Gran parte de los planteamientos éticos propuestos a lo largo de la historia de la filosofía han sido eudaimonísticos, es decir, proponían la obtención de la felicidad como fin último de la existencia humana. Ya sea como un estado de armonía con la naturaleza, ataraxia, nirvana o muerte del deseo, ya sea mediante un hedonista cálculo de placeres o, ya en la otra vida, mediante la contemplación de Dios, todas las éticas planteaban una búsqueda de un estado final cualitativamente diferente de los anteriores, cuya consecución era el objetivo a seguir. Todo ser humano debía seguir una serie de preceptos, habitualmente dolorosos: privaciones, mortificaciones, sacrificios… para obtener una felicidad convertida pronto en un bien elitista, sólo prometida a unos pocos, imposible de conseguir por el vulgo ignorante. La felicidad no era una cosa fácil.
Con el advenimiento de la psicología moderna, la felicidad dejó paso a la idea de salud mental (primer paso de su desmixtificación). Se la consideró como el estado habitual del individuo que no había sufrido una serie de traumas en su desarrollo (tesis fundamental del psicoanálisis) o de aquel que dispone de unos mecanismos saludables a la hora de enfrentarse e interpretar los diversos problemas de su vida cotidiana (tesis fundamental de la psicología cognitiva). Con su vocación terapeútica, la psicología democratizó la felicidad. Ya no se trataba de un teleológico fin al que aspiraba el sabio o el asceta. Ya no era la meta de un sendero o de una ascensión. El carpintero y el agricultor podían ser más felices que el filósofo y el monje. La felicidad podía ser gratuita.
Sin embargo, de modo paralelo, a partir del siglo XIX, ocurrió lo peor: la infelicidad cobró prestigio (paso atrás en su desmixtificación). Es lo que Bertrand Russell llamó la tragedia byroniana. Muchas ideas propias del romanticismo ganaron fuerza: la vida es tragedia, sinsentido, ruido y furia. El ser humano se encuentra solo, sondeando el abismo de los cuadros de Caspar Friedrich. Nada puede aplacar su sufrimiento, su siempre insatisfecha ansia de absoluto, su schopenhaueriana siempre sedienta voluntad de vivir. Los papeles se invierten: la felicidad es ahora propia de la ingenuidad e ignorancia del pueblo llano mientras que el sabio, que ha comprendido el absurdo de la condición humana, debe ser infeliz.
Los ecos de esta visión arraigaron en un siglo XX con dos guerras mundiales, Auschwitz, Hiroshima y el fracaso de la utopía marxista. Estos desastres históricos fortalecieron el pesimismo de las diversas corrientes filosóficas. Así tenemos al Sísifo de Camus en el existencialismo francés o el ser-para-la muerte de Heidegger en el existencialismo alemán. El psicoanálisis convierte toda actividad humana en fruto de una neurosis. Si la enfermedad mental era algo anormal, únicamente estado de individuos perturbados, ahora se universaliza: el hombre está enfermo, la patología es una de sus cualidades esenciales. Camus afirmará que la única pregunta filosófica realmente importante es si uno ha de suicidarse o no.
Afortunadamente, y ante tanta desazón, la psicología fue convirtiéndose progresivamente en una disciplina científica y no abandonó su vocación terapeútica. A los enfermos mentales hay que curarlos y la infelicidad es algo contra lo que hay que luchar. Se hacen experimentos y a finales del siglo XX comienzan a comprenderse los mecanismos de la química cerebral. En 1986 se descubre la fluoxetina, más conocida como prozac, un antidepresivo que realmente funciona. La felicidad, al fin, se convierte en un asunto científico (segundo paso hacia su desmixtificación) y se consiguen espectaculares avances. Está demostrado que los antidepresivos, junto con terapia cognitivo-conductual, tienen un notable éxito en la cura de la infelicidad. De hecho, el punto crítico en esta terapia es cuando al sujeto que ya ha mejorado se le quita la medicación pues hay riesgo de recaída. Sin más misterio, tenemos sustancias químicas que hacen mejorar tu estado de ánimo, que hacen que interpretes la realidad de un modo más optimista. No hay trampa: funcionan, no son adictivas y sus efectos secundarios se han minimizado tanto que podemos tener pacientes que las toman durante toda su vida sin que les pase absolutamente nada.
