El balance que el siglo XXI nos ofrece hasta el momento es de un siglo antiliberal. Uno tras otro, los golpes han impactado sobre la credibilidad de la democracia. El 11-S nos arrebató la seguridad y puso en marcha los populismos. La crisis de 2008 nos privó de la prosperidad y nos echó en brazos de los populistas. Y ahora la pandemia nos desprovee de la salud y nos arroja a los pies de un ciberleviatán que está en proceso de consumar un proyecto autoritario de vigilancia, control y desigualdad
La historiadora Selina Todd ha definido este momento decisivo de la construcción del Estado de bienestar como resultado de una “guerra del pueblo”. En 1945, al volver de la experiencia del frente, la clase trabajadora británica exigió, a cambio de sus sacrificios, un nuevo derecho al porvenir. La autoestima que había permitido vencer al enemigo se trocó en disconformidad con la desigualdad jerárquica existente, una dignidad en igualdad de oportunidades. El sacrificio en la “guerra del pueblo” obligó a abandonar la jerga de la lucha por la existencia por un “programa para la paz”. No es casualidad que el Informe Beveridge expresara la potencia del cambio histórico en el manifiesto laborista de 1945 con el título: Afrontemos el futuro: a la victoria en la guerra debe seguir una próspera paz.
Reparemos en el significado de este lema. No era el momento de reclamar a las élites dominantes una mera “compensación” por los sacrificios realizados; no se trataba de justificar que esta generosidad era merecedora de concesiones “desde arriba” o ensalzar simplemente la bandera nacional. No, la terrible lección bélica enseñaba que la dignidad dependía de derechos materiales para todos. Que esta fraternidad recobrara un nuevo significado ya no para tiempos de guerra sino de paz implicaba un giro copernicano: la nueva sociedad debía ser algo más, mucho más, que devolver a cada uno exactamente lo que se merecía por su trabajo. El espíritu del 45 no trocaba sacrificio por heroísmo, sino por dignidad efectiva. No deberíamos olvidar esto a la hora de discutir hoy, libres de nostalgias fordistas, el sentido de una renta básica universal.
Esta analogía entre nuestra “guerra contra la pandemia” y esa “guerra del pueblo” tiene límites. Entre ellos, que esa gran experiencia de autoestima colectiva poco tiene que ver con nuestro aislamiento tecnológico. Sin embargo, da que pensar acerca de nuestras épicas cotidianas: la que aplaude diariamente el enfrentamiento de la vida contra la muerte en las trincheras de la sanidad pública y la que se centra en la bandera y el luto. Ambas son legítimas, pero en la última no pocas veces se tiende a sublimar heroicamente el drama por arriba para descuidar el de abajo. ¿Todo este sacrificio para qué? ¿Para que ciertos políticos se muestren impúdicamente como pasionarias ?
El sentido que demos a este sacrificio será decisivo para nuestro futuro. Si algo define a la tradición emancipatoria, que se remonta a la rebelión prometeica contra los dioses, es que hay trampa en trocar dolor por sentido. El dolor por sí mismo no genera dignidad; el dolor, a lo sumo, solo puede servir como acicate para combatirlo y reducirlo, para prevenirlo y protegerse de él en la medida de lo posible. ¿No implica, por ejemplo, una autoflagelación rayana en lo religioso la idea de que la pandemia es una “revancha de la naturaleza”? ¿No es justo lo contrario: la consciencia global de nuestra dependencia por la posibilidad de un mundo interconectado técnicamente? Ojalá la vuelta a esta nueva “esencialidad” no sea un simple reconocimiento de nuestra vulnerabilidad, sino de nuestro sentido de la justicia y de nuestro intervencionismo en lo que es cruda necesidad. Lo que está revelando la pandemia no es tanto la coinmunidad del mundo globalizado como la funesta constatación de que hay vidas que importan menos que otras.
Quizá esta sea también la diferencia entre el aplauso en nuestros balcones a una sanidad pública “dejada morir” por políticas privatizadoras y una necesidad de duelo que se centra en intercambiar dolor por sentido. Si el espíritu del 45 cuestionó que las élites dominantes se limitaran a exaltar el “sangre, sudor y lágrimas” para esconder su particularismo, ¿no estamos hoy en condiciones de repetir ese ambicioso gesto a la altura de los nuevos desafíos?. “¡Ay del pueblo que no tiene héroes!”. “No, ¡ay del pueblo que necesita héroes!”, replicaba el Galileo de Brecht. No en vano era un científico.
[https:]]Después del confinamiento, no vamos a despertarnos en el mismo mundo de antes solo que un poco peor, como ha afirmado el provocador escritor francés Michel Houellebecq (que ha dicho que el virus es “banal” porque “ni siquiera se transmite sexualmente”; de hecho, algunos estudios recientes indican que quizá se transmita a través del semen).
Gran parte de nuestra forma de vida anterior al virus ya es irrecuperable. Seguramente se desarrollarán una vacuna y tratamientos que reducirán la letalidad del virus. Pero lo más probable es que se tarden años, y, mientras tanto, nuestras vidas habrán cambiado hasta ser irreconocibles. Incluso cuando lleguen, no servirán para disipar el miedo de la población a otra ola de infecciones o a un nuevo virus. Las actitudes de la gente, más que las medidas impuestas por los Gobiernos, impedirán que volvamos a las costumbres anteriores a la covid-19.
A la hora de comparar, lo más próximo no son pandemias históricas como la gripe española, sino el impacto del terrorismo en épocas más recientes. El número de víctimas asesinadas en atentados terroristas es pequeño. Pero se trata de una amenaza endémica, que ha alterado profundamente la vida cotidiana. Las cámaras de videovigilancia y los procedimientos de seguridad en los espacios públicos han pasado a ser parte de nuestras vidas.
El coronavirus de la covid-19 no es un patógeno excepcionalmente letal, pero es muy temible. Pronto habrá en todas partes controles de temperaturas y vigilancia a través de los teléfonos móviles. El distanciamiento físico será obligatorio nada más salir de casa. La repercusión en la economía será inconmensurable. A las empresas que se adapten enseguida les irá bien, pero los sectores que dependían del modo de vida anterior —por ejemplo, bares, restaurantes, acontecimientos deportivos, discotecas, viajes en avión— se contraerán o desaparecerán. La vieja vida de relaciones despreocupadas entre las personas se desvanecerá rápidamente de la memoria.
Algunos empleos quizá ganen más poder y prestigio. Los trabajadores asistenciales y sanitarios merecen algo más que el aplauso por sus esfuerzos. Exigirán mejores salarios y condiciones de trabajo, y es muy posible que los consigan. Probablemente, los que estén en otros puestos mal remunerados y con empleo esporádico saldrán peor parados que antes.
Los efectos sobre las “categorías del conocimiento” serán inmensos. La educación superior funciona con un modelo de presencia del alumno que el distanciamiento físico ha dejado obsoleto. Las artes, los museos, el periodismo y el mundo editorial se enfrentan a un vuelco similar. La automatización y la inteligencia artificial eliminarán franjas enteras de empleo para la clase media. La tendencia que está en marcha desde hace décadas se acelerará, y los restos de la vida burguesa desaparecerán.
A medida que la vida de antes de la covid-19 se desdibuje en la historia, grandes segmentos de las clases profesionales se encontrarán con una experiencia similar a la de los que pasaron a ser antiguas personas en los bruscos cambios históricos del siglo pasado. La burguesía apartada no tiene por qué temer a la hambruna ni a los campos de concentración, pero el mundo en el que han vivido está desvaneciéndose ante sus ojos. Lo que están experimentando no es nada nuevo. La historia es una sucesión de apocalipsis de este tipo y, de momento, este es más suave que la mayoría.
