"Després de les lliçons de les últimes dècades, pocs creuen en el lliure comerç, excepte alguns ideòlegs acèrrims. És una teoria que mai va funcionar enlloc. Totes les grans economies es van construir gràcies a un mur de protecció i amb diners del govern"
“La mala comprensión que tienen las élites de la situación parte de que no aprecian el componente social del trabajo. Quienes están obsesionados con la eficiencia lo ven con un medio para asignar recursos. Al hacerlo, subestiman la dignidad que los individuos obtienen de un trabajo con sentido”.
"La pérdida de dignidad que nace de la ausencia de empleo estable y bien pagado no se comoensa con bienes baratos ni con control social.
"Los países con superávits persistentes son los verdaderos proteccionistas. ôr lo tanto, lo más adecuado para forjar algo similar al verdadero libre comercio es introducir potentes mediadas que restablezcan el equilibrio".
Esteban Hernández
19/05/2024
I
La fila para comulgar siempre la cierra un cojo. Suele ser una persona muy mayor, con el cuerpo ladeado hacia la tumba, renqueante y con la mano temblorosa. A veces le cuesta llegar hasta el sacerdote y este lo espera pacientemente.
II
Arrastra un poco los pies que se quedan ligeramente rezagados, hacia la popa.
III
Un día el cojo no aparece. Su ausencia se deja notar. Hasta que pasados uno o dos meses, otro cojo ocupa su puesto. Y vuelta a empezar.
IV
En realidad el cojo es el futuro de todos los que vamos a misa (los domingos por la tarde, en mi caso). Aparentemente vamos delante de él, pero el cojo sabe la verdad: él es el primero de la lista de espera.
I
Termino a primera hora de la mañana de corregir el que será mi próximo libro, titulado, provisionalmente, Prohibido repetir. He querido añadirle una página con mi experiencia madrileña con los neurólogos famosos y, de paso, he eliminado un apartado, que me ha parecido que sobraba. Siempre es cierto: no hay libro que no mejore recortándolo.
II
Termino a media tarde el artículo para el ABC. Han sido 800 palabras que me han hecho sudar sangre, no por falta de ideas sino por abundancia. He pasado dos días dándole forma mentalmente y a la hora de escribirlo se me quedaba muy corto. Enviado.
III
Termino el tomo III de las Obras Completas de Campoamor. Las últimas páginas, especialmente las dedicadas a Sócrates, son extraordinarias. Probablemente don Ramón se consideraba un buen filósofo, pero no lo es, aunque a veces se muestre como un muy buen pensador. No lo es porque le puede la frase la redonda y no hay argumento que resista esta tentación. Da la sensación de que en su escritura filosófica las ideas están al servicio del estilo. Es, sobre todo un sofista muy espabilado, amigo de las polémicas y muy hábil para malinterpretar las posiciones del contrario. Especialmente interesante es la polémica que mantiene con Valera, que, a mi modo de ver, es un rival más inteligente.
IV
Algunas cosas de Campoamor:
"Recordándole a un alcalde del Maestrazgo que cuidase mucho de la instrucción primaria, contestó: ¡Pero, señor jefe, si en el pueblo no hay más hombres de bien que los que nunca han ido a la escuela! Aquel alcalde presentía que la instrucción incompleta, en vez de aclarar el entendimiento, lo perturba".
“Después de tres mil años en que no hemos podido ponernos de acuerdo en nada, las ideas flotan por el cielo, desprendidas y sin ordenar, que es lo mismo que si de resultas de un terremoto echasen a volar espantados todos los pájaros del mundo y luego los quisiéramos clasificar a vuelo perdido por el aire”.
“Hoy no se escribe para cantar conquistas de naciones, sino para lamentar derrotas del alma”.
“El matrimonio es, de todas las cosas serias, la más divertida”.
V
Me invitan a hacer de padrino de una promoción de alumnos en Madrid. No puedo. Me invitan también a asistir a varios actos, en Madrid, no iré. Me invitan a Colombia y cambio la visita por una charla por zoom. También necesito tiempo para mí y los míos.
VI
Hasta hace poco nos quejábamos de la pertinaz sequía en Cataluña. Ahora llueve cada día. La primavera se nos ha puesto exhibicionista, los jacarandás de la calle están llenos de pulgones y los cielos no acaban de decidirse si por la epopeya, el soneto romántico o la comedia bufa.
"El problema del trabajo es el problema del tiempo; el problema del tiempo es el problema del valor; el problema del valor es el problema del sentido de la vida. Y todos ellos se resumen en nuestra contradicción fundamental entre nuestros deseos de vivir el reino de la libertad y tener que vivir minuto a minuto en el reino de la necesidad. En particular, de la necesidad de "ganarse la vida" en vez de producir y reproducir, y cuidar juntos la vida."
Remedios Zafra 16/05/2024
I
Visita al oculista y al otorrino.
II
Del oculista, una conclusión evidente: todo carísimo. Me he dejado una fortuna en prótesis (o sea: en gafas).
III
Del otorrino, una alegría y una decepción. La alegría nace del hecho de que el padre de la encantadora joven que me ha atendido tiene mis mismos síntomas. No pueden hacerse idea ustedes de cuánto consuela encontrarse con alguien que sabe lo que te pasa, que entiende tus vértigos, tus caídas, tus días sin poderte mover de la cama, tus acúfenos... y tu voluntad de no rendirte a nada de todo esto, de afirmar la vida en vez de recluirte en lamentos. La decepción: por primera vez en mi vida tengo tapones de cera en los oídos. Es lo que me faltaba. Me los tengo que quitar antes de seguir con la visita.
