Vivimos tiempos descreídos, pero somos muy crédulos. Somos crédulos con la publicidad, con el horóscopo, con informaciones de fake news mientras nos confirme el estado del mundo que nos conviene. Hay cierta desesperación en encontrar un sentido al caos en el que nos encontramos, aunque sepamos que no tenemos ninguna base sólida que lo sostenga. Es curioso porque interesan credulidades temporales, como que la bruja nos diga que voy a encontrar el amor en un mes, que la publicidad nos asegure que el producto que acabamos de comprar nos hará más jóvenes en una semana, que los políticos nos aseguren el país y las aspiraciones que deseamos, y que los medios nos confirmen el sesgo ideológico que arrastramos.
Cuando uno vive con la incertidumbre y no sabe si lo que tiene ahora va a continuar en el corto plazo, es inevitable despertarse pensando que le acechan peligros inminentes. En este contexto, hay un aislamiento y un gran individualismo, que además va acompañado de una falta de confianza en nosotros y en los demás. La promesa es algo concreto, no es abstracto, y se dirige a alguien en particular, pero si no tenemos confianza vamos a caer en la impotencia de repetir: «No puedo prometerte nada», y además también nos va a costar creer en aquello que nos prometen. Como decía antes, hay mucha credulidad, pero creemos muy poco en los otros. Todo esto hace que haya una falta de confianza sobre la repercusión que pueden tener nuestras acciones para cambiar el mundo.
Lucía Tolosa, entrevista a Marina Garcés: "Vivimos tiempos descreídos, pero somos muy crédulos", ethic.es 22/01/2024
Facebook tuvo la capacidad de formar una comunidad grande y dispar sobre algún tema o preocupación compartida ha sido extremadamente significativa. Para bien y para mal. Movimientos sociales como el MeToo o Black Lives Matter no habrían sido posibles sin las grandes redes sociales. Esa es una contribución muy importante. Pero, por supuesto, las redes sociales también permiten la creación de comunidades más dañinas, como QAnon o los movimientos antivacunas. Eso en sí mismo no es culpa de Silicon Valley, por supuesto, pero lo que ahora entendemos es que empresas como Facebook y YouTube diseñaron sus redes sociales para atraer a la gente hacia la versión más dañina y destructiva de este impulso de creación de comunidades, porque es más eficaz para generar compromiso y aumentar sus ingresos.
Las plataformas se han vuelto exponencialmente más eficaces a la hora de mostrar contenidos que te atraigan específicamente. Lo hacen mediante algoritmos muy sofisticados que determinan tus gustos e intereses específicos y te muestran lo que más te atrae. Cualquiera que haya pasado tiempo, por ejemplo, navegando por YouTube ha visto muchos vídeos que responden a sus intereses y que no habría descubierto de otro modo. Pero el problema, de nuevo, es que estos algoritmos han aprendido también que la mejor forma de captar nuestra atención es cultivar y activar las partes más oscuras y destructivas de nuestra naturaleza.
El pecado más grave de las plataformas fue diseñar deliberadamente su plataforma para explotar nuestras necesidades psicológicas innatas con el fin de que pasáramos más tiempo conectados. Cuando empezaron a hacerlo, a finales de la década de los 2000, se dijeron a sí mismos que estaba bien lo que hacían porque conseguir que pasáramos más tiempo conectados sólo podía ser beneficioso para nosotros. Creían que internet sería literalmente la salvación de la humanidad y, por tanto, cualquier cosa que hicieran para que nos conectáramos más era buena. Pero muy pronto quedó claro que la forma más eficaz de hacerlo era amplificando nuestros peores instintos, hacia el odio, la división y la desinformación. Y se volvió tan lucrativo para ellos que los líderes de la compañía deliberadamente ignoraron las consecuencias, incluso cuando sus propios investigadores internos les dijeron que sus productos estaban adoctrinando a millones de personas en el odio racial, las conspiraciones médicas y otras creencias peligrosas.En uno de los pasajes más célebres de la Odisea, Homero nos cuenta cómo Ulises, advertido por la diosa Circe del nefasto destino que aguarda a todo aquel insensato que ose escuchar el hipnótico canto de las sirenas -ser devorado vivo-, ordena a sus marineros que se tapen los oídos con cera caliente mientras a él lo aseguran con cuerdas al mástil. Gracias a este ardid, Odiseo se convirtió en el único mortal que escuchó el canto de las sirenas y vivió para contarlo.
Aunque hoy esta escena es más probable que evoque la saga de Cincuenta sombras de Grey que la guerra de Troya, lo cierto es que apunta a una profundísima a irrefutable realidad de la naturaleza humana: que en el preciso instante de la tentación, si no hemos planificado contra ella con suficiente antelación, no habrá recurso que nos salve de caer en sus garras. Éste es uno de los factores más fundamentales en nuestras vidas. Al menos, con acuerdo a medio siglo de trabajo científico sobre la tentación y nuestra capacidad para resistirla, encabezada por el profesor de la Universidad de Columbia en Nueva York, Walter Mischel.
En los años 60 del siglo pasado, Mischel decidió someter a un grupo de preescolares -hijos de profesores de la Universidad de Berkeley, donde por aquel entonces investigaba- a una tentación digna del propio Homero. La tentación era la siguiente: la niña o el niño se quedarían solos en una habitación sin distracciones con una golosina delante. El científico, que previamente había pasado un buen rato jugando y construyendo una relación de confianza con el niño, le decía que podía comerse la golosina ahora o esperar hasta que éste regresara y entonces tendría dos golosinas. En cualquier momento, el investigador remarcaba, el niño podía hacer sonar una campanilla que traería de vuelta al adulto. A través de un espejo y con videocámara, los científicos observaban el comportamiento del sujeto y medían el tiempo que tardaba en caer ante la tentación o darse por vencido y hacer sonar la campanilla. Este experimento se conoce como El Test de la golosina.
En una época en la que no había imágenes de resonancia magnética funcional, el test de la golosina permitió a Mischel medir un aspecto de la función ejecutiva del cerebro.
El psicólogo describe qué es esta función ejecutiva: «Tienes que tener un objetivo en mente, y también ser capaz de suprimir o inhibir todas las respuestas que te encaminarán a no conseguir ese objetivo y, por último, tienes que poder regular tu atención y tu imaginación para transformar la situación, de una muy difícil a una que te resulte relativamente sencilla».
Resistir la tentación -algo que hemos experimentado todos- es una experiencia bastante nueva en la historia de la vida y sólo es posible porque nuestro cerebro alberga dos sistemas de control opuestos y complementarios. «Tenemos dos caras, el sistema caliente y el frío. El sistema caliente está en la amígdala y el sistema límbico y es muy importante en la regulación del miedo, el hambre, etcétera». Éste es el sistema más antiguo y que compartimos con otros animales. Sin embargo, «el sistema frío se encuentra en la corteza prefrontal, se desarrolló más tarde en la evolución, y es el que nos permite contemplar consecuencias futuras, el que hace posible que mantengamos ese objetivo pospuesto en mente».
En otras palabras, es su sistema frío el que le dice que debe dejar el cigarrillo, o que tal vez obviar el postre hoy le iría bien a su colesterol. Mientras tanto, su sistema caliente no le dice nada, prefiere ocuparse de ponerlo ansioso y salivar con anticipación. Del equilibro entre ambos sistemas depende mucho más que nuestra línea. Mischel siguió a los preescolares hasta que pasaron de la cincuentena y descubrió que cómo actuaron entonces predijo diferencias fundamentales mucho más tarde en sus vidas.
«Encontramos una relación entre la habilidad de postergar la recompensa y cosas como tu índice de masa corporal -una medida que relaciona peso y altura y puede indicar problemas de sobrepeso y obesidad- a los 32 años de edad o con tu habilidad de perseguir objetivos, superar la frustración y persistir aunque sufras derrotas para conseguir finalmente tu objetivo. «Incluso sobre los 40 años podemos ver diferencias en los escáneres cerebrales sobre cómo te enfrentas a la tentación», asegura. En promedio, a mejor función ejecutiva, mejor nivel de educación, ingresos y calidad de vida. Todo por una golosina.