1. Los riesgos que se generan en el nivel más avanzado del desarrollo de las fuerzas productivas (con ello me refiero sobre todo a la radiactividad, que se sustrae por completo a la percepción humana inmediata, pero también a las sustancias nocivas y tóxicas presentes en el aire, en el agua y en los alimentos, con sus consecuencias a corto y largo plazo para las plantas, los animales y los seres humanos) se diferencian esencialmente de las riquezas. (28)
2. Con el reparto y el incremento de los riesgos surgen situaciones sociales de peligro. Ciertamente, en algunas dimensiones éstas siguen a la desigualdad de las situaciones de clases y de capas, pero hacen valer una lógica de reparto esencialmente diferente: los riesgos de la modernización afectan más tarde o más temprano también a quienes los producen o se benefician de ellos. Contienen un efecto bumerang que hace saltar por los aires el esquema de clases. Tampoco los ricos y poderosos están seguros ante ellos. (29)
3. ... la expansión de los riesgos no rompe en absolutocon la lógica del desarrollo capitalista, sino que más bien la eleva a un nuevo nivel. Los riesgos de la modernización son un big business. Son las necesidades insaciables que buscan los economistas. Se puede calmar el hambre y satisfacer las necesidades, pero los riesgos de la civilización son un barril de necesidades sin fondo, inacabable, infinito, autoinstaurable. (29)
4. Se puede poseer las riquezas, pero por los riesgos se está afectado; éstos son como asignados civilizatoriamente. Dicho de una manera rápida y esquemática: en las situaciones de clases y capas, el ser determina a la conciencia, mientras que en las situaciones de peligro la conciencia determina al ser. (29)
5. En la sociedad del riesgo surge así a impulsos pequeños y grandes (en la alarma por el smog, en el accidente tóxico, etc.) el potencial político de las catástrofes. La defensa y administración de las mismas puede incluir una reorganización del poder y de la competencia. La sociedad del riesgo es una sociedad catastrófica. En ella, el estado de excepción amenaza con convertirse en el estado de normalidad. (30)
Ulrich Beck, La sociedad del riesgo, Barcelona, Paidós 1998
Ahora todos tenemos el poder de matar. El poder de matar ha sido completamente democratizado. El aislamiento es precisamente una forma de regular ese poder.
… la lógica del sacrificio (…) siempre ha estado en el corazón del neoliberalismo, que deberíamos llamar necroliberalismo. Este sistema siempre ha funcionado con un aparato de cálculo. La idea de que alguien vale más que otros. Los que no tienen valor pueden ser descartados. La pregunta es qué hacer con aquellos que hemos decidido que no valen nada. Esta pregunta, por supuesto, siempre afecta a las mismas razas, las mismas clases sociales y los mismos géneros.
La humanidad está en juego. Lo que revela esta pandemia, si lo tomamos en serio, es que nuestra historia aquí en la tierra no está garantizada.
No hay garantía de que estaremos aquí para siempre. El hecho de que sea plausible que la vida continúe sin nosotros es el tema clave de este siglo.
La teoría estética tiene, por el contrario, funciones más importantes que las de vender cuadros o atraer masas a museos: está obligada a poner nombre a las nuevas sensibilidades que estructuran las experiencias históricas, en señalar normativamente aquellas que son capaces de discriminar posibilidades hasta entonces invisibles, de afinar los receptores humanos a los gozos y sufrimientos de los otros. “¿Qué ocurriría – se pregunta Merleau-Ponty en Lo visible y lo invisible— si yo considerara no solo mis visiones sobre mí, sino también las visiones de otro sobre sí y sobre mí?” De este tipo de preguntas se debe ocupar la estética, que a la vez que reflexiona sobre la experiencia ayuda a transformarla del mismo modo que está determinada por ella.
Con toda seguridad será en las poetas y artistas en quienes resuenen más rápidamente las transformaciones en la estructura de sentimiento que están produciendo a lo largo y ancho del planeta el acontecimiento histórico de una pandemia que ha mostrado una crisis civilizatoria, una crisis que habría de manifestarse de una u otra forma en algún momento. Tras las mareas emocionales de los últimos meses y los sufrimientos que se entrevén en el futuro cercano, se producirán alteraciones de las sensibilidades y atención a zonas oscuras de la realidad que serán representadas en las intuiciones poéticas del arte. Ocurrirán también en la vida cotidiana y en nuestras reacciones sentimentales, pero tal vez necesitemos aún muchos relatos, imágenes y sonidos para hacerlas visibles.
Nos faltan conceptos. Muchas de las reflexiones que hemos hecho estos días la gente de filosofía carecen de la sensibilidad suficiente para captar las transformaciones profundas. Estamos demasiados limitados por conceptos que fueron elaborados para experiencias muy diferentes. Demasiado determinados por las controversias del modernismo y posmodernismo, cuando se debatía sobre relatos que ya son historia. En qué medida las sensibilidades que constituyen la experiencia de un acontecimiento como este discriminan posibilidades de lo real que no habían sido notadas es algo que, por el momento se escapa a la filosofía, cuyo trabajo, como ya sabemos desde Hegel está en el turno de noche. La estética para después de una peste será quizás una de las tareas más urgentes en los tiempos que nos esperan.
Cada crisis, ya sea esta personal o colectiva, abre un agujero. Es la interrupción de los sentidos que, materializados en hábitos y estructuras, sostenían nuestras vidas hasta ese momento. Eso nos produce angustia, pero también abre el espacio potencial de una elaboración de preguntas radicales sobre la vida en común.
El agujero puede interrogarse para pensar a partir de él e incluso puede atravesarse para salir por otro lado. Es decir, los agujeros -todo lo que no encaja, lo fallido, la vacilación del sentido- son condición de pensamiento y de transformación (íntima y social).
Durante la crisis del coronavirus se han abierto (y reabierto) muchísimos agujeros en el tejido personal y social, a nivel planetario y simultáneamente. Si no nos hemos quedado anestesiados o indiferentes, si no hemos pensado que bastaba con tirar de los saberes previos, si nos hemos acercado a mirar a través de los agujeros y no sólo de las pantallas, habremos podido ver una cantidad de cosas.
Por ejemplo, la crudeza de la división social -por clase, género, raza o edad- que recorre nuestra sociedad como una inmensa grieta. La distinción radical entre los “inmunizados y los expuestos”, entre los que han podido protegerse y los que no, entre los que han podido confinarse y los que han sostenido el confinamiento de los demás, entre la importancia de los cuidados y su valor social, con los trabajadores sanitarios precarizados como símbolo por excelencia.
Por ejemplo, la negación y agresión constante a la naturaleza en que se basa nuestro sistema depredador. La percepción de la ciudad como ratonera, la celebración de las irrupciones de animales en medio del asfalto a través de los mil vídeos en circulación, la pura y simple escucha de los pájaros por las ventanas o los paseos masivos sin tráfico ni finalidad, también han supuesto estos días visiones de otras relaciones posibles con el mundo, deseos de otra cosa.
Por ejemplo, la locura mortificante de la vida sometida al régimen del “siempre más”: la necesidad constante de producir y consumir. La experiencia del confinamiento abre de repente la pregunta por las “actividades esenciales”, pudiendo experimentarse cierto gusto por una vivencia de retiro o retirada de las dinámicas cotidianas de ruido y estrés. Es lo que trata de estigmatizarse ahora como “síndrome de la cabaña”, como si no hubiese toda una lucidez en ese estado.
Y mil ejemplos más posibles, dependiendo de cómo y dónde nos haya tocado vivir esta experiencia tan extraña.
Pues bien, lo que pretende el discurso de la guerra es saturar ese espacio tachonado de agujeros. Que nada de lo ocurrido nos de que pensar, ni nos mueva a actuar.
