No deja de ser curioso cómo decimos todo, y muy en especial la palabra todo. Hay tantos todos que tal parecería que todono tiene que ver con cosa alguna, ya que al hablar así cabría pensar que no aludimos a nada ni a nadie en concreto. Así, todo y el todo irían a lo suyo, que desde luego no sería lo nuestro. Entonces podría ocurrir que todo fuera bien mientras nosotros nos encontráramos mal. O, por el contrario, que todo fuera un desastre, mientras nosotros nos halláramos magníficamente. Ese todo sin nosotros no vendría a incluirnos, sino que podría mostrar su rostro edulcorado hasta significar poco más que en general o en líneas generales. O lo que es peor, sería un todo, siempre y cuando no se tuviera en consideración a cada quien.
De este modo, el alivio de que todo está bajo control sería solo relativo, ya que podría ocurrir que eso no nos afectara demasiado. Semejante todo no consistiría ni siquiera en la adición de situaciones singulares. Quizá fuera un todo que mejora, que mejora él, como cabe reponerse de una enfermedad. Pero entonces solo mejoraría la enfermedad, y no quienes la padecen, que resultarían secundarios. Y así nos encontraríamos con un todo más de pacientes que de agentes.
Considerar de esta manera al todo es fijarlo como una entidad abstracta, una identidad que avanza, se desplaza, suma y sigue, como si fuera suficiente con su cuantificación. Se limitaría a vérselas con la quietud y el movimiento, con el crecimiento o decrecimiento, si bien ello no le afectaría en su ser, ya que se comportaría con uniformidad y homogeneidad. Desconocería el dolor, el sufrimiento y la soledad y en cierta medida requeriría que se ocuparan de él las llamadas personas de carácter que no se incomodaran con los avatares de la singularidad. Él, el todo, sería unidad y totalidad. Lo demás, distraídas diversidades.
Sin embargo, cuando se trata de un todo concreto, más propicio a la mismidad que a la indiferencia, hemos de considerar que en él habita la relación con, esto es, una mediación, una vinculación, una síntesis, la unión en una unidad y no la unidad insensible a la diversidad y a la pluralidad. El todo no es una uniformidad vacía sin relación. Sin efectiva relación, sin solidaria copertenencia, se desvanece o se impone, pero no se merece ser todo, ni llamarse de esa manera.
Cuando Hegel subraya que “lo verdadero es el todo” no está ignorando la singularidad concreta. Antes bien, insiste en que precisamente es concreta por su vinculación en el todo, no a un todo preconcebido, al que habría de adherirse o inscribirse. Y cuanto merece ser calificado como verdadero lo es no en su aislamiento -eso sería pensar abstractamente-, sino en su entrelazamiento, en su lugar, en su papel, en su labor en el todo. Ello supondría tener bien en consideración que cada quien no es un aditamento, un componente, antes bien un miembro activo que de una u otra manera puede calificarse “de pleno derecho”. Sin esta caracterización, ese todo ni siquiera sería un todo ético. O mejor dicho, no cabría hablar éticamente de tal todo. Y hacerlo en su nombre resultaría una provocación.
No pocas veces olvidamos que todo uno es muchos, que la unidad implica pluralidad y que la diversidad no es un obstáculo para la unidad, sino precisamente su fundamento, la razón de ser de su concreción. Pero no de cualquier manera. Y desde una lectura de Platón en su Parménides, ha de recordarse que lo interesante es el movimiento interno de las determinaciones que conducen de unas a otras. Esto es, que frente a aquella indiferencia y uniformidad de un todo que valía para todo, y muy en especial para ratificar intereses particulares, nos encontramos con que los singulares lo son en su conversación, en su mutua pertenencia, y no previa e individualmente, al margen de ese espacio común. De ahí lo pertinente de esa pertenencia compartida. De esta manera, la inmanencia del todo en la parte muestra que la totalidad indica una relación que no se disuelve en declaraciones generales. Por eso es tan inquietante cuando uno habla en lugar de los demás.
Late la contradicción en el corazón del todo. En tal caso, unidad y totalidad se conjugan, es decir, resultan de la conjunción de sus determinaciones. Y por ello es decisivo que participen unas de otras, que se vinculen, que se entremezclen y encuentren. No hay ideas aisladas, ni concretas singularidades al margen de los espacios comunes. Salvo marginadas y marginales. Un todo de lamentos se asemeja a un todo de euforias. En ambos casos se alumbra la tristeza.
Sin embargo, el todo concreto, un todo con nosotros, nuestro, al que tanto pertenecemos como nos pertenece, es siempre la posibilidad de armonía. Y no solo para Heráclito. En la polémica de situaciones encontradas, la armonía no es el olvido de las diferencias, sino la comprensión de lo que estas son, dicen y suponen. La armonía o es una vaciedad o es una armonía de tensiones. Malentenderíamos lo que ello dice si consideráramos que es cuestión de armonizar a toda costa y de cualquier manera lo discordante, incluso por el rudimentario procedimiento de ignorarlo. Es que las tensiones han de ser armónicas, si no se aíslan o se bloquean, y ello no significa la eliminación de la diferencia, sino su ajuste, es decir su justo lugar. A la armonía le pertenece la diferencia, le es esencial. No se trata de agostarla, sino de ponerla a trabajar.
Y así luchar por algo, por alguien, con alguien, cobra otro alcance. Que el alma de la conciliación sea la conflagración entiende esta no como descalificación o desconsideración sino como la asunción de que los elementos se hallan en continua transformación del uno al otro, en una identidad recíproca que no impide su diferencia. La discordancia no lo es por voluntad de destrucción, sino por afán de justicia. Y esta última es la fuente del discernimiento, de la distinción, de la capacidad de dirigir y de gobernar, de dar proporción, de señalar caminos y de regular. De lo contraria invocar el todo es arrogante. E injusto.
Ángel Gabilondo, Un todo sin nosotros, El salto del Ángel, 25/10/2013