Luis Quevedo, Comer o no comer una golosina, El Mundo 04/05/2015
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Carta a Georges Bernanos[1]
(¿1938?)
Estimado señor:
Por ridículo que resulte escribirle a un escritor que, dada la naturaleza de su profesión, siempre está inundado de cartas, no puedo evitar hacerlo después de leer Los grandes cementerios bajo la luna. No es la primera vez que un libro suyo me conmueve: el Diario de un cura rural es a mis ojos el más bello, al menos de los que he leído, y verdaderamente un gran libro. Sea como fuere, el hecho de que me hubieran gustado otros libros suyos no me daba motivos para importunarlo comunicándoselo por escrito. Pero algo distinto ocurre con el último: yo he tenido una experiencia que se corresponde con la suya, aunque mucho más breve, menos profunda, situada en otro lugar y vivida aparentemente –solo aparentemente– con un espíritu por completo distinto.
Aunque no soy católica –lo que voy a decir, dado que no lo soy, sonará sin duda presuntuoso para cualquier católico, pero no puedo expresarme de otra manera–, lo cierto es que jamás me ha parecido ajeno lo católico, lo cristiano. A veces me he dicho a mí misma que si simplemente se pusiera en las puertas de las iglesias un cartel que prohibiese la entrada a cualquier persona con una renta superior a tal o cual pequeña suma, entonces yo me convertiría inmediatamente. Desde la infancia, mis simpatías han estado dirigidas a los grupos que afirman pertenecer a las capas despreciadas de la jerarquía social, hasta que me he dado cuenta de que tales grupos desalientan por su naturaleza todas las simpatías. El último que me inspiró algo de confianza fue la CNT española. Yo había viajado un poco por España antes de la guerra civil, poco pero lo suficiente para sentir el inevitable amor a sus gentes; había visto en el movimiento anarquista la expresión natural de sus grandezas y de sus defectos, de sus aspiraciones más y menos legítimas. En la CNT y en la FAI había una mezcla asombrosa; cualquiera era admitido y, en consecuencia, la inmoralidad, el cinismo, el fanatismo y la crueldad se codeaban con el amor, el espíritu de fraternidad y, sobre todo, esa reivindicación del honor que resulta tan hermosa entre los hombres humillados; me pareció que quienes llegaban allí movidos por un ideal prevalecían sobre aquellos impulsados por su afición a la violencia y el desorden. En julio de 1936 me encontraba en París. No me gusta la guerra, pero lo que siempre me ha horrorizado más de ella es la situación de quienes se hallan en la retaguardia. Cuando comprendí que, a pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de participar moralmente en esa guerra, es decir, de desear cada día, a todas horas, la victoria de unos y la derrota de otros, me dije que París representaba para mí la retaguardia, y tomé el tren a Barcelona con la intención de alistarme. Eso fue a principios de agosto de 1936.
Un accidente hizo que mi estancia en España fuese corta. Estuve unos días en Barcelona, después en el campo aragonés, a orillas del Ebro, a unos quince kilómetros de Zaragoza, en el mismo lugar por el que recientemente las tropas de Yagüe cruzaron el Ebro; luego en el palacio de Sitges transformado en hospital y después otra vez en Barcelona; en total pasé en España unos dos meses. Salí de allí en contra de mi voluntad y con la intención de regresar. Pero después, de manera deliberada, no hice nada al respecto. Ya no sentía ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era, como me había parecido al principio, una de los campesinos hambrientos contra los terratenientes y contra un clero cómplice de estos, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia.
Conozco ese olor de guerra civil, sangre y terror que desprende su libro; lo he respirado. Debo decir que no he visto ni escuchado nada que alcance el grado de ignominia de algunas de las historias que usted cuenta, esos asesinatos de viejos campesinos, esas juventudes fascistas italianas que hacían correr a los viejos a porrazos. Pero lo que escuché fue suficiente. Estuve a punto de presenciar la ejecución de un sacerdote; durante los minutos de espera, me pregunté si simplemente me quedaría mirando o si me dispararían al intentar intervenir; todavía no sé qué habría hecho si una feliz casualidad no hubiera impedido la ejecución.
Cuántas historias abarrotan mi pluma… Pero se haría demasiado largo contarlas todas; además, ¿para qué? Bastará con una. Me encontraba en Sitges cuando regresaron derrotados los milicianos de la expedición a Mallorca. Habían sido diezmados. De los cuarenta jóvenes que habían salido de Sitges, nueve habían muerto; nos enteramos cuando regresaron los otros treinta y uno. A la noche siguiente se llevaron a cabo nueve expediciones punitivas, y nueve fascistas o supuestos fascistas fueron asesinados en esta pequeña ciudad en la que en julio no había sucedido nada. Entre esos nueve estaba un panadero de unos treinta años, cuyo delito, según me dijeron, era el haber sido miembro de un somatén; su anciano padre, de quien era hijo único, y único sostén, se volvió loco. Otra historia: en Aragón, un pequeño grupo internacional de veintidós milicianos de todos los países apresó, tras una escaramuza, a un joven de quince años que luchaba como falangista. Tan pronto como lo cogieron, temblando al ver morir a sus compañeros junto a él, dijo que había sido reclutado por la fuerza. Lo registraron y encontraron una medalla de la Virgen y un carné de falangista; fue enviado ante Durruti, jefe de la columna, quien, tras explicarle durante una hora la belleza del ideal anarquista, le dio a elegir entre morir o alistarse inmediatamente en las filas de quienes lo habían hecho prisionero, para luchar contra sus camaradas de la víspera. Durruti le dio al muchacho veinticuatro horas para que se lo pensase; pasado el plazo, el joven dijo que no y lo fusilaron. No obstante, Durruti fue en algunos aspectos un hombre admirable. La muerte de este pequeño héroe no ha dejado de pesar en mi conciencia, aunque no me enteré de lo ocurrido hasta más tarde. Y una historia más: en un pueblo que rojos y blancos habían tomado, perdido, reconquistado y vuelto a perder no sé cuántas veces, los milicianos rojos, tras haberlo reconquistado definitivamente, encontraron en los sótanos a un puñado de seres despavoridos, aterrorizados y hambrientos, entre ellos tres o cuatro hombres jóvenes. Y razonaron así: si estos jóvenes, en lugar de venirse con nosotros la última vez que nos retiramos, se quedaron esperando a los fascistas, es porque ellos mismos son fascistas. Por lo tanto, los fusilaron de inmediato, y después dieron de comer a los demás y se creyeron muy humanos. Una última historia, esta de la retaguardia: dos anarquistas me contaron una vez cómo, con otros camaradas, habían cogido a dos sacerdotes; uno fue asesinado en el acto, en presencia del otro, de un disparo de revólver; después le dijeron a ese otro que podía irse. Cuando estaba a unos veinte pasos de distancia, lo abatieron. El que me contó la historia se sorprendió mucho al no verme reír.
En Barcelona, una media de cincuenta hombres eran asesinados cada noche en las expediciones punitivas. Proporcionalmente, eran muchos menos que en Mallorca, ya que Barcelona es una ciudad de casi un millón de habitantes. Además, durante tres días tuvo lugar allí una sangrienta batalla callejera. Pero quizá los números no sean lo principal en este asunto. Lo esencial es la actitud ante el asesinato. Ni entre los españoles ni entre los franceses que habían ido allí a luchar o a darse una vuelta –estos últimos eran casi siempre intelectuales aburridos e inofensivos–, vi yo jamás a nadie expresar, ni siquiera en la intimidad, repulsión, desagrado o incluso desaprobación ante la sangre derramada innecesariamente. Usted habla del miedo. Y sí, el miedo tuvo algo que ver con estos asesinatos; pero donde yo estuve, no vi que tuviese el peso que usted le atribuye. En una comida presidida por la camaradería, hombres aparentemente valientes –vi con mis propios ojos el coraje de al menos uno de ellos– contaron con una sonrisa fraternal cómo habían matado a sacerdotes o a “fascistas” –término este con un sentido muy amplio–. Por lo que a mí respecta, tuve la sensación de que, cuando las autoridades temporales y espirituales colocan a una categoría de seres humanos al margen de aquellos cuyas vidas tienen un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin correr el riesgo de ser castigado o culpado, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a quienes matan. Y si por casualidad se siente al principio un poco de asco, entonces se guarda silencio y pronto se sofoca tal desagrado, por miedo a parecer falto de virilidad. Hay ahí un impulso, una embriaguez a la que es imposible resistirse sin una fuerza del alma que debo considerar excepcional, ya que no la he visto en ninguna parte. Me encontré con franceses pacíficos, a quienes hasta entonces yo no despreciaba, a los que no se les habría ocurrido por sí mismos ir a matar, pero que disfrutaban visiblemente de esa atmósfera impregnada de sangre. Jamás podré tenerles ningún respeto en el futuro.
