"De las 20.000 encuestas realizadas a personas que practicaron el juego de la ruleta rusa, todas ellas respondieron que sobrevivieron al juego. Por lo tanto, como conclusión, el juego de la ruleta rusa es seguro."
Entre los problemas metafísicos por excelencia está aquel al que alude el “Génesis” en uno de los relatos mayormente configuradores de nuestra civilización: la serpiente doblega la prudencia de nuestros primeros ancestros con la promesa de plenitud que resultaría de consumir un fruto de un árbol ubicado junto al de la vida en el centro del Paraíso.
Resulta que la manzana encerraba una promesa de saber, y sabido es Aristóteles, como tantos otros de los grandes del pensamiento y del verbo, erige la exigencia de saber en marca distintiva de nuestra condición. De ahí lo pertinente de recordar (como lo hacía Javier Echeverría en un libro titulado precisamente Ciencia de Bien y de Mal Herder Barcelona 2007) que Eva representa el primer arquetipo de quien “prefirió el conocimiento a la sumisión”, o sea, del filósofo.
Víctor Gómez Pin, El hombre cuenta (XI): ¿Moralidad legitimada por la ciencia o ciencia como corolario de la moralidad?, El Boomeran(g) 11/04/2021
Nada parece mejor para combatir nuestro particular desconcierto que entender los conflictos políticos, primaria o exclusivamente, como asuntos epistémicos, es decir, como cuestiones de saber y competencia; dentro de este marco, los problemas de la democracia se interpretan como consecuencia de la ignorancia de la gente o de la incompetencia de los políticos. La cuestión central sería entonces determinar quién dispone del mejor saber o conocimiento experto, de las cifras más exactas, de la interpretación correcta de los datos, quién es más competente. Los problemas de una política sobrecargada o incapaz se resolverían delegando cada vez más asuntos en el gremio de los expertos. Los conflictos sociales se transforman en conflictos entre expertos de diverso signo y se resuelven en función de la fiabilidad de los datos que esgrimen. La disparidad en torno a valores e intereses es aparcada o no se hace explícita porque se considera que el saber metódico y seguro es un recurso mayor de legitimación. Esta tendencia refleja la nostalgia de una política sin intereses donde todo se resolviera con objetividad, evidencia científica y consenso de los expertos. La política ya no consistiría en organizar mayorías y forjar compromisos para resolver temporalmente divergencias de valores e intereses, sino en identificar quién sabe o es más competente.
Estaríamos de este modo ante una nueva versión del viejo sueño de racionalización de la política, su deseo de despojar a la política de lo político, es decir, de la gestión de intereses en conflicto, la toma de decisiones con un saber insuficiente y el esfuerzo por lograr compromisos sostenibles. Detrás de todo ello está la suposición de que hay un camino directo que va de la evidencia a la política correcta. Se trata de una creencia infundada, ya que nada nos garantiza que el mejor conocimiento conduzca a la mejor política. Es posible disponer de un buen saber experto y hacer una mala política. Que buena parte de las decisiones políticas traten de justificarse apelando a evidencias no quiere decir que se disponga necesariamente de ellas. Y aunque hubiera un saber científico indiscutible, de la constatación científica de unos hechos no se deduce automáticamente una concreta decisión política. ¿Explicaría de algún modo este contexto epistemocrático el fenómeno, en apariencia contrario, de eso que llamamos genéricamente negacionismo? A mi juicio, sí. La resistencia frente a una colonización de la sociedad por parte de la ciencia tiene aspectos muy razonables (contestación a los expertos, precauciones frente a la tecnología… ) y otros inquietantes. Este movimiento nos dice algo sobre la parte sombría de la sociedad del conocimiento. Las teorías de la conspiración y de los llamados “hechos alternativos” son virulentas allí donde datos, números y conocimiento experto desempeñan un papel dominante a la hora de decidir la política correcta.
Daniel Innerarity, Arrogantes y crédulos, El país 12/04/2021
La idea de que los monopolios son malos porque suben los precios y perjudican al consumidor ha sido central en la organización del espacio económico analógico, pero ahora nos encontramos con empresas tecnológicas que bajan los precios —algunas incluso son gratuitas, como Google y Facebook— y son excelentes para los consumidores. Una lectura neoliberal de la competencia (la concentración puede beneficiar a los consumidores) ha desarmado a los poderes públicos frente a la emergencia de una economía digital fundada sobre la ilusión de gratuidad para el consumidor. Con esta lógica no se identifica la causa profunda del problema planteado por los gigantes de internet. Su impacto obedece al carácter de monopolio u oligopolio que han adquirido en tan poco tiempo. La fiscalidad y la regulación de contenidos, por importantes que sean, no son más que los síntomas de la concentración excesiva del paisaje de la economía digital. Su amenaza para la vida democrática no tiene que ver con los precios sino con la concentración de poder, la disposición sobre los datos y el control del espacio público.