IV
Tengo la sensación de que me estoy descascarillando. A veces me pregunto si no es por eso por lo que intento no parar de hacer cosas.
V
Ferran Sáez Mateu, uno de mis monstruos preferidos, ha sacado nuevo libro, con Herder, y se me declara "lurista-leninista".
I
Llevando el coche a la ITV me llama Jesús García Calero para que escriba una cosa para el suplemento cultural del ABC. Le pregunto cuántos caracteres y la fecha de entrega. Acepto. Un honor.
II
Haciendo cola en la oficina de la ITV me llama Ricardo Piñero, una de las personas más generosas, inteligentes, sensibles y asequibles que conozco. Me invita a una charla en Tudela. La perspectiva de comer juntos una menestra es el argumento definitivo para decirle que sí.
III
La realidad, le digo a Ricardo, no es, la pobre, más que el residuo de una idea.
IV
Comiendo, me cuenta mi nieto sus aventuras y desventuras en el instituto y me reafirmo en mi idea de que un adolescente es un ser con mucha más energía que sentido común para controlarla. Esa energía desbordante fue un día la mía. Por eso lo comprendo, pero sé que mi papel, como abuelo, no es solo comprenderlo. Es también intentar corregir en él lo que aquellos que ya no eran adolescentes intentaron corregir en mi.
V
Estoy leyendo el tomo tercero de las obras completas de Campoamor, el dedicado a sus ensayos y polémicas. ¡Qué interesante es este hombre! Leo, subrayo, me detengo a entender sus relaciones con unos y con otros... Era un formidable polemista, dialécticamente un tanto tramposillo, pero tiene una mala uva cargada de ironía que me tiene enganchado. He mordido el anzuelo.
VI
Leyendo a escritores españoles del XIX no tengo nunca la sensación de hacer arqueología, sino, en todo caso, la de visitar el ala abandonada de un enorme palacio que me pertenece en herencia y que explica con precisión ciertas facetas muy relevantes del presente.
Madame de Vandeuil, hija de Diderot, refiere que un joven desconocido fue a visitar un día a su padre.
"- Os ruego -le dijo- que leáis este manuscrito y escribáis al margen las observaciones que vuestra lectura os sugiera.
El joven salió y mi padre, al coger el cuaderno, vio que todo él no era otra cosa que una amarga sátira contra su persona y sus escritos.
Cuando el autor volvió, pasados algunos días, mi padre le dijo:
- No os conozco, jamás he podido haceros daño alguno. Explicadme, pues, los motivos de semejante conducta.
- Me muero de hambre -contestó-; he escrito esta obra y he creído que me daríais algunos escudos si no la publicaba.
- No seríais vos el primero a quien se haya recompensado por callar, pero podéis sacar mejor partido de ese libelo. El Duque de Orleans, que se haya retirado en Santa Genoveva, me odia desde hace mucho tiempo. Es devoto; dedicadle vuestra sátira y poned su escudo sobre la encuadernación. Llevadle la obra y de seguro obtendréis algún socorro.
- Pero yo no conozco a ese príncipe y no acertaré a escribir la dedicatoria.
- Sentaos ahí, yo mismo voy a redactárosla.
Mi padre escribió la dedicatoria, el autor salió con ella, voló a casa del Príncipe, recibió veinticinco luises, y al cabo de algunos días se presentó a dar las gracias a mi padre, quien le aconsejó con dulzura que adoptara un género de vida menos vergonzoso."
- Ramón de Campoamor, Poética, en el volumen III de sus obras completas.
El número de falacias e iniquidades que acumula el gobierno y el Estado israelí en relación con la masacre de Gaza empieza a ser enciclopédico: la falsa dicotomía (el conmigo o contra mi), el tomar la parte por el todo («no hay civiles inocentes en Gaza», dijo hace meses el presidente Herzog), la creencia de que el fin siempre justifica los medios, la acusación de terrorista o antisemita a todo el que hace la más mínima crítica, el matar al mensajero (más de cien periodistas muertos, según la ONU), la confusión entre la justicia y la venganza…
Esto último no es nuevo. La práctica del escarmiento (por la que se arrasa el pueblo de un presunto culpable con todos sus habitantes dentro) es muy vieja, pero el Estado israelí la ha llevado a su máxima expresión, encerrando y machacando sin contemplaciones y durante meses a más de dos millones de gazatíes. Le ha pasado lo mismo con la vengativa Ley del Talión, que solo obliga al ojo por ojo, pero que Netanyahu la ha versionado para asesinar a treinta civiles palestinos – de momento – por cada civil asesinado por Hamás (ya sabemos que en el mercado de la justicia la carne del paria no vale lo mismo que la de uno de los nuestros, ¡pero treinta veces menos! ...).