La guerra de disuasión ya no es entre ejércitos, sino entre un orden agujereado y un pueblo por venir capaz de interrogar y atravesar los agujeros. Se trata de reducir la angustia de lo desconocido a terror paralizante, la interdependencia ante el peligro a factor de riesgo, el no saber a impotencia y delegación. Que todo cambie (la “nueva normalidad”) sin que nada cambie realmente.
La disuasión, como prolongación de la guerra por otros medios, es una militarización de la sociedad que busca producir un nosotros sin divisiones (“todos a una”), es decir, sin preguntas íntimas y colectivas que puedan ser fuente de una nueva politización. Una población homogénea de víctimas y supervivientes que sólo pide protección.
Imaginemos la aparición de otros brotes víricos, segundas y terceras oleadas de contagio, nuevas cuarentenas y escaladas en respuesta… ¿Podría entrar nuestro mundo en una especie de guerra fría permanente, de tiempos y geometrías variables, sin enemigo claro esta vez, sino potencial, difuso y ubicuo -en el fondo las distintas “intrusiones de Gaia” (Isabelle Stengers) en nuestro modo de vida basado en el dominio y la depredación del planeta?
La sombra del apocalipsis es el escenario ideal para la activación de una nueva estrategia de la disuasión: obediencia o fin del mundo. ¿Podemos anticiparla con el pensamiento? ¿En qué sentido sería algo distinto de lo que ya conocemos?
Proyectemos lo siguiente: la disuasión es un poder que no sabe, no puede y no quiere.
No sabe. Pocas veces hemos podido ver a los políticos confesar tanto su ignorancia como durante estos días. Ha sido realmente sorprendente escuchar salir de sus labios palabras como “no sabemos”. No sabemos con qué nos enfrentamos, qué es este virus, si puede mutar, si es posible una segunda oleada. Los poderes a los que estamos acostumbrados suelen cubrirse de la justificación de un saber total: ideología, discurso experto. Pero su nueva confesión de ignorancia no significa ninguna pérdida de control, ni autoriza una distribución del poder distinta. Todos somos ignorantes, pero unos menos que otros. Hay un saber, aunque sea de mínimos, que es el único capaz de prevenir la catástrofe total. Una garantía precaria, inestable, pero no queda otra. El poder disuasivo no impone certezas, sino que gestiona la incertidumbre.
No puede. Tampoco estamos habituados a escuchar a los políticos reconocer su impotencia. No podemos, no dominamos la situación, somos incapaces de asegurar nada, estamos trabajando por ensayo y error, sin planificación. Lo normal en ellos es exhibir la fuerza, prometer el control. Pero el poder disuasivo más bien nos da a elegir entre dos anarquías. Por un lado la anarquía inferior de la improvisación, el estado de excepción variable, la gestión just in time. Y por otro la anarquía superior de la catástrofe final, el colapso definitivo, la aniquilación total. Estado débil, a la defensiva, pero que funciona y gobierna así, presentándose como una “fortaleza asediada”, un frágil equilibrio amenazado por un poder desconocido. El poder disuasivo no postula un orden, sino que gestiona permanentemente el desorden (y no lo oculta).
No quiere. Sin horizonte positivo ni propuesta de paraíso, el poder disuasivo sólo nos ofrece una posibilidad de supervivencia. No una vida mejor, sino vivir a secas. Ninguna solución definitiva, sólo la contención del desastre, ganar tiempo. No alcanzar el Bien, sino evitar el Mal. Ningún sueño, sólo impedir la pesadilla. La esperanza queda borrada, lo posible es la catástrofe. Desaparece toda oferta seductora hacia el deseo y sólo queda el miedo. El poder disuasivo no promete nada, sólo exhibe la amenaza.
Nunca a favor, siempre en contra. La disuasión es una política que se sitúa al borde del abismo. No oculta la muerte sino que la sobreexpone, haciendo del peligro y su gestión el secreto del destino mundial. Todo aquel que no colabore le hace el juego al adversario. ¿El adversario, pero quién? ¡El virus, la catástrofe, el apocalipsis!
Achille Mbembe ha escrito que lo más característico de la pandemia es que “cada cual se ha vuelto un arma”. Todos detentamos en nuestro cuerpo la potencia de matar. El poder soberano de “hacer morir” se democratiza: cada uno somos ahora una pequeña bomba nuclear. La disuasión se vuelve entonces también horizontal.
Sería el lado oscuro de la interdependencia en la que se ha puesto tanto énfasis en los últimos tiempos: como todos podemos darnos la muerte, debemos disuadirnos unos a otros, vigilarnos y controlarnos, en la desconfianza de base, en la delación generalizada, en la interiorización colectiva y militante de las normas impuestas exteriormente.
El nuevo equilibrio del terror nos hace a todos protagonistas y no sólo espectadores. Disuasión distribuida, reticular, descentralizada, autogestionada. Una sociedad de sospechosos, con el Estado en la cabeza de cada cual.
No sabemos quién está contaminado, podría ser cualquiera. Aunque unos son más sospechosos que otros: los que no pueden quedarse en casa, los que viven dependientes de un vínculo social amplio, los que no tienen los hábitos necesarios de higiene, los pobres, los migrantes, los otros. ¡No tocar, peligro de muerte!
Este sería el llamado “elemento moral de la guerra”: la producción de subjetividades activamente obedientes, la educación de la especie por y para la guerra.
“Obediencia o fin del mundo” es un caso extremo de lo que Isabelle Stengers llama las “alternativas infernales”. ¿En qué consisten?
La alternativa infernal es un tipo de descripción de la situación que sólo propone resignación o muerte, un tipo de “realismo” que sólo plantea como opciones la sumisión o el desastre.
¿Cómo escapar? No se trata de “criticar” la alternativa infernal como si fuese una mentira, una ilusión, una manipulación. En el caso del virus, por ejemplo, denunciar una conspiración, la fabricación de un problema, etc. No es así, la alternativa infernal es una cuestión muy práctica que funciona concretamente, bloqueando toda alternativa, cortando las conexiones, inhibiendo el pensamiento.
De la alternativa infernal sólo puede salirse “por el medio”, a través de la apertura de “trayectos de aprendizaje” donde nos hacemos capaces de pensar y sentir de otro modo, de abrir e inventar una posibilidad inédita. Una descripción de la situación que nos requiera, no como víctimas o espectadores paralizados por el terror, sino como sujetos capaces de aprender algo nuevo y actuar. Inventar lo que era inconcebible, maneras de escapar por la tangente de los chantajes que nos convierten en rehenes. Como hicieron en su día, por ejemplo, los enfermos de SIDA atrapados en la alternativa infernal entre un poder médico que los negaba como sujetos y la muerte segura.
Una tangente entre confinamiento vertical-policial o colapso de la sanidad pública, entre vuelta a la normalidad o empobrecimiento general, entre paranoia o irresponsabilidad en el cuidado, etc. Esas tangentes no son nunca simplemente críticas, sino pragmáticas, experimentales, concretas, arriesgadas. Sí arriesgadas, porque no hay que olvidar que los límites de la alternativa infernal están fijados en nosotros por el terror.
El terror, como forma de gobierno, está profundamente inscrito en la cultura occidental, según analiza el pensador argentino León Rozitchner. En la primera inserción en el mundo de la psique a través de amenaza de castración del Edipo, en la violencia expropiadora que está siempre detrás de la economía capitalista, en la guerra como recurso de la política cuando los de abajo desafían abiertamente el poder (golpe de Estado)…
El terror penetra en los cuerpos, rompe los vínculos, inhibe las pulsiones colectivas de resistencia, nos disuade físicamente. Desplazar esos límites, librarse de la marca del terror en nuestra carne y nuestro pensamiento, implica en primer lugar un atravesamiento de la angustia, una reactivación del cuerpo singular y colectivo. Hacer de la interdependencia una fuerza, de la incertidumbre una potencia, del agujero un pasaje.