La tecnología permite a las empresas recoger, almacenar y explotar un gran número de datos que, una vez cruzados, mejoran la efectividad y constituyen una aportación indispensable para entrenar a los algoritmos. Esta economía de los datos es una economía de la gratuidad adictiva para el consumidor, ya que accede a poderosos servicios sin tener que pagar ningún precio salvo mediante la recogida de sus datos personales y de la publicidad personalizada que las plataformas venden a otras empresas. Se trata, de entrada, de los efectos de red permitidos por estos servicios, cuyo poder de atracción crece en función del número de usuarios cautivos . Si el precio para el consumidor es cero, el enfoque de la política de la competencia por el precio es por ello inoperante.
Daniel Innerarity, Regular la digitalización, La Vanguardia 10/04/2021
“Las prescripciones que debe seguir el médico para curar a su hombre, aquellas que debe seguir el envenenador para liquidarle con certeza, son de idéntico valor”
No se trata de una provocativa “boutade”, sino de un párrafo de la kantiana Metafísica de las Costumbres, uno de los textos más importantes que se hayan nunca escrito en materia de moral.
Supongamos que una persona acuciada por una situación de penuria barrunta el resolverla por cualquier medio, lícito o ilícito, y que tras sopesar los inconvenientes adopta la decisión de desvalijar un establecimiento, una sucursal bancaria por ejemplo. A partir de este momento, tal hecho delictivo será móvil de su voluntad, en términos de Kant “máxima subjetiva de acción”
Naturalmente, hallarse determinado por una máxima, tener una meta a alcanzar, tiene poco sentido si no se está atento a los instrumentos necesarios para la realización efectiva. Si, por ejemplo, nuestro hombre se deja llevar por la abulia, el placer o la pereza, y en lugar de de vigilar cuidadosamente el dispositivo de alarma, se dedica a pasear o acude a un museo, difícilmente alcanzará su propósito. La vigilancia de la alarma, y todas las demás circunstancias análogas, es algo determinado por un fin a alcanzar, y no algo a lo que forzosamente lleva la inclinación del sujeto. En tal medida constituye una suerte de imposición o deber (Sollen en el texto de Kant), una ley o imperativo de la razón.
Aunque desvalijar una institución bancaria sea en general considerado un acto poco edificante, cabe imaginar que las razones últimas del sujeto sí tenían alguna connotación moralmente positiva (la precaria salud de un miembro de la familia, por ejemplo). De ahí que, para aprehender la esencia del imperativo kantiano sea mejor considerar ejemplos indiscutiblemente turbios: un individuo obsesivamente atravesado por una sexualidad no correspondida, decide pasar al acto contra la voluntad de la persona deseada; un sujeto injustamente envidioso es presa de un deseo homicida contra la persona afortunada.
En uno y otro caso, imperativo de la razón es buscar la ocasión y el instrumento adecuado. El violador cabal actuará al amparo de la soledad y el homicida ha de elegir el instrumento oportuno, según la implacable lógica que atribuye idéntico valor a la disciplina que sigue el terapeuta y a la que sigue el asesino.
¿Idéntico valor moral? No ciertamente, pero ello en razón de la diferencia de los fines a los que tales disciplinas se ajustan, y no en razón de su condición de instrumentos racionales para alcanzar los mismos, pues como tales su dignidad está garantizada. Si el envenenador probara con la primera pócima a mano, o el violador actuara a plena luz y ante testigos susceptibles de impedir el acto, cabría hablar de impulso conforme a una inclinación, no de de mediación- distancia- interpuesta por la razón, no de acto cabalmente humano.
Esta diferencia (a la que, con buen criterio, tan atenta está la lógica jurídica) es clave respecto al problema de determinar si ha habido o no responsabilidad, y la dignidad que la responsabilidad conlleva, en el comportamiento. Hasta para alcanzar fines que atentan a lo que un orden social racional exige, hay que usar la razón, la cual impone una ley a la que se subordinan las inclinaciones del individuo: tal es la moraleja de esta reflexión kantiana.
Víctor Gómez Pin, El hombre cuenta (X): moralidad y sometimiento a la razón El Boomeran(g), 31/0372021
Igual que la informática clásica se basa en el concepto de bit (que puede tomar el valor 0 o 1), en la informática cuántica el cúbit (del inglés qubit, quantum bit), es la unidad mínima de información. A diferencia del bit, que solo puede estar en uno de esos dos estados, el cúbit puede encontrarse simultáneamente en los estados 0 y 1. Es como si pasáramos de un interruptor de la luz que la apaga o la enciende, a uno que nos deja tener muchos estados intermedios. Así con 10 cúbits tendríamos 1.024 estados simultáneos y, cada vez que añadimos un cúbit, duplicamos la potencia de cálculo.
