Si el filósofo intenta que su verdad prevalezca sobre las opiniones de la mayoría, será derrotado y probablemente deducirá de su derrota que la verdad es impotente. Sin embargo, la prueba de que la verdad no es impotente es que la figura que quizá despierta más sospechas justificadas en el político profesional es el profesional de la verdad que es capaz de descubrir alguna feliz coincidencia entre la verdad y el interés. Por eso
Hannah Arendt sostiene que es vital crear y fortalecer «sedes de la verdad» (pp. 74-76), ciertas instituciones públicas, como la Academia y la Justicia, en las que la verdad y la veracidad constituyen el criterio más elevado del discurso y del empeño, y que la política debe respetar. De las universidades han salido muchas verdades incómodas y de los tribunales de justicia muchos juicios imprevistos y molestos a los poderosos. Cuando el poder ocupa y manipula estos refugios de la verdad, aniquila la verdad y destruye la sociedad misma. El problema de la democracia en nuestros días es que esas instituciones han perdido el aura de autoridad de que gozaban cuando Arendt escribía y que al desprestigio de la universidad y de la justicia se añade la falta de credibilidad de la prensa.Por otra parte, la mentira política tradicional, inseparable de la diplomacia y del arte de gobernar, solía estar relacionada con los secretos de Estado y con los intereses para la seguridad nacional. Lo novedoso de las mentiras políticas modernas es que se ocupan de hechos que todo el mundo conoce, para crear imágenes alternativas e imponer un «relato» sobre los mismos. La mentira organizada comporta siempre un elemento de violencia, porque tiende a destruir lo que se ha decidido negar: «la diferencia entre la mentira tradicional y la moderna equivale en la mayoría de los casos a la diferencia entre esconder y destruir» (p. 61). La manipulación masiva de los hechos para construir la opinión pública salta a la vista en las revisiones de la historia o en el trabajo de los publicistas y creadores de imagen para las campañas electorales. Lo «más inquietante» es que «si las «modernas mentiras políticas son tan grandes que exigen la reorganización de toda la estructura de los hechos –la construcción de otra realidad, por así decirlo, en la que dichas mentiras encajen sin dejar grietas, brechas ni fisuras, tal como los hechos encajaban en su contexto original–, ¿qué es lo que impide que esos nuevos relatos, imágenes y hechos que no han ocurrido se conviertan en sucedáneo apropiado de la realidad y de lo fáctico?» (p. 62). No estamos ante un simple embuste deliberado, sino ante un relato alternativo de lo real, ante la fuerza emocional e impositiva de un discurso retórico, repleto de palabras seductoras, persuasivas, que justifican situaciones de dominio, reparan lo que se siente roto o perdido, alimentan odios o simpatías, y, sobre todo, me dicen lo que yo necesito escuchar para sentirme mejor. No se trata de contar mentiras sin más, sino de recrear una realidad alternativa con su lógica expresiva para hacerla creer con total desprecio de los hechos, de las preguntas sensatas, de los argumentos racionales. La mentira sistemática se convierte en un relato autosuficiente. Se inventan no sólo hechos que nunca han sucedido, sino situaciones y marcos narrativos capaces de reforzar expectativas y creencias. Son afirmaciones que no se corresponden con la realidad, pero refuerzan las creencias de quienes las escuchan. Lo decisivo es que estos crean que son ciertas, porque desean creer que lo son, de modo que el relato imaginario acabe «produciendo» realmente esos hechos por la acción de los creyentes. Lo cual acaba siendo políticamente rentable para el embaucador.
Bernardo Bayona,
Raíces y actualidad del problema de la verdad en la política, Revista de Libros 06/12/2017
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