse así: "Traiga a sus hijos aquí, que se sentirán felices". Cada familia puede pedir a la escuela lo que le dé la gana, ahí ya no me meto; así que si quieren una escuela feliz, que la busquen. Pero si alguna vez la encuentran entre el humo publicitario, descubrirán que para alcanzar la precaria felicidad asequible al hombre se necesitan más codos que para estudiar matemáticas.
Sobre el libro Becoming Evil de James Waller, subtítulo “Cómo la gente normal comete genocidios y asesinatos de masas”. … en este libro encontré por primera vez la tendencia humana a dividir el mundo en Ellos/Nosotros, que es considerada un universal antropológico, y ahí comenzó mi interés por estudiar la teoría de la evolución para comprender la mente humana … descubrí ahí que nuestra moralidad no es universal, no se aplica a todos los seres humanos, sino que su ámbito de aplicación viene marcado por los límites de lo que considero mi grupo. Nuestra moralidad llega hasta los límites de nuestro grupo, se aplica a nuestra comunidad moral, es decir, no empleamos las mismas normas con los individuos que pertenecen a nuestro grupo (Nosotros) que con los individuos que no pertenecen a nuestro grupo (Ellos).
Soy incapaz de aprender nada de memoria. Al menos, voluntariamente. La razón fundamental es que no me da la gana. Y no me da la gana porque memorizar atonta, y no hay nada más aburrido que embotarse en la repetición mecánica de algo. Tal vez esto de memorizar sirva, a lo sumo, para relajarse (como rezar o hacer meditación) pero (como rezar o hacer meditación) no sirve para aprender nada.
Tal es mi tirria a memorizar que cuando tuve que estudiar el código de circulación intente reescribirlo, more geométrico, como la Ética de Spinoza, a ver si así me lo aprendía. Fue imposible, claro: ni yo soy Spinoza ni el sistema de señales de tráfico es lógicamente sistematizable, te pongas como te pongas. Pero eso sí, gracias a que me puse, se me quedó el dichoso código en la cabeza. Está claro: razonar (sin más) implica memorizar; mientras que memorizar (sin más) no supone necesariamente razonar; ni de lejos.
Una ventaja de no querer o saber memorizar es que uno tiene que repensar con frecuencia las cosas. Y esto, en relación con asuntos de enjundia (que son los que hay que pensar, ¿para qué si no?), es un ejercicio muy saludable. Saber no consiste en memorizar enciclopedias (¿se acuerdan de las enciclopedias?), sino en mantener el tono intelectual de aquellos que las hicieron posibles. Y cultivar esa inquietud intelectual no se logra memorizando o calculando mecánicamente. Ni siquiera leyendo lo que suponemos que pensaron otros. Ya advirtió Platón en el Fedro (y no cito de memoria) que la generalización de la escritura iba a acostumbrar a la gente a repetir ideas solo por el hecho de haberlas leído y memorizado, aumentando significativamente el número de eruditos atorrantes…
Por supuesto que siempre hay necesidad de recordar datos, aunque esto es algo secundario para alguien que razone con cuidado. Tengo un amigo filólogo que es capaz de leer en varias lenguas (todas románicas, cierto) sin haber memorizado listas de reglas o vocabulario. Le basta dominar las estructuras del idioma (por haber traducido mucho latín y griego), reconocer algunas palabras muy comunes, e ir induciendo o deduciendo hipótesis a partir de ellas y del contexto. Piensen que un número excesivo de datos o detalles impiden pensar y saber nada. ¿Recuerdan (grosso modo) a Funes el memorioso, aquel personaje de Borges incapaz de olvidar y, por lo mismo, de pensar en nada?...
Es por todo esto que me resulta tan extraña y desencaminada la defensa numantina que hacen de la memoria algunos de mis colegas docentes. Piden que no caricaturicemos su posición mencionando aquella práctica estúpida de memorizar listas de reyes godos y cosas parecidas, pero es que no se sabe muy bien qué es, entonces, lo que defienden. Si es que todo proceso cognitivo implica emplear la memoria, a esto no se opone nadie. Y si de lo que se quejan es de que los alumnos no manejan tantos datos de memoria como antes, la réplica es fácil: no hace falta. Igual que la aparición de la escritura (pese a la objeción de Platón) permitió que la gente dedicara menos tiempo a repetir cosas, y más a crear y pensar, el auge, hoy, de la cultura digital está acabando con rémoras (como pasarse un mes recabando datos que se pueden encontrar y organizar ahora en unos minutos) que obligaban entonces, por economía del tiempo, a utilizar mucho más la memoria…
Estos colegas míos deberían saber, en fin, que aprender no es nunca el resultado de memorizar nada, sino que es el memorizar lo que resulta (entre otras cosas) de un buen aprendizaje, es decir, de aquella experiencia que, lejos de limitarse a instalar datos en la cabeza, cambia y reorganiza tu forma de pensar y vivir.