Mario Piattini Velthius, Computación cuántica: un salto tan grande como el que hubo entre el ábaco y la informática actual, El País 03/04/2021
La filosofía es formalmente radicalismo porque es el esfuerzo por descubrir las raíces de lo demás, que por sí no las manifiesta y en este sentido no las tiene. No está dicho que la filosofía logre eso que se propone. La filosofía es una ocupación que no vive de su éxito, que no se justifica por su logro. Al contrario: frente a todas las demás actividades humanas, se caracteriza por ser un fracaso permanente y, sin embargo, no haber otro remedio que intentar siempre de nuevo acometer la tarea siempre fallida pero, ¡ahí está!, nunca rigorosamente imposible. Digamos, pues, que en la filosofía el hombre parte hacia lo improbable. Ya esto bastaría para hacer ver que la filosofía es conocimiento pero no es ciencia. Las ciencias no tendrían sentido sin un logro parcial de su propósito. Verdad es que acaso el propósito de las ciencias no es ser, en la plenitud del término, conocimiento sino construcción previa para hacer posible la técnica. Sin entrar ahora formalmente en la cuestión baste recordar este hecho irrecusable: los griegos que inventaron las ciencias no las consideraron nunca como auténtico conocimiento.
Y no se presuma tras esto ninguna idea abstrusa del conocimiento a que solo se llega mediante complicadas lucubraciones en que los filósofos se hayan complacido. Al revés, quiere decir que lo que el hombre de la calle entiende buenamente cuando oye el vocablo ‘conocer’ no es lo que las ciencias se proponen y hacen. Porque el hombre de la calle no entiende las palabras con reservas mentales sino en la generosa integridad de su sentido. Por conocimiento entiende conocimiento pleno de la cosa, integral saber lo que es. Ahora bien, las ciencias ni son ni quieren ser esto. No se proponen, sin más, averiguar lo que las cosas son, fueren estas como fueren, cualesquiera sean las condiciones en las que se presenten, sino, al contrario, parten solo hacia lo probable, inquieren de las cosas no más que lo que es de antemano seguramente asequible pero, a la vez, prácticamente aprovechable.
Por tanto, lo que sí es una idea abstrusa y reclama complicadas lucubraciones es considerar eso que las ciencias efectivamente hacen como conocimiento, puesto que referido a ella el sentido de este vocablo queda gravemente amputado y ortopedizado; en rigor, es un híbrido de conocimiento y práctica. Cierto que las ciencias no consiguen tampoco todo lo que se proponen y su logro es sólo parcial. Pero en la filosofía el logro es total o no es. De modo que las ciencias son ocupaciones logradas, pero no son propiamente conocimiento y en cambio, la filosofía es una ocupación siempre malograda, pero consiste en un esfuerzo de auténtico conocer.
Lo que la filosofía tiene de constitutivo fracaso es lo que hace de ella la actividad más profunda del hombre, duramente, la más humana. Porque el hombre es precisamente un sustancial fracaso, o dicho en otro giro: la sustancia del hombre es su fracasar. Lo que en el hombre no fracasa o fracasa solo per accidens es su soporte animal. Fracaso en cuanto no llega a la raíz, acierto y logro en cuanto mira a todas las demás actitudes del hombre, opiniones, etc. Con ser fracaso –mirada en absoluto– es siempre más firme que cualquiera otra vida y mundo. [...]
La filosofía ha fracasado siempre. Mas en vez de quedarnos aquí, debemos preguntarnos si no es la misión positiva de la filosofía eso que llamamos su fracaso. Porque lo curioso es que en cada época su filosofía no es sentida como fracaso; es la época posterior quien la ve así. Pero la ve así porque ella ha llegado a una filosofía más completa y esta menor integridad o integración de la antecedente es lo que llamamos su fracaso.
Cuando subimos una montaña cada uno de nuestros pasos es la aspiración de llegar a la cima y si el que ahora damos mira hacia atrás le parecen sus congéneres anteriores un fracaso. Cada paso es como el último, aspiración de llegar a la cima y creerse ya en esta. El hombre se cree siempre centro del horizonte y cima del mundo.
José Ortega y Gasset, La filosofía: su radicalidad y su fracaso, elcultural.com 05/04/2021
1) El concepto de ser humano (u "hombre", en sus acepciones inclusivas) es un concepto histórico y contingente del que puede describirse su genealogía en ciertas derivas culturales y sociales. Del mismo modo que nació el concepto de ser humano así mismo desaparecerá como concepto significativo.
2) El humanismo es siempre una forma de metafísica. Metafísica y humanismo se sostienen o caen juntos. El humanismo es el principal responsable del olvido del ser y de la caída en el tedio de la existencia inauténtica.
3) El humanismo es un falso universalismo que olvida que los individuos son configurados por estructuras y dispositivos con potencia creadora: el deseo, el resentimiento, el poder, el lenguaje o el mito. Lo universal son esos dispositivos que asumen modalidades distintas.
4) El humanismo ha sido una coartada para la exclusión de lo Otro, en la forma de quienes no son reconocidos en su humanidad o son considerados simplemente como instrumentos, objetivizados y habilitados para la explotación. El humanismo es la coartada para la destrucción de la Naturaleza y la explotación y opresión de los pueblos.