Semejante atmósfera borra de inmediato el objetivo mismo de la lucha. Porque solo podemos formular el objetivo reduciéndolo al bien público, al bien de los hombres –y los hombres resultan aquí irrelevantes, carecen de valor–. En un país donde los pobres son en su gran mayoría campesinos, el objetivo esencial de cualquier grupo de extrema izquierda debe ser el bienestar de dichos campesinos; y esta guerra ha sido quizá sobre todo, al principio, una guerra por y contra el reparto de tierras. Sin embargo, esos pobres pero magníficos campesinos de Aragón, que tanta dignidad han conservado bajo las humillaciones, no eran para los milicianos ni siquiera un “objeto de curiosidad”. Sin insolencias, sin injurias, sin brutalidad –al menos yo no vi nada parecido, y sé que los robos y las violaciones, en las columnas anarquistas, se castigaban con la muerte–, un abismo separaba a los hombres armados y a la población desarmada, un abismo bastante similar al que separa a pobres y ricos. Ello se manifestaba en la actitud siempre algo humilde, sumisa y temerosa de los unos, y en la desenvoltura, despreocupación y condescendencia de los otros.
Uno parte hacia España como voluntario, con la idea del sacrificio, y se encuentra en una guerra que se parece a una guerra de mercenarios, con mucha más crueldad y menos respeto hacia el enemigo. Podría continuar con estas reflexiones indefinidamente, pero debo ponerles un límite. Desde que estuve en España, he escuchado y leído todo tipo de consideraciones al respecto, pero no puedo citar a nadie, aparte de usted, que, hasta donde se me alcanza, haya estado inmerso en la atmósfera de la guerra de España y haya resistido. Usted es monárquico, un discípulo de Drumont.[2] ¿Qué me importa? Me resulta incomparablemente más cercano que mis compañeros de la milicia aragonesa, esos camaradas a quienes, sin embargo, yo amaba.
Lo que usted dice sobre el nacionalismo, la guerra y la política exterior francesa después de la guerra me ha llegado también al corazón. Yo tenía diez años cuando se firmó el Tratado de Versalles. Hasta entonces había sido patriota, con toda esa exaltación que los niños manifiestan en tiempos de guerra. El deseo de humillar al enemigo derrotado, que entonces (y en los años siguientes) se desbordaba de manera tan repugnante por todas partes, me curó de una vez por todas de ese patriotismo ingenuo. Las humillaciones infligidas por mi país me resultan más dolorosas que las que este pueda sufrir.
Temo haberle importunado con una carta tan larga. Solo me queda expresarle mi profunda admiración.
S.Weil3, rue Auguste-Comte, París (distrito VI)
P.D.: He escrito mi dirección de forma mecánica. Porque, para empezar, supongo que tendrá usted mejores cosas que hacer que contestar a las cartas. Además, pasaré uno o dos meses en Italia, adonde quizá no me llegaría una carta suya, al quedar retenida esta en la aduana.
Notas:
[1] Publicada por primera vez en 1950, en el Bulletin de la Société des amis de Georges Bernanos, e incluida con posterioridad en Écrits historiques et politiques, Gallimard, París, 1960.
[2] Édouard Drumont (1844-1917), periodista, escritor y político católico francés, célebre por su antisemitismo y su nacionalismo.
Este texto forma parte del libro La guerra de España. Textos escogidos, que, con prólogo de Alexandre Massipe y traducción de Luis González Castro, acaba de publicar la editorial Página Indómita.Debemos ser muy cautelosos en la forma en que formulamos nuestras preguntas, ya que la naturaleza de su formulación a menudo impide ciertas respuestas. Cuando todas las respuestas parecen insuficientes, nos corresponde dar un paso atrás y reevaluar tanto la pregunta como su presentación. Esto es particularmente cierto en el caso de las indagaciones sobre la conciencia. Tal cuestionamiento presupone que la consciencia es un fenómeno que existe más allá de la descripción física estándar. Como resultado, queda relegado a ser una ilusión o un mero epifenómeno: si no lo fuera, no sería ajeno al relato estándar. Esto lleva a una conclusión evidentemente absurda. Para salir de este callejón intelectual sin salida, debemos revisar la pregunta original: ¿por qué buscamos comprender la conciencia? La respuesta está en reconocer que la consciencia es una solución defectuosa a un problema inexistente: a saber, cómo es posible que algo (un cuerpo, por ejemplo) experimente otra cosa (un objeto) que es distinta a él. Este problema tiene sus raíces en la suposición de que estamos separados de los objetos que experimentamos, viviendo nuestras vidas dentro de los confines de nuestros cuerpos. Afortunadamente, tenemos la oportunidad de desafiar esta suposición, considerando la posibilidad de que, en el nivel fundamental, no estamos separados del mundo externo, sino que, de hecho, somos uno con él.
El error consiste en buscar la consciencia como una propiedad especial de los sistemas nerviosos, una que, inexplicablemente, les permitiría alcanzar y representar (experimentar) el mundo externo. De hecho, esto es imposible, similar a pedirle a nuestro cerebro que realice un milagro. Muchos se dejan seducir por la idea de que el cerebro puede transformar milagrosamente el «agua» de las neuronas en el «vino» de la conciencia, como escribió una vez Colin McGinn, pero esto es una falacia. Cuando le pedimos al mundo físico que logre lo imposible, no es de extrañar que nunca descubramos cómo podría hacerse. El fracaso no se debe a una falta de inteligencia por nuestra parte, sino, simplemente, a que no se produce. Es imposible. Si exigimos a la naturaleza que realice lo imposible, nunca sucederá. (...)Lo que se necesita, en cambio, es un replanteamiento de la pregunta, uno que no presente la consciencia como un milagro, sino como un reflejo de cómo se estructura y organiza la realidad.
Mi hipótesis, conocida como Identidad Mente-Objeto (MOI, por sus siglas en inglés), es totalmente consistente con los datos empíricos, ontológicamente más coherente que otras hipótesis, y no requiere suposiciones adicionales. Permítanme explicarlo. Hasta el día de hoy, después de 150 años de imágenes cerebrales, no hay evidencia empírica de la presencia de consciencia dentro del cerebro. No sólo nadie ha medido o fotografiado nunca una sensación consciente dentro del sistema nervioso, sino que no se ha encontrado ningún evento neuronal causado o alterado por la supuesta presencia de consciencia. La consciencia, dentro del sistema nervioso, es a la vez invisible y epifenoménica. ¿Cómo podemos seguir creyendo que reside dentro del sistema nervioso?
Ahora, consideremos una experiencia perceptiva común: ver un plátano. Existe un objeto con propiedades que encontramos en nuestra existencia (forma, color, tamaño) y existe nuestro sistema nervioso con propiedades completamente diferentes. ¿Qué encontramos dentro de nuestro momento de existencia: las propiedades del plátano o las del sistema nervioso? Claramente, encontramos las propiedades del plátano. ¿Cuál debería ser entonces la conclusión lógica? ¿Somos uno con el objeto cuyas propiedades forman parte de nuestra existencia, o somos otro sistema físico (el sistema nervioso) que, como por arte de magia, se apropia de propiedades físicas que no tiene? La única razón para pensarnos como el sistema nervioso o localizados dentro de él no es ni empírica ni existencial, sino que está ligada a un prejuicio tenaz: la idea de estar detrás de los ojos y entre las orejas.
La hipótesis de la Identidad Mente-Objeto es similar a la teoría de la Identidad Mente-Cerebro. En este sentido, se alinea epistémicamente con la ciencia. En pocas palabras, la hipótesis postula que en lugar de ser un cerebro que experimenta misteriosamente una serie de cosas, somos las cosas que, a través de un cerebro, producen efectos. No hay nada misterioso en esta definición.
