Llegim al grup Filosofia i feminismes una interessantíssima obra de Carole Pateman, crítica del contractualisme des del feminisme i la crítica al capitalisme. El feminisme no és (no ha de ser) secundari al liberalisme, el socialisme o l'anarquisme. Defensora, per cert ,de la renda bàsica des del 2000.
Desde el siglo XVII, las feministas han tenido clara conciencia de que las esposas están subordinadas a sus maridos, pero su crítica de la dominación (conyugal) es mucho menos conocida que los argumentos socialistas que subsumen la subordinación en la explotación. Sin embargo la explotación es posible precisamente porque, como mostraré, los contratos sobre la propiedad de la persona ponen el derecho al mando en manos de una de las partes contratantes. Los capitalistas pueden explotar a los trabajadores y los esposos a las esposas porque los trabajadores y las esposas se constituyen en subordinados a través del contrato de empleo y del de matrimonio. El genio de los teóricos del contrato ha sido presentar ambos, el contrato original y los contratos reales como ejemplificando y asegurando la libertad del individuo. Pero, en la teoria del contrato, la libertad universal es siempre una hipótesis, una historia, una ficción política. El contrato siempre genera el derecho político en forma de rela- ciones de dominación y de subordinación.
Carol Pateman: El contrato sexual, pàgina 18
La historia del contrato sexual comienza, de este modo, con la constucción del individuo. Para contar la historia de modo que ilumine las relaciones capitalistas en el patriarcado moderno, ha de considerarse, asimismo, la ruta teórica a través de la cual la esclavitud (civil) se convirtió en el ejemplo de la libertad.
Idem, p 57
Explica que Marguerite d'Oingt, una de les primeres escriptores a França, en llatí i en arpità afirmava això
"Els dolors de Crist a la creu són com els dolors de part."
Comenteu el fragment.
Cercant informació, trobo la publicació d'un canareu, no per ser jove menys illustre, Sergi Sancho Fibla.
He pasado día y medio en una ciudad que, cuanto más la conozco, más fascinante me parece, Valencia. Es una ciudad hecha para perderse por ella parsimoniosamente, porque solo de esta manera descubres algo inesperado a cada paso.
Nada más bajarte del tren te recibe una auténtica granizada de luz. De una luz viva que no se parece a ninguna otra que conozca. Es una luz diáfana, alegre, que concede un plus de vida a cuanto toca. En ningún otro sitio los blancos tienen esos blancos de domingo. Envueltos en esta luz los valencianos caminan sin prisas, como si acabasen de recibir una magnífica noticia y estuvieran saboreándola despacio. Aquí siempre me han tratado bien.
Para mi tiene Valencia, además, el atractivo de sus librerías de viejo: El Asilo del libro (caótico, polvoriento, donde solo se encuentra lo que el destino se digna poner caprichosamente a tu alcance), gestionada por el dependiente más displicente e imperturbable que imaginarse pueda; la Guarida de las maravillas (ordenada, con cada libro en su envoltorio de celofán), el propietario, un portugués-brasileiro, es amable y eficiente y está siempre predispuesto a contarte cómo ha acabado en la capital del Turia y la Librería Auca, donde me encontré todo al 50% de descuento porque están a punto de cerrar. Así que me gasté el doble de lo que tenía previsto.
Pero como no todo a de ir de libros, déjenme que guarde un recuerdo especial para memorable un arroz caldoso de pato, saboreado en un lugar -la cruz del molino de Godella- que en sus tiempos (1900) fue pintado por Pinazo de esta manera:
Y que hoy se encuentra así:
Estamos descubriendo que la inteligencia artificial (IA) puede realizar tareas que creíamos exclusivas de un ser humano, como dialogar o crear textos e imágenes originales. Y esto parece solo el principio. Además de simular procesos cognitivos complejos, estos sistemas prometen emular nuestra capacidad de juicio, sustituyéndonos a la hora de tomar decisiones. ¿Serán capaces?
Si así fuera, el uso masivo de la IA nos dejaría a casi todos sin trabajo. No solo a quienes se dedican a tareas puramente mecánicas sino, en general, a todos aquellos cuyo oficio puede describirse esencialmente en lenguaje algorítmico. ¿No sería más eficaz y barato sustituir, por ejemplo, a un médico por un sistema de IA entrenado (en las mejores universidades) para interpretar pruebas, diagnosticar y establecer tratamientos? ¿Y no podríamos hacer lo mismo con abogados, ingenieros, pilotos o físicos experimentales? ¿Quién se «salvaría» de ser sustituido por una máquina?
No es fácil responder a esta pregunta. Aparentemente al menos, una IA podría entrenarse para hacer cualquier cosa, desde imitar los mecanismos heurísticos que rigen la creatividad de un artista a simular (con un algoritmo estructuralmente parecido al del médico) el sacramento de la confesión…
Advierto que introduzco las palabras «simular» o «imitar» solo por prudencia, porque realmente no sé en qué se distinguirían esencialmente las tareas hechas por una IA de las que haría un ser humano. Además de que la imitación es la raíz de todo aprendizaje, y no solo del de las máquinas. Un ser humano empieza a serlo imitando la forma de hablar y pensar de sus progenitores, y un médico o artista imitando (y mejorando si es capaz) los procedimientos en los que se forma. ¿Qué diferencia fundamental habría con una IA que, además de imitar, pudiera incorporar información nueva, aprender de sus errores, generar hipótesis o creaciones originales, y revisar y rehacer sus propios algoritmos? Las máquinas han sido hecha por nosotros, es cierto; pero también nosotros hemos sido hechos y educados por otros…
Una objeción típica al desempeño de ciertas tareas por parte de la IA es que una máquina no podría entender ni expresar emociones. Pero esta objeción tampoco parece suficiente. Si las emociones fueran completamente refractarias a los algoritmos, tendríamos que concluir que son absolutamente irracionales e incomprensibles (incluso como emociones), ¿y quien las querría entonces? Y si el problema fuera que aún no hemos entendido sus complejos mecanismos lógicos (y subsidiariamente biológicos, sociológicos, ideológicos, etc.), entenderlos e imitarlos sería cuestión de tiempo. Al fin, si entendemos las emociones como fenómenos emergentes surgidos de la cultura y de la bioquímica cerebral, todo ello (pautas sociales, patrones neuronales) sería asimismo reducible a información lógicamente estructurable. Y si esto fuera posible, toda otra serie de actividades (las de educador, psicólogo, cuidador, etc.) quedarían en manos de la IA. ¿Qué podría impedir, por ejemplo, que un sistema inteligente de educación interpretara los sentimientos y necesidades del alumnado, le proporcionara una experiencia educativa personalizada y evaluara objetivamente su aprendizaje, expresando para ello las actitudes emocionales más apropiadas (empatía, preocupación, orgullo…)?
