Hay que leer Gabriel Tarde. Los últimos tiempos no han hecho más que insistir en la urgencia de rescatar a este sociólogo enterrado bajo el modelo teórico que impuso, en el arranque mismo de su disciplina en el siglo XX, la escuela de Émile Durkheim. No siempre explicitándolo, asumieron su herencia los etnometodólogos y los teóricos de la conversación, atentos a lo que podía antojarse fútil de la vida cotidiana. La memética de Richard Dawkins tampoco le es ajena. Gilles Deleuze nos hizo notar cómo Tarde entendió antes que nadie la importancia clave que pueden alcanzar aspectos diminutos de la realidad. Los divulgadores de la teoría de los sistemas complejos, como Ilya Prigogine, reconocieron en este sociólogo una primera visión del efecto mariposa también en el mundo humano. Bruno Latour ha mostrado a Tarde como el precursor de su tesis del actor-red. Hoy cabe hablar de una suerte de tardomanía para aludir al consenso sobre el valor anticipatorio de una filosofía social como la suya.
Según Gabriel Tarde, es la circulación por contagio de ideas y sugestiones —la imitación— lo que conforma la sociedad
El mercado editorial en español no acaba de responder a esa resurrección de Tarde. La argentina Cactus ha sacado su clásico Monadología y sociología y la compilación de textos Creencias, deseos, sociedades; el CIS, Las leyes de la imitación, y estamos a la espera de que Taurus reedite La opinión y la multitud. Para aliviar tal anomalía nos llega Las leyes sociales, publicado originalmente en 1898 y enmarcado ahora en una colección que merece el mayor elogio: Dimensión Clásica, a través de la cual Gedisa nos está brindado pequeños tesoros poco o mal conocidos de los fundadores de las ciencias sociales: Marx, Simmel, Durkheim, Weber…
Como se sabe, la teoría durkheimiana se asentó en un positivismo tranquilo, una especie de física celeste hecha de trayectorias dinámicas majestuosas y solemnes. De acuerdo con ello, los hechos sociales debían ser entendidos como entidades que subsumían elementos moleculares insignificantes para un conjunto al que se atribuía conciencia y organicidad propias. Desde esta perspectiva, el acontecimiento minúsculo o la iniciativa individual eran irrelevantes en relación con lo social como totalidad trascendente y cuasidivina. Frente a esta idea, Tarde postuló lo que vendría a ser una física de los microprocesos, para la que la integración orgánica y coherente de elementos se veía sustituida por un tropel confuso de colisiones, encabalgamientos, acoplamientos irregulares y provisionales, turbulencias…, todo ello protagonizado por partículas de naturaleza inestable. Este funcionamiento crónicamente catastrófico no equivalía a desorden, sino a un metabolismo que coordinaba endógenamente una inmensidad de microfactores en permanente agitación. Como apunta Prigogine, la de Tarde era una sociología vulcaniana, opuesta a la sociología neptuaniana de Durkheim, sosegada, obsesionada con el orden y su reproducción.
A Tarde le fascinaba cómo se producían cambios estratégicos en los estados de ánimo colectivos y cómo esos cambios podían ser la consecuencia de la aparición de factores nuevos, ajenos al sistema social dominante. Se trataba de momentos especiales en que irrumpía, de manera en principio discreta o larvada, una estructura tempo-espacial nueva, un fenómeno parecido al que contemplan los teóricos del caos cuando reconocen el momento en que un determinado orden macroscópico se pone a temblar al alcanzar umbrales críticos ciertas perturbaciones locales al principio ínfimas. Tarde propuso, sin que la historia de su disciplina le siguiera, ignorar como secundario lo que la sociología oficial entendería como fundamental: las grandes sedimentaciones sociales, el trabajo de las instituciones, el valor de las cifras masivas. Había que pasar ahora al estudio de las semejanzas y repeticiones mínimas, de aspecto más simple, pero más complejas en realidad y, por tanto, más difíciles de entender. Escribe Tarde en Las leyes sociales: “Hay que explicar las semejanzas de conjunto por acumulación de pequeñas acciones elementales, lo grande por lo pequeño, lo general por el detalle”. Y en otro punto: “Todo procede de lo infinitesimal, y, añadimos, es probable que todo vuelva”. Una revuelta fue consecuencia de un inicial susurro al oído de alguien; la invención de la rueda ocurrió en el cerebro de un individuo que, en soledad, cayó de pronto en la cuenta de algo.
Frente a Durkheim, para quien los contenidos de la conciencia individual son la consecuencia de la coacción social, para Tarde es la circulación casi por contagio de ideas y sugestiones —la imitación— lo que relaciona espíritus y voluntades para conformar con ellos eso que llamamos sociedad. La mentalidad colectiva no era tanto una conciencia supraindividual, a la manera como sostuvo la sociología luego hegemónica, como el resultado del trabajo interminable y tumultuoso de mentes individuales que se transmitían unas a otras sin parar impresiones, sentimientos o concepciones. Ahora bien, lo que Tarde llamaba imitación —y que no es sino comunicación— no solo socializaba lo individual, sino que también lo perpetuaba, aunque fuera poniendo de manifiesto su naturaleza igualmente compuesta, compleja y conflictiva. También el individuo, como cualquier otra sociedad, se nutre de lo mismo que le altera. Lo necesita.
Manuel Delgado, Magnitud de lo pequeño, Babelia. El País, 26/04/2014