Pese a todo, algunos intelectuales y políticos, especialmente de la derecha más necesitada de atención, declaran que lo de Gaza no es un feroz escarmiento destinado a convertir definitivamente a Palestina en un solar, sino una noble lucha entre la democracia y el fanatismo islámico. Es increíble que no hayan reparado que en Gaza hay cientos de miles de personas no radicalizadas por Hamás (aunque Netanyahu no pare de darles motivos), o que el actual gobierno israelí está controlado por fundamentalistas religiosos no muy distintos de los ayatolás iranies. En cualquier caso, ¿de verdad piensan estos intelectuales y políticos que es asumible sacrificar a treinta y cinco mil civiles (más de la mitad niños) para defender los valores occidentales de los que se ríen en la ONU los diplomáticos israelíes? ¿De verdad alguien cree que vamos a hacer más tolerantes y amantes de los DD. HH a los palestinos bombardeándolos y matándolos de hambre?
No se debe dejar de insistir en esto: casi veinticinco mil niños y adolescentes muertos y heridos (según la pérfida UNICEF), algunos con la cabeza partida en dos por francotiradores, otros (agonizantes, quemados, amputados) sin un mal analgésico que llevarse a la boca, otros deambulando solos y muriéndose de hambre por las calles, y otros – todos los que tengan la mala suerte de sobrevivir – incapaces para siempre de olvidar lo que han visto, sufrido y perdido… ¿De verdad que alguien cree que es ese el modo de defender la democracia israelí? ¿No habría que defenderla, más bien, de aquellos que la defienden? ¿Habrá alguien más antisemita que el propio Netanyahu y sus retorcidos apologetas?
I
Esta mañana me ha tocado en suerte un taxista refutador. Nuestras extrañas conversaciones han ido de este palo:
Taxista: Hoy parece que hace fresco.
Yo: Sí, eso parece.
Taxista: Pero hace menos fresco que otros días. Hoy está bien.
Otro ejemplo.
Taxista: Aquí, la semana que viene había un control de alcoholemia. Es que la gente mama y no se dan cuenta cómo van...
Yo: Sí, son necesarios.
Taxista: ¿Necesarios? ¿Por qué?
Uno más:
Taxista: A mí no me gusta mucho el futbol.
Yo: Pues hace bien.
Taxista: Pero soy del Madrid de toda la vida y me gusta verlo con tranquilidad, con mi pinchito de tortilla y mis cervezas...
II
Una de mis últimas convicciones: quien te falsea el primer café del día, sirviéndote, en vez de un buen café con leche, algo indefinido con sabor a agua de fregados caliente, debería ser condenado a galeras.
III
Ayer, en la Tatiana, se lució J.A. González Sainz. ¡Qué gran tipo!
Com declararies a aquesta persona si fossis un jutge o jutgessa, culpable o innocent? Justifiqueu les vostres raons a partir de la lectura del text anterior.
I
Me suelo quejar de que los que hablan a gritos por teléfono en los transportes públicos no cuentan más que trivilidades. Hasta ahora solo contaba con una excepción: la de aquella vez que en el cercanías asistimos en vivo y en directo a la ruptura sentimental entre el joven que hablaba a nuestro lado por el móvil y la furibunda muchacha que le gritaba al otro lado porque no se acababa de creer que estuvieran rompiendo con ella por teléfono.
II
Hoy tengo una excepción más: una mujer grandota, como un percherón, a todas luces abogada, que llevaba una enorme cartera de cuero, se ha sentado a mi lado y ha venido hablando, a grito pelado, con sus clientas que, como todos en el vagón nos hemos enterado, eran mujeres con sobrados motivos para divorciarse. Me parece que ninguno queríamos escuchar todo lo que hemos tenido que escuchar por esa falsa educación que, para no incordiar al incordión, le deja hacer lo que quiera.
Más o menos a la altura de Guadalajara ha dejado de hablar y se ha dormido con la boca abierta y acosados por sus ronquidos hemos llegado a la estación de Atocha.
III
He continuado mi traducción de Plotino.
I
Perdonen el abandono, pero es que he estado por Pamplona, disfrutando -sobre todo- de una primavera feraz en los muchos parques de la ciudad. Hay en estos parques un momento mágico, al atardecer. Como la ciudad Pamplona está elevada sobre un cerro, el sol poniente lanza sus rayos de luz horizontalmente sobre la ciudad y durante unos minutos despiertan en los troncos de los árboles matices sorprendentes. La luz tamizada de las hojas, las manchas de luz sobre la hierba, las cambiantes tonalidades de los troncos, los niños jugando, las parejas tumbadas sobre la hierba... los tonos pastel inundando todo... No sé si los pamploneses son conscientes de la naturaleza de la ciudad en la que moran.
II
He hablado, he comido, he cenado y, en resumen, he engordado... más de lo previsto.
III
En el tren, ya de vuelta para casa, me llega un mail de una importante institución navarra en el que se me pide que conteste a unas cuestiones. Estas son las preguntas y las respuestas:
1. Escuchas ‘salud mental’. ¿Qué es lo primero que te viene a la cabeza? Una palabra, una imagen… ¿Qué sensación te produce?
Lo primero que me viene a la cabeza es la imagen de una sociedad terapéutica decidida a mantener su vigencia mediante la sustitución del hombre político por el hombre terapéutico. Cuanto más defendemos la autonomía personal, más crece el número de terapeutas.
Carezco de información para responder a esta pregunta con un mínimo de rigor, pero sospecho que Freud no estaba falto de razón cuando afirmaba que hay tres cosas imposibles: gobernar, curar y educar.
Ha pasado que nos interesa más nuestro ombligo que el horizonte; que no paramos de abrir ventanas hacia adentro mientras tapiamos las que se abrían hacia afuera; ha pasado, en definitiva, que vivimos en la edad de un narcisismo que cree poder conseguir respetabilidad mostrando no su belleza, sino sus heridas.
