Arthur Schopenhauer |
¿Es necesario que exista la filosofía en la universidad?, se pregunta el autor. Está bien que así sea, afirma, porque con ello mantiene cierta presencia pública; además, permite que algún joven espíritu se familiarice con su estudio. Pero asimismo objeta que mejor sería que en los institutos de enseñanza media se leyese “aplicadamente” a Platón, porque tal es “el remedio más eficaz para despertar en el espíritu de la juventud el anhelo filosófico”.
La experiencia del joven Schopenhauer y la de otros muchos pensadores revela que el trato directo con las obras de los grandes filósofos es lo primero que anima el pensamiento; aunque también lo es el magisterio de un profesor ejemplar, la guía de una de esas personas excepcionales que enseñe cómo encarar con rectitud el estudio de las distintas disciplinas (la filosofía entre ellas) y cómo debemos comportarnos frente al saber. Lo malo es que esos seres profesorales casi ideales escasean, y tampoco Schopenhauer los encontró allí donde se supone que deben de estar más a gusto: en las facultades de filosofía.
El filósofo pesimista arremetía en su furibunda filípica contra esos cátedros nada ejemplares que, apolillados en sus prejuicios, viven de la filosofía —“sólo piensan en cobrar el sueldo que les paga el Estado”—, en lugar de vivir para la filosofía, es decir, “consagrándose a la búsqueda de la verdad” o, al menos, a fomentar este noble sentimiento en sus alumnos. Así veía él a los malos profesionales que desatienden su tarea, aunque lo peor de todo es que a menudo entre ellos hay también malas personas que, “envueltas en un solemne manto de gravedad y erudición, ocultan su maldad junto a su medianía intelectual”.
La indignación contra estos paupérrimos embajadores de la filosofía no es originaria de Schopenhauer. Platón inició la ofensiva en el siglo IV a.C. al mostrar su desprecio por los sofistas y sus marrullerías en el libro VII de República: “El descrédito se ha abatido sobre la filosofía porque no se la cultiva dignamente; ya que no deben cultivarla los bastardos sino los bien nacidos”. Entendemos que son las personas de corazón puro y mente libre que tienen por ideal la adquisición del Bien, la Belleza y la Verdad aunque sean inalcanzables.
Kant se ocupó también de este asunto profesional de la filosofía en su escrito El conflicto de las Facultades (1798). Según su parecer, las universidades y en especial las facultades de filosofía deben constituir espacios libérrimos en los que imperen el amor por el saber y la búsqueda de la excelencia con independencia de los poderes dominantes y sus intereses. Para el sabio de Königsberg —que lo pasó mal en la Universidad Albertina debido a ninguneos y rencillas— servilismo es signo de mediocridad, y lo más opuesto a la lealtad y la nobleza, valores que deberán encarnar los verdaderos filósofos.
Sólo “mediocridad” era lo que veía Schopenhauer por quintales entre los profesores de filosofía de su época que, embobados ante vacas sagradas de estilo oscuro y ampuloso como “el catedrático” Hegel (a quien el pesimista tachaba de “filosofastro de pega” y “soplagaitas”), lavan el cerebro a la juventud con “palabrería insustancial”. “Piensan muchos —añadía el autor de Parerga— que basta un estilo oscuro y embrollado para parecer que se dice algo serio, cuando en realidad no se dice nada en absoluto”. Y recordaba estas sentencias tan suyas que deberían esculpirse en el frontispicio de todas las facultades universitarias: “Quien piensa bien escribe bien, y quien sabe algo con claridad lo dice claramente”. “El mejor estilo es el que nace de tener algo que decir”. La inoperancia de estas reglas también en la actualidad causa en gran parte la solemne confusión intelectual que domina en los ámbitos académicos.
Muchas de las críticas de Schopenhauer en aquella Alemania hiperfilosófica de su tiempo hacia los profesionales académicos las secundó José Ortega y Gasset en la España de 1914, clamando por la mejora de la universidad. Decía que es costumbre muy española —tanto en lo social como en lo intelectual— premiar la medianía en detrimento de la excelencia. Cien años más tarde tal proceder sigue siendo moneda corriente en la actualidad, cuando menos en nuestras facultades de filosofía; sólo hay que constatar los resultados de los denominados “concursos de méritos” con los que se selecciona a los nuevos docentes para darse cuenta de que Platón, Kant, Schopenhauer y Ortega clamaron en el desierto; hoy, como ayer, no es el mérito lo que abre las puertas de la universidad, sino el servilismo. No es el amor a la filosofía lo predominante en las facultades que la imparten, sino la rencilla académica, la envidia y la maledicencia. La bajeza intelectual se codea con la bajeza moral incluso allí donde sólo deberían reinar el gusto por el saber y la altura espiritual, cualidades que deberían revestir a quienes supuestamente profesan la inteligencia.
Schopenhauer reprobaba a los filósofos de profesión por venderse al Estado prusiano que les daba un sueldo y una cátedra a fin de que proclamasen las bondades de la tradición militarista y clerical; hoy, desde el Gobierno de España se conspira para que desaparezca la filosofía de los planes de estudio de la enseñanza secundaria. Muchos profesionales de esta disciplina claman con razón también desde la universidad que “la filosofía enseña a ser críticos” y que por eso quieren eliminarla de los institutos; lo cual queda muy bien dicho. Lo malo es que olvidan que esa “crítica” tan estimulante han de ejercerla en primer lugar sobre ellos mismos y sobre los usos (y abusos) que se estilan en su magna institución. Salvo honrosas excepciones, los grandes, los verdaderos filósofos o nunca entraron en las universidades o fueron expulsados de ellas.
Luis Fernando Moreno Claros, Schopenhauer no enseñaría en esta universidad, El País, 25/10/2014