Por no salvar, no salvaría (si es que de salvar se trata, que igual es condenar a la extinción) ni el oficio de informático. En la medida en que la programación es otra actividad reducible a pautas heurísticas y algoritmos, los sistemas de IA podrían llegar a ser (¡cada vez lo son más!) completamente autoprogramables. Por cierto: ¿Equivaldría esto a convertirlos en seres autónomos o libres?
¿Y la filosofía? ¿Podría filosofar un sistema de IA?... Se trata de una pregunta enorme y ella misma filosófica. Veamos. Si la filosofía arranca de la necesidad de responder a la pregunta acerca del ser y el sentido de todo, ¿podría la máquina preguntarse por el ser y el sentido de sí misma? ¿Podría poner en cuestión los conceptos de realidad, verdad, máquina o inteligencia…?
Y, sobre todo, ¿podría plantearse una IA si aquello que le han enseñado a reconocer como “bueno”, “justo” o “bello” es realmente bueno, justo y bello? ¿Podría autoprogramarse hasta el punto de generar sus propios criterios éticos, políticos o estéticos? Fíjense que los seres humanos, por muy estrictamente que se nos eduque, podemos reparar en el carácter convencional o incompleto de toda esa formación, cuestionarlo todo y rebelarnos contra códigos y normas, incluyendo el código genético y las normas sociales. Podemos, incluso, querer acabar con el mundo entero (con nosotros en él), por no considerarlo justo o digno de existir… ¿Podría también querer todo esto un sistema de IA? ¿Podría ella misma responder a esta pregunta? ¿Y a esta…?
Que llegues a Madrid y te esté esperando Aurora Nacarino es como una premonición: todo va a ir bien y sobre ruedas. Y así ha sido. Con Aurora fui directamente a ESADE, donde mantuve un debate de guante blanco con Lucas Gortázar. De ESADE a un colegio con decidida vocación elitista. Tan elitista, que puede permitirse el singular lujo de defender evidencias como esta:
Hay que visitar el mayor número de centros educativos posible, y cuanto más diversos, mejor, para hacerse una idea cabal de la educación efectiva en España, porque la realidad es siempre mucho más compleja que los esquemas mentales que nos hacemos de ella. En este caso hice la visita acompañado de un amigo que es también un auténtico innovador pedagógico, Daniel González de Vega, creador de Smartick.
Este centro sabe lo qué quiere hacer, qué profesorado necesita para ello (y en qué partes del mundo reclutarlo), con qué familias quiere hacerlo, qué alumnos pueden hacer posible su proyecto, el precio que cuesta realizarlo y sobre qué imagen del futuro quiere orientarse. Por cierto, la directora, que nos invitó a comer (a un magnífico restaurante, el A'Barra) me insistió en que la principal competencia del futuro es la escritura y la segunda y la tercera es también la escritura. Estoy totalmente de acuerdo con ella. Me despedí con la convicción de que la escuela pública nunca podrá competir en la carrera carísima de la innovación con las escuelas de élite, por lo cual debe definir bien cuál es su campo y qué es lo que puede y quiere hacer mejor que nadie.
Fui dando un largo paseo hasta el hotel, con mi maleta de mano, en la que llevaba dos botellas, una de un orujo blanco excelente y otra de un mezcal sublime. Hacía frío, pero me apetecía pasear y rumiar un poco todo lo que se había acumulado en mi memoria.
Tras descansar un poco, como la cabra siempre tira al monte, fui a gastar dinero... a una librería de viejo, la librería Ábaco, donde encontré algunas cosas bien interesantes. Después, a las 20:00, tenía cena (de ahí las dos botellas), que alguien a quien aprecio cada vez más, y a quien he decidido llamar Diotima, tuvo la inmensa habilidad de organizar en mi honor. Nos encontramos 17 personas alrededor de una mesa excelentemente servida y allí estaba de nuevo Aurora Nacarino, que apareció con ejemplares de En busca del tiempo en que vivimos para todos los asistentes. Después de la cena los más jóvenes nos fuimos de copas.
Pasé la mañana del domingo junto a alguien que admiro y aprecio, la economista María Blanco, hablando de lo divino y de lo humano y recordando los tiempos del MSV (Movimiento Stalin Vive) y de la compañera camarada Vagina Seminova. Pero esta es otra historia.
Hoy, en El Debate, mi última entrega: De Anacarsis Cloots a Ángel.
"En enero", decía mi madre, "se hiela el agua en el puchero".
Pero de repente te sorprende un día como el de hoy y no hay refrán al que recurrir para explicarlo.
Estos días que brotan espléndidos en la intemperie del invierno, ofreciéndonos un cielo azul limpísimo, una atmósfera diáfana y un sol generoso, son una delicia que apetece saborear con sorbos cortos.
Tras unos días de frío intenso y, previsiblemente, ante otros días heladores, el sol te entra generoso, a raudales -claro- por las ventanas animándote a salir a la calle, a pasear sin prisas, a ir a comprar unos tomates al sitio más alejado del pueblo, a tomar un café en la plaza, estirando las piernas y echando el tronco para atrás (sin sacar del bolsillo el libro que has traído para leer), como animales de sangre fría que necesitan recargar su depósito de vitalidad.
En días así, todo cuadra, salen todas las cuentas, y nos sentimos poseídos por un espíritu jovial y afable, como si el sol de invierno fuese el heraldo de la filantropía.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Que el principal motivo de la manifestación contra el gobierno del pasado sábado fuera el “plan oculto de mutación constitucional” (sic) del “golpista” Sánchez, y que incluyera, entre otros, a grupos antivacunas, da idea del grado de desesperación de la derecha, incapaz de romper las encuestas, y dispuesta a agarrarse al clavo ardiendo del trumpismo a la española que se gastan VOX y sus organizaciones satélites.
Se ve que algunos tienen un sentido esotérico del espectáculo. Por eso el sábado había gente invocando al Caudillo, o un fantasmal ejército de 400.000 manifestantes con los que completar los que contó la delegación del gobierno. Debían de ser como el retablo cervantino de las maravillas, invisibles a todo aquel que no fuera cristiano viejo o buen español. Entre ellos, visibles o invisibles, pululaban patriotas de los de antes, políticos descatalogados, populistas clamando contra el populismo, negacionistas de todo lo progre, defensores de la mili obligatoria y, por haber, hasta filósofos a la luna de Valencia. Todos unidos por un odio feroz e innegociable a Sánchez.
