Los emperadores chinos hacían entender su omnipotencia comportándose ante sus súbditos seres azarosos. Enviaban una legión a decapitar a todos los habitantes de una aldea que no había cometido insumisión alguna y días más tarde colmaban de bienes a otra localidad que tampoco se había destacado por su adhesión. Esta arbitrariedad les hacía igual a los fenómenos naturales, inundaciones, catástrofes o ubérrimas cosechas sobrevenidas sin ninguna sinrazón ocupaba el vacío de toda responsabilidad de modo que no necesitaban justificarse porque justamente su legitimación provenía de su inefable injustificación. Su reino imperaba gracias a la fuerza del azar que se confunde tanto con el destino y su incuestionable fatalidad.
Vicente Verdú,
La catadura del Gordo, El país, 27/12/2014
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