Al lector quizás le resulte conocido el título porque recientemente la profesora
Adela Cortina escribió un artículo en este diario encabezado por las mismas palabras aunque encerradas entre signos de interrogación. Cómo estoy entre esos investigadores que la autora mencionaba como partidarios de que esos signos sobran en el enunciado, intentaré exponer algunas ideas sobre porqué pienso así y empezaré matizando que no es que seamos nuestro cerebro sino que somos el resultado de su funcionamiento.
Hace unos años un joven salió de una casa de un pueblo del sureste español con la cabeza de su madre en una bolsa de la compra. Supongo que todos nos tranquilizamos algo cuando, al seguir leyendo la noticia, nos enteramos de que el degollador era un enfermo esquizofrénico que había abandonado su tratamiento médico. Esto explicaba su conducta, que pasaba de reprobable a ser digna de conmiseración. Pero aunque sea socialmente útil y tranquilizante ¿es siempre tan sencillo decidir si alguien es o no responsable de sus actos?
Unos pocos siglos atrás en algunos de los países europeos más de un esquizofrénico – la enfermedad existía, aunque no se conociese – fue ajusticiado al ser considerado poseído por el demonio. Simultáneamente en otras sociedades, curiosamente consideradas primitivas en aquellos países, algunos esquizofrénicos eran valorados respetuosamente como seres especiales tocados por la mano del dios correspondiente. Hoy tenemos bastantes datos contrastables sugerentes de que en el cerebro de un esquizofrénico hay alteraciones neurales que algún día explicarán como el funcionamiento de ese cerebro lleva a esa conducta. Pero lo importante es que para aquel esquizofrénico del inicio, sus actos, por muy anormales que nos parezcan a los demás, estaban tan justificados como los que llevaron a proclamar el dogma de la infalibilidad del Papa en el Concilio Vaticano I. Naturalmente hay una gran diferencia entre una conducta y otra, pero las dos son el resultado del funcionamiento del cerebro de las personas implicadas y a muchos millones de seres no bendecidos por la fe católica ambas nos parecerán lógicamente injustificadas aunque probablemente conseguiremos aproximarnos con mayor facilidad a las motivaciones de los asistentes al Concilio que a las de aquel esquizofrénico. Son los individuos que forman un grupo social quienes definen con sus conductas la norma aceptable por la mayoría y por lo tanto la responsabilidad individual ante el cumplimiento de esa norma de conducta.
Para muchos neurocientíficos lo que denominamos conciencia y voluntad son manifestaciones de la actividad cerebral; hecho que se pone en evidencia a diario porque perdemos ambas cada vez que nos dormimos. No he seguido el caso Carcaño, pero leo en otro artículo del mismo ejemplar de EL PAÍS en que apareció el de la profesora Cortina, que el encargado de la prueba que se le practicó dijo “El sujeto genera respuestas automáticas, que no están condicionadas ni por su voluntad ni por su conciencia. No se puede mentir a la máquina”. No veo en esta cita nada que me permita decir “De donde se sigue para cualquier lector que la voluntad y la conciencia, surjan de donde surjan, son algo distinto de las neuronas y tienen la capacidad de actuar suficiente como para modificar los mensajes automáticos del cerebro”, aunque es cierto que esta frase de la profesora Cortina sigue en su escrito a una versión distinta de las palabras del Dr. Valdizán. La actividad cerebral que llamamos voluntad y conciencia está por supuesto presente en el momento en que un sujeto se somete a la prueba que se aplicó a ese delincuente, pero esto es perfectamente compatible con que ese mismo cerebro tenga simultáneamente otra actividad responsable de esas otras respuestas inconscientes. Las decenas de miles de millones de neuronas de nuestro cerebro son capaces de mantener simultáneamente esas actividades y muchas más. Supongo que es posible –mis pobres conocimientos de Física no me permiten entrar en esta discusión– que solo seamos las marionetas de un complicado videojuego con el que se entretienen seres superiores de otros universos paralelos, algo aparentemente no muy lejano de la mitología griega, y que nuestra conciencia y voluntad no sean sino la expresión de sus caprichos. Pero mientras no exista alguna evidencia de tal cosa me parece más prudente considerar que nuestra conciencia y nuestra voluntad son manifestaciones del funcionamiento de nuestros cerebros.
El cerebro es un órgano tremendamente complejo resultado de centenares de millones de años de evolución. Estamos lejos todavía de entender como el funcionamiento del sistema nervioso da lugar a lo que somos, aunque sabemos con bastante certeza como da lugar a lo que es un gusano y como se comporta. Pero cada vez es mayor la evidencia contrastable de que el funcionamiento del cerebro en un momento dado está determinado por lo que a ese cerebro le ha ocurrido desde el momento en que empieza a organizarse en el embrión. Somos –nuestro cerebro es– el resultado de la acción de nuestros genes, acción de la que serían responsables quienes nos engendraron, y de lo que nuestro cerebro ha hecho desde que empezó a funcionar. Es en esa segunda parte donde nuestra responsabilidad aparece, añadida a la de la gente que nos rodea, desde nuestros padres hasta el conjunto de la sociedad en que nos desarrollamos. El cómo funcionará en el futuro un cerebro dado dependerá no solo de cómo los genes organizan la construcción de ese cerebro –sí, somos distintos desde el principio– sino también de lo que ese cerebro experimente a lo largo de la vida. Por eso la educación es crítica, por eso somos responsables de lo que hacemos con nuestro cerebro.
Uno de los retos principales de la Neurociencia actual es entender hasta donde un cerebro adulto es el resultado de la función de los genes que lo organizaron o de lo que ese cerebro ha “vivido” desde que empezó a funcionar. En un extremo, los genes lo determinarían todo, nuestras conductas tendrían poco que ver con lo que entendemos por voluntad y libertad de elección; en el otro serían el resultado de lo que nuestro entorno hizo sobre nuestro cerebro y lo que nuestro cerebro hizo durante nuestra vida. La investigación científica nos llevará a conocer cada vez con mayor precisión en qué lugar entre esos extremos está la realidad.
Roberto Gallego,
Somos nuestro cerebro, El País, 08/04/2014