Pero que a esta tropa se le unan cargos y políticos en activo del PP o hasta de Ciudadanos (un partido antaño liberal) da un poco más de pavor. Hay que recordar que el propio Feijóo, candidato a convertirse en el próximo presidente del país, recomendó la asistencia a esta especie de rave satánico-político donde solo faltaban Berlusconi, la secta de QAnon, los evangelistas de Bolsonaro y los asaltantes del capitolio disfrazados de búfalos.
Da pavor la cosa porque como el odiado Sánchez logre afrontar con solvencia el último tramo de su mandato (presidencia europea incluida) las encuestas podrían dar un giro inesperado. Al fin y al cabo la gente, que no es tonta, sabe que, pese al discurso histérico y catastrofista de la derecha, el gobierno ha logrado contener la inflación, mantener a flote el estado de bienestar, sacar adelante una importante reforma laboral, apaciguar el conflicto con Cataluña, y afrontar con éxito una pandemia, una suma de catástrofes naturales (volcán incluido) y los efectos económicamente devastadores de una guerra. Y todo ello sin romperse ni desgastarse más de lo normal.
Por esto, y porque no lo tienen tan fácil como suponían, es de esperar que los estrategas del PP y sus aliados mediáticos lo apuesten todo a la crispación, la desestabilización institucional y el intento de deslegitimar al gobierno en las calles. Todo ello bajo acusaciones que andan entre la retórica guerra-civilista y la alucinación colectiva: que Sánchez, como un Lenin madrileño, va a imponer una dictadura comunista, acabar con la Constitución, aliarse con los etarras (ETA se extinguió hace diez años), o pactar la venta de España a los nacionalistas vascos y catalanes (como si el PP no hubiera gobernado con CiU o PNV en el pasado o Ciudadanos no hubiera obligado indirectamente al pacto con el nacionalismo).
Y todo esto, después de lo ocurrido en Brasilia o Washington, da miedo. Da cada vez más miedo que la derecha pierda. Más miedo aún a que gane. Y esta, la del miedo, podría ser su última y terrible baza.
Porque además, y frente a los exaltados del sábado, están los del jueves anterior en Barcelona. Otros miles de manifestantes, no menos patriotas que los de Madrid, y clamando, con parecida desesperación, por el renacimiento del procés, el linchamiento popular de los traidores y la resistencia, todavía y siempre, al invasor galo-español.
Sobra decir que estas dos tribus se retroalimentan de la misma tensión política que les permite sobrevivir y crecer. Al nacionalismo supremacista catalán le vendría de miedo un nuevo gobierno de derechas que le obligara a “retomar las calles”. Y al nacionalismo español de VOX y el PP les vendría también de perlas hacer rebrotar el volcán catalán para justificar el relato de salvadores de la unidad de la patria con el que pretenden lograr el poder.
Entre lunáticos anda, pues, el juego. O eso quieren hacernos creer a la inmensa mayoría, en la idea de que, propensos como somos a la emoción y el ritmo vertiginoso del espectáculo, cedamos a la tentación de verlos como algo más que histriones y acabemos por votarlos, a ver qué pasa. Esperemos que prevalezca la cordura (por aburrida que sea) sobre el siniestro teatro del pánico.
Ayer, día de San Francisco de Sales y, por ello, de la educación, me entrevistó un periodista navarro para un medio de Navarra. Recordándole que este santo es también el patrón de los periodistas, le pregunté si conocía la influencia que tuvo sobre él el franciscano navarro fray Diego de Estella, nacido en 1525. La cuestión se acabó pronto porque no sabía quién era el estellés, aunque sí me dijo que Navarra había tenido importantes filósofos. No lo culpo por ello, son estos tiempos de desmemorias.
La obra de fray Diego de Estella que mayor influencia tuvo en San Francisco de Sales fue la titulada Meditaciones devotísimas del Amor de Dios, donde nuestro gran humanista, siguiendo fielmente la tradición de su orden, parece estar rememorando el Banquete de Platón cuando escribe: “Dios ha de ser amado por ser sumamente hermoso… La hermosura de las criaturas pequeñas es transitoria, momentánea y perecedera. Hoy es fresca como la flor del campo; y mañana está marchita. La hermosura de las criaturas, falta y dexa de ser al mejor tiempo; más la hermosura del Criador, para siempre permanece y está con él”.
La sospecha de que algo catastrófico está a punto de pasar, de que vivimos en vísperas del Apocalipsis, se ha asentado de tal manera (ver En busca del tiempo en que vivimos) que hay diarios que no tienen reparos en asegurar que "el núcleo de la tierra se ha detenido".
No deja de ser curioso que sea un idealista hiperbólico, el poeta sevillano Gabriel García Tassara, el que nos lanza esta invitación (que, por supuesto, recojo):
Sé clásico a tu modo,
que es el mayor secreto.
La sobreprotección es una forma de maltrato.
Ha llegado el frío, fenómeno nada raro, ya que estamos en enero. "En enero", decía mi madre, "se hiela el agua en el puchero". Con el frío han llegado también los comentarios habituales sobre el tiempo, que tanto juego nos dan para decir algo cuando lo importante no es lo que se dice, sino manifestar nuestra afable co-presencia. En estos casos el tiempo es un bálsamo. No decimos más que obviedades y, sin embargo, lo hacemos con la cara de quien está descubriendo el último secreto del cosmos. Otra cosa son los informativos de la televisión, porque para ellos la información debiera ser lo relevante, pero tienden a tratarnos de manera excesivamente paternal al bombardearnos en verano, cuando los termómetros se disparan, con consejos obvios hasta para un preescolar (llevar poca ropa, buscar las sombras, beber agua, etc.) y en invierno, cuando se hunden, con comentarios que de tan elementales tienen algo de menosprecio del sentido común de los espectadores (abrigarse, tomar bebidas calientes...).
Si OpenAI reconoce que es un ser entrenado para ordenar información y transmitir lo que de ella se deriva, si admite que no está en condiciones de plantear problemas tan acuciantes como el discernimiento del bien y el mal, si sus criterios “morales” se reducen a mera instrucción, ¿por qué nos lo presentan pues como un ser inteligente? ¿Por qué el inevitable Musk llegó a afirmar que estábamos ya más allá del test de Turing?