Compárese esta hipótesis con la pesada complejidad de las teorías basadas en postulados enigmáticos u ontológicamente costosos. El enfoque de la Identidad Mente-Objeto es mucho más eficaz y convincente que todos estos. Su único defecto es que nos desafía a descartar la creencia supersticiosa de que la mente reside dentro del cuerpo.
La Identidad Mente-Objeto (MOI) no requiere ninguna modificación de la ciencia o de nuestra visión naturalista del mundo. La MOI simplemente nos pide que miremos a la ciencia y a nuestra existencia sin una suposición: la separación entre nosotros y el mundo, que no es parte de la ciencia; algo que se agregó para incorporar creencias supersticiosas populares pero infundadas en el método científico.
El problema con la IIT (Teoría de la Información Integrada) de Tonioni es que no es ni una teoría científica (basada en postulados no probados e indemostrables) ni una teoría de la consciencia. Permítanme explayarme sobre este último punto. Supongamos, por el bien del argumento, que el cerebro, de alguna manera, construye información integrada, una afirmación que encuentro ontológica y empíricamente dudosa. Pero supongámoslo por un momento. Pregunta: ¿Por qué la información integrada debería poseer las cualidades de la conciencia? ¿Por qué, por ejemplo, un valor de información integrado de 1055 (phi) debería corresponder al sabor del chocolate? ¿Hay algún artículo científico (aunque sea hiperbólicamente especulativo) que explique cómo pasamos de los números de la IIT a las propiedades de la consciencia? Por ejemplo, ¿por qué un determinado valor debe producir la sensación de rojo y otro valor la sensación de wasabi? Nada. Sobre este punto, por qué y cómo la información integrada debería equivaler a una experiencia consciente particular, Tononi y todos sus partidarios han guardado un silencio conspicuo y siempre han permanecido mudos. Por lo tanto, incluso si la IIT funcionara (que no lo hace), no sería una explicación de la consciencia y se remitiría a un misterio adicional. No es que la teoría opuesta, la Teoría Neuronal del Espacio de Trabajo Global, sea mejor. Para ser justos, todas las teorías actualmente aceptadas para la investigación de la conciencia deberían haber sido declaradas pseudocientíficas. Simplemente porque no explicarían nada, incluso si estuvieran en lo cierto.
De nuevo, desde Platón hasta nuestros días, el pensamiento ha sido concebido como una especie de cómputo interno del sistema; una versión computacional del animismo que es completamente injustificada desde un punto de vista naturalista. Esto no significa negar que las máquinas podrían, algún día no muy lejano, de forma similar a cómo lo hacen los cuerpos, formar el mismo tipo de sistema de referencia causal que une un mundo de objetos que llamamos mente. No hay chovinismo biológico por mi parte. Pero esto no sucederá porque la información o los cálculos dentro de un sistema se volverán mágicamente conscientes. Más bien, será porque un sistema físico, natural o artificial, será capaz de ser el punto de coyuntura de un conjunto de eventos y cosas que son uno con una mente.
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, entrevista a Riccardo Manzotti. La hipótesis de la identidad mente-objeto, La máquina de Von Neumann 01/02/2024
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Rousseau |
Camille Vignolle, Rousseau et Voltaire. Deux génies que tout oppose, herodote.net 30/03/2022
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Voltaire |
L'opposition idéologique et personnelle entre Voltaire i Rousseau connaît son point culminant en 1755 suite à la publication par Rousseau de son Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes.
Dans ce texte, il présente l'homme comme naturellement bon mais perverti par la civilisation, exalte l'état de nature originel et voit dans la naissance du droit de propriété la source de tous les maux.
Voltaire lui adresse une lettre remplie d'une ironie féroce :
« J'ai reçu, Monsieur, votre nouveau livre contre le genre humain ; je vous en remercie ; vous plairez aux hommes à qui vous dites leurs vérités, et vous ne les corrigerez pas. Vous peignez avec des couleurs bien vraies les horreurs de la société humaine dont l'ignorance et la faiblesse se promettent tant de douceurs. On n'a jamais employé tant d'esprit à vouloir nous rendre Bêtes. Il prend envie de marcher à quatre pattes quand on lit votre ouvrage. Cependant, comme il y a plus de soixante ans que j'en ai perdu l'habitude, je sens malheureusement qu'il m'est impossible de la reprendre. Et je laisse cette allure naturelle à ceux qui en sont plus dignes, que vous et moi. Je ne peux non plus m'embarquer pour aller trouver les sauvages du Canada, premièrement parce que les maladies auxquelles je suis condamné me rendent un médecin d'Europe nécessaire, secondement parce que la guerre est portée dans ce pays-là, et que les exemples de nos nations ont rendu les sauvages presque aussi méchants que nous. Je me borne à être un sauvage paisible dans la solitude que j'ai choisie auprès de votre patrie où vous devriez être. J'avoue avec vous que les belles lettres, et les sciences ont causés quelquefois beaucoup de mal... » (Aux délices, près de Genève, 30 août 1755). La référence à Genève, ville natale de Jean-Jacques, ajoute à l'ironie du propos.
À quoi Rousseau réplique :
« C'est à moi, Monsieur, de vous remercier à tous égards. En vous offrant l'ébauche de mes tristes rêveries, je n'ai point cru vous faire un présent digne de vous, mais m'acquitter d'un devoir et vous rendre un hommage que nous devons tous comme à notre Chef [...]. Le goût des sciences et des arts naît chez un peuple d'un vice intérieur qu'il augmente bientôt à son tour, et s'il est vrai que tous les progrès humains sont pernicieux à l'espèce, ceux de l'esprit et des connaissances, qui augmentent notre orgueil et multiplient nos égarements, accélèrent bientôt nos malheurs : mais il vient un temps où le mal est tel que les causes même qui l'ont fait naître sont nécessaires pour l'empêcher d'augmenter : c'est le fer qu'il faut laisser dans la plaie, de peur que le blessé n'expire en l'arrachant. Quant à moi, si j'avais suivi ma première vocation et que je n'eusse ni lu ni écrit, j'en aurais sans doute été plus heureux. Cependant, si les lettres étaient maintenant anéanties, je serais privé de l'unique plaisir qui me reste : c'est dans leur sein que je me console de tous les maux ; c'est parmi leurs illustres enfants que je goûte les douceurs de l'amitié, que j'apprends à jouir de la vie et à mépriser la mort ; je leur dois le peu que je suis, je leur dois même l'honneur d'être connu de vous... » (Paris, le 10 septembre 1755).
Camille Vignolle, Rousseau et Voltaire. Deux génies que tout oppose, herodote.net 30/03/2022
“He rebut, Senyor, el vostre nou llibre contra la raça humana; gràcies ; agradarà als homes a qui dius les seves veritats, i no els corregiràs. Pintes amb colors ben certs els horrors de la societat humana la ignorància i la debilitat de la qual prometen tanta dolçor. Mai hem utilitzat tanta intel·ligència per intentar convertir-nos en Bèsties. Vol caminar a quatre potes quan llegeix la teva obra. Tanmateix, com que fa més de seixanta anys que vaig perdre l'hàbit, malauradament sento que em resulta impossible reprendre-lo. I deixo aquesta aparença natural als qui en són més dignes, que tu i jo. Tampoc puc navegar per trobar els salvatges del Canadà, en primer lloc perquè les malalties a les quals estic condemnat em fan necessari un metge d'Europa, en segon lloc perquè la guerra es porta a aquell país, i els exemples de les nostres nacions han fet que els salvatges gairebé tan dolents com nosaltres. Em limito a ser un salvatge pacífic en la solitud que he escollit prop de la teva pàtria on hauries d'estar. Admeto amb tu que la literatura i la ciència a vegades han causat molt de mal...» (Aux délices, prop de Ginebra, 30 d'agost de 1755). La referència a Ginebra, ciutat natal de Jean-Jacques, afegeix a la ironia del tema.