Hi ha una colla d’exemples, des d’epidèmies a revolucions socials i polítiques, des de victòries (o derrotes) bèl·liques imprevistes a tsunamis, des de la caiguda de meteorits a la bomba demogràfica, des de Txernòbil a Fukushima, des de Pearl Harbour al Vietnam. Més endavant considerarem si aquests o altres «cignes negres» eren, en realitat, tan contingents i sobtats com semblaven.
Nassim Nicholas Taleb, un estadístic i assagista nord-americà d’origen libanès, va publicar el 2007 un llibre, Black Swan, en el que plantejava les característiques d’un esdeveniment d’aquest tipus: Per començar, un cigne negre és quelcom atípic, en trobar-se fora de l’àmbit de les expectatives regulars; no hi ha res en el passat que indiqui la seva possibilitat. Segonament, produeix un gran impacte. I en tercer lloc, malgrat aquesta raresa, ens inventem explicacions post factuals de la seva presència, de manera que acabem considerant que es tracta d’un esdeveniment explicable i predictible. Segons el mateix Talebresumia en una entrevista al New York Times, té aquestes tres característiques: «raresa, impacte extrem i predicibilitat en retrospectiva, no en prospectiva. Una reduïda quantitat de cignes negres ho explica gairebé tot en el nostre món, des de l’èxit de les idees i les religions a la dinàmica dels esdeveniments històrics, fins als elements de la nostra vida personal.»
Vet aquí, doncs, que la pandèmia de la COVID-19 seria per alguns (en especial pels responsables de combatre-la) un cigne negre, quelcom que ningú havia previst. I, afegeixo, segons la definició de Taleb, que produeix un impacte enorme, que encara no podem calibrar però que pot canviar el món tal com el coneixíem; algú ha dit que «la pandèmia causada pel coronavirus no és la fi del món, però sí la fi d’aquest món».
El mateix Taleb, i molts altres, neguen que la pandèmia actual sigui un cigne negre. Segons va declarar a una televisió, «era clarament un cigne blanc, així ho vàrem avisar, i insistírem que calia matar-lo quan encara era dins l’ou; que teníem moltes indicacions que arribaria, que podria ser catastròfica, i no en vàrem fer cas. Els governs no volgueren gastar cèntims el mes de gener [del 2020], i ara hauran de gastar bilions»
I aquí apareix l’altre símil animal: el rinoceront gris. Hi ha diferents espècies de rinoceronts, però els més coneguts (i amenaçats) són el blanc i el negre, africans –no tenen aquests colors: la seva pell cuirassada té un to grisós més fosc, en el cas del negre, o més clar, en el cas del blanc–. El rinoceront gris del símil és una barreja d’ambdós, i té les característiques d’aquests animals quan el contemples, per exemple, des del vehicle d’un safari africà: el veus de lluny, però de cop i volta es dirigeix al galop cap al vehicle; saps que és un animal molt perillós i que, per tant, suposa una amenaça molt probable i greu… però no en fas cas, perquè creus que el teu vehicle resistirà una possible càrrega d’aquest irritable paquiderm. Quan, finalment, la topada té lloc i destrossa el vehicle i l’enorme banya del rinoceront et fereix greument, t’adones que potser vas ser imprudent, que els senyals d’avís i perill hi eren però no en vas fer cas.
Michele Wucker, que és una analista política, ha escrit tot un llibre sobre els rinoceronts grisos (Wucker, 2016) i en distingeix quatre categories. Rinoceronts que ataquen: problemes que es presenten de sobte i que s’han d’abordar ràpidament; ens cal saber a quina velocitat es desplacen i quin mal podran fer. Rinoceronts recurrents: problemes que ja han passat algun altre cop i dels que en tenim una certa experiència que ens pot servir per tractar l’actual: crisis financeres, epidèmies de grip, etc. Els meta rinoceronts són els més perillosos; són aquells factors estructurals que ens impedeixen tractar adientment els problemes; Wucker culpa la direcció d’empreses, és a dir, la política de gestió empresarial, perquè té una rigidesa impermeable als canvis: és el business as usual. Finalment, hi ha els rinoceronts no identificats, que són aquells que no deixen entreveure quin és realment el problema; ella assenyala els canvis que la intel·ligència artificial provocarà en molts àmbits, que se suposen però que són molt incerts (per exemple, Yuval N. Harari, 2016, 2018, n’ha identificat alguns, d’aquests canvis socials i econòmics, però poden no ser aquests sinó uns altres). El que és clar és que, davant de qualsevol mena de rinoceront gris, el pitjor que es pot fer és no fer res.
Tota aquesta digressió i, en especial, els assaigs esmentats, entre molts altres que podríem citar i que han proliferat els darrers temps, ens porten a una conclusió ineluctable: els esdeveniments catastròfics es poden preveure (de fet, algú els ha previst de fa temps); no estem preparats per tractar-los per desídia (governamental o per part dels experts acadèmics, que prefereixen elucubrar sobre coses segures) o per gasiveria; quan finalment ens assalten hi aboquem els mecanismes, les armes, els protocols, etc. usuals que, ves per on, no funcionen perquè estaven preparats per tota una altra mena d’esdeveniments. I, és clar, ens cobrim les espatlles dient que aquest o aquell esdeveniment és un cigne negre, quan la realitat és que es tracta d’un rinoceront gris, que fa temps que existia i ens amenaçava, però no n’havíem fet cas (Sheng, 2017; Baram, 2020).
El virus es un espejo, muestra en qué sociedad vivimos. Y vivimos en una sociedad de supervivencia que se basa, en última instancia, en el miedo a la muerte. Ahora sobrevivir se convertirá en algo absoluto, como si estuviéramos en un estado de guerra permanente. Todas las fuerzas vitales se emplearán para prolongar la vida. En una sociedad de la supervivencia se pierde todo sentido de la buena vida. El placer también se sacrificará al propósito más elevado de la propia salud. El rigor de la prohibición de fumar es un ejemplo de la histeria de la supervivencia. Cuanto la vida sea más una supervivencia, más miedo se tendrá a la muerte. La pandemia vuelve a hacer visible la muerte, que habíamos suprimido y subcontratado cuidadosamente. Y la presencia de la muerte en los medios de comunicación está poniendo nerviosa a la gente. La histeria de la supervivencia hace que la sociedad sea más inhumana. A quien tenemos al lado es un potencial portador del virus, y hay que mantenerse a distancia. Los mayores mueren solos en los asilos porque nadie puede visitarlos debido al riesgo de infección. Por sobrevivir, sacrificamos voluntariamente todo lo que hace que valga la pena vivir, la sociabilidad, el sentimiento de comunidad y la cercanía. Con la pandemia, además, se acepta sin cuestionamiento la limitación de los derechos fundamentales, incluso se prohíben los servicios religiosos. La virología desempodera a la teología. Todos escuchan a los virólogos, y ante el virus la creencia se convierte en una farsa. Ahora, el pánico ante el virus es exagerado. La edad promedio de quienes mueren en Alemania por covid-19 es de 80 u 81 años, y la esperanza media de vida es de 80,5 años. Lo que muestra nuestra reacción de pánico ante el virus es que algo anda mal en nuestra sociedad.