El problema no es OpenAI, sino la concepción imperante de lo que es la inteligencia. Se habla de este artefacto como un ser inteligente, simplemente en razón de que sus respuestas son aquellas que daría hoy un ciudadano a la vez instruido y sumiso ante las normas imperantes, o las que da el político estándar ante las preguntas de un tertuliano. Estas normas pueden variar, pero siempre el buen ciudadano es aquel que se pliega a las mismas. No cabe duda de que si OpenAI hubiera sido generado por los servicios de inteligencia afganos, sus respuestas serían perfectamente acordes con los principios que rigen aquella sociedad, aunque se las arreglara para presentar una dialéctica formal entre polos contradictorios.
No estoy en absoluto sosteniendo el relativismo moral. Soy de los convencidos de que en materia de moralidad hay principios absolutos, hay modalidades de expresión del kantiano imperativo categórico, adaptado si se quiere a una u otra cultura. Hay, por ejemplo, exigencia universal de no fallar al ser al que has considerado como inter-par en el hecho de haber dado tu palabra y aceptado la suya. Pero hay asimismo posible dialéctica en esta convicción, en razón de la inclinación, el propio interés e incluso por obediencia a otra palabra. Por eso precisamente la conformidad al imperativo tiene ese mérito que se concede al que se arriesga, que de ninguna manera concederíamos ni a OpenAI, ni a la persona que pareciera tan asténicamente equilibrada como este artefacto. Y digo que pareciera porque no hay persona alguna que sea como OpenAI, precisamente porque toda persona es, por definición, inteligente, eventualmente estúpida, malvada e insoportable en sus gustos… precisamente por inteligente, es decir:
Fiel a su palabra, precisamente porque podría no serlo, en razón de que la conveniencia, el deseo o hasta la búsqueda del bien común, le incitan a lo contrario; respetuoso de las hipótesis científicas precisamente porque tentado por confrontarse a aquellas que ofrecen algún flanco a la duda, y sintiendo que quizás no tiene fuerzas para enfrentarse a la dureza del pensar; compartiendo un juicio emocionado sobre un evento bello, sin tener posibilidad alguna de asentar tal emoción en un hecho objetivo. En definitiva: todo aquello de lo que OpenAI no da muestra alguna.
Podría objetarse que muchas personas ni siquiera muestran capacidad para registrar, sopesar, seleccionar y dar salida eficaz a la información que reciben. Cabe incluso decir que a estas personas les es difícil instruirse y en consecuencia hacer propios los valores que la sociedad promueve. En esta medida, ¿cómo negar que OpenAi se muestra superior a estas personas. La respuesta es otra pregunta: cuando decimos que tal o cual persona nos impactó por su inteligencia, ¿estamos simplemente pensando en su capacidad de recepción de información y utilización de la misma para mejor adaptarse? Esto puede realmente constituir un factor, pero más bien nos llama la atención el hecho de que esa persona dice cosas a la vez bien trabadas e inesperadas, por ejemplo, se pregunta: ¿cómo es posible que haya una actitud contraria a la violencia, cuando los entornos natural y social dan muestras tanto del “combate por la subsistencia”, como de lo que se dio en llamar darvinismo social?
El asunto no es la conversión de la máquina en el equivalente a un ciudadano, sino la conversión de un ciudadano en un ser meramente instruido y obediente. El problema no reside en si OpenAI se homologa a nosotros en inteligencia, sino en la reducción del concepto de inteligencia que posibilita el hacerse tal pregunta.
Victor Gómez Pin, El problema está en la reducción del concepto mismo de inteligencia, El Boomeran(g) 20/01/2023
La magia de ChatGPT consiste en predecir con aplomo la manera más persuasiva de colocar una palabra delante de otra. Es el descendiente evolutivo y glorificado del autocomplete del buscador. E incluso para eso necesitan nuestra ayuda. Como dice la académica australiana Kate Crawford en su Atlas de una inteligencia artificial, “no son autónomos, racionales ni capaces de discernir algo sin un entrenamiento extenso e intensivo”. ChatGPT depende del trabajo de cientos de trabajadores no cualificados que cobran menos de dos dólares la hora por exponerse a los contenidos más perturbadores de la Red.
GPT-3 aprendió a dominar el lenguaje coloquial asimilando cientos de miles de millones de contenidos de internet, incluyendo la clase de foros que no siempre representan lo mejor de la raza humana. Evitar que diga barbaridades o que repita la propaganda de supremacistas, antivacunas, fanáticos de QAnon y otros colectivos tóxicos que inundan la Red con campañas de desinformación requiere una buena purga. Un proceso que consiste en buscar y etiquetar a mano aquellos contenidos que no quieres que repita, incluyendo abuso sexual de menores, bestialismo, asesinatos, suicidio, tortura, automutilaciones o incesto. Para hacerlo, OpenAI subcontrata empresas en Kenia, Uganda o India que también trabajan para Google, Meta y Microsoft.
Por un sueldo que oscila entre los 1,22 y los 1,85 euros la hora, miles de trabajadores no cualificados examinan los rincones más oscuros de la naturaleza humana. Se exponen durante más de ocho horas diarias, en países sin derechos laborales que garanticen un mínimo de entrenamiento o asistencia psicológica. Es la paradoja de la inteligencia artificial: cada vez consume más humanos. El modelo se llama IA Potemkin o fauxtomática, un término que acuñó la ensayista Astra Taylor para describir la ilusión de automatismo que producen miles de personas ocultas, los duendes secretos del taller de la IA. Ellos son los esclavos del siglo XXI, condenados a remar en la oscuridad de las galeras para que el barco se mueva como por arte de magia, prometiéndonos la libertad.
Marta Peirano, Las abejas obreras de ChatGPT, El País 21/01/2023
El placer de tener a toda la familia en casa y hacer cinco veces más comida de la que sabes, positivamente, que nos vamos a comer.
Viaje intensísimo a Madrid para promocionar mi nuevo libro, En busca del tiempo en que vivimos, que parece que está siendo bien recibido. He mantenido un buen número de entrevistas con periodistas de prensa, radio y televisión y he gozado la oportunidad de presentarlo directamente ante un numeroso público en la sede de Abante, en la Plaza de la Independencia, junto a la Puerta de Alcalá. El acto tuvo la forma de un diálogo con Santiago Satrústegui en el que hubo tiempo tanto para la seriedad como para la risa, como debe ser. Me alojé en un hotel sencillo, pero situado de manera insuperable en la calle Alfonso XII, junto a la calle Maura. Desde mi habitación disponía de unas hermosas vistas al Retiro que en esta época del año está espléndido.
Si les puedo adelantar que estoy colaborando en la puesta en marcha de un club privado que, sin ningún género de dudas, dará mucho que hablar. ¡Ya lo verán!