Aceptar dos evidencias: (1) que la sobreprotección infantil es una forma de maltrato y (2) que no existe el alma sana, no existe el alma sin heridas.
Levántense temprano, échense la escopeta al hombro y salgan a la caza de las melodías de este mundo que, ciertamente, cada vez vuelan más alto.:
Qué hoy vivamos especialmente envueltos en una nube de «noticias» falsas es una «noticia» falsa o, cuando menos, cuestionable. Desde los albores de la historia han existido mitos, cuentos chinos e «información» al servicio de intereses políticos, económicos o bélicos. Unas más que otras, apenas hay sociedad humana que no se haya fundado sobre bulos y creencias irracionales – no hay más que escuchar el discurso de cualquier nacionalista –. Es cierto que los bulos se difunden ahora más rápida y masivamente que antes, pero también las culturas eran antes más pequeñas y estáticas, por lo que los bulos venían a cundir lo mismo.
Con esto no quiero decir, ojo, que los bulos no sean peligrosos. Lo son, y mucho. Ante todo, porque lastran el desarrollo pleno y libre de las personas y las sociedades, manteniéndolas en un estado de inopia, idiotez y minoría de edad.
Ahora bien, igual que el efecto más pernicioso de los bulos se da en las personas, la causa de su éxito intemporal está también en ellas. Es innegable que a la gente le gustan las «noticias» falsas; y la razón es que estas son aparentemente más interesantes, emocionantes y psicológicamente placenteras, especialmente si están hechas a medida de nuestros prejuicios. Es siempre más cómodo y satisfactorio aceptar «información» objetivamente dudosa, pero acorde con nuestras ideas e intereses, que arriesgarnos a cambiar de opinión (o de forma de vivir). En cierto modo, los bulos llaman al agradable e irresistible autoengaño de tener razón a toda costa (nos va mucho en ello). Por eso, para vencerlos no bastan las leyes, ni el celo de los periodistas, ni el conocimiento de los poderes que controlan a los medios. Hace falta, más que nada, incidir en la educación de la gente.
Es por ello que la OCDE ha propuesto introducir en los planes de estudio contenidos dirigidos a la «alfabetización mediática e informacional»; y que algunos países, como Finlandia, o recientemente España, incorporan dichos contenidos de manera transversal en diversas materias y etapas educativas. Pero con esto tampoco basta. Aprender cómo se elabora un bulo o cómo se manipulan datos estadísticos es insuficiente cuando la gente está decidida a creerse lo que le hace más feliz. Es necesario algo más drástico: es preciso rescatar el espíritu filosófico y la actitud inquisitiva y crítica que (algunos mitómanos) suponemos en la raíz misma de nuestra cultura.
Sócrates pensaba que una vida sin reflexión no valía la pena. Platón nos enseñó a distinguir entre opinión y conocimiento. Los grandes filósofos modernos (Descartes, Hume, Kant…) tuvieron a la «duda sistemática» como condición de todo desarrollo intelectual y moral. En general, la filosofía nos impele a priorizar la búsqueda de la verdad sobre la mera satisfacción psicológica o el interés privado, y nos muestra que lejos de esa búsqueda no es posible una vida digna y plena. Si una buena porción de la población estuviera convencida de todo esto, los bulos tendrían mucha menos acogida.
I
Ayer volví a escuchar a un importante neurólogo sostener que "somos nuestro cerebro".
II
Esta afirmación, tan rotunda, requiere, como condición de posibilidad, de una radical reducción del mundo de la vida, porque de manera espontánea, en la propensión natural de nuestra cotidianeidad, nadie se siente como su cerebro.
III
Por otra parte, los mismos neurólogos no tardan en poner en cuestión la rotundidad de su tesis cuando nos insisten en que la evolución de un cerebro tan maleable como el nuestro no es, ni mucho menos, independiente, de nuestras interacciones con el medio.
IV
Yo no me atrevería a decirle a mi mujer "mi cerebro te quiere".
V
En realidad somos en el encuentro de mi yo con mi circunstancia. Ortega lo explicó muy bien. Me siento distinto cuando estoy frente a mi mujer, frente a mis nietos, frente al vecino del 5ºA (el que va dejando un reguero siempre que baja las basuras), frente a mi imagen en el espejo, frente a un dolor de muelas...
VI
Yo soy yo y mi circunstancia porque soy en la "y". Lo que vivo espontáneamente es ese ser ahí, en la "y" de la relación. Por eso insiste Ortega en que si quiero salvarme a mí, debo salvar a mi circunstancia que es, en el fondo, lo que dicen también los neurólogos cuando hablan de la relevancia de nuestra interacción con el medio.
I
Ayer fue uno de esos días en que reconfirmas tu irremediable ignorancia en la inmensa mayoría de campos científicos.
II
Invitado por Pilar García de la Granja, a quien conocí hace algún tiempo en una cena en casa de Ana Palacio, asistí en la Fundación Rafael del Pino de Madrid, a las V Jornadas Neurocientíficas y Educativas, enfocadas a enfermedades neurológicas infantiles y trastornos del lenguaje. El año pasado también me invitó y me escaqueé como pude, considerando que hay cosas sobre las que no estoy capacitado para hablar en un foro científico. Pero este año Pilar insistió e insistió y, finalmente, cedí, pensando que, admitiendo tus límites, tampoco puedes ir por la vida evitando retos.