[https:]]Va descobrir el filòsof més jove de tots: Étienne de La Boétie, el filòsof dels 18 anys! Amb aquesta edat, La Boétie ja havia escrit el seu Discurs sobre la servitud voluntària, en què hi ha una de les tesis més filosòfiques de tots els temps: no fa falta obeir! Si obeïm és perquè volem. I aquesta, que es pot llegir com una tesi contra l’absolutisme, també s’ha de llegir com la rebel·lió intrínseca que porta la filosofia en ella mateixa. L’obediència és també cap a l’autoritat intel·lectual, cap a l’obediència dels textos. I certament, desobeir els llibres es diu filosofar. Així doncs, va ser en el filòsof més jove on l’alumne va trobar l’esperit de la filosofia encara incorrupte: rebel, inconformista, trencador i que no canta les oracions dels altres, sinó les pròpies.
No, la filosofia no és com el vi. El professor s’equivocava. La filosofia no és una tasca de vells. Històricament, són una minoria. Com a molt és una tasca de maduresa, a la qual cosa cal afegir que només si no es deixa perdre l’inconformisme de la joventut, l’esperit de La Boétie. Com si fos una maièutica a la inversa: ajudar al filòsof vell a parir el jove que l’ha precedit.
Max Pérez Muñoz, La filosofia no és com el vi, El temps 18/05/2020
La ética pertenece al orden épico porque trata de la acción. (…) la acción es enfrentamiento y edificación, riesgo y mesura, arrojo, fidelidad e innovación, búsqueda de la eficacia más vital y perdurable (…) (73)
Todas estas categorías están recogidas y ascendidas en la categoría de héroe.
… la ética busca ante todo la fuerza, es decir, el aliento para vivir la mejor posibilidad de lo humano, no la más menesterosa o la menos comprometida.
… la ética se ocupa inmediatamente del querer humano, del contenido y la estructura de su voluntad. Preguntarme por lo que debo hacer o por la acción mejor entre varias, indagar los criterios de acuerdo a los cuales valorar y justificar las decisiones de mi libertad, todo ello viene a condensarse en un pregunta fundamental, que es el objeto formal de la ética toda: “¿Qué quiero yo realmente?” (73)
… si se preocupa de las virtudes -cuyo nombre proviene de vir, fuerza excelente- no es en cuanto pretensión de establecer un código más o menos orientador de acuerdo con cuyos preceptos juzgar las conductas …
… ¿qué significa ser fuerte?, ¿cuáles son la virtudes?, ¿cómo poseerlas y ejercerlas? El héroe, en todas las tradiciones, es ante todo fuerte y ser fuerte significa algo asombrosamente parecido en la mayoría de las culturas: ser fuerte es ser intrépido y generoso. No temer la destrucción física por encima de todas las cosas, no retroceder ante lo que debe u puede ser hecho (…). La fuerza del héroe es el cumplimiento de lo que nos prometemos como virtud. (73-74)
Héroe es quien logra ejemplificar con su acción la virtud con fuerza y excelencia. (74)
Sin Dios ni Razón ni Estado que justifiquen de modo absoluto e inapelable los valores, la búsqueda del sentido de la acción se convierte en una aventura personal y problemática, llena de contradicciones, de opiniones casi intuitivas y de desgarramientos, en una palabra, se convierte en una peripecia heroica. (75-76)
Fernando Savater, El contenido de la felicidad, Barcelona, Círculo de Lectores/El País 1987
… la apetencia de placer privado se opone a la exigencia de salud, en sí misma general o pública. (115)
No es lo mismo determinar el “buen estado” del ánimo y del cuerpo cada uno para sí, individual y personalmente, que establecer esta noción con validez pública o general. Cada cual medimos nuestro “buen estado” psicosomático -es decir, nuestra salud- aplicando diversos baremos, entre los que destaca el placer. (115)
Si desde el punto de vista personal, inmediato, el placer es la señal más inequívoca del buen estado de ánimo y cuerpo -es decir, de salud-, desde la óptica clínica, pública, ese índice es engañoso o desdeñable. (116)
El buen estado equivale desde esta perspectiva al buen funcionamiento, a la condición más conflictiva socialmente y más productiva laboralmente. (116)
De la salud como placer a la salud como buen funcionamiento (…) hay, como es obvio, un gran trecho. La Administración pública se ocupará, ante todo, de la duración de la vida. Como el mejor indicio de buena salud, el individuo (…) pretenderá más bien la intensidad placentera. (117)
(Para Foucault) el siglo XVIII comenzó a institucionalizarse la noción de salud pública como responsabilidad estatal y también obligación de cada ciudadano. “El imperativo de salud es a la vez un deber para cada uno y un objetivo general” (118)
Fernando Savater, El contenido de la felicidad, Barcelona, Círculo de Lectores/El País 1987
Lo que tienen en común los dos cabos de la duración vital (nacimiento y muerte) es que suponen el estado de máxima invalidez del sujeto. Son los casos en que las soluciones pertinentes deben siempre ser tomadas por otros: un poco después de nacer y un poco antes de morir solemos estar sin remedio en manos de los demás. Se dirá, no sin razón, que por ello mismo la exigencia imprescriptible de respeto a lo humano es tanto más urgente, porque entonces nos vemos convertidos en objetos de manipulación (son las situaciones en las que el otro se encuentra más cosificado) (111)
Son ocasiones en la que la reclamación subjetiva apenas cuenta, mientras que la presión objetiva de la sociedad de hace más imperiosa que nunca. (111-112)
El precedente moral que establece esta preeminencia es peligroso: (…) se tenderá a extender la inercia objetiva de los casos límite a las situaciones en las que debe predominar la opción libre. (112)
No vendrá mal hacer notar aquí que en el interés prioritario por aquellos estados vitales en los que la inercia orgánica domina o anula la intimidad que sabe dar cuenta de sí misma coinciden los científicos más positivistas y los curas. Sotanas y batas blancas evolucionan con profesional presteza allí donde predomina la inconsciencia. (112)
¿Cómo se considera la vida desde esta óptica? Para los curas parece ser un milagro; para los positivistas, una obligación; para el Estado que los emplea a todos, una tarea productiva. En cualquier caso, la vida es algo que tenemos en préstamo, algo muy valioso -pero sobre cuyo valor no se nos va a consultar individualmente- y que debemos conservar en buen uso y libre de deterioros voluntarios, so pena de graves sanciones. (112-113)
El énfasis actual sobre la vida (…) dificulta y culpabiliza la preocupación por mi vida, la cual funda, empero, la verdadera exigencia ética. (113)
Si nacimiento y muerte están relacionados con la obligación sagrada de la vida (…), los demás asuntos biomédicos están vinculados a una obligación no menos imperiosa y tampoco carente de aura sacralizadora, que es la salud. (113-114)
La religión imponía (…) una serie de comportamientos en nombre de la salvación, (la medicina) parece ser la versión laica de aquélla y conserva, por tanto, la mayor -no diremos la mejor- parte de sus funciones. Tal como fue la salvación, la salud es el fin de la vida del hombre sobre la tierra; ambas son bienes que se da por supuesto que el hombre debe anhelar, incluso sin saberlo, salvo perversión diabólica de la voluntad o de la mente (locura); en ambos casos existe un cuerpo de especialistas dedicado a concretar cuáles son las vías para alcanzarlas y condenar cualquier iniciativa herética individual; una y otra son, en último término, impuestas -por el bien de todos- mediante instituciones oficiales destinadas a impedir las tentaciones y sancionar los extravíos. (114)
(Según Thomas Szasz) el dogma fundamental del Estado terapéutico es que es malos aquello que va en contra de la salud y bueno cuando la favorece. (114)
El Estado terapéutico no confía en la iniciativa individual -los ciudadanos no siempre saben lo que les conviene- e impone la salud -él sí sabe siempre lo que conviene a los ciudadanos- por medio de prohibiciones y castigos (114-115)
Fernando Savater, El contenido de la felicidad, Barcelona, Círculo de Lectores/El País 1987
El virus nos encontró en la ignorancia. Las llamadas a la prudencia que habían hecho los movimientos ecologistas y las comunidades científicas sobre los peligros inminentes que amenazaban una civilización organizada sobre el negacionismo y la ignorancia voluntaria cayeron en el vacío, salvo acaso en el sótano de la conciencia para producir un pequeño malestar como el de una digestión pesada. Cambio climático y pandemia. Todo a la vez. La reacción de la esfera pública y la de los profesionales de la política fue de sorpresa. En una primera oleada el término “ciencia” llenó las páginas, las pantallas, los discursos. En una segunda oleada, periodistas, opinadores, políticos ya se habían convertido en expertos en interpretar a los expertos, en técnicos en interpretar complejos modelos matemáticos que no entendían, pero cuyos resultados estaban bien representados en escalas “logarítmicas”, que cada mañana nos explicaban las primeras páginas de los periódicos. A la ansiedad por la fama televisiva o mediática le había sucedido una suerte de angustia epistémica, de necesidad de saber y de ser reconocido como conocedor. Quién no expresó en su momento la opinión firme y contundente sobre lo que tendrían que haber hecho los gobiernos dado lo “que se sabía”.