Me gusta Cataluña tanto que mi casa está aquí. Aquí vivo y aquí crecen mis nietos, pero si tuviera dinero me compraría un piso pequeño en Madrid porque esta ciudad cada vez se está asentando con más firmeza en mi vida.
Miguel de Lucas, Lo que Sócrates diría a la inteligencia artificial, El País 17/01/2023
Nuestra atención está en venta. La concentración se ha convertido en un objeto de consumo con el que empresas y gobiernos mercadean con el fin de acaparar nuestro interés y de mercantilizar nuestra actividad. Como consecuencia, el estrés se ha establecido como elemento “natural” de la vida contemporánea. Quien no acepta la naturalización del estrés es tachado de marginado, rebelde o inútil.
Cuando la libertad es subsumida bajo los estándares que nos propone el artilugio emocional del estrés, el individuo es arrojado a un persistente estado de agotamiento que, en ocasiones, desemboca en trastornos emocionales y de la conducta. Ansiedad y depresión son los más usuales, pero también la desesperanza, la debilidad, un sentimiento subjetivo de soledad, la incapacidad o desgana para desarrollar vínculos afectivos significativos, el cansancio físico o la imposibilidad para trenzar alianzas comunitarias que puedan oponerse a este bucle invisible.
Si la libertad se disfraza de parachoques psicológico, se reducirá a una mera capacidad pasiva para saber recibir bien los golpes que propina la sociedad del estrés, la rapidez y la inmediatez. De este modo, la servidumbre emocional quedará más que garantizada. Eso sí, silente y melosamente, bajo capa de resiliencia o talento para adecuarse a las —onerosas— circunstancias.
Con no poca habilidad mercadotécnica, la autoayuda y el coaching emocional nos alientan a desarrollar una alta autoestima, a trabajar en el desarrollo positivo de nuestro autoconcepto. Esto quiere decir que la responsabilidad de que las cosas vayan bien o mal se descarga únicamente en el individuo, de manera que este queda culpado como un inadaptado que no ha sabido “ser libre” o “estar a la altura de nuestros tiempos”. Imperativos como “gestiona el estrés” o “rentabiliza las crisis” se enarbolan por doquier como los valores contemporáneos por excelencia: una tiranía productiva que elude pensar en las causas sistémicas de la ansiedad y señala al individuo como único culpable de sus males.
Carlos Javier González Serrano, Cuando el estrés se viste de libertad, El País 15/01/2023
Todo nuestro ordenamiento social, jurídico y económico se basa en el axioma del libre albedrío, la idea de que las personas somos agentes autónomos y racionales que hacemos lo que decidimos en cada momento. Lo último que se le ocurriría a la abogada de un ladrón de bancos sería aducir que su cliente lo hizo involuntariamente, movido por las fuerzas deterministas del cosmos y la anatomía cerebral. El juez no le haría caso, y metería al tipo en la cárcel dando por hecho que había robado el banco porque le daba la gana. Si la causa fuera el determinismo del cosmos, no habría forma de hacer a la gente responsable de sus actos. Tú mismo estás leyendo este artículo porque quieres hacerlo, ¿no? ¿O no?
Un experimento de Benjamin Libet en los años ochenta, ya un clásico, vino a enredar nuestro conocimiento recibido sobre esta cuestión. Libet, un neurólogo de la Universidad de California en San Francisco, pidió a un grupo de voluntarios que movieran las muñecas cuando les diera la gana. También tenían que decir en qué momento exacto habían tomado la decisión de moverla. El enjambre de electrodos que Libet les había puesto en la cabeza mostró que las neuronas cerebrales responsables de mover la muñeca se activaban medio segundo antes de que la muñeca se moviera y —aquí viene el bombazo— un cuarto de segundo antes de que los sujetos hubieran tomado esa decisión.
El experimento estaba bien hecho, y ha sido confirmado y perfeccionado por las investigaciones posteriores, pero su interpretación lleva 40 años en el vórtice de un debate científico y filosófico de profundidad abisal. Porque la lectura más natural de esos datos implica que nuestras decisiones son producto de procesos neuronales de los que somos inconscientes. Nuestra vida mental, eso que llamamos yo, sería una especie de narración literaria, o de justificación moral, de lo que ya estaba haciendo el cerebro por su cuenta, ajeno a nuestro control voluntario.
Suena extraño, ¿no es cierto?, pero hay muchas otras pruebas de que la inmensa mayoría de la actividad mental es inconsciente. Alguien cuyo nombre no recuerdo dio con la metáfora inspiradora de que somos un pasajero asomado a la proa de un trasatlántico sobre cuyo funcionamiento lo ignoramos todo. Es una idea aterradora, pero bella y exacta como un verso de Jorge Luis Borges.
Javier Sampedro, La crisis del libre albedrío, El País 19/01/2023
Muchos creen que la filosofía consiste en tener opiniones, en sostener una visión del mundo. Pero hay una filosofía que permite distanciarse de las opiniones, tanto de las propias como de las ajenas. Contemplarlas desde fuera, con sana indiferencia, incluso con cierta jocosidad. Esa es la postura, sospecho, de Valéry. Una perspectiva que rehúsa “sostener” y prefiere contemplar.
La realidad radical es la vida. De pronto, nos encontramos en ella y no lo hacemos desnudos. Llegamos con todo un ropaje de inclinaciones, instintos y creencias que, a lo largo de la existencia irán tomando ese curso singular que llamamos biografía. El curso de nuestra vida depende directamente de estas creencias y opiniones sobre el mundo, sean fundadas o infundadas. El descreimiento también es una forma de creencia. La ciencia, lo mismo. Todos cargamos con un repertorio de convicciones, como individuos, como pueblo y como contemporáneos. Esas creencias son el suelo de la vida del pensamiento, ya sean los axiomas de la lógica o la fe del creyente. La fe no es propia del entendimiento, sino de la voluntad. Cree el que quiere creer. Las creencias, además, no forman un sistema o un todo coherente. En ocasiones son contradictorias o simplemente inconexas.