III
Participé como intruso en una muy selecta mesa redonda sobre los retos de la neurodiversidad con personas amables, sabias y asequibles y, desde luego, muchísimo mejor informadas que yo, como María José Mas (responsable de la Unidad de Neuropediatría de la Xarxa Sociosanitaria Santa Tecla de Tarragona), Iria Rodríguez (Psiquiatra Infanto-Juvenil), Beatriz Gómez Gil (maestra de educación especial), Álex Sans Carranza, padre de un niño con necesidades educativas especiales.
IV
Después hubo dos conferencias realmente magistrales, de esas que te dejan con la boca abierta y acabas pensando en cuánta razón tenía don Hilarión cuando en la Berbena de la Paloma canta aquello de "Hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad". La primera corrió a cargo de Álvaro Pascual-Leone, Profesor de neurología en la Harvard Medical School (y miembro de un montón de instituciones científicas relevantes), que nos habló de la resiliencia cerebral, y, la otra de Rafael Yuste, Profesor de Ciencias Biológicas en la Universidad de Columbia, que disertó de manera muy directa y asequible de las nuevas tecnologías y sus implicaciones para la medicina.
V
A pesar de las obvias diferencias de jerarquía científica que existen entre Álvaro Pascual-Leone y yo, encontré en su exposición mi tesis sobre la pedagogía como práctica clínica, aunque desarrollada de manera magistral. Por supuesto, hay que beber de las fuentes del saber sin complejos, así que a la noche, en el hotel, estuve rehaciendo mis esquemas gracias a lo mucho aprendido.
VI
Dentro de un rato comienza la segunda jornada, que no me pienso perder... aunque tengo que encontrar tiempo para visitar la Feria del libro viejo de Madrid.
I
Esta mañana, mientras hacía como que leía en la plaza de Ocata, se ha ido levantando una niebla en el mar que ha ido poco a poco viniendo hacia el pueblo. Me imagino que para los acostumbrados a convivir con la niebla esto es una nimiedad. Pero para los adeptos a la luz mediterránea, tiene algo de insólito y no diría que inquietante, pero... casi.
II
Llevo todo el día de hoy con una frase zumbándome en la mente: "La vida es un simulacro".
III
Es, en realidad "el" simulacro porque consigue cumplir con su función perfectamente, que es la de hacernos olvidar aquello que el simulacro oculta. Y que nunca estará visible. Lo que queda es actuar con verosimilitud intentando representar papeles de una cierta entidad.
IV
Por algún sitio habla San Agustín del teatro y dice que un buen actor no es el que representa, por ejemplo, a Hércules, sino el que nos hace olvidar que él no es Hércules.
V
Voy traduciendo muy, muy lentamente La vida de Plotino escrita por Porfirio. Me gusta hacerlo, pero no puedo dedicarle más que ratos perdidos, por la cantidad de urgencias que se me acumulan. Pero es claro que hubo un tiempo en que la filosofía era un modo de vida.
VI
Tras las generosas lluvias de estos días, se ha producido una explosión floral, que es la forma que tiene la naturaleza de celebrar su caducidad. Este esplendor gratuito en pocos días caerá marchito, pero caerá conforme a reglamento, dejando tras de sí sus propias semillas en espera de otras lluvias. Todas estas cosas de los ciclos naturales, la hoja seca, la flor que se asoma al ritual de la primavera, los pétalos de la frágil flor del almendro arrancados por una corriente de aire, etc., todo esto es, en el fondo, de una trivialidad mecánica. Y, sin embargo, nos deja boquiabiertos.
II
Media hora de radio dan para mucho y en No es un día cualquiera, con Pepa Fernández, dan para más. Me gusta esta mujer, con su voz cadenciosa que sabe dejar la última sílaba de una pregunta en el aire como hacía la Caballé y, sin darte cuenta, ya has caído preso de las sirenas.
III
Ayer por la tarde estuve con un grupo de exalumnos. Fueron alumnos míos cuando estaban en la pubertad y ahora algunos ya son abuelos. Me gusta reencontrarme con ellos y saber qué es de sus vidas, porque las sorpresas pueden ser mayúsculas. La vida está más abierta de lo que sospechábamos, para bien y para mal. Me cuentan de los que ya no están, de los que están muy mal, de los que van bien y de los que van fenomenal. En algunos casos intuí el futuro; en otros, no acerté ni una.
IV
¿Quién decía que uno no es más que un balón, que recibe patadas de un lado y de otro hasta que alguien un día grita gol?
No puedo recordarlo, pero puedo añadir que jugamos en la niebla y nunca estamos seguros de haber metido gol en la portería adecuada.
El Homer del futuro. En una escena del episodio 467 de los Simpsons, Homer se está comiendo un tarro de mayonesa mezclada con vodka. Entonces dice: «Esto es problema del Homer del futuro. ¡No me gustaría estar en su pellejo!». De hecho, si pensamos que la continuidad de consciencia es una ilusión, ya que nuestra consciencia va haciendo barridos de forma discreta cada pocos milisegundos, nuestro yo desaparece a cada momento ¡Morimos contínuamente! Entonces, lo que le pase a mi yo del futuro no debería importarme mucho ya que será una persona diferente a mi yo del presente. Yo no creo demasiado en esa idea porque, en cualquier caso, si mi continuidad es una ilusión, en tanto que ilusión es muy real para mí. Pasa como con el libre albedrío. Aunque no sea cierto que elijamos libremente no podemos vivir de otra forma ¿Cómo se pueden tomar decisiones sin creer que se están tomando decisiones? De la misma manera, creo que mi yo de hace diez minutos era yo aunque no lo fuera, y mi yo del presente se preocupa un poco (quizá menos de lo que debería) de mi yo del futuro. De todas maneras, cuando uno está demasiado agobiado por las infinitas obligaciones de la vida adulta, siempre es saludable posponer ciertas preocupaciones y dejárselas a nuestro Homer del futuro.