Nuestras sociedades del conocimiento, paradójicamente, se han convertido en sociedades de la ignorancia. Como en las inundaciones en las que el agua es lo primero que falta, en las sociedades de la información el conocimiento es lo primero necesario. La red social que hace posible el conocimiento experto y científico permanece generalmente en los entornos subordinados del poder político y económico. Exceptuando algunos ingenieros y científicos gestores, las comunidades científicas se dedican a investigar y publicar o a investigar y no publicar si trabajan en laboratorios de grandes empresas multinacionales. Su trabajo suele ser lento, tedioso y poco compensador económicamente. Sus conclusiones suelen ser dubitativas y necesitan siempre mas recursos para seguir produciendo dudas, advertencias y, ocasionalmente, vacunas efectivas. Demasiado poco para una sociedad con necesidades urgentes de certezas. La sociedad del conocimiento ha descubierto que ignoraba muchas cosas, entre ellas, la primera, qué hacer cuando no se sabe, o se sabe que no se sabe. Acostumbrada al autoelogio descubre de pronto que no sabía que no sabía.
Pero, si ignoraba el conocimiento necesario para organizar un mundo complejo sometido a una pandemia que se extendía velozmente debido precisamente a la complejidad, también otras zonas del saber habían quedado en la oscuridad. Un saber cotidiano no menos necesario. Hay una epistemología profunda que tienen en común Trump, Bolsonaro, Johnson con tantas otras formas de política inspiradas por el neoliberalismo, aprendidas en la experiencia de los negocios: es la comprensión del mundo en términos de daño económico, de caída de tasas de crecimiento o de volumen de beneficios, en lo actual, y de incertidumbres y expectativas en lo imaginario. El sufrimiento humano, en su vasta heterogeneidad, queda fuera de esa lógica. La muerte en soledad, el hambre de una familia sin recursos, sin recursos siquiera para comunicar su falta de recursos, la desolación de quien ha perdido con su pequeña empresa su plan de vida, la incapacidad de la madre soltera en una pequeña vivienda para hacerse cargo de los niños, de su trabajo y de su propia vida, …, todas estas cadenas de sufrimiento quedan fuera de una lógica del cálculo, no pueden encontrarse equivalencias, y no puede encontrarse por ello modos de darles entrada en un libro de registros de costos y beneficios. De ahí las continuas contradicciones, las diarias variaciones de opinión, las irritaciones contra cualquier discurso experto o político que se base en otra cosa que la lógica del daño al beneficio. Quizás hemos necesitado la irrupción de la naturaleza para entender que la humanidad vive en dos realidades: en la que existe el cuerpo, la mente y el sufrimiento y en la que existe esa extraña fuerza que llamamos mercancía y que todo lo iguala, desde las cosas a la imaginación. Por eso entienden que toda medida orientada al sufrimiento es “irrealista”. Hay una especie de división del trabajo hermenéutico que tiene consecuencias políticas. Mientras se exige a quienes padecen la crisis que imaginen y entiendan las dificultades de la empresa, no importa políticamente imaginar el sufrimiento de los de abajo.
En el ojo del huracán de la crisis, la tensión entre democracia y conocimiento ha vuelto como periódicamente vuelven a la escena las tragedias griegas. Al fin y al cabo, Sócrates fue condenado por el tribunal emanado de la asamblea griega por predicar entre los hijos de los patricios que el gobierno debería estar en manos de los más preparados y no del populacho. La asamblea ateniense tenía sus propias opiniones sobre quién eran los más preparados. Estaba acostumbrada a decidir los nombres de los estrategos que habrían de dirigir la flota, o de los arquitectos que debían encargarse de construir puertos en las colonias o murallas en la polis. La tensión fue constitutiva de la frágil democracia ateniense que, sin embargo, fue hegemónica en el Mediterráneo durante trescientos años y siguió siendo hegemónica culturalmente por el resto de la historia occidental. En ningún lugar como Atenas y sus colonias, durante la hegemonía, o sus áreas de influencia cultural en el helenismo, se llegó a apreciar tanto el conocimiento científico. Allí nacieron las instituciones de trabajo lento, concienzudo, comunitario, que llamamos ciencia y filosofía. En ningún lugar como en ellas, tampoco, se discutió tanto su posición clave en la polis sin dejar que los filósofos aspirasen a ser reyes. La sociedades postpandemia están en tensión y deberán navegar entre el Caribdis de la vuelta a una sociedad de opinadores y tertulianos y la Scilla de una tecnocracia.
Es evidente que, más allá de la situación de emergencia ligada a cierto virus que en el futuro puede dar paso a otro, lo que está en juego es el diseño de un paradigma de gobierno cuya eficacia supera con creces la de todas las formas de gobierno que la historia política de Occidente ha conocido hasta ahora. Si ya en el declive progresivo de las ideologías y creencias políticas, las razones de seguridad habían permitido que los ciudadanos aceptaran restricciones a las libertades que antes no estaban dispuestos a aceptar, la bioseguridad ha demostrado ser capaz de presentar el cese absoluto de toda actividad política y de todas las relaciones sociales como la forma más elevada de participación cívica. De este modo, se ha podido asistir a la paradoja de organizaciones de izquierda, tradicionalmente acostumbradas a reivindicar derechos y denunciar violaciones de la constitución, que aceptan sin reservas limitaciones de las libertades decididas por decretos ministeriales sin ninguna legalidad y que ni siquiera el fascismo había soñado nunca con poder imponer.
Es evidente —y las propias autoridades gubernamentales no dejan de recordárnoslo— que el llamado «distanciamiento social» se convertirá en el modelo de la política que nos espera y que (como han anunciado los representantes de una llamada task force cuyos miembros están en flagrante conflicto de intereses con la función que se supone que deben desempeñar) se aprovechará este distanciamiento para sustituir en todas partes las relaciones humanas en su fisicalidad, que se han convertido como tales en sospechosas de contagio (contagio político, se entiende), con los dispositivos tecnológicos digitales. Las conferencias universitarias, como ya ha recomendado el Ministerio de Educación, Universidades e Investigación de Italia, se harán a partir del próximo año de forma permanente en línea, ya nadie se reconocerá mirándose a la cara, que podrá ser cubierta con una mascarilla sanitaria, sino a través de dispositivos digitales que reconocerán datos biológicos recogidos obligatoriamente y cualquier «concentración», ya sea por motivos políticos o simplemente por amistad, seguirá estando prohibida.