La idea es aquello que se piensa. La creencia se puede pensar, pero no necesariamente. Generalmente se tiene, prefiere el perfil bajo. Con ella se analiza todo lo demás y uno orienta su vida. Nāgārjuna, filósofo budista del siglo segundo, propuso algo imposible: el abandono de todas las creencias y opiniones. Lo que propone, claro está, es un ideal. El ideal del sabio, que es aquel que no se deja enredar por creencias y opiniones, y abandona los debates estériles sobre si el mundo es esto o lo otro. Y lo hace siguiendo una tradición escéptica (y saludable) del mahāyāna que se remonta a un episodio de la vida de Buda. En cierta ocasión le preguntaron al maestro por cuatro cuestiones decisivas que han ocupado a los filósofos durante siglos. Estas cuestiones se referían a la infinitud o finitud del espacio y el tiempo, a la identidad o diferencia entre el cuerpo y el alma, y al destino del liberado después de la muerte. Todos los presentes aguardaban expectantes la respuesta. Y el maestro de nuevo los sorprendió a todos, guardando un prolongado silencio. La vida de cada cual no mejora o empeora por saber si el tiempo o el espacio acaban. Tampoco se aprovecha mejor por saber si el cuerpo o el alma son la misma cosa o diferentes. El caso es que estas opiniones resultan ociosas, una distracción para la mente diáfana y atenta a la que apunta la enseñanza.
Juan Arnau, Paul Valéry, la vanidad del significado, El País 18/01/2023
Las ventajas de usar una IA para la acción de gobierno serían varias. Por una parte, su capacidad de procesar datos y conocimiento para la toma de decisiones es muy superior a la de cualquier humano. También estaría libre (en principio) del fenómeno de la corrupción y no le influirían los intereses personales.
Pero, a día de hoy, los chatbots solo reaccionan, se alimentan de la información que alguien le proporciona y dan respuestas. No son realmente libres de pensar “espontáneamente”, de tomar la iniciativa. Es más adecuado ver estos sistemas como oráculos, capaces de responder a preguntas del tipo “qué crees que pasaría si…”, “que propondrías en caso de…”, más que como agentes activos o controladores.
Los posibles problemas y peligros de este tipo de inteligencias, basadas en grandes redes neuronales, han sido analizados en la literatura científica. Un problema fundamental es el de la falta de transparencia (“explicabilidad”) de las decisiones que toman. En general actúan como “cajas negras” sin que podamos saber qué razonamiento han llevado a cabo para llegar a una conclusión.
Y no olvidemos que detrás de la máquina están los humanos, que han podido introducir ciertos sesgos (consciente o inconscientemente) en la IA a través de los textos que han usado para entrenarla. Por otro lado, la IA no está libre de dar datos o consejos erróneos, como muchos usuarios de ChatGPT han podido experimentar.
Los avances tecnológicos permiten vislumbrar una futura IA capaz de “gobernarnos”, por el momento no sin el imprescindible control humano. El debate debería moverse pronto del plano técnico al plano ético y social.
Jorge Gracia del Río, Los algoritmos elegirán al próximo presidente del gobierno, El País 19/01/2023
Los grandes poetas suelen ser buenos filósofos. No necesitan hacer explícita su filosofía, saben dejarla entre líneas, en el blanco entre los versos o a vuelta de página. Heidegger decía, en una de esas frases suyas tan resonantes, que el poeta y el filósofo viven en una misma cueva. Una verdad a medias, aunque haya poetas que se han deslizado felizmente en el ensayo: Octavio Paz,Samuel T. Coleridge, T. S. Eliot, Antonio Machado o Charles Baudelaire, por citar unos cuantos. Pero el caso de Paul Valéry resulta excepcional. Pues el francés, representante de la poesía pura, se consideraba a sí mismo un antifilósofo: “En la metafísica, nos dice de joven, sólo hay necedad”. Pero la filosofía, como la respiración, es inevitable. No es algo de lo que se pueda prescindir. Cada cual, lo quiera o no, tiene la suya. Incluso para quienes la niegan, la filosofía les reserva una escuela, de la que Diógenes o Nāgārjuna serían dignos representantes.
Juan Arnau, Paul Valéry, la vanidad del significado, El País 18/01/2023
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Ya les advierto que el escrito pertenece al antiquísimo género literario del maestro quejándose de sus alumnos. De hecho, si buscan en las actas de cualquier claustro de hace diez, veinte, cuarenta o cien años, encontrarán, en esencia, la misma carta. Esto explica parte de su éxito: leer lo ya consabido sosiega a las almas muertas, que diría Gógol.
Pero vayamos a las quejas concretas de este señor, que dice sentirse «como un profesor de instituto» (siendo, como es, todo un catedrático). Se lamenta, por ejemplo, de que sus alumnos universitarios se fumen las clases, copien y se muestren ansiosos por salir… ¡Vaya! ¡No me puedo creer que los estudiantes hagan lo que les es propio desde que inventaron las clases obligatorias o los exámenes! ¡Increíble!
Se queja también de tener que mandar callar. ¡Terrible! Dígamelo a mí, que ahora doy clase a adultos y a profesores, y rajan tanto o más que mis alumnos adolescentes. Más que nada porque en este país se habla por los codos. Y si a este señor solo le murmuran (como dice desesperado), igual es que le falta esa misma resiliencia que echa de menos en sus alumnos. Por cierto (seguro que esto lo sabe): para callarlos no hay nada mejor que ganarse su interés y demostrar un poco de liderazgo, otra habilidad de la que, según dice, carecen sus pupilos (¿Tendrán de quién aprenderla?).
Otras quejas pintorescas de nuestro despechado catedrático son que los alumnos acudan en chándal o leggins a las presentaciones (!), que «se encorven, balbuceen o no fijen la mirada» (cuántos profesores no habré encontrado yo así en la universidad) y, sobre todo, que vayan con el portátil a clase; algo que, si fuera por él, estaría prohibido. ¿Razones? Da dos: (1) que (sospecha que) el alumnado se entretiene con Instagram y cosas así (algo que, por cierto, justificaría prohibirlos también en claustros, conferencias magistrales y sesiones del Congreso), y (2) que «la plasticidad neuronal se desarrolla con lápiz y papel, no con la dictadura de los teclados», hipótesis probablemente similar a la que ya esgrimían los cazadores-recolectores cuando se impuso la pérfida moda de cultivar la tierra...
Ahora bien, la mayor desazón de este profesor proviene de que, según dice, el noventa por ciento de sus estudiantes no solo son malísimos (no saben leer ni escribir, carecen de vocabulario, no saben estar, etc.) sino que no muestran el más mínimo interés por sus clases. ¡Vaya! ¿Y por qué será eso?
Se me ocurren tres opciones. La primera es que sea cosa de mala suerte. No lo descarto: yo llevo los mismos años que este catedrático dando clases, y la mayoría de mis alumnos de Bachillerato leen, escriben (algunos mejor que m… mejor me callo) y se comportan como yo (o mejor que yo) cuando era adolescente. Y en cuanto al apego al móvil y las redes tienen el que tiene todo dios.