Rousseau:
"Depèn de mi, senyor, donar-li les gràcies en tots els aspectes. En oferir-te l'esquema dels meus tristos somnis, no vaig creure en fer-te un regal digne de tu, sinó en complir un deure i fer-te un tribut que tots devem com al nostre Líder [...] ]. El gust per la ciència i les arts neix entre un poble d'un vici interior que aviat augmenta al seu torn, i si és cert que tot progrés humà és perniciós per a l'espècie, el de la ment i el coneixement, que augmenta el nostre orgull. i multiplica els nostres errors, aviat accelera les nostres desgràcies: però arriba un moment en què el mal és tal que les mateixes causes que l'han originat són necessàries per evitar que augmenti: aquest és el ferro que s'ha de deixar a la ferida, perquè no sigui. la persona ferida caduca en arrencar-la. Pel que fa a mi, si hagués seguit la meva primera vocació i no hagués llegit ni escrit, sens dubte hauria estat més feliç. Tanmateix, si ara fossin destruïdes les cartes, em privaria de l'únic plaer que em queda: és en el seu si que em consol de tots els mals; és entre els seus fills il·lustres on tasto la dolçor de l'amistat, que aprenc a gaudir de la vida i a menysprear la mort; Els dec el poc que sóc, fins i tot els dec l'honor de ser-vos conegut...» (París, 10 de setembre de 1755).Franz de Waals (The Ape and the Sushi Masters Basic Books New York 2001, p.16) formula la pregunta, y da clara respuesta: “¿Cuál es el común denominador de todo aquello que llamamos cultura? (…) A mi juicio no puede tratarse sino de la expansión no genética de costumbres e información”.
“La noción estándar de humanidad conlleva la creencia de que se trata de la única forma de vida que ha realizado la transición del reino cultural, como si un día abriésemos las puertas de una nueva vida. La transición hacia la cultura ha sido sin duda alguna gradual, en pequeñas etapas y no ha sido ni completa (nunca hemos dejado atrás realmente la naturaleza) ni muy diferente, al menos en el inicio del comportamiento observado en otros animales. La idea de que constituimos la única especie cuya supervivencia depende de la cultura es falsa, y el proyecto mismo de yuxtaponer naturaleza y cultura es un grandísimo quid pro quo”.
Víctor Gómez Pin, La disputa sobre la singularidad humana: ¿genética versus cultura?, El Boomeran(g) 11701/2024
Paul Feyerabend (1924-1994), filósofo de la ciencia que preconizó el anarquismo epistemológico, formuló la tesis de la inconmensurabilidad. No es posible comparar dos teorías cuando no hay un lenguaje teórico común. Una idea que vale tanto para las diferentes disciplinas científicas como para diversas teorías dentro de una misma disciplina. Si dos teorías son inconmensurables, entonces no hay manera de decidir cuál es mejor. La idea la recogerá para la filosofía Richard Rorty. Nietzsche no puede refutar a Kant simplemente porque no hablan el mismo idioma. La filosofía, como la ciencia, no avanza por lógica, sino por inspiración.
Feyerabend fue el primero que desmintió la idea, tan difundida entre periodistas y publicistas de la ciencia, de la existencia de un método científico. Sus argumentos son históricos y de sentido común. Los métodos solo funcionan en determinados ámbitos. No hay un método todoterreno y universal, porque las condiciones en las que se llevan a cabo los experimentos siempre están cambiando. No hay un procedimiento único o un conjunto de reglas que presidan todo trabajo de investigación. Las razones para esta negativa son también antropológicas. Los métodos están asociados a formas de vida, tradiciones de conocimiento y recursos económicos y tecnológicos. “La idea de un método universal y estable es tan poco realista como la idea de un instrumento de medición universal que pudiera medir cualquier magnitud”. Los métodos del esquimal no pueden coincidir con los del tuareg. Viven en mundos diferentes. Sus diferencias epistemológicas son las diferencias entre el hielo y la arena. Imaginemos por un momento los métodos de investigación en un planeta gaseoso como Júpiter, donde no es posible poner un pie a tierra. La idea de un método universal es tan provinciana como el imperativo categórico kantiano. Moral es forma de vida. Y las formas de vida son incontables. Reducirlas a una sola ha sido la ambición de todos los imperios que, convencidos de su supremacía, tratan de imponer su forma de vida (no sabemos si por convencimiento o cobardía). Un imperialismo epistemológico que el relacionista (generalmente viajado y sensible a las prescripciones de otros pueblos) no está dispuesto a aceptar. La idea misma de un método en abstracto es un contrasentido. Separar los métodos de los ámbitos y formas de vida es demagogia o, simplemente, degeneración democrática. Frente a esos dogmatismos, el relativismo se alza como la única filosofía posible para una sociedad libre. O mejor, como la única filosofía civilizada. Y algo parecido se podría decir del escepticismo.
La ciencia, cuando es excelente, necesita de todas las virtudes. Sentido crítico y capacidad expresiva, inventiva en los métodos, irreverencia con la tradición, prejuicios y prudencia, honestidad y oportunismo, modestia y codicia, talento matemático y sensibilidad artística. Eso es lo que vemos en los orígenes de la ciencia moderna, en Galileo, Newton y Descartes. Todos ellos se inscriben en una situación histórica compleja, vectores de fuerza, actitudes, instrumentos, ideologías. El buen científico debe parecerse a un buen político, con intuición para captar las dificultades que encontrará su propuesta y con la fuerza persuasiva que permita que sea aceptada. Niels Bohr sería un buen ejemplo. También debe parecerse a un boxeador, ser ágil y detectar con rapidez los puntos débiles de sus oponentes. Newton es aquí el ejemplo. Explica su método recurriendo a tres niveles: fenómenos, leyes e hipótesis, que, como los tres poderes de una democracia, deben estar separados. Las hipótesis no deben mezclarse con los fenómenos ni utilizarse para proponer leyes. Las leyes se deducen de los fenómenos y se explican con ayuda de las hipótesis. Y consigue convencer a todos de la pulcritud del procedimiento que va de la recolección de fenómenos a la elaboración de leyes (como si se pudiera entender un fenómeno sin un marco teórico previo). Todo es, claro está, mucho más complejo. La idea misma del fenómeno o la experiencia puede expandirse tanto que acaba conteniendo cualquier ley o hipótesis.
Feyerabend se hará célebre por desmontar la idea misma de un “método científico”, universal e invariable, un conjunto de reglas que presida toda investigación. No hay una sola regla que no haya sido vulnerada en una ocasión u otra. De hecho, los grandes avances científicos tuvieron lugar cuando algunos pensadores decidieron no someterse a ciertas reglas, consideradas inviolables, y optaron por quebrantarlas. El método científico es un mito, un eslogan propagandístico. Los grandes genios lo han sido precisamente por no ceñirse a los métodos que prescribía su disciplina. “En el ámbito de la vanguardia científica, no hay ningún método ni ninguna autoridad”. La teoría cuántica puso de manifiesto que una concepción del mundo grandiosa y llena de éxitos podía ser falsa. La ciencia siempre progresa a base de catástrofes y revoluciones. Lo que sí que pervive es una confianza en la posición privilegiada de la ciencia. Pero, y esa es la novedad que introduce Feyerabend, una sociedad libre debe tratar a esa fe como a cualquier otro credo. “La sociedad libre permitirá que los adeptos a estas creencias se expresen libremente, pero no les concederá ninguno de esos poderes especiales a los que aspiran”. Un científico no es más que un ciudadano y, cualesquiera que sean sus derechos, éstos deben estar sometidos al juicio de otros ciudadanos, incluidos los que carecen de formación científica.
Una regla elemental de la guerra es destruir al enemigo. “Pero es posible que un guerrero salvaje cuide a su enemigo herido en lugar de dejarlo morir. Su acción queda justificada en el momento en que descubre que establecer vínculos entre culturas rivales conduce a mayores beneficios que la destrucción del enemigo”. Cualquier procedimiento, por ridículo que parezca, puede abrirnos mundos sorprendentes que nadie hubiera imaginado. Mientras que un único procedimiento nos mantiene en una prisión sin que nos demos cuenta. En este punto, Feyerabend es más razonable de lo que parece. La metodología científica no puede desvincularse del estudio de acontecimientos históricos concretos. “La ciencia es mucho más flexible y difícil de lo que los racionalistas suponen. Un científico no solo inventa teorías, también inventa hechos, normas, metodologías y, dicho brevemente, formas de vida completas. Si en la ciencia puede aparecer cualquier forma de razón y no una forma especial de la racionalidad, el argumento según el cual hay que preferir a la ciencia por su método se derrumba”.