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, Herramientas cognitivas IV, La máquina de von Neumann 27/04/2024
II
Me gusta esta expresión: "la vista cansada". Cansada... ¿de qué? No de mirar ni de ver sino de mirar y ver mal, pendiente de la pantalla del ordenador. Los ojos se cansan como la tierra cuarteada por la sobrexposición al sol. Esta mañana el oculista me ha dicho que vuelva a visitarlo dentro de unos días y que el día anterior no abriese el ordenador, para ver si entendía lo que me pasaba. Veo las letras como si se sobrepusieran un poco borrosamente unas sobre otras. Vivi inmerso en una ligera neblina.
III
Esta tarde tengo que asistir a un acto conmemorativo. No me gustan esos actos que miran hacia atrás y te dejan el alma con tortícolis. Corres el peligro de convertirte en una estatua de sal. Pero a veces hay que hacer lo que no gusta. Especialmente si tu agente provocador se empeña en ello.
IV
Esta mañana en el tren una adolescente con la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla parecía dormida. Muy guapa, con el pelo rubio, largo y un poco enredado. Su belleza estaba resaltada por un aire de fragilidad que resultaba muy llamativo en medio de un vagón a rebosar de pasajeros condenados a intimar físicamente. Llevaba un teléfono móvil entre las manos. El tren ha parado en Masnou, Montgat Nord, Montgat Sud... y no se ha despertado. En Badalona me he bajado yo y ella seguía durmiendo. La he visto unos segundos desde el andén. ¿Se despertará en el lugar al que quiere llegar?
V
Me invitan a colaborar periódicamente en un diario catalán. Tengo que pensarlo.
I
Ayer descubrí un par de librerías de viejo en Madrid, no muy lejos de la Tatiana, y volví a una de las librerías más interesantes de la ciudad, la del BOE, que edita libros magníficos, tanto por su contenido como por el exquisito cuidado de la edición, y, para mi sorpresa, me encontré a mí mismo en venta:
Tras la magnífica conferencia de Javier Borràs en la Tatiana, fuimos a cenar a un restaurante cercano con María Blanco y Josefina Stegmann. Fue una cena amena que podría haber durado toda la noche, pero a las 5:00 tenía programado el despertador. Me suelen decir que hago muchas cosas. Yo lo veo de otra manera: hago lo que me gusta y haciéndolo me siento manejando las riendas de mi vida y creo que. nunca me he sentido más libre. En resumen: quizás haga muchas cosas, pero todas ellas son aventureras.
III
El martes que viene acude al seminario un grande, José Luis Pardo. Para mí es uno de los pocos pensadores españoles que merecen el título de filósofo y no solamente de profesor de filosofía. Nos hablará de las vacas negras, de Hegel a Deleuze.
IV
He venido a Barcelona esta mañana en un vagón del Iryo, el 2, en el que único no japonés creo que era yo. Nadie ha hablado en voz alta por teléfono, nadie se ha movido del asiento que tenía asignado, nadie ha alzado la voz. Todo el mundo ha seguido escrupulosamente las instrucciones y solo nos hemos levantado para coger nuestro equipaje cuando el tren, efectivamente, ha parado. La salida del vagón ha sido un desfile. Después, en la planta de arriba de la estación de Sants, el caos. Por primera vez en mi vida he sentido un enorme deseo de ser japonés.
Carta a Georges Bernanos[1]
(¿1938?)
Estimado señor:
Por ridículo que resulte escribirle a un escritor que, dada la naturaleza de su profesión, siempre está inundado de cartas, no puedo evitar hacerlo después de leer Los grandes cementerios bajo la luna. No es la primera vez que un libro suyo me conmueve: el Diario de un cura rural es a mis ojos el más bello, al menos de los que he leído, y verdaderamente un gran libro. Sea como fuere, el hecho de que me hubieran gustado otros libros suyos no me daba motivos para importunarlo comunicándoselo por escrito. Pero algo distinto ocurre con el último: yo he tenido una experiencia que se corresponde con la suya, aunque mucho más breve, menos profunda, situada en otro lugar y vivida aparentemente –solo aparentemente– con un espíritu por completo distinto.