La segunda opción es que quizás (es solo una loca hipótesis) este profesor no logre demostrar a sus alumnos el interés objetivo de lo que enseña, o que no haya actualizado sus métodos de enseñanza. Al fin, él mismo dice que está harto de dar cursos para motivar al alumnado y (a la vez) que el alumnado debe venir ya motivado de casa, así que no sé si él mismo está o no muy motivado para aprovechar esos cursos.
Y la tercera opción, y favorita del autor de la carta, es (adivinen)… que la culpa de todo la tienen: (1) los estudiantes, por supuesto; (2) el gobierno y sus leyes, cada vez peores; y (3) el resto del mundo… Porque él, por supuesto, y aun siendo catedrático, no es en absoluto responsable de nada. Por eso, las soluciones que ofrece en su carta son: (1) que la universidad vuelva a ser patrimonio de élites (intelectuales); (2) que trabajen otros (que los alumnos lleguen a la universidad sabiendo ya pensar, expresarse con rigor, hablar en público…); y (3) que el alumnado aprenda que todo depende de su esfuerzo. Un lema, este último, que bien podría aplicarse este profesor a sí mismo. ¡Cambie usted, señor Arias, y el mundo educativo (que tanto le disgusta) cambiará con usted! – le diríamos en plan coach –. Y si ve que no puede – porque el mundo es más grande que sus fuerzas –, no exija semejante insensatez a sus estudiantes, y limítese a enseñarles (cosa que nunca fue fácil) lo que sepa y lo que pueda.
Conocí a Viqui Molins hace ya unos cuantos años. Estábamos firmando libros en un Sant Jordi. O, mejor, estábamos viendo como los firmaba a manos llenas un personaje mediático que estaba en nuestro mismo stand. Me llamó poderosamente la atención el hecho de que muchas personas con las huellas de la mala fortuna en la cara se acercaban a Viqui para saludarla afectuosamente y ella les respondía interesándose por sus parejas o sus hijos, cuyos nombres sabía. Así que le pregunté a qué se dedicaba exactamente. Me respondió que lo suyo era cuidar del mal ladrón. Le pedí que me explicara esta extraña dedicación. "Es fácil -me dijo- cuidar del buen ladrón. Ha tropezado, lo ayudas a levantarse y camina recto y agradecido". "¿Y quién es el mal ladrón?" "Es el que aprovecha para robarte la cartera el momento en que estás ayudándole a vomitar". Me impactaron mucho estas palabras y desde entonces he intentado seguir los pasos de esta monja singular. Le escribí con mucho gusto el prólogo de uno de sus libros, titulado "Dignos de descubrir el mundo".
Sin duda, hacer de abuelo es mucho más fácil que hacer de padre, por la sencilla razón de que el abuelo sabe que hay alguien que ya está haciendo de padre.
Largo paseo por las viñas de Alellla, subiendo y bajando pendientes a muy buen ritmo entre las cepas sin podar. Era preceptivo visitar al primer almendro que florece en El Maresme (véanlo ustedes en la foto) para disfrutar unos segundos de su generosidad floral y llegar a casa antes de que anocheciera.
La vida no es tanto adaptación al entorno como la creación de entornos. El bosque amazónico tiene cierta autonomía y produce la lluvia que necesita. Los árboles, cuando necesitan agua, generan más vapor, que se convierte en nubes y lluvia. Bombean agua del suelo a la atmósfera (la suben y transpiran a través de sus copas). El principio antrópico rige aquí. Vemos el universo en la forma en que lo vemos porque existimos. No es posible dejar al espectador fuera de la ecuación. Cualquier teoría válida sobre el universo tiene que ser consistente con la existencia del ser humano. Una verdad de Perogrullo que ignoran muchos modelos de universo. Lo que es evidente es que, como civilización, hemos perdido la conexión con la naturaleza. Los indígenas nos lo recuerdan. Ellos son sus custodios. El error moderno ha sido suponer que no somos naturaleza o que la naturaleza estaba a nuestro servicio. No hay aquí buenismo ni ingenuidad alguna. Cuidar la naturaleza es cuidarnos a nosotros mismos. Ahora somos el lado oscuro de la naturaleza, la pregunta es si queremos seguir siéndolo.
Juan Arnau, Los rostros del agua, El País 13/01/2023
En los manuales proliferan las pequeñas historias que empiezan y terminan, a veces son cuentos y otras, anécdotas y resúmenes de lo que les sucedió a personas que tuvieron un problema, lo afrontaron siguiendo alguna de sus pautas y vencieron. Como saben, una función de las historias es ayudar a vérselas con lo inesperado. La vida está llena de esta clase de acontecimientos. Tener un bagaje de historias oídas, leídas, debería ayudar a enmarcar lo inesperado cuando suceda y saber un poco más a qué atenerse.
En la región gris abunda lo esperado, está fundamentalmente hecha de lo esperado. Las historias, se dice, son útiles para acompañarnos en esos momentos en que el piloto automático no sirve, pues no se puede seguir con él cuando sucede lo excepcional. La región gris se caracteriza, en cambio, por la ausencia de lo excepcional. El mismo trabajo, las mismas expectativas de un trabajo igual de malo que el anterior o de una larga temporada sin trabajo. La misma casa que se va deshaciendo, o una con la misma falta de luz y un previsible precio aún más alto. Los mismos temores, los mismos deseos. Podríamos pensar que las novelas de aventuras, policíacas, románticas, están hechas para entrenar, siquiera de un modo imaginario, la capacidad de vivir sin piloto automático una vida inesperada, y que, en cambio, se acude a los manuales para entrenar, precisamente, la capacidad de vérselas con lo esperado. Pero el hecho es que, como decíamos, la mayoría de ellos guarda dentro montones de pequeñas novelas condensadas.
A menudo hay que vivir en la región gris porque se echa encima, porque salir de ella no consiste en proponérselo. Algunas personas se lo proponen y parece que encuentran una salida individual. Pueden ser llamadas trepas, oportunistas y, en otros casos, cuando su salida no utilizó a ninguna otra persona como escalón, afortunadas. Ya avisamos desde el principio que nos resulta complicado separar lo individual de lo colectivo. A nuestro modo de ver, la mejor manera de abandonar la región gris es transformarla. Y suele ser un proceso jodidamente lento. Su gran ventaja, sin embargo, es que permite no cargar con la región gris, no ser su soporte. Estamos en ella, de acuerdo, pero eso es diferente de sostenerla. Porque no hemos creado la región gris y no tenemos ninguna obligación de hacer que se sostenga. Aguantaremos nuestro propio peso, nuestras dificultades, pero no nos quedaremos con las que nos echaron encima.
