Minusvalorar tantos momentos llamados corrientes, para estimar que solo lo relevante tiene sentido de vida es ignorar que no pocas veces en lo más habitual, en lo que no tiene especial relato, en lo que si fuera el caso despachamos con un adjetivo, ocurre y no solo transcurre, nuestra existencia.
Tal vez hayamos de presuponer que es un privilegio gozar de esa posibilidad, incluso de saborear la monotonía o la placidez de una vida sin especiales sobresaltos, o de disponer de la posibilidad de disfrutar de la sencillez de poder tomarnos el tiempo para algo no necesariamente impuesto, o de encontrar espacios domésticos o alguna intimidad. Un cierto regusto burgués podría coincidir así con lo más límpido de nuestra elección, la del denominado nuevo estoicismo, el privilegio de una vida apacible y agradable, lo que no ha de ser minusvalorado. Y sería cuestión de no ceder por tanto a los simples atractivos de una comodidad vacía, antes bien, de hacer de ello conciencia de una existencia placentera. Y ocasión de recreación. Considerar que en tanto que habitual o cotidiano carece de interés o ha de ser desestimado reduce nuestra vida a un puñado de peripecias.
En gran medida nuestra vida se desarrolla en una suerte de impasse, en espera tal vez de que llegue la hora, el momento, la ocasión, para aquello que realmente merece la pena, y que tantas veces no pasa de ser finalmente sino una simple actividad más o menos interesante. Parecería que esas horas tan cotidianas son mera predisposición, un modo de recobrar fuerzas, un tiempo secundariorendido al servicio de prepararnos. Sin embargo, no se trata de ofrecerlo todo a lo que agosta y seca la posible intensidad de momento, la fuerza de verdad del instante, considerándolos siempre como vicarios de supuestas hazañas y tareas que, en general y como bien sabemos, no suelen ser para tanto.
No es cosa de restar importancia a la imprescindible acción, a la labor entregada y comprometida, al riesgo en el que nos ponemos en cuestión, a la generosidad desinteresada, a los sucesos que condicionan toda la vida, a los emocionantes desafíos, pero tampoco hemos de dejar de apreciar lo que no parece ser objeto de grandes memorias, como si, por tanto, fuera tiempo no vivido. En realidad, es en lo que en gran medida consiste nuestra existencia. Y muchas veces no hay por qué lamentarlo. Al contrario.
Lejos de promover la apatía, habríamos de reconocer lo cotidiano como corazón de un vivir armonioso. Cotidiano no es necesariamente monótono. Aprender a vivirlo no es estimar que es un mero refugio de los avatares permanentes. No es un medio, una vida diferida, un tiempo cegado y apagado. Vivir lo cotidiano no es dejar de vivir, es una forma de hacerlo. Y de esa audacia brota asimismo otro coraje. En ocasiones tan ascético como gratificante, vinculado a condiciones de libertad propia.
Si se tiene el privilegio de habitar espacios en los que se produce un cierto trastorno del tiempo, un silenciamiento de sus premuras, si se propicia una demora de las premiosas tareas, si se alumbra un ámbito de escucha, de conversación o de silencio, brota otra cotidianidad, no ya la de lo que ocurre a diario, sino la que alumbra una vida de la que, aunque no hay mucho que contar, dice extraordinariamente.
También hay estancias que pueden venir a ser lo más cotidiano, lo que no habla ni deja de hacerlo de lo hospitalarias que resulten.
Michel de Certeau muestra en
La invención de lo cotidiano que hay diversas maneras de observar, de percibir y de contar. Hay toda una serie de protocolos y de ardides para gestionar nuestros momentos ordinarios, para lograr que sean productivos en el sentido de fecundos. Se precisan y se procuran espacios de recreación, de sensibilidad, verdaderas operaciones y artimañas para la memoria y el olvido. Así, el enigma de un cierto aislamiento en lo cotidiano puede resultar extremadamente fructífero. Entre otras razones, para hacer.
De este modo, las llamadas horas muertas cobran la vida que son. Ya no se trata de dejarlas pasar como pérdida de existencia, fascinados por el fulgor de lo que podría parecer más deslumbrante. Esta sería otra forma de dilapidar lo que merece vivirse, reducir lo muy cotidiano a un simple compás de espera de lo que habría de ser digno de consideración. Nada forma parte tanto del vivir como aquello que habitualmente nos ocurre, cuanto nos ocupa sin aspavientos, tantos movimientos y quietudes, que una y otra vez definen todo tempo. Precisamente por ello no han de sustraerse del vivir. Y es cuestión de que resulten en su sencillez intensos y sentidos.
Ángel Gabilondo,
Horas muy cotidianas, El salto del Ángel, 29/04/2014
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