El discurso de Pico della Mirandola sobre la dignidad humana es interpretado bajo estos argumentos como una exaltación ideológica que desaparecerá o deberá ser hecha desaparecer como elemento activo de la cultura.
El argumento de la especie dañina y excluyente, de la naturaleza violenta del ser humano esconde también un dilema: la apelación a la especie solamente funciona si existe un oculto esencialismo que socava la reivindicación de los derechos de las formas de vida excluidas. La reivindicación de los derechos de la naturaleza, de los seres vivos y la solidaridad de la vida y sus múltiples expresiones, incluidas las variedades humanas no se puede hacer desde cualquier forma de vida sino desde el reconocimiento de la unidad y solidaridad de la vida, pero esta apelación tiene un componente normativo, ideal y exigente que nace del reconocimiento de que la dignidad humana exige la dignidad de la vida. No es sino una forma de humanismo necesaria.Hay en Sócrates una inteligentísima estrategia para retornar a formas políticas aristocráticas en las que el demos recupere su añorada condición de colectivo sometido y silencioso. Esa estrategia pasa por una inversión de la sofrosyne, principio ético que la ciudad democrática había hecho suyo frente a la hybris aristocrática. Para ello, Sócrates reinterpreta el “Conócete a ti mismo” délfico, convirtiéndolo en una consigna contra las pretensiones de participación política del demos.
En efecto, ese “Conócete a ti mismo”, que la tradición dominante se empeña en presentarnos como si del título de un manual de autoayuda avant la lettre se tratase, no es, en boca de Sócrates, sino el modo de indicar al demos su incapacidad para la acción política, pues su modo de ser le incapacita, como ya le ocurriera al Tersites de la Ilíada, para ejercer el gobierno de la ciudad. Quien, perteneciente al demos, se analice a sí mismo, deberá colegir su incapacidad política y, por tanto, abandonar ese campo, reservado exclusivamente a los sabios. De no hacerlo, contravendrá el ideal de sofrosyne y se dejará llevar por una inconveniente hybris.
La sofrosyne, que había sido instrumento para poner límite a los excesos de la aristocracia, se convierte en manos de Sócrates en argumento contra la participación política del demos. En resumidas cuentas, “zapatero a tus zapatos”. De este modo, el gobierno deberá quedar en manos de los mejores, los aristoi, ahora entendidos como los más sabios.
Juan Manuel Aragüés Estragués, Sócrates o el paradigma de la reacción, elsaltodiario.com 06/04/2021
La máquina de Llull estaba cargada de ilusión. Pero aquella máquina, como las de hoy, era una máquina ilusa. Las máquinas no piensan, simplemente calculan. Con frecuencia, en esta civilización contable que habitamos, se confunde el cálculo con el pensamiento. Se dice que el ordenador “está pensando” cuando se quiere decir “está calculando”. El pensamiento genuino tiene siempre algo de creativo y de participativo. Esa creación supone una recreación. Al pensar, nos recreamos, literalmente. No se trata de un mero entretenimiento, sino que en cierto sentido renacemos. Algo parecido a lo que ocurre cuando recordamos algo. Donald Davidson decía que entender una metáfora era tan creativo como inventarla. Es cierto. Ver una cosa en términos de otra, ¿qué otra cosa podría ser la metáfora? Por eso la lectura es tan saludable, porque hace viajar al pensamiento y todo el mundo sabe que los viajes rejuvenecen, nos vuelven a crear. Hay, además, otro factor. El pensamiento genuino surge cuando callan las palabras. Cuando nos detenemos. De ahí que las máquinas, a pesar de lo que diga el marketing ingenieril, nunca podrán pensar, porque ellas, que están hechas de palabras, no saben recrearse (solo reiniciarse). El poeta Paul Valéry ha expresado mejor que nadie esa aspiración silenciosa del pensamiento. “Les hablo, y si han entendido mis palabras, esas mismas palabras están abolidas. Si han entendido, eso quiere decir que esas palabras han desaparecido de sus mentes, han sido sustituidas por una contrapartida, por imágenes, relaciones, impulsiones, y ustedes poseerán entonces con qué transmitir esas ideas y esas imágenes a un lenguaje que puede ser muy diferente. Comprender consiste en la sustitución más o menos rápida de un sistema de sonidos, de duraciones y de signos por una cosa muy distinta, que es en suma una modificación o una reorganización interior de la persona a la que se habla.” Una reorganización interior, esa es la recreación mediante el pensamiento que ninguna máquina podrá lograr. El pensamiento bien entendido, con cierta distancia escéptica y contemplativa, el único capaz de vivificar y renovar las energías.