Sé todo esto porque estudié con aquellos viejos profes sesentayochistas que, como pedagogos deseosos de aprender a enseñar les darían hoy unas cuantas vueltas a algunos de mis colegas más jóvenes. Y lo hice, además, en un cole en el que no te obligaban a memorizar nada (ni a hacer demasiados exámenes). Gracias a ello hoy soy, como decía, casi completamente incapaz de aprender nada si no lo pienso y ordeno antes de forma crítica en mi cabeza…
Pese a esto, creo que no me ha ido mal del todo. Como tampoco a la mayoría de los alumnos que han pasado durante años por mis manos. Ellos me han confirmado que no hay otra forma posible de aprender que rehuyendo de toda memorización mecánica (es decir, de toda memorización a secas), y, por supuesto, de esa obsesión por los exámenes – casi todos de memorieta – que pervierten el aprendizaje, transformándolo en adiestramiento perruno y alienante.
"Esta semana he sabido que cuando hace mil años el Círculo Filosófico Soriano invitó al pedagogo Gregorio Luri a dar una charla le dejó las cosas claritas. "Sepa usted que aquí en Soria solo nos interesa lo eterno". Qué declaración de principios, qué manera de centrarnos".
María Piñeiro en el Diario de Pontevedra
Quienes saludan con entusiasmo esta posibilidad suelen argumentar que nadie es capaz de distinguir una obra de arte generada por una máquina de la que tiene por autor a un ser humano. Se dice que hay que tener unos grandes conocimientos musicales para distinguir el producto de una máquina del que procede del ingenio humano. También es verdad que buena parte de la música actualmente se hace así, lo que no revela tanto una especial habilidad de los programas como la simpleza de nuestro gusto musical.
En muchos proyectos arquitectónicos, diseños, guiones y series televisivas lo que hay es coloraciones típicas, fraseologías particulares o figuras compositivas propias de autores del pasado. Buena parte del agotamiento de Netflix se explica porque hace tiempo que sus algoritmos no producen más que historias previsibles. Una cosa es producir algo que resulta de la digestión de miles de obras de arte similares, que recambian los clichés que han sido exitosos hasta ahora, y otra dar lugar a algo que merezca ser considerado como original. En sentido estricto, la creatividad humana no puede ni imitarse ni repetirse; implica siempre, aunque sea mínimamente, una cierta transgresión que no es reducible a reglas o agregaciones estadísticas. En cambio, lo que en la computación tiene la apariencias de libres asociaciones sigue estando algorítmicamente determinado, no ha roto con nada, ni aporta ninguna novedad radical; es decir, solo en sentido genérico e impropio se trata de creatividad. La creatividad no puede más que ser imitada algorítmicamente mediante la probabilística y el análisis de datos. Los mismos llevan a cabo un tipo de originalidad limitada. Se mueven en un ámbito en el que las normas están prefiguradas y son capaces de aprender a jugar en el seno de esas limitaciones. En esto no son completamente distintas de nosotros, pues buena parte de lo que los humanos hacemos -también cuando creamos obras artísticas- se mueve dentro de reglas que no cuestionan ni modifican, pero en general la cultura y la existencia humanas son tan interesantes porque tenemos una capacidad de cambiar ocasionalmente esas reglas y es eso precisamente a lo que en sentido estricto llamamos creatividad.
¿En qué puede consistir entonces l aportación de la inteligencia artificial al arte? A mi juicio, las máquinas creativas realizan dos grandes aportaciones: una que tiene que ver con su función auxiliar y otra con revelar el núcleo creativo del arte.
Al hablar de su auxiliaridad, me refiero, pro ejemplo, llevar a cabo las tediosas transposiciones de notas, instrumentan y orquestan de manera que pueda uno elegir entre distintas posibilidades.
Si en lugar de entender que los humanos y las máquinas hacemos lo mismo pensáramos en lo que cada uno hace mejor entonces podríamos reajustar nuestra idea de creatividad tal como lo hicimos con nuestra concepción de los problemas difíciles cuando 'Deep Blue' ganó al campeón de ajedrez Garry Kasparov en 1997. La cuestión no es si el arte de los ordenadores lo hará mejor que nosotros, sino pensar qué podemos hacer únicamente nosotros cuando los ordenadores han alcanzado tal nivel de sofisticación. Frente al pesimismo que diagnostica la marginación del ser humano como el final de la creatividad, tal vez pueda sostenerse exactamente lo contrario. Mientras las máquinas imitan a los creadores, estos pueden desafiar las fronteras de lo inimitable.
La inteligencia artificial no parece saber lo que es el arte, aunque en esto tampoco se diferencia mucho de nosotros, que discutimos este concepto como si no hubiéramos encontrado una definición satisfactoria e incontrovertible. Lo que nos diferencia de las máquinas no es tanto el desconocimiento que compartimos con ellas acerca de la naturaleza del arte sino el hecho de que nos planteamos una y otra vez esa pregunta que a ellas no parece inquietarles demasiado.
Daniel Innerarity, El sueño de la máquina creativa, El Correo 05/02/2023