Juan Arnau, Paul Feyerabend, el fantasma del anarquismo en la casa de la ciencia, El País 17/01/2024
La palabra deseo viene del verbo latino desiderare, formado a partir de sidus, sideris, que significa astro o constelación. Existen dos interpretaciones radicalmente opuestas de esta etimología. Se puede interpretar desiderare como “dejar de contemplar las estrellas”, lo que remite a la idea de una pérdida, un “desnorte”. El marinero que deja de mirar los astros puede perderse en el mar. El ser humano que deja de contemplar las cosas celestiales puede perderse ante la seducción de las cosas terrenales. A la inversa, podemos entender desiderare como aquello que nos libra de perdernos en consideraciones (siderare), puesto que los antiguos romanos solían entender la sideratio como el hecho de sufrir la acción funesta de los astros. Hemos conservado este sentido lejano cuando decimos que nos quedamos “alucinados” tras una conmoción o una adversidad: nos quedamos inmóviles, incapaces de reaccionar, privados de la capacidad de actuar libremente. Lo que nos pondrá de nuevo en movimiento es de-sidere, el deseo, entendido como motor de la acción, como la potencia vital que nos libra de perdernos a nosotros mismos, sea cual sea la causa.
Lo fascinante es que este doble sentido reaparece a lo largo de la tradición filosófica occidental. Por un lado, el deseo se percibe como una falta y se subraya esencialmente su carácter negativo. Por otro lado, se percibe como un poder y como el principal motor de nuestras vidas. La mayoría de los filósofos de la Antigüedad vieron el deseo como una falta y lo consideraron no tanto como una cuestión sino como un problema: la búsqueda de una satisfacción que, una vez saciada, renace enseguida bajo la misma forma o bajo la forma de otro objeto, condenándonos así a estar insatisfechos de por vida. Fue Platón, el más conocido entre los discípulos de Sócrates, quien mejor teorizó esta dimensión insaciable del deseo humano en forma de falta: “Lo que no tenemos, lo que no somos, lo que echamos de menos: he aquí los objetos del deseo y del amor”. Aristóteles relativiza esta identificación del deseo con la falta y ve en él nuestra única fuerza motriz: “No hay más que un principio motor: la facultad desiderativa”. En el siglo XVII, Spinoza retoma esta idea y la sitúa en el centro de toda su filosofía ética: el deseo es la potencia vital que pone en movimiento todas nuestras energías y, bien dirigido por la razón, es lo único que puede llevarnos a la alegría y a la felicidad suprema (la beatitud).
Deseo-falta que conduce a la insatisfacción y la desdicha y al que conviene poner límites o eliminar… o deseo-potencia que conduce a la plenitud y la felicidad y que conviene cultivar: ¿quién tiene razón? Si nos observamos atentamente a nosotros mismos y a la naturaleza humana, ambas teorías parecen pertinentes y no se excluyen mutuamente. En nuestras vidas podemos experimentar el deseo-falta y el deseo-potencia. Cuando caemos en la trampa de la insatisfacción permanente, la comparación social, la envidia, la lujuria, la pasión amorosa, damos la razón a Platón. Pero cuando nos dejamos llevar por la alegría de crear, crecer, avanzar, amar, desarrollar nuestros talentos, realizarnos a través de lo que hacemos, conocer, damos la razón a Spinoza. Y las cosas son incluso un poco más complejas, ya que el deseo-falta puede también ser el motor de una búsqueda espiritual que conduzca a la contemplación de la belleza divina, mientras que el deseo-potencia puede llevarnos a excesos y a una forma de hibrisdenunciada por los griegos.
Frédéric Lenoir, ¿El deseo nos conduce a la plenitud o a la insatisfacción permanente?, El País 16/01/2024
El sintagma “sentido de la vida” es una invención rigurosamente moderna. En la premodernidad, dicho con un juego de palabras, la pregunta por el sentido no tenía sentido. La premodernidad es una interpretación del mundo en forma de cosmovisión. Lo importante es el todo, es decir, el cosmos. Y el cosmos es una totalidad ordenada y jerárquica de la realidad en la que cada miembro –desde el ángel hasta la piedra– ocupa una posición definida al servicio del conjunto. Dichos miembros están destinados a ocupar la posición que les corresponde por naturaleza. De ahí el concepto de la Naturaleza como libro, tema al que Blumenberg dedicó un amplio y razonado estudio: La legibilidad del mundo. Hay que saber leer los mensajes de la Naturaleza para aprender la lección que enseña sobre la específica naturaleza humana. Solo el hombre posee libertad para negarse, lo que le llevaría a la desdicha; en cambio, cuando ocupa su lugar predeterminado, entonces es feliz. Ese es el sentido de la antigua eudaimonia: cumplir con la función asignada al hombre en el orden cósmico para contribuir a la felicidad general. La pregunta por el sentido de la vida individual no es pertinente en esa época y a nadie le interesa, ni siquiera a uno mismo, porque la única felicidad que cuenta es la del cosmos, a la que cada uno contribuye cumpliendo su papel. El sentido es evidente, por lo que nadie se pregunta por él.
Todo cambia con el advenimiento de la subjetividad moderna. La modernidad comienza cuando un miembro de ese todo antiguo, el hombre, se desgaja del conjunto y se constituye en una nueva totalidad autorreferente. El yo es el nuevo centro del mundo mientras el mundo de la objetividad anterior decae como explicación convincente. ¿Y qué ocurre entonces? Que ese sujeto moderno se descubre a sí mismo poseedor de una dignidad incondicional, fin en sí mismo y nunca medio, lo que le hace semejante a los ángeles; pero, de otro lado, descubre también que está abocado a ser cadáver algún día, esa escalofriante cosificación del ser humano, contraria a su dignidad, que lo hace semejante a los insectos. ¿Cómo es posible este doble destino antagónico de ángel e insecto? Y por primera vez en la Historia resuena la cuestión modernísima del “sentido de la vida”, que se refiere a qué sentido tiene que el sujeto sufra este nihilismo final que desmiente la excelencia sustantiva de partida y parece sustraer finalidad a la vida individual en cuanto tal. Justo cuando se pierde la evidencia objetiva del sentido, asoma la nueva pregunta: ¿Para qué vivir?
Y la respuesta al sentido de la vida no puede ser teórica, como si se tratara de una fórmula matemática o la fórmula de la coca-cola. La respuesta es práctica. Se resuelve en acción, viviendo, no cavilando. Está en el placer de ser buen tenista, un buen alfarero, un buen anestesista. Pues bien, hay un placer en simplemente ser hombre o mujer, de serlo de manera excelente. Si hemos de formar parte de la comedia de la vida, hagamos un buen papel en ella. Y, para conocer ese papel, nada como volver a leer el libro al que te refieres, escrito no con las letras de la naturaleza, como en la premodernidad, sino de las letras inscritas en nuestra experiencia.
Javier Gomá, Jugar o el sentido de la vida, Letras Libres 01/01/2024
La democracia no es algo que podamos dar por sentado. Siempre ha sido una situación excepcional. Siempre requiere una reflexión constante, una autorreflexión. Si no reflexionamos sobre nosotros mismos, no tendremos democracia. La naturaleza de la democracia es que somos capaces de autocorregirnos. Pero si pensamos que la democracia es un proceso que sobrevive por sí solo, entonces ya nos hemos olvidado de lo que se trata, que es de autocorregirse.
Creo que, en los últimos 30 años, la gente se convenció de que la democracia era un mecanismo. Y no es realmente un mecanismo. Es más un compromiso existencial cotidiano. No es algo que esté a nuestro alrededor. Es algo que tenemos que hacer. Es una actividad. Y creo que una de las causas del clima democrático es que lo hemos olvidado. La democracia es algo que tenemos que hacer.