Juan Arnau, Ramon Llull: máquina fantástica de pensar, El País 09/04/2012
Roberto Gargarella, John Rawls, un siglo del pensador que soñó con la posibilidad de una "sociedad justa", Clarín 25/03/2021
Víctor Bermúdez, ¿Es la psicología de izquierdas?, elperiodicodeextremadura.com 24/03/2021
La falacia del jugador hace alusión al siguiente ejemplo. Una persona lleva apostando toda la noche en el casino y ha sufrido una terrible racha de mala suerte. Como consecuencia, piensa: «Mi próximo lanzamiento de dados será bueno, ya que es muy improbable que saque malos resultados toda la noche». Este razonamiento es falaz porque, para cualquier lanzamiento individual, la probabilidad de obtener dos seises, pongamos por caso, es siempre la misma: 1/36. El número de veces que el jugador haya tirado los dados durante esa noche no influye para nada en la probabilidad de que el siguiente lanzamiento arroje un doble seis.
En la falacia del jugador inversa, un visitante entra en el casino y lo primero que ve es a alguien sacando dos seises. El visitante piensa: «Vaya, esta persona debe haber estado jugando toda la noche, ya que es muy poco probable que tenga tan buena suerte con un solo lanzamiento». Esta conclusión es falaz por la misma razón. El visitante solo ha observado un lanzamiento de dados, y la probabilidad de que ese resultado sea un doble seis sigue siendo la misma: 1/36. El tiempo que el jugador lleve apostando no guarda ninguna relación con la probabilidad de que el lanzamiento presenciado por el visitante arroje dos seises.
Philip Goff, Por qué nuestra improbable existencia no apoya la idea del multiuniverso, Investigación y Ciencia, 19/01/2021
Llegiu escrits sobre Baudelaire en
Baudelaire, el inventor de la vida moderna, El País 27/03/2021
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Hobbes, en dir que l’home era un llop per a l’home, no feia una descripció de les relacions entre els individus, sinó que volia reflexionar sobre la diferència entre l’estat de naturalesa i l’estat civil. Però el pensador anglès sabia una cosa que els seus lectors superficials i apressats han tendit a oblidar: que els humans mai hem viscut de debò en l’estat de natura perquè sempre hem estat animals socials i dotats de paraula.
Pensar l’home com a llop és un experiment mental que ens permet copsar la diferència que hi ha entre viure en una societat, protegits per les lleis, i viure a la intempèrie en la brutalitat. Hobbes va afegir encara una altra cosa. L’estat de natura és també un estat de guerra i de manca de llei. Al contrari del que li fan dir els manuals de filosofia escrits amb poca cura, Hobbes defensà que no és la natura el que dicta la conducta humana sinó que són els humans els qui es creen (o es maquinen) la seva societat i la seva política. Déu i la natura no tenen res a veure en tot plegat... cosa que òbviament no va agradar gaire a l’Església i el va portar de pet a Índex de llibres prohibits... i a convertir-se en pastura de simplificacions abusives.
Quan Hobbes empra el text de Plaute ho fa com un avís, perquè el seu país està immers en una guerra civil i perquè s’adona que la llopada bèl·lica està destruint la vida civil. Al cap i a la fi, si triomfen els llops la vida serà "solitària, pobra, tronada, brutal i curta”, com va escriure al Leviatan. Viure matant i morint no és el destí dels humans, ni el fat irreversible de la natura.
Ramon Alcoberro, Humans com llops?, El Temps 20/03/2021
La palabra Dios ha dejado de ser conveniente, aunque la gramática de algunas frases exige un sujeto. Dios no es nada. Lo divino es todo. Darwin certificó lo primero. Spinoza, Zambrano y Whitehead, lo segundo. Mientras tanto, Nietzsche acuñó la célebre frase. Mucho antes de todos ellos un dominico alemán rescató un viejo mito. Un mito védico que comparten otras culturas. Un mito sencillo. Dios se ha vaciado en la creación. Lo ha dado todo y de él ya nada queda, salvo los trozos dispersos en los corazones de todo lo que vive. Esa es, a grandes rasgos, la visión de Eckhart, que, como era de esperar, escandalizó a su tiempo.Juan Arnau, Maestro Eckhart: Dios no es nada, El País 19/03/2021 [https:]]“No hay noche que no tenga luz, pero está oculta. El sol brilla también en la noche, pero está oculto. Durante el día brilla y oculta la luz de las estrellas. Del mismo modo actúa la luz divina, que oculta las otras luces. Lo que buscamos en las criaturas es todo noche”. (Maestro Eckhart, ‘El fruto de la nada’)
Álex Vicente, Paul Preciado: "A veces, se me olvida que soy un hombre", El País 13/03/2021
La crisis sanitaria no fue consecuencia de ninguna conspiración y su salida no será un acto de magia o brujería. La razón y la libertad son las principales facultades de las que disponemos para entender y gestionar ese contexto limitante en el que nos movemos. Tanto quienes aseguran que esto nos pondrá por fin en la dirección correcta como quienes están convencidos de que volveremos a las andadas se equivocan en un asunto central: los humanos somos seres que estamos continuamente experimentando, que nos adaptamos, que discutimos acerca de la interpretación más adecuada de lo que nos está pasando, que aprendemos, aunque sea mal y tarde, pero que todo eso lo hacemos en un contexto en el que hay elementos de necesidad y de libertad.