Se trata de una concepción integral de los destinos de la sociedad humana en una perspectiva que, en muchos sentidos, parece haber asumido de las religiones ahora en su ocaso la idea apocalíptica de un fin del mundo. Después de que la política fue reemplazada por la economía, ésta también, para poder gobernar, tendrá que ser integrada con el nuevo paradigma de bioseguridad, al cual todas las demás exigencias tendrán que ser sacrificadas. Es legítimo preguntarse si tal sociedad podrá todavía definirse como humana o si la pérdida de las relaciones sensibles, de la cara, de la amistad, del amor, puede ser realmente compensada por una seguridad sanitaria abstracta y presumiblemente completamente ficticia.
Este cuento es una parábola, enseña que el hombre tiene una ceguera fundamental, ni siquiera es capaz de reconocer sobre qué está de pie, así contribuye a su propia caída.
Simbad el Marino es la metáfora de la ignorancia humana. El hombre cree que está a salvo, mientras que en cuestión de tiempo sucumbe al abismo por acción de las fuerzas elementales. La violencia que practica contra la naturaleza se la devuelve ésta con mayor fuerza. Esta es la dialéctica del Antropoceno. En esta era, el hombre está más amenazado que nunca.
Ha tardado un tiempo en edificarse, pero está comenzando a surgir algo parecido a una doctrina del shock pandémico. Llamémoslo «Screen New Deal» (el New Deal de la pantalla). Con mucho más de alta tecnología que cualquier otra cosa que hayamos visto en desastres anteriores, el futuro que se está forjando a medida que los cuerpos aún acumulan las últimas semanas de aislamiento físico no como una necesidad dolorosa para salvar vidas, sino como un laboratorio vivo para un futuro permanente y altamente rentable sin contacto.
Es un futuro en el que nuestros hogares nunca más serán espacios exclusivamente personales, sino también, a través de la conectividad digital de alta velocidad, nuestras escuelas, los consultorios médicos, nuestros gimnasios y, si el estado lo determina, nuestras cárceles. Por supuesto, para muchos de nosotros, esas mismas casas ya se estaban convirtiendo en nuestros lugares de trabajo que nunca se apagan y en nuestros principales lugares de entretenimiento antes de la pandemia, y el encarcelamiento de vigilancia «en la comunidad» ya estaba en auge. Pero en el futuro, bajo una construcción apresurada, todas estas tendencias están preparadas para una aceleración de velocidad warp (forma teórica de moverse más rápido que la velocidad de la luz).
Este es un futuro en el que, para los privilegiados, casi todo se entrega a domicilio, ya sea virtualmente a través de la tecnología de transmisión y en la nube, o físicamente a través de un vehículo sin conductor o un avión no tripulado, y luego la pantalla «compartida» en una plataforma mediada. Es un futuro que emplea muchos menos maestros, médicos y conductores. No acepta efectivo ni tarjetas de crédito (bajo el pretexto del control de virus) y tiene transporte público esquelético y mucho menos arte en vivo. Es un futuro que afirma estar basado en la «inteligencia artificial», pero en realidad se mantiene unido por decenas de millones de trabajadores anónimos escondidos en almacenes, centros de datos, fábricas de moderación de contenidos, talleres electrónicos, minas de litio, granjas industriales, plantas de procesamiento de carne, y las cárceles, donde quedan sin protección contra la enfermedad y la hiperexplotación. Es un futuro en el que cada uno de nuestros movimientos, nuestras palabras, nuestras relaciones pueden rastrearse y extraer datos mediante acuerdos sin precedentes entre el gobierno y los gigantes tecnológicos.
Ahora, en un contexto desgarrador de muerte masiva, se nos vende la dudosa promesa de que estas tecnologías son la única forma posible de proteger nuestras vidas contra una pandemia, las claves indispensables para mantenernos a salvo a nosotros mismos y a nuestros seres queridos.
Y en el centro de todo está Eric Schmidt. Mucho antes de que los estadounidenses entendieran la amenaza de Covid-19, Schmidt había estado en una agresiva campaña de lobby, presiones y relaciones públicas impulsando precisamente la visión de la sociedad del Black Mirror (o Espeo Negro, por la serie inglesa) que Cuomo acaba de darle poder para construir. En el corazón de esta visión está la perfecta integración del gobierno con un puñado de gigantes de Silicon Valley: con escuelas públicas, hospitales, consultorios médicos, policías y militares, todas las funciones principales se externalizan (a un alto costo) a empresas privadas de tecnología.
Dos semanas después de la aparición de ese artículo de opinión, Smidt describió la programación ad hoc de educación en el hogar que los maestros y las familias de todo el país se vieron obligados a improvisar durante esta emergencia de salud pública como «un experimento masivo en el aprendizaje remoto». El objetivo de este experimento, dijo, era «tratar de descubrir: ¿cómo aprenden los niños de forma remota? Y con esos datos deberíamos ser capaces de construir mejores herramientas de aprendizaje a distancia que, cuando se combinan con el maestro … ayudarán a los niños a aprender mejor ” Durante esta misma videollamada, organizada por el Club Económico de Nueva York, Schmidt también pidió más telesalud, más 5G, más comercio digital y el resto de la lista de deseos preexistente. Todo en nombre de la lucha contra el virus.
Sin embargo, su comentario más revelador fue el siguiente: “El beneficio de estas corporaciones, que amamos difamar, en términos de la capacidad de comunicarse, la capacidad de lidiar con la salud, la capacidad de obtener información, es profundo. Piensa en cómo sería tu vida en Estados Unidos sin Amazon «. Agregó que la gente debería «estar un poco agradecida de que estas compañías obtuvieron el capital, hicieron la inversión, construyeron las herramientas que estamos usando ahora y realmente nos han ayudado».
Es un recordatorio sobre que, hasta hace muy poco, el rechazo público contra estas corporaciones estaba creciendo. Los candidatos presidenciales discutían abiertamente la caída de la gran tecnología. Amazon se vio obligado a abandonar sus planes para una sede en Nueva York debido a la feroz oposición local. El proyecto Sidewalk Labs de Google estaba en una crisis perenne, y los propios trabajadores de Google se negaban a construir tecnología de vigilancia con aplicaciones militares.
En resumen, la democracia se estaba convirtiendo en el mayor obstáculo para la visión que Schmidt estaba promoviendo, primero desde su posición en la cima de Google y Alphabet y luego como presidente de dos poderosas juntas asesorando al Congreso y al Departamento de Defensa. Como revelan los documentos de NSCAI, este inconveniente ejercicio del poder por parte del público y los trabajadores tecnológicos dentro de estas megaempresas, desde la perspectiva de hombres como Schmidt y el CEO de Amazon, Jeff Bezos, desaceleró enloquecedoramente la carrera armamentista de la inteligencia artificial, manteniendo flotas de automóviles y camiones sin conductor potencialmente mortales fuera de las carreteras, evitando que los registros de salud privados se conviertan en un arma utilizada por los empleadores contra los trabajadores, evitando que los espacios urbanos se cubran con software de reconocimiento facial, y mucho más.
Ahora, en medio de la carnicería de esta pandemia en curso, y el miedo y la incertidumbre sobre el futuro que ha traído, estas corporaciones ven claramente su momento para barrer todo ese compromiso democrático. Para tener así el mismo tipo de poder que sus competidores chinos, que ostentan el lujo de funcionar sin verse obstaculizados por intrusiones de derechos laborales o civiles.
Para ser claros, la tecnología es sin duda una parte clave de cómo debemos proteger la salud pública en los próximos meses y años. La pregunta es: ¿estará la tecnología sujeta a las disciplinas de la democracia y la supervisión pública, o se implementará en un frenesí de estado de excepción, sin hacer preguntas críticas, dando forma a nuestras vidas en las próximas décadas? Preguntas como, por ejemplo: si realmente estamos viendo cuán crítica es la conectividad digital en tiempos de crisis, ¿deberían estas redes y nuestros datos estar realmente en manos de jugadores privados como Google, Amazon y Apple? Si los fondos públicos están pagando gran parte de eso, ¿el público no debería también poseerlo y controlarlo? Si Internet es esencial para muchas cosas en nuestras vidas, como lo es claramente, ¿no debería tratarse como una utilidad pública sin fines de lucro?