Andrea Rizzi, entrevista a Thimothy Snyder: "Es un tabú decirlo, pero nos estamos volviendo menos inteligentes", El País 21/01/2024
A juzgar por la miríada de procesos automáticos en que nos vemos inmersos desde que suena el despertador, uno afirmaría que la vida no es ni juego ni apuesta, precisamente. Y, sin embargo, hay algo de verdad en eso de que la vida es juego. Pero no la verdad de la excepción antropológica (¿cómo va a ser el animal humano un homo ludens si hasta los perros juegan a perseguirse y a mordisquearse entre ellos?), sino la verdad de la metáfora absoluta, por decirlo en términos de Blumenberg, al que muy oportunamente citas. Por eso el proverbio “la vida es juego” es verdadero. ¿No es una de las características del jugar que es un hecho con sentido por sí mismo? ¿Y no es a una vida con sentido a lo que aspiramos?
Dice el Corán que la vida es juego y pasatiempo, y a mi juicio dice la verdad. Porque la vida es juego si y solo si entendemos el juego como pasatiempo y no como agón. El tiempo pasa y, a la vez, pasa de todo. El juego entendido como deporte organizado y profesional atañe solo al aspecto técnico de la vida humana. No en vano a los entrenadores se les llama técnicos. Sobran los malos jugadores, que solo aceptan juegos en los que ganar significa ganancia y acumulación de bienes, y escasean los buenos jugadores, sabedores de que la vida es poiesis antes que techne.
Hace unos meses, un célebre youtuber vino a recordar a sus seguidores, en un tono tan severo como displicente, que la vida “no es un juego”. Parecía querer decir que las consecuencias se pagan caras. Pero la ruleta rusa, por ejemplo, es un juego con todas las de la ley, y nadie se atrevería a negar el peligro que acarrea.
Como bien dices, la respuesta al sentido no puede ser la razón abstracta. El racionalismo, al fin y al cabo, es otra forma de tomar la parte por el todo. El crisol en que se refunde la sabiduría es la experiencia y, si es válido el recorrido experiencial cuando se circunscribe a una única persona, tanto o más valiosa es la experiencia colectiva, decantada secularmente en aquello que Chesterton llamaba “la democracia de los muertos”. La luz de los filósofos ilustrados cegó el entendimiento de generaciones enteras, para las cuales razón y tradición se batían en un agónico duelo a muerte. ¿Hace falta recordar a estas alturas que la razón es razón vital y es razón histórica? La razón trascendental está encarnada en la vida y se despliega en el acontecer de la historia.
Jorge Freire, Jugar o el sentido de la vida, Letras Libres 01/01/2024
Cuando los habitantes de las 13 colonias se movilizaban en la década de los setenta del siglo XVIII para independizarse de la lejana tutela de Gran Bretaña, la atmósfera que entonces se respiraba en sus calles estaba cargada de ideas, de argumentos, de debates. Miraban con curiosidad e interés a la Grecia clásica, donde había nacido la democracia, y recogían de los ilustrados el afán por servirse de la razón para resolver sus asuntos públicos. En Los orígenes ideológicos de la revolución norteamericana, Bernard Bailyn cuenta que, en lo que todos estaban de acuerdo, era en “la incapacidad de la especie, de la humanidad en general, para dominar las tentaciones inspiradas por el poder”. ¿Qué mundo nuevo era el que querían crear? Uno en el que “se desconfiara de la autoridad y se la mantuviese en constante observación; donde la posición social de los hombres derivase de sus obras y de sus cualidades personales, y no de diferencias conferidas por su nacimiento; y donde el empleo del poder sobre las vidas de los hombres fuese celosamente guardado y severamente restringido”.
Tener la facultad de elegir a los propios gobernantes, pero al mismo tiempo controlar el poder. El plan de la democracia era que los propios ciudadanos pudieran gobernarse (elecciones, separación de poderes, respeto a las minorías, etcétera), no que viniera alguien desde fuera con una verdad trascendente para que los ciudadanos simplemente le dieran el amén con su voto. A la manera de Trump con su inmaculada verdad de una América grande de nuevo: la nación (ay, ¡la nación!). Lo escribió José María Ridao en La democracia intrascendente: “Somos nosotros quienes decidimos acerca de la verdad, nosotros quienes a partir de esa verdad fundamos un orden, y, conscientes de no disponer de una instancia exterior en la que justificar una conducta o de la que reclamar una sanción, nosotros quienes debemos responder de las consecuencias de esa verdad y de los límites, o los excesos, de ese orden”.
José André Rojo, La democracia pisoteada, El País 25/01/2024
Pasamos mucho tiempo en línea. Perdemos la fricción real, y también perdemos la capacidad de hacerlo suavemente. El aprendizaje no es solo informativo. El aprendizaje implica un poco de incomodidad cognitiva. Toparse con cosas que nos sorprenden, que nos resultan difíciles. Pero aprendemos de ellas. Y la IA nos las quitará. Sin incomodidad, no hay aprendizaje. Y por eso me preocupa esto. Esto es algo que es un poco tabú decir, pero me preocupa que nos estamos volviendo todos cada vez menos inteligentes. Y nuestra actitud defensiva al respecto, para mí, es la señal de que nos hemos vuelto menos inteligentes. Si nos volviéramos más inteligentes, seríamos más capaces de aceptar las críticas. Pero a medida que nos volvemos menos inteligentes, también nos ponemos más a la defensiva por ser menos inteligentes y se convierte en un tabú.
Andrea Rizzi, entrevista a Thimothy Snyder: "Es un tabú decirlo, pero nos estamos volviendo menos inteligentes", El País 21/01/2024
Los humanos somos seres tecnológicos. Inventamos tecnología, pero esta a su vez nos inventa: desarrolla nuestros gestos, reconfigura nuestro sistema central nervioso… Y la evolución tecnológica va mucho más rápido que la biológica. Antes de la revolución industrial, el artesano tenía una serie de herramientas, que podía organizar. Con la Ilustración llegaron fábricas más grandes, pero la gente aún trabajaba manualmente. Con la revolución industrial, Marx describió las máquinas autónomas: los trabajadores ponen material al inicio y recogen el resultado al final. Sus cuerpos no son usados como antes, pierden su conocimiento. La máquina es pura externalización de la inteligencia, pero el humano no sabe cómo tratarla: es una de las fuentes de la alienación. Ahora confrontamos un tipo de máquina que es casi biológica, y digo casi. Viene del desarrollo de la cibernética, propuesta en los años cuarenta: las máquinas se ajustan a sí mismas, son reflexivas.
Josep Catá Figuls, entrevista a Yuk Fui: "No podemos dejar que la razón económica y el individualismo dominen el uso de la tecnología", El País 25/01/2024
La nueva ley europea de Inteligencia Artificial (IA) prohíbe los sistemas automáticos y remotos de reconocimiento biométrico, una tecnología racista, clasista y propensa a cometer errores, con excepción del contexto migratorio y policial.
Y nos preocupa la IA. Europa acordó esa primera ley de IA en noviembre, poco después de que Joe Biden emitiera una orden ejecutiva para someter su desarrollo a la seguridad nacional. El partido comunista chino prohibió entrenar modelos con contenidos que promuevan “el terrorismo, la violencia, la subversión del sistema socialista, el daño a la reputación del país” y acciones que “socavan la cohesión nacional y la estabilidad social”. Reino Unido reunió a 20 países en la primera Cumbre Internacional de Seguridad de la IA. Todos quieren controlar los usos y prevenir peligros que sólo existen en la fantasía colectiva propagada por los ejecutivos de las grandes empresas y la ciencia ficción. Pero nadie quiere contener el verdadero peligro: su rápida, aparatosa, sedienta e inflamable expansión.
El cuerpo de la IA es insaciable. Sus enormes infraestructuras de almacenamiento y procesamiento masivo crecen como una bacteria interplanetaria, metiendo sus gordos tentáculos en todas las fuentes de agua, energía, minerales y procesos administrativos y cognitivos disponibles. Come de todo: minas y salinas, plantas eléctricas, instalaciones nucleares, granjas solares, pueblos indígenas, estudiantes dispersos, periodistas estresados, poblaciones empobrecidas por la guerra, la sequía, el capitalismo y la globalización. Norteamérica aumentó un 25% su construcción de centros de datos, eso sin contar con los hiperescaladores: Google, Amazon, Meta y Microsoft. El CEO de Nvidia, el dealer de chips de alto rendimiento, calcula que van a gastarse mil millones de dólares en la expansión de una infraestructura capaz de alterar gravemente el precio y el suministro del agua y la electricidad. Eso tendrá consecuencias predecibles en el precio de la luz, la calefacción y el aire acondicionado, el transporte, los alimentos y el resto de la cadena productiva. Crece más rápido que las fuentes de energía sostenibles. Bebe más agua que la población mundial. Todas estas paradojas no son los síntomas de un brote psicótico colectivo ni los síntomas del declive cíclico e inexorable de la civilización occidental. Tampoco son los defectos del capitalismo. Son parte indispensable de su plan.
