A las personas que odian no les gusta odiar solas porque eso las hace sentirse inseguras. Quienes odian se sienten conducidos a empujar a otros a odiar como ellos lo hacen, pues la validación de su odio por los otros les refuerza su autoestima al mismo tiempo que les impide razonar sobre sus propias inseguridades. Los grupos de odio forman identidades colectivas mediante sus manifestaciones y proclamas y a través de símbolos, rituales y mitos que cuanto más degradan a los odiados más engrandecen a sus acólitos y cerriles miembros. El odio es especialmente grave cuando además de cambiar pensamientos y emociones proclama y predica la condena moral y la deshumanización de los odiados.
Las raíces biológicas del odio son débiles pues, aunque nos predispongan a odiar, para que lleguemos a hacerlo tienen que darse también otro tipo de circunstancias sociales y culturales. El odio puede surgir de las creencias y prejuicios que tenemos, de conflictos entre grupos y de los problemas económicos, o de las turbulencias y las promesas políticas que frustran a la gente. Apegado al prejuicio, el odio muchas veces encuentra sus raíces en la historia, por ejemplo, en las reyertas tribales en África entre hutus y tutsis, o en los conflictos que mantuvieron secularmente a los Balcanes en convulsión y contribuyeron poderosamente a la cruenta y reciente guerra entre sus diferentes poblaciones. La ideología, especialmente cuando se convierte en fanatismo, es otra poderosa fuente de odio. El adoctrinamiento ideológico suele responder a odios ancestrales que interesa perpetuar, y a ambiciones de poder.
(...) Suele basarse en mentiras o en medias verdades sobre la historia del país y sobre las responsabilidades y las causas y causantes de los males presentes que afectan a parte o al conjunto de su población. El grupo que sostiene una ideología se considera moral e incluso intelectualmente superior a los demás. Esa superioridad genera odio y el odio alberga siempre el conspicuo o explícito deseo de un mundo sin el odiado. Lo peor de ciertas ideologías es que también contribuyen al odio legitimándolo.
Los líderes, con sus palabras y acciones, instigan con frecuencia al odio y a la exclusión social de los odiados, muchas veces señalándolos explícitamente y considerándolos como intrusos en su país o en su particular grupo o sociedad. Sus seguidores se identifican con ellos y con la ideología que propagan. Su principal recurso es la demonización del adversario, lo que intensifica el sentido de que la animadversión e incluso la violencia contra él podrían estar justificadas y eso reduce la inhibición de quienes odian para actuar en modos diversos. Lo que ocurre es que una vez que se desarrolla el odio los líderes que lo han promovido ya no pueden controlarlo, se les escapa de las manos al ganar autonomía en las mentes de las personas en que ha sido inoculado y ya no puede cambiarse con facilidad.
La fuente más moderna de odio son las redes sociales de internet. Por supuesto, no todo es odio en ellas, pero el grado de anonimato y el sentido de impunidad que esas redes pueden proporcionar hace que mucha gente pierda la inhibición a la descalificación, el insulto y la amenaza. Y así ocurre, desgraciadamente, en muchas ocasiones cuando los contenidos de los mensajes incitan al odio a personas concretas o al confrontar posiciones ideológicas o militancias radicales en terrenos como la política o el deporte, particularmente el fútbol. Otro modo de instigar odio consiste en hacer que las personas se sientan amenazadas o víctimas de otras personas, es decir, víctimas de supuestos o reales maltratadores a los que acaban odiando. Especialmente, la humillación puede iniciar un ciclo de intenso odio y violencia. Los eventos humillantes producen siempre mucho más odio que los no humillantes. A quienes nos humillan en público, por ejemplo, destacando nuestros defectos y errores o descalificándonos, tardamos muy poco en odiar y maldecir.
Ignacio Morgado Bernal,
Radiografía del odio: cómo combatirlo, El País 13/12/2017
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