La pregunta acerca de si aprenderemos de la crisis no se puede contestar porque esas dos condiciones (la necesidad y la libertad) son muy imprevisibles. Cuáles serán nuestros márgenes de acción, qué nuevos desafíos nos acechan, son cosas que pueden y deben ser anticipadas en la medida de lo posible, pero que no se nos van a desvelar con toda claridad. Y que somos seres realmente libres se acredita en el hecho de que no sabemos de antemano cómo vamos a reaccionar a los acontecimientos que se nos vayan presentado; ni los graves errores que hemos cometido a lo largo de la historia (también de este histórico año) ni los éxitos o las hazañas (que las ha habido en abundancia durante la crisis sanitaria) nos permiten realizar pronósticos seguros. Más aún: en esa indeterminación del futuro reside la grandeza de nuestra frágil condición. No aceptaríamos renunciar a nuestra libertad si esa fuera la condición de un futuro seguro. Lo que hayamos de aprender, hagámoslo en el entorno abierto e indeterminado de la libertad y la democracia, sobre todo porque no se puede aprender de otro modo.
Daniel Innerarity, El conocimiento tras la pandemia, La Vanguardia 13/03/2021
"El monje Guillermo de Ockham, a diferencia de Platón, pensaba que no es necesaria tanta elucubración metafísica, tanto ascenso al mundo de las ideas, y que había que fijarse más en lo material, centrándose en explicaciones que son eficaces en el mundo real", explica González Serrano. "Por eso se dice que le cortó las barbas a Platón", continúa, "porque, de algún modo, le cortó las alas… aunque a ambos filósofos los separan casi quince siglos", ríe. El propio nombre del axioma, acuñado en el siglo XVI, hace referencia a la relación entre ambos pensadores. La simplicidad de la máxima de Ockham "afeitaba como una navaja" las barbas complejas de Platón, quien tenía en cuenta, en su pensamiento, multitud de factores —o entidades— físicos, del terreno de las ideas y, también, matemáticos. Así las cosas, tal y como contaron filósofos posteriores a ambos, la simpleza de Guillermo de Ockham llegó para ejercer de contrapunto a la complejidad platónica.
"La mayor parte de las críticas a la filosofía de Ockham", apunta el profesor, "llegan, precisamente, por pecar de sencilla, por ser insuficiente". Ese 'sencillismo' podría excluir, en muchas ocasiones, por ejemplo, aspectos éticos o morales por no hallarse entre las soluciones más sencillas a un problema. Existen muchos pensadores que se postularon en contra de esa simpleza, si bien es cierto que las teorías anti-navaja más conocidas son las de los filósofos Gottfried Leibniz y las de un contemporáneo del propio Ockham, Walter Chatton, que rebatió al monje opinando algo así como que siempre que fuera necesario añadir un detalle o una perspectiva más para lograr que una explicación fuese completa, habría que hacerlo. Tendía, por lo tanto, a la complejidad. Por su parte, Leibniz contrapone el principio de Plenitud a la navaja de Ockham. Según el alemán, en el universo "ocurrirá todo lo que sea posible que ocurra", por lo que las posibilidades para encontrar una explicación a un enigma o un problema serían infinitas, muy al contrario de lo que propone la sencillez de la navaja de Ockham.
Samuel Martínez, La navaja de Ockham o cómo un monje de la Edad media cortó las barbas al mismísimo Platón, eldiario.es 14/03/2021
Los debates sobre lo ocurrido en 2020 resonarán durante muchos años. Sin embargo, las personas de todos los campos políticos deberían coincidir en al menos tres lecciones principales.
En primer lugar, tenemos que salvaguardar nuestra infraestructura digital. Ha sido nuestra salvación durante esta pandemia, pero podría no tardar en convertirse en fuente de un desastre aun peor.
En segundo lugar, todos los países deben invertir más en su sistema público de salud. Parece algo evidente, pero los políticos y los votantes logran a veces no hacer caso de la lección más evidente.
En tercer lugar, deberíamos crear un potente sistema mundial de vigilancia y prevención de pandemias. En la vieja guerra entre humanos y patógenos, la primera línea pasa por el cuerpo de todos y cada uno de nosotros. Si esa línea se rompe en cualquier lugar del planeta, todos estamos en peligro. Incluso los más ricos de los países más desarrollados tienen un interés personal en proteger a los más pobres de los países menos desarrollados. Si un nuevo virus salta de un murciélago a un ser humano en una aldea pobre de alguna selva remota, en pocos días ese virus puede estar paseándose por Wall Street.