Aunque no soy católica –lo que voy a decir, dado que no lo soy, sonará sin duda presuntuoso para cualquier católico, pero no puedo expresarme de otra manera–, lo cierto es que jamás me ha parecido ajeno lo católico, lo cristiano. A veces me he dicho a mí misma que si simplemente se pusiera en las puertas de las iglesias un cartel que prohibiese la entrada a cualquier persona con una renta superior a tal o cual pequeña suma, entonces yo me convertiría inmediatamente. Desde la infancia, mis simpatías han estado dirigidas a los grupos que afirman pertenecer a las capas despreciadas de la jerarquía social, hasta que me he dado cuenta de que tales grupos desalientan por su naturaleza todas las simpatías. El último que me inspiró algo de confianza fue la CNT española. Yo había viajado un poco por España antes de la guerra civil, poco pero lo suficiente para sentir el inevitable amor a sus gentes; había visto en el movimiento anarquista la expresión natural de sus grandezas y de sus defectos, de sus aspiraciones más y menos legítimas. En la CNT y en la FAI había una mezcla asombrosa; cualquiera era admitido y, en consecuencia, la inmoralidad, el cinismo, el fanatismo y la crueldad se codeaban con el amor, el espíritu de fraternidad y, sobre todo, esa reivindicación del honor que resulta tan hermosa entre los hombres humillados; me pareció que quienes llegaban allí movidos por un ideal prevalecían sobre aquellos impulsados por su afición a la violencia y el desorden. En julio de 1936 me encontraba en París. No me gusta la guerra, pero lo que siempre me ha horrorizado más de ella es la situación de quienes se hallan en la retaguardia. Cuando comprendí que, a pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de participar moralmente en esa guerra, es decir, de desear cada día, a todas horas, la victoria de unos y la derrota de otros, me dije que París representaba para mí la retaguardia, y tomé el tren a Barcelona con la intención de alistarme. Eso fue a principios de agosto de 1936.Un accidente hizo que mi estancia en España fuese corta. Estuve unos días en Barcelona, después en el campo aragonés, a orillas del Ebro, a unos quince kilómetros de Zaragoza, en el mismo lugar por el que recientemente las tropas de Yagüe cruzaron el Ebro; luego en el palacio de Sitges transformado en hospital y después otra vez en Barcelona; en total pasé en España unos dos meses. Salí de allí en contra de mi voluntad y con la intención de regresar. Pero después, de manera deliberada, no hice nada al respecto. Ya no sentía ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era, como me había parecido al principio, una de los campesinos hambrientos contra los terratenientes y contra un clero cómplice de estos, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia.
Conozco ese olor de guerra civil, sangre y terror que desprende su libro; lo he respirado. Debo decir que no he visto ni escuchado nada que alcance el grado de ignominia de algunas de las historias que usted cuenta, esos asesinatos de viejos campesinos, esas juventudes fascistas italianas que hacían correr a los viejos a porrazos. Pero lo que escuché fue suficiente. Estuve a punto de presenciar la ejecución de un sacerdote; durante los minutos de espera, me pregunté si simplemente me quedaría mirando o si me dispararían al intentar intervenir; todavía no sé qué habría hecho si una feliz casualidad no hubiera impedido la ejecución.
Cuántas historias abarrotan mi pluma… Pero se haría demasiado largo contarlas todas; además, ¿para qué? Bastará con una. Me encontraba en Sitges cuando regresaron derrotados los milicianos de la expedición a Mallorca. Habían sido diezmados. De los cuarenta jóvenes que habían salido de Sitges, nueve habían muerto; nos enteramos cuando regresaron los otros treinta y uno. A la noche siguiente se llevaron a cabo nueve expediciones punitivas, y nueve fascistas o supuestos fascistas fueron asesinados en esta pequeña ciudad en la que en julio no había sucedido nada. Entre esos nueve estaba un panadero de unos treinta años, cuyo delito, según me dijeron, era el haber sido miembro de un somatén; su anciano padre, de quien era hijo único, y único sostén, se volvió loco. Otra historia: en Aragón, un pequeño grupo internacional de veintidós milicianos de todos los países apresó, tras una escaramuza, a un joven de quince años que luchaba como falangista. Tan pronto como lo cogieron, temblando al ver morir a sus compañeros junto a él, dijo que había sido reclutado por la fuerza. Lo registraron y encontraron una medalla de la Virgen y un carné de falangista; fue enviado ante Durruti, jefe de la columna, quien, tras explicarle durante una hora la belleza del ideal anarquista, le dio a elegir entre morir o alistarse inmediatamente en las filas de quienes lo habían hecho prisionero, para luchar contra sus camaradas de la víspera. Durruti le dio al muchacho veinticuatro horas para que se lo pensase; pasado el plazo, el joven dijo que no y lo fusilaron. No obstante, Durruti fue en algunos aspectos un hombre admirable. La muerte de este pequeño héroe no ha dejado de pesar en mi conciencia, aunque no me enteré de lo ocurrido hasta más tarde. Y una historia más: en un pueblo que rojos y blancos habían tomado, perdido, reconquistado y vuelto a perder no sé cuántas veces, los milicianos rojos, tras haberlo reconquistado definitivamente, encontraron en los sótanos a un puñado de seres despavoridos, aterrorizados y hambrientos, entre ellos tres o cuatro hombres jóvenes. Y razonaron así: si estos jóvenes, en lugar de venirse con nosotros la última vez que nos retiramos, se quedaron esperando a los fascistas, es porque ellos mismos son fascistas. Por lo tanto, los fusilaron de inmediato, y después dieron de comer a los demás y se creyeron muy humanos. Una última historia, esta de la retaguardia: dos anarquistas me contaron una vez cómo, con otros camaradas, habían cogido a dos sacerdotes; uno fue asesinado en el acto, en presencia del otro, de un disparo de revólver; después le dijeron a ese otro que podía irse. Cuando estaba a unos veinte pasos de distancia, lo abatieron. El que me contó la historia se sorprendió mucho al no verme reír.