Belén Gopegui, Qué buscamos y qué encontramos en los libros de autoayuda, El País 13/01/2023
Puede haber victorias ilegítimas debidas a fraudes electorales y también puede darse el caso de gobiernos que hagan cosas ilegítimas e incluso que se deslegitimen completamente, aunque para juzgarlo están los organismos competentes, no la oposición, a la que únicamente correspondería en ese supuesto presentar la denuncia correspondiente. En Estados Unidos y Brasil, las autoridades encargadas de supervisar los resultados de las elecciones han acreditado las victorias de Biden y Lula. Las revueltas subsiguientes no son justificables por una trampa que pudieran objetivar en una acusación, sino a la mera insatisfacción con el resultado. Se da la paradoja de que hay en amplios sectores sociales una creciente incredulidad en el funcionamiento ordinario de las instituciones y una desmesurada credulidad ante cualquier explicación conspiratoria. Esta situación pone de manifiesto la naturaleza paranoide de nuestras sociedades, escépticas frente a la normalidad institucional y dispuestas a creerse cosas más increíbles que el hecho de que las cosas funcionen correctamente.
En primer lugar, todo esto no sería posible si no se hubiera producido una perversión de los conceptos y del discurso político. La pretensión de los populistas de hablar en nombre del pueblo les incapacita para aceptar los procedimientos democráticos, establecidos precisamente para impedir que nadie —ni la mayoría triunfante ni la minoría derrotada— lo represente en su totalidad y para siempre. En una democracia, el pueblo es el soberano sí, pero plural, representado parcialmente por los agentes políticos, activo tanto en las mayorías que gobiernan como en las minorías que construyen las alternativas al Gobierno vigente.
En segundo lugar, habría que referirse a una impaciencia que obedece a la aceleración estructural de nuestras sociedades. Antes, con ritmos políticos más lentos, quien perdía unas elecciones sabía que gozaría de nuevas oportunidades en el futuro. Hoy, hemos tensado tanto nuestras demandas de éxito que partidos y electores apenas conceden nuevas oportunidades; al primer fracaso se declara agotado el liderazgo y se lo remplaza. Vivimos en una cultura de la urgencia, de la satisfacción inmediata y las recompensas en el corto plazo que está abreviando despiadadamente la vida política de los candidatos.
Una derivada de esta aceleración es considerar el mandato político como una especie de “última oportunidad” que ha de aprovechar quien gobierna y que debe impugnar quien está en la oposición. Esta prisa explicaría algunos errores de los que han ganado, que gobiernan como si no hubiera un mañana, y de una oposición que actúa confundiendo la construcción de una alternativa con la destrucción de la mayoría gobernante. Se instala así la sensación de que en un mandato electoral se puede hacer cualquier cosa, generando unas expectativas en quien gobierna tan exageradas como los temores de la oposición. Unos y otros parecen desconocer las limitaciones de la acción de gobernar en una sociedad compleja y con constricciones de diverso tipo.
El encarnizado combate político se desliza así con facilidad hacia la descalificación del otro como inelegible, no simplemente como una opción legítima pero peor. El peso de la prueba de la ilegitimidad debería estar en quienes acusan y no en quienes cumplen con la legalidad vigente y han configurado una mayoría suficiente. Por supuesto que puede haber decisiones del Gobierno que se sitúen fuera de la legitimidad constitucional, aunque para declararlo hay órganos competentes, no precisamente la oposición, a la que solo correspondería presentar la correspondiente denuncia. En nuestro caso concreto, creo que la cultura política comenzó a estropearse cuando, sin ningún reproche de los organismos encargados de la vigilancia constitucional, ciertos partidos o gobiernos fueron acusados de actuar al margen de la Constitución (a pesar de que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional acogía en el marco del juego constitucional a partidos que se proponían objetivos políticos contrarios a la vigente Constitución, como la república o la independencia de alguno de sus territorios). El creciente uso del calificativo “constitucionalista” para restringir el radio de los actores legítimos y excluir a otros revela un uso grotesco de las categorías políticas. ¿Qué Constitución es esta que permitiría gobernar contra ella misma? O las críticas de la oposición son exageradas o la Constitución es muy mala y no merece ser defendida...
El primer deber de la oposición es conseguir que la opinión pública perciba como insólito al Gobierno y no le parezca insólito que la oposición pueda arreglar el supuesto desastre. La oposición forma parte del sistema y se neutralizaría a sí misma si pensara o actuara con una lógica similar a quienes actúan fuera de él. Esto tiene un efecto disciplinante para el modo de plantear la confrontación democrática. Una oposición que deslegitima al Gobierno sin ninguna moderación puede terminar careciendo de argumentos creíbles para rechazar las formas injustificables de hacerle frente (como la violencia) y, de paso, situarse fuera de la credibilidad política que necesita para volver a gobernar.
Daniel Innerarity, La oposición al asalto, El País 12/01/2023
Estoy leyendo al inmenso Gracián -que cada vez me parece más grande, más sutil y más agudo observador de la naturaleza de las cosas humanas- y no puedo dejar de pensar en la muchachada podemita. Dice Gracián: "Cuantos más tiernos sus hijos, se los traga Saturno con más facilidad".
Porque no queremos llegar a conclusiones falsas o engañosas.
No queremos engañarnos ni ser engañados.
No queremos ser víctimas de superengaños, es decir, de una metafísica y una Moralidad que nos lleven a dañarnos o a autodestruirmos, a bloquear la "energía de la vida.
El "nombre" en sí mismo, aletheia, implica sólo dos tesis:
La tesis de la independencia: la verdad (el discurso verdadero) dice "las cosas como son" (Crátilo, 385c)
La tesis de la exclusión: la verdad excluye lo falso: si una proposición es verdadera, su negación debe ser falsa e inaceptable (a-letheia, negación de lo oculto).
La noción de a-letheia como no ocultación nos revela las dos tesis. Ellas nos dicen: hay algo oculto que debe ser revelado.
Como tal, a-letheia es un principio escéptico capital. El concepto nace (en nuestra mente como en la historia) justo cuando nos damos cuenta de que lo que creemos muchas veces es falso, o a lo sumo una verdad a medias: surge cuando nos damos cuenta de que tenemos opiniones, y no la verdad.
... necesitamos la verdad porque no queremos que ls mentiras del poder (...) se hagan pasar por verdades Morales y Metafísicas.
Franca d'Agostini, El nihilismo y el juego de la verdad, La maleta de Portbou, nº 56, enero-febrero 2023