Según el cliché, Francia es democrática, igualitaria y fraternal, y en cambio Estados Unidos es capitalista e inhumano.
Pero afrontémoslo: en Estados Unidos gobierna un negro, mientras Francia expulsa gitanos de su territorio.
A finales del año pasado estuve en Estados Unidos, donde el presidente Obama acababa de ser reelecto. El 70% de los hispanos, una cifra decisiva, había votado por el Partido Demócrata. Los medios de prensa resaltaban sin parar la creciente importancia de la comunidad latina en las decisiones nacionales. En CNN, un portavoz republicano reconocía que su partido seguiría perdiendo elecciones si no cambiaba su agenda antiinmigración.
Un año después, en Europa, la situación es exactamente la contraria. 2013 ha sido el año en que la policía francesa detuvo una excursión escolar y arrestó frente a sus compañeros a Leonarda Dibrani, una gitana de 15 años, para expulsarla del país junto a su familia. El año en que 366 inmigrantes africanos murieron en un barco tratando de llegar a Italia porque la ley prohibía socorrerlos. El año en que España cubrió con cuchillas sus muros fronterizos de África. El año en que el Parlamento griego tuvo que retirarle la inmunidad a seis diputados neonazis para que respondiesen por cargos criminales. El año en que ultras como el holandés Geert Wilders y la francesa Marine Le Pen se dispararon en las encuestas y se unieron en el Parlamento Europeo.
La fobia contra los extranjeros ha acabado con la tradicional Europa solidaria. El año pasado, la Unión apenas aceptó a 4.930 refugiados, mientras el “imperio americano” acogió a 50.000. Y es que la crisis económica no sólo ha obligado a recortar los gastos. También se han recortado los valores.
Si un Estado ya no puede costear los servicios a la población, sólo hay dos salidas: reducir al Estado o reducir la población. La Comunidad Europea ha optado por la primera, la liberal: recortar servicios. Los ultras proponen la segunda: recortar gente. “¿No hay plaza para tu hijo en la guardería pública? Expulsa a tu vecino asiático y él te dejará la suya”.
Como receta económica, esta idea es pésima. La población europea vive mucho tiempo, pero la natalidad es muy baja, de modo que cada vez hay más gente viviendo del Estado y menos aportando impuestos. Sin un plus de población formando familias y trabajando, Europa no tendrá más plazas en las guarderías, sino menos. Y menos hospitales. Y menos pensiones.
Pero aunque falsa, la tesis de la extrema derecha seduce votantes en el Viejo Continente porque conserva un concepto esencial de la cultura europea: el Estado social.
Miremos la historia: la Revolución Francesa pretendía incorporar a nuevos sectores sociales en el Estado. En cambio, la independencia americana surgió de una protesta para no pagar impuestos. Lo mismo ocurre hoy día. Para Marine Le Pen, el Estado debe mantenerse. El problema es que la sociedad se ha vuelto demasiado heterogénea. Los estadounidenses, por el contrario, se consideran a sí mismos una nación heterogénea, forjada por inmigrantes, y con alergia al Estado. Ahí, una candidatura como el Frente Nacional es impensable.
Otro cliché se ha quedado obsoleto: la idea de que el derechista extremo es un supremacista ario rico y racista. Lo cierto es que los votos de los neofascistas europeos no están saliendo de sus primos del centro-derecha, sino de la izquierda, y con frecuencia, de los barrios obreros.
Ante la crisis económica, los partidos de izquierda del continente han aplicado las recetas económicas liberales, y sus votantes los han castigado votando a los únicos que prometen mantener el Estado protector. Los neofascistas están construyendo su palacio sobre las ruinas del socialismo.
Sería maravilloso encontrar una izquierda que defendiese los valores europeos y garantizase la prosperidad económica. Sería hermoso seguir siendo ricos y buenos. La mala noticia es que los Gobiernos que persiguen gitanos en Francia y dejan morir africanos en Lampedusa… son de izquierda.
Santiago Rocangliolo,
El año en que nos volvimos malos, El País, 26/12/2013