En Barcelona, una media de cincuenta hombres eran asesinados cada noche en las expediciones punitivas. Proporcionalmente, eran muchos menos que en Mallorca, ya que Barcelona es una ciudad de casi un millón de habitantes. Además, durante tres días tuvo lugar allí una sangrienta batalla callejera. Pero quizá los números no sean lo principal en este asunto. Lo esencial es la actitud ante el asesinato. Ni entre los españoles ni entre los franceses que habían ido allí a luchar o a darse una vuelta –estos últimos eran casi siempre intelectuales aburridos e inofensivos–, vi yo jamás a nadie expresar, ni siquiera en la intimidad, repulsión, desagrado o incluso desaprobación ante la sangre derramada innecesariamente. Usted habla del miedo. Y sí, el miedo tuvo algo que ver con estos asesinatos; pero donde yo estuve, no vi que tuviese el peso que usted le atribuye. En una comida presidida por la camaradería, hombres aparentemente valientes –vi con mis propios ojos el coraje de al menos uno de ellos– contaron con una sonrisa fraternal cómo habían matado a sacerdotes o a “fascistas” –término este con un sentido muy amplio–. Por lo que a mí respecta, tuve la sensación de que, cuando las autoridades temporales y espirituales colocan a una categoría de seres humanos al margen de aquellos cuyas vidas tienen un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin correr el riesgo de ser castigado o culpado, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a quienes matan. Y si por casualidad se siente al principio un poco de asco, entonces se guarda silencio y pronto se sofoca tal desagrado, por miedo a parecer falto de virilidad. Hay ahí un impulso, una embriaguez a la que es imposible resistirse sin una fuerza del alma que debo considerar excepcional, ya que no la he visto en ninguna parte. Me encontré con franceses pacíficos, a quienes hasta entonces yo no despreciaba, a los que no se les habría ocurrido por sí mismos ir a matar, pero que disfrutaban visiblemente de esa atmósfera impregnada de sangre. Jamás podré tenerles ningún respeto en el futuro.
Semejante atmósfera borra de inmediato el objetivo mismo de la lucha. Porque solo podemos formular el objetivo reduciéndolo al bien público, al bien de los hombres –y los hombres resultan aquí irrelevantes, carecen de valor–. En un país donde los pobres son en su gran mayoría campesinos, el objetivo esencial de cualquier grupo de extrema izquierda debe ser el bienestar de dichos campesinos; y esta guerra ha sido quizá sobre todo, al principio, una guerra por y contra el reparto de tierras. Sin embargo, esos pobres pero magníficos campesinos de Aragón, que tanta dignidad han conservado bajo las humillaciones, no eran para los milicianos ni siquiera un “objeto de curiosidad”. Sin insolencias, sin injurias, sin brutalidad –al menos yo no vi nada parecido, y sé que los robos y las violaciones, en las columnas anarquistas, se castigaban con la muerte–, un abismo separaba a los hombres armados y a la población desarmada, un abismo bastante similar al que separa a pobres y ricos. Ello se manifestaba en la actitud siempre algo humilde, sumisa y temerosa de los unos, y en la desenvoltura, despreocupación y condescendencia de los otros.
Uno parte hacia España como voluntario, con la idea del sacrificio, y se encuentra en una guerra que se parece a una guerra de mercenarios, con mucha más crueldad y menos respeto hacia el enemigo. Podría continuar con estas reflexiones indefinidamente, pero debo ponerles un límite. Desde que estuve en España, he escuchado y leído todo tipo de consideraciones al respecto, pero no puedo citar a nadie, aparte de usted, que, hasta donde se me alcanza, haya estado inmerso en la atmósfera de la guerra de España y haya resistido. Usted es monárquico, un discípulo de Drumont.[2] ¿Qué me importa? Me resulta incomparablemente más cercano que mis compañeros de la milicia aragonesa, esos camaradas a quienes, sin embargo, yo amaba.
Lo que usted dice sobre el nacionalismo, la guerra y la política exterior francesa después de la guerra me ha llegado también al corazón. Yo tenía diez años cuando se firmó el Tratado de Versalles. Hasta entonces había sido patriota, con toda esa exaltación que los niños manifiestan en tiempos de guerra. El deseo de humillar al enemigo derrotado, que entonces (y en los años siguientes) se desbordaba de manera tan repugnante por todas partes, me curó de una vez por todas de ese patriotismo ingenuo. Las humillaciones infligidas por mi país me resultan más dolorosas que las que este pueda sufrir.
Temo haberle importunado con una carta tan larga. Solo me queda expresarle mi profunda admiración.
S.Weil3, rue Auguste-Comte, París (distrito VI)
P.D.: He escrito mi dirección de forma mecánica. Porque, para empezar, supongo que tendrá usted mejores cosas que hacer que contestar a las cartas. Además, pasaré uno o dos meses en Italia, adonde quizá no me llegaría una carta suya, al quedar retenida esta en la aduana.
Notas:
[1] Publicada por primera vez en 1950, en el Bulletin de la Société des amis de Georges Bernanos, e incluida con posterioridad en Écrits historiques et politiques, Gallimard, París, 1960.
[2] Édouard Drumont (1844-1917), periodista, escritor y político católico francés, célebre por su antisemitismo y su nacionalismo.
Este texto forma parte del libro La guerra de España. Textos escogidos, que, con prólogo de Alexandre Massipe y traducción de Luis González Castro, acaba de publicar la editorial Página Indómita.
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