Y aunque no hay duda de que la capacidad de teleconferencia ha sido un salvavidas en este período de bloqueo, hay serios debates sobre si nuestras protecciones más duraderas son claramente más humanas. Tomemos la educación. Schmidt tiene razón en que las aulas superpobladas presentan un riesgo para la salud, al menos hasta que tengamos una vacuna. Entonces, ¿no se podría contratar el doble de maestros y reducir el tamaño de los cursos a la mitad? ¿Qué tal asegurarse de que cada escuela tenga una enfermera?
La tecnología nos proporciona herramientas poderosas, pero no todas las soluciones son tecnológicas. Y el problema de externalizar decisiones clave sobre cómo «reimaginar» nuestros estados y ciudades a hombres como Bill Gates y Eric Schmidt es que se han pasado la vida demostrando la creencia de que no hay problema que la tecnología no pueda solucionar.
Para ellos, y para muchos otros en Silicon Valley, la pandemia es una oportunidad de oro para recibir no solo la gratitud, sino también la deferencia y el poder que sienten que se les ha negado injustamente.
En los rituales, el cuerpo es un escenario en el que se inscriben los secretos, las divinidades y los sueños. El neoliberalismo produce una cultura de la autenticidad que pone el ego en el centro. La cultura de la autenticidad va de la mano con la desconfianza hacia las formas de interacción ritualizadas. Solo las emociones espontáneas, es decir, los estados subjetivos, son auténticas. El comportamiento formalizado se rechaza como falto de autenticidad o como externo. Un ejemplo es la cortesía. En mi libro hago un alegato en contra de la cultura de la autenticidad, que conduce al embrutecimiento de la sociedad, y a favor de las formas bellas.
Solo quería señalar que la cultura humana se está desritualizando cada vez más, que la conversión de la producción y el rendimiento en valores absolutos está acabando con los rituales. Por ejemplo, la pornografía aniquila los rituales de seducción. En las órdenes de caballería europeas el objetivo principal no era matar al adversario. El honor y el valor también eran importantes. En la guerra con drones, en cambio, lo fundamental es matar al enemigo, que es tratado como un criminal. Después de la misión, a los pilotos de los drones se les hace entrega solemne de una “tarjeta de puntuación” que certifica cuántas personas han matado. También cuando se trata de matar, lo que más cuenta es el rendimiento. En mi opinión, esto es perverso y obsceno. No pretendía decir que las guerras del pasado fuesen mejores que las actuales. Por el contrario, lo que quería señalar es que hoy en día todo se ha convertido en una cuestión de rendimiento y producción. No solo en la guerra, sino también en el amor y la sexualidad.
La crisis del coronavirus ha acabado totalmente con los rituales. Ni siquiera está permitido darse la mano. La distancia social destruye cualquier proximidad física. La pandemia ha dado lugar a una sociedad de la cuarentena en la que se pierde toda experiencia comunitaria. Como estamos interconectados digitalmente, seguimos comunicándonos, pero sin ninguna experiencia comunitaria que nos haga felices. El virus aísla a las personas. Agrava la soledad y el aislamiento que, de todos modos, dominan nuestra sociedad. Los coreanos llaman corona blues a la depresión consecuencia de la pandemia. El virus consuma la desaparición de los rituales. No me cuesta imaginar que, después de la pandemia, los redescubramos.
A consecuencia de la pandemia nos dirigimos a un régimen de vigilancia biopolítica. El virus ha dejado al descubierto un punto muy vulnerable del capitalismo. A lo mejor se impone la idea de que la biopolítica digital, que convierte al individuo y a su cuerpo en objeto de vigilancia, basta para hacer al capitalismo invulnerable al virus. Sin embargo, el régimen de vigilancia biopolítico significa el fin del liberalismo. En ese caso, el liberalismo no habrá sido más que un breve episodio. Pero yo no creo que la vigilancia biopolítica vaya a derrotar al virus. El patógeno será más fuerte. Según el paleontólogo Andrew Knoll, el ser humano es solamente la guinda de la evolución. El verdadero pastel se compone de bacterias y virus que amenazan con atravesar cualquier superficie frágil, e incluso reconquistarla, en cualquier momento. La pandemia es la consecuencia de la intervención brutal del ser humano en un delicado ecosistema. Los efectos del cambio climático serán más devastadores que la pandemia. La violencia que el ser humano ejerce contra la naturaleza se está volviendo contra él con más fuerza. En eso consiste la dialéctica del Antropoceno: en la llamada Era del Ser Humano, el ser humano está más amenazado que nunca.
[https:]]Evitar que la epidemia saturara los hospitales, pasada la fase de contención, exigía, según muchos expertos, imponer medidas de distanciamiento físico con varias semanas de antelación. En aquel momento, sin embargo, los resultados de hacerlo eran futuros e inciertos. Había riesgo de actuar con desproporción, como declararon los ministros europeos de Sanidad el 25 de febrero. Los costes, en cambio, eran tangibles e inmediatos: fronteras cerradas, trabajadores parados, ciudadanos recluidos. Los Gobiernos enfrentaban, en suma, un dilema habitual en preparación para desastres: actuar temprano, imponiendo costes con beneficios inciertos, o esperar a cuando, paradójicamente, puede ser tarde para actuar. Dame castidad, Señor, pero no ahora, según rezaba san Agustín.
Los Gobiernos actúan temprano, según el politólogo Alan Jacobs, cuando se dan tres condiciones: resultados ciertos, capacidad institucional y seguridad electoral.
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José Antonio Marina |
Béjar distinguía dos grupos: quienes lo hacían movidos por “buenos sentimientos”, que no solían ser muy constantes, y quienes lo hacían porque creían que era su obligación hacerlo. Estos, que eran los mas serios y perseverantes, solían proceder de grupos religiosos o de grupos de izquierda. La solidaridad sentimental es efímera. Como decía el perspicaz y cínico Oscar Wilde: “Un sentimental es alguien que simplemente desea disfrutar del lujo de una emoción sin tener que pagar por ello”. Vamos a tener una ocasión de demostrar si esa solidaridad se mantiene. Me preocupa mucho la situación económica que se nos viene encima, y no veo la inteligencia política y social necesaria para enfrentarla adecuadamente.
Desde un punto de vista teórico me interesa el papel de los expertos en las decisiones políticas. He defendido la necesidad de políticas basadas en la evidencia, es decir, basadas en datos y no en ideologías. Todo el mundo se ha vuelto hacia la ciencia, como fuente de conocimiento. Y la ciencia creo que está respondiendo, al señalar las certezas, pero también las zonas de ignorancias. Me gustaría que esa confianza se demostrara también al tratar el cambio climático, y no está sucediendo. Ahora vamos a tener que enfrentarnos a problemas económicos muy serios, y espero que los economistas estén a la altura de las circunstancias. Su descrédito en el modo de tratar la crisis del 2008 fue notorio. Espero que ahora afinen mas.
Podemos sacar una mala lección, parecida a la que aprendimos de la crisis del 2008. Las cosas estuvieron muy mal, pero acabaron por arreglarse, de modo que todo puede seguir igual. Basta con mejorar algunas herramientas para cuando la próxima crisis se presente. No vale la pena esforzarse en que no suceda. Podemos, en cambio, sacar una buena lección. La simple experiencia no enseña nada. Hace falta un decidido y esforzado deseo de aprender, para aprender algo.