El esqueleto de ese sistema mundial contra la epidemia ya existe bajo la forma de la Organización Mundial de la Salud y otras instituciones. Sin embargo, los presupuestos que lo apoyan son escasos, y es un sistema que casi no tiene fuerza política. Hay que dotarlo con algo de peso político y con mucho más dinero, para que no esté del todo a la merced de los caprichos de políticos interesados. Como he mencionado antes, no creo que unos expertos no elegidos deban tomar decisiones políticas cruciales. Esa tarea debe seguir siendo competencia de los políticos. De todos modos, algún tipo de autoridad sanitaria mundial independiente sería la plataforma ideal para recopilar datos médicos, controlar los posibles peligros, dar la alarma y dirigir la investigación y el desarrollo.
Yuval Noah Harari, Lecciones de un año de Covid, La Vanguardia 14/03/2021
¿De qué asuntos se trata? Y caso de que efectivamente se trate de cuestiones de gran complejidad, que exigen no sólo conocimiento técnico sino potencialidad de discernimiento moral o de valoración estética, entonces surgiría de inmediato una tercera pregunta: Pero, ¿es que hay realmente entes maquinales susceptibles de cumplir tal rol?
Consideremos un caso extremo (no quizás el más problemático): el presidente de los Estados Unidos que en todo momento tiene relativamente cerca el maletín nuclear (Trump al parecer no lo soltó hasta el último día) se ve en la disyuntiva de apretar el botón o no, dada una presunta amenaza se potencia enemiga. Sus consultores le manifiestan carecer de criterio y le dejan efectivamente sólo ante la decisión.
¿Cabe pensar que en última instancia recurre a un ente maquinal convencido de que este tiene criterio a la vez fundado en más acusada percepción de los datos en juego, mayor capacidad de calcular las pérdidas que la acción provoca y asimismo las que ocasionará la inevitable respuesta. Calculará si vale la pena desde un punto de vista militar y asimismo desde el punto de vista económico. Pero hay algo más:
Hemos de suponer que el presidente en cuestión no es un canalla. Palabra esta que dice muchas cosas sin necesidad de recurrir al concepto que subyace, de trasfondo kantiano y sobre el que hemos de volver, avanzando que un canalla es aquel que no tiene reparos en instrumentalizar a los seres de razón, en instrumentalizarlos para su inmediato interés empírico, en no considerarlos como fin en sí.
Estoy pues suponiendo que el interlocutor maquinal del presidente de los Estados Unidos es un ser dotado no sólo de inteligencia computacional sino también de esa segunda modalidad de la razón kantiana que es la moralidad, que solapa en parte aquello que el pensador español Gabriel Zubiri denominaba “Inteligencia sentiente”.
Si supusiéramos que hay un ente maquinal de estas características sería perfectamente imaginable (aun no digo que sería legítimo) que en la soledad de su despacho el presidente de los Estados Unidos depositara en él la decisión final de apretar el botón rojo.
Víctor Gómez Pin, El hombre cuenta (VII): el botón rojo, El Boomeran(g) 05/03/2021
A l’època del racionalisme, proposar que els humans fossin “com amos” de la natura significa bàsicament desposseir Déu de la creació i convertir l’aigua, l’aire i el foc en entitats mesurables i, en conseqüència, dominables. Ser amo és, òbviament, el contrari de ser un esclau sotmès a la necessitat. Per això el programa cartesià incloïa un altre element, que era el de saber ser senyor i usar la raó de forma diguem-ne “racional”. Per obligació divina havíem vingut al món a sofrir penalitats. La tècnica i la raó tenien com a objectiu acabar precisament amb la maledicció. Si els homes són “com amos” (i encara que en molt última instància l’amo sigui Déu) també s’haurà acabat el càstig diví. Treballar amb suor, que era la maledicció divina, tenia un altre sentit quan l’home treballava per a ell mateix i no per al més enllà. El que ens ha fallat és adonar-nos com a espècie que posseir la natura també inclou una obligació, que és vetllar per ella.
Ramon Alcoberro, "Com amos i posseïdors de la natura", El Temps 06/03/2021
Cuando nace y se extiende el humanismo, desde el Renacimiento al romanticismo y la varias formas contemporáneas de utopismo y de existencialismo, lo hace en modalidades distintas que, sin embargo, se caracterizan por dos reclamaciones características:
La primera es la apelación a la humanidad común que hay que reconocer y defender por encima o debajo de las tensiones y, sobre todo, las violencias que nacen de la confrontación identitaria: religiosa, fundamentalmente, nacional, supremacista.
La segunda es la negación a considerar a la humanidad como un género irredento, como una especie nacida en pecado que no podrá salvarse por sí misma a menos que intervenga una voluntad más poderosa, divina o cósmica ("solo un dios podrá salvarnos" afirma el pesimismo). Muchos de los primeros discursos humanistas celebran la raza humana y sus logros, particularmente los culturales.
Fernando Broncano, ¿Quién habla por la humanidad?, El laberinto de la identidad 07/03/2021
Miramos sin ver. Pensamos que deberíamos percibir cualquier cosa que esté delante pero de hecho apenas advertimos una pequeña porción de nuestro campo visual en cada momento. El cableado de nuestras expectativas visuales se encuentra casi por completo aislado de nuestro control consciente. De hecho, los conductores no ven a muchos motociclistas –y se los llevan por delante cuando doblan– porque no están esperando ver motocicletas.
