El historiador no es aquel que echa una ojeada a lo remoto o a lo chocante de otros tiempos. Primero, porque no puede acceder a lo ya ocurrido y finalmente desaparecido: sólo a sus restos. Segundo, porque no se dedica a recopilar curiosidades o episodios pintorescos, sino a relacionar, trabar, analizar y narrar lo sucedido y lo no sucedido: es decir, lo que aconteció y también lo que no se consumó por estar sólo en las intenciones y en los pensamientos de los antepasados. De lo que se materializó quedan huellas; de una parte de lo que se pensó sin finalmente ejecutarse, también.
La historia no es una recopilación de éxitos más o menos antiguos que sirvan de orgullo patriótico. Tampoco es una cosecha de derrotas o fatalidades que nos sirvan para alimentar rencores. La historia es un saber laico, racional. Sus oficiantes deben expresarse con la mejor prosa posible administrando la información de una manera documentada, persuasiva y convincente. ¿Para qué? Para aprender del pasado, para alejarnos de los antepasados. En realidad, lo que nos preocupa es el presente, lo que hoy nos inquieta o completa. Por ello, el investigador continuamente se interroga sobre lo que pasa para contrastarlo con lo que sabemos o creemos saber del pasado.
¿Para ver repeticiones? ¿Para confirmar la fatalidad de una derrota o de una guerra cuyas heridas aún no habrían cicatrizado? ¿Para enorgullecernos de unos triunfos lejanos? Quedarse atado a lo pretérito es negarse a vivir, decía Friedrich Nietzsche en una de sus Consideraciones intempestivas.
No hay repeticiones históricas. El futuro no está en el pasado: como tantas veces se ha insistido con razón, el pasado es un país extraño, un repertorio de acciones humanas que hay que interpretar y un conjunto de circunstancias que hay que explicar. Los actos humanos tienen intenciones, justificaciones, racionalizaciones: es decir, los individuos dicen lo que hacen o lo que no hacen y eso que hacen y dicen o no dicen ha de ser comprendido por el historiador. Pero quien investiga no puede quedarse en las razones que esgrimían real o falsamente los antepasados: el historiador no es un portavoz de los muertos. Hay cosas que los vivos de aquel tiempo no pudieron saber, condiciones que les superaban y de las que eran perfectamente ignorantes. Como nos sucede a nosotros con estos tiempos de incertidumbre. El historiador sabe más que aquellos muertos y averigua las circunstancias que desconocían. Averigua el contexto de las cosas.
Y el contexto de cada época nos dice mucho acerca de nosotros mismos: podemos comparar lo que sabemos de nuestro tiempo con lo que ya está documentado para este o aquel momento de la historia. Comparar, contrastar. Lo pasado sólo subsiste en restos materiales o restos inmateriales: desde una vasija milenaria que el arqueólogo completa tentativamente, hasta unas concepciones o fantasías que sobreviven enteras, a cachos o en estado ruinoso. Todas estas ideas, archisabidas, me vienen a la cabeza al pensar en Karl Marx. Ahora diré por qué.
Debemos preguntarnos una y otra vez sobre las condiciones y el contexto de ciertos pensadores originales, osados, esos autores que tan influyentes han sido y que tanto nos han interesado o interesan: individuos que se alejan del común gracias a una gran perspicacia o inteligencia, a un empeño incluso loco por analizar las cosas.
Esos pensadores son propiamente creadores en el sentido más preciso de la palabra: llevan a cabo una tarea diferente a la de muchos y, por ello, son malinterpretados o rechazados. Eso pensaba de sí mismo Friedrich Nietzsche, por ejemplo. Podía ser capaz de sacrificarlo toda su energía a la tarea que se proponía, determinación admirable y preocupante.
Es admirable porque ese tipo de pensador se sabe dueño de su genialidad; es preocupante, sin embargo, porque no repara en sacrificios, que suele imponerse a sí mismo, pero también a las personas más cercanas. Reflexionaba sobre estas cosas, sobre los grandes creadores, y de chiripa siempre llego a Karl Marx.
Precedida de todas las recomendaciones, críticas y elogios llega la biografía que Jonathan Sperber dedica a Karl Marx para Galaxia Gutenberg. Está recién editada y su lectura me depara un placer intelectual que no me puedo callar. Aunque la traducción tiene algún defecto subsanable (ciertos giros empleados en español), lo cierto es que la obra compensa cualquier pero o reproche. Ya la había anunciado muchos meses atrás Anaclet Pons en su blog Clionauta, que en estas materias siempre va dos o tres pasos por delante de los demás. Así de avispado es mi amigo. Y de generoso, que reparte su saber e informaciones a manos llenas.
Sperber analiza a Marx en su contexto sin dar nada por supuesto procurando no llevarlo al siglo XX: este libro no es una historia del marxismo, sino una biografía de Marx como individuo del siglo XIX. ¿Qué significa nacer judío en Tréveris, Renania, en 1818? ¿Qué significa morir en 1883, como revolucionario, como estudios entregado fanáticamente a sus obras y a sus conspiraciones? ¿Qué significa fallecer en la cúspide de la celebridad política e intelectual, en lo más alto de las simpatías y antipatías?
La intención de Sperber no es convertir a Marx en nuestro contemporáneo (cosa que se le ha reprochado), sino en lo que realmente es: un antepasado del Ochocientos que le tocó vivir en un mundo completamente distinto al nuestro, un mundo que se transformaba provocando gran incertidumbre. ¿Acaso el biógrafo manda a Marx al pasado para desactivarlo?
De momento no puedo contestar. La obra de Sperber está escrita con genio, con habilidad narrativa, con ánimo exhaustivo. El autor interpreta y explica casi siempre de manera convincente. Tiene cientos de páginas. No he querido mirar el número exacto: así, la dicha se prolongará más.
Justo Serna, Karl Marx, Presente contínuo, 31/12/2013
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