Sin embargo, todavía existen muchos prejuicios contra su uso. El más habitual consiste en pensar que la felicidad que otorgan es artificial, falsa, postiza, siendo lo recomendable obtener sus beneficios sin tener que recurrir a ellas. Lo auténtico es ser feliz por uno mismo sin recurrir a nada externo, a nada ajeno a cierta disciplina mental, hábito o descubrimiento que, teóricamente, nos llevará a ese estado prometido. Este enfoque es erróneo y vuelve a mixtificar de nuevo la idea misma de felicidad por tres razones:
1. La distinción natural/artificial es harto dudosa y confusa. Sabemos que, por ejemplo, realizar ejercicio físico produce neuropéptidos de forma endógena que aportan felicidad. Los defensores tradicionales de la “felicidad auténtica” aceptarían los hábitos deportivos como medio legítimo para ser feliz por el mero hecho de que la alegría “sale de dentro” mientras que no aceptan la labor de los antidepresivos tachándola de artificial simplemente porque la alegría “viene de fuera”, hay que tomarla en cápsulas. Pensemos en una persona que acaba de salir del gimnasio e interpreta cualquier hecho cotidiano de su vida con sumo optimismo debido a la labor de la química cerebral que acaba de producir a base de estar subido media hora en una bicicleta estática. ¿La interpretación de ese hecho no es igual de artificial que la de aquel que la hace después de la ingesta de escitalopram? ¿Por qué una es auténtica y la otra no?
O reflexionemos sobre una persona que sufre distimia o depresión crónica desde su nacimiento. Su estado normal, natural, es el de no poder levantarse de la cama viviendo un infierno diario. Según los defensores de la “felicidad auténtica” darle antidepresivos sería engañarle, hacerle sentir una felicidad artificial. En consecuencia, el paciente debería estar de acuerdo en seguir en su lamentable estado ya que es lo auténtico en él.
2. Se obvian por completo las bases biológicas de nuestra conducta. Se piensa, ingenuamente, que somos exclusivamente fruto de nuestro entorno cultural. En términos de Steven Pinker, se piensa que somos una tabula rasa cuyos sentimientos son únicamente fruto de nuestros pensamientos y hábitos aprendidos. Se ignora que cuando pensamos o actuamos, siempre lo hacemos desde un determinado estado de ánimo y ese estado esta determinado por nuestra química neuronal.
3. Esta forma de entender la felicidad no favorece los programas de investigación científica en esta línea. Ya no sólo hablo de farmacología, sino, por ejemplo, de los avances de la ingeniería genética. Supongamos que descubrimos qué genes intervienen directamente en que una persona sea feliz. Podríamos modificarlos de tal manera que extirpáramos para siempre la depresión o la ansiedad del género humano. ¿No sería este descubrimiento algo fantástico, la auténtica gran revolución en la consecución de la felicidad para todo el mundo? No, dirían muchos, eso sería cambiar peligrosamente la naturaleza humana, crear “monstruos inhumanos”, jugar a ser dioses haciendo nuevos frankensteins. Pero es que este planteamiento parte de la idea de que existe una esencia humana, una forma de ser propia del hombre (y por lo tanto deseable) que no debemos tocar, cuando hoy sabemos que eso no es cierto. Una de las poderosas tesis que Darwin nos dejó es que el ser humano no es algo acabado, no existe una esencia humana dada para siempre pues el hombre, como cualquier otro ser vivo, está en continuo cambio, sigue evolucionando. ¿No sería mejor que nosotros controláramos la evolución en vez de dejar nuestro destino en sus caprichosas leyes? A mí me gustaría ver humanos pacíficos, comprensivos y generosos en vez de agresivos, intolerantes y egoístas sólo por la razón de que desde los últimos 30.000 años la genética del homo sapiens sapiens lo ha dictado así. Y aún menos me gustaría ver que nuestra especie evoluciona hacia formas más beligerantes e infelices sólo porque nos parece conveniente dejar que la naturaleza siga su curso por miedo a tocar nada, agarrándonos al mito esencialista de que existe una naturaleza humana dada para siempre.
Santiago Sánchez-Magallón Jiménez, El mito de la felicidad, La máquina de Von Neumann, 01/01/2012