Cuando hablan por celular, los conductores reaccionan en forma más lenta que los semáforos, tardan en hacer maniobras evasivas y en general tienen menos conciencia de su entorno. El problema está en que hablar por teléfono al manejar, pese a que en apariencia no implica ningún esfuerzo, socava nuestra atención, nos distrae más de lo que creemos. Perjudica en forma notable la percepción visual y la conciencia de nuestro entorno. Olvidamos que nuestros circuitos neurológicos para la visión y la atención están construidos para las velocidades propias de los peatones, no para las del manejo. (Christopher Chabris, Daniel Simons)
Cada vez que miramos sin ver, Revista Ñ Ideas, Clarín.com 07/11/2011
No puedo hacer aquí otra cosa que remitir a a los primeros capítulos del “Discurso del Método”, obra admirable tanto desde el punto de vista filosófico como literario, que se lee de corrido y que sigue siendo la más fascinante vía para hacer inmersión en la filosofía. En cualquier caso, lo que precede basta para entender que en esa duda, reflejo de una decepción, que embarga al joven Descartes, reside el soporte del pensamiento y proceder cartesianos, e incluso de todo pensamiento y de todo proceder filosóficos dignos del calificativo: “que para examinar la verdad, es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas una vez en la vida”.
Afortunadamente una vez en la vida dudó Descartes de todas las cosas. Y digo afortunadamente, a fin de resaltar el hecho de que sólo el espíritu atravesado por la duda se halla en esa disposición singular que puede ser calificada de filosófica, y cuya reivindicación es tanto más urgente cuanto que todas las razones que inducían a Descartes a desesperar del sistema de creencias que marcaba su mundo son hoy de rigurosa actualidad.
La sentencia radical de Descartes nos pone en la pista de lo que constituiría una disposición de espíritu susceptible de desembocar en la filosofía. La duda es el mecanismo esencial en la confrontación a la verdad, al menos si por “verdad” entendemos levantamiento del velo en relación a lo que cuenta, es decir, respecto a la condición humana y a las leyes que determinan su entorno:
“Una vez en la vida” cuestionar la marcha puramente inercial de nuestra mente; cuestionar el arsenal de pre-juicios (es decir, de convicciones que no han sido sometidas a la prueba de racional criterio) que defendemos como si se tratara de auténtico elemento vital de nuestro espíritu.
“Una vez en la vida” dejar de considerar incuestionable el sistema de jerarquías sociales en el que estamos inmersos.
“Una vez en la vida” dejar de considerar sagradas las “explicaciones” sobre la “naturalidad” de nuestros ritos, costumbres, sistemas de parentesco o lazos sexuales a ellos vinculados, y correlativamente dejar de considera todo ello como bárbaro cuando nos es ajeno.
“Una vez en la vida” dejar de postrarnos como papanatas ante afirmaciones de los eruditos que nuestro espíritu no haya tenido ocasión de contrastar. Dejar por ejemplo de renunciar a pensar uno mismo sobre las cosas de las que tratan los científicos; dejar así de repudiar el espíritu mismo de la ciencia, haciendo de las proposiciones de esta un equivalente de las proposiciones de la religión; dejar en suma de creer lo que no vimos, so pretexto de que otros, supuestamente infalibles, sí lo vieron.
“Una vez en la vida” dejar de dar por supuesto que hay jerarquía natural entre grupos de humanos por lo que a las capacidades de conocimiento y simbolización se refiere, denunciando el orden social que impone tal jerarquía.
En suma: “una vez en la vida” realmente dudar, y en consecuencia, una vez en la vida enfrentarse a la tarea de intentar “salir de dudas”, lo cual no puede hacerse sin un gesto de propia afirmación, sintiendo que la entera potencialidad de la razón pasa (o al menos pasó un día) por uno. “Uno” al igual que cualquier “otro” (no impedido por una desgraciada mutilación en sus facultades, la vejez o una jerarquía social que lo esclaviza) puede llegar a conocer; ciertamente un conocer limitado a lo que es susceptible de ser conocido.
Pues aun asumida la respuesta cartesiana a la cuestión de quién puede conocer (a saber, potencialmente todo ser de razón, sea cual sea la parcela de lo cognoscible) persiste la cuestión de qué cabe conocer, cuáles son los límites de la razón cognoscitiva. Abismal interrogación a la cual nos dice Descartes, hay que enfrentarse asimismo una vez en la vida: “antes de disponernos a conocer las cosas en particular es necesario una vez en la vida buscar cuidadosamente de qué conocimientos es capaz la razón humana” ( “Reglas para la dirección del espíritu”, 8).
Victor Gómez Pin, El hombre cuenta (V): el peso de la duda, El Boomeran(g) 22/02/2021