“El capitalismo es una máquina de inseguridad, aunque rara vez lo percibimos de esa manera”, escribió Astra Taylor en mayo de 2020 en la revista Logic Magazine. “Junto con las ganancias, los bienes de consumo y la desigualdad, la inseguridad es un producto fundamental del sistema. No es un subproducto incidental ni una consecuencia secundaria de la concentración de la riqueza; es una de las creaciones esenciales y habilitadoras del capitalismo”. La seguridad social favorece la empatía, la solidaridad entre vecinos y la colaboración. Favorece la ambición intelectual y espiritual sobre la económica y una interpretación generosa del mundo. Son valores en conflicto contra los principios fundamentales del sistema capitalista, como la competencia, la exclusión y la individualidad.
La máquina de inseguridad empieza 2024 habiendo metido muchos goles: la crisis medioambiental, la crisis mediática, el desencanto con la política. Las campañas oscuras de las plataformas digitales y la máquina de hechos alternativos de la inteligencia artificial. No es un buen año para que más de 3.500 millones de personas de unos 70 países salgan a votar.
Marta Peirano, Por una interpretación generosa del mundo, El País 02/01/2024
Galileo, en una obra titulada El ensayador, que cumple ahora 400 años, dice una frase que marca el inicio de la ciencia moderna y del culto al dato. “La naturaleza habla el lenguaje de las matemáticas”.
Descartes remata la apuesta asegurando que, si una ciencia quiere ser ciencia, tiene que ser matemática. Y con ese postulado se inicia la Revolución científica, que va estar dominada por la Física de Newton.
El dato no es algo neutral, sino algo “cocinado”. No es algo que está ahí fuera, sino que depende de nuestras intenciones. Esta es la conclusión a la que llegará el físico danés Niels Bohr con el principio de complementariedad: la naturaleza puede hablar muchos lenguajes, de hecho, hablará el lenguaje que le propongamos. Si le preguntamos matemáticamente, responderá con el lenguaje matemático. Si lo hacemos poéticamente, responderá con el lenguaje de la poesía. Lo mismo puede decirse del lenguaje de la química, la biología o el arte.La naturaleza es poliédrica. Esa es su magia. Pensar que hay un lenguaje privilegiado, que nos dice lo que ella es, esa es la superstición moderna. La matematización es una opción que tomó la civilización occidental y que ahora culmina con el culto al dato. Peor para tener un dato hace falta un instrumento de medida. Para tener un instrumento hace falta una teoría. Y para tener una teoría (nueva o revolucionaria) hace falta la imaginación creativa de un genio, de un investigador brillante. El dato es el producto final de todo ese proceso, que arranca con la imaginación.
La lucha por el estatuto de lo verdadero es tan antigua como la filosofía. Pero ahora las armas ya no son el talento narrativo, la persuasión o la habilidad dialéctica, sino los robots. Los razonamientos se han transformado en toneladas de datos. Lo cuantitativo predomina sobre lo cualitativo. Los datos sepultan la creatividad, son un aserto irrebatible, de corte absolutista, que prohíbe la excepción y no deja respirar a quien no se ajusta a ellos.
Juan Arnau, La erótica del dato conduce a la robotización de las personas, El País 01/01/2024
Estamos asistiendo a un profundo giro histórico. Durante la mayor parte de los dos últimos siglos, la izquierda se ha identificado con la ciencia y contra el oscurantismo; hemos creído que el pensamiento racional y el análisis sin miedo de la realidad objetiva (tanto natural como social) son herramientas incisivas para combatir las mistificaciones promovidas por los poderosos. […] El reciente giro de muchos humanistas académicos y científicos sociales «progresistas» o «de izquierdas» hacia una u otra forma de relativismo epistémico traiciona esta valiosa herencia y socava las ya frágiles perspectivas de una crítica social progresista.
La estructura del libro se puede dividir en dos parcelas o movimientos propios de las tácticas bélicas: la defensa y el ataque, en ese orden. Y pueden estar pensado: «Pero ¿no son ellos los primeros en tirar beef? ¿A qué viene la defensa?». Lo cual demostraría que han jugado poco al Age of Empires o a cualquier otro videojuego de estrategia en tiempo real. No vamos a juzgarles, siempre están a tiempo de enmendar ese despropósito. Recuerden entonces que las murallas y las torres lo son todo. Sokal y Bricmont se adelantan a la posible puesta en duda de la necesidad de ese libro. Es necesario, dicen, por la mella que los planteamientos relativistas están dejando en el modo de percibir la ciencia, reducida a un mito, un relato más para explicarnos el mundo, tan válido, supuestamente, como las explicaciones religiosas, las supersticiones o las fábulas. La base de ello está en que el relativismo epistémico-cognitivo pone en entredicho la capacidad humana de acceder a un conocimiento verificable por medio de los sentidos, incluso que exista algo así como la verdad o la realidad con independencia del contexto. Todo queda reducido a ficciones, al terreno de la subjetividad y a las construcciones del lenguaje.
Lo peor de esto (y aquí empieza el ataque) es que las élites intelectuales, responsables de predicar tales propuestas antirracionalistas, insertan vocabulario propio de las teorías científicas (literal) como si se tratase de una simple metáfora (literaria) susceptible de cambiar su significado según el objeto con el que se relacione. Extrapolan, por ejemplo, los teoremas de incompletitud de Gödel a un análisis sobre el lenguaje poético (Kristeva), o a una hipótesis sobre la organización de los grupos sociales con el fin de desvelar el «secreto de los infortunios colectivos» (Debray); recurren a los números imaginarios para hablar de falos (obviamente, Lacan) y a «una extraña mezcla de fluidos, psicoanálisis y lógica matemática» para ahondar en los problemas del goce femenino (Irigaray). O inventan términos que pueden llegar a parecer científicos, aunque nadie sepa lo que son, como el «hiperespacio de refracción múltiple» (Baudrillard), y confunden la teoría de la relatividad con el relativismo cognitivo (Bergson, Jankélévich, Merleau-Ponty, Deleuze).
¿Por qué lo hacen? Porque tienen una «profunda indiferencia, o incluso desprecio, por los hechos y la lógica», porque divulgan sobre materias que conocen superficialmente, porque han desplazado a la razón cediéndole su lugar a la pura intuición. Porque confunden oscuridad con profundidad. Según los autores de Imposturas intelectuales, estos filósofos franceses hablan así para que no se les entienda, pero sin perder en ello ni un ápice de su estatus intelectual, porque adoran los argumentos de autoridad para evitar justificar el salto de fe que realizan desde las matemáticas y la física a lo político, lo sociológico y lo metafísico. Porque representan la adaptación al siglo XX del cuento del emperador desnudo al introducir conceptos vaciados de significado.
Ana Rosa Gómez Rosal, Qui est ce putain de Sokal? (¿Quién coño es Sokal?), jotdown.es 28/12/2023
Estamos hechos de esperanza y horror por nosotros mismos, de principio y fin, de alba y crepúsculo, y también de noche, magia, memoria, deseo y fantasmas. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos. Y eso que desde el principio los occidentales nos imaginamos ser arte-factos, juguetes feroces con alma, creados por un dios artesano e inmaterial que se aburría, no fuera cosa que nuestra especie, sin la esperanza de un cielo ni el temor al diablo, sin ética ni metafísica para consolar la muerte, acabara devorándose a sí misma.
Después fue la metáfora de un dios relojero, y Descartes creyó que el humano era una máquina que piensa, a diferencia de la bête-machine sin conciencia y de la máquina artificial que ni siente ni piensa, mientras diseccionaba cadáveres buscando en la glándula pineal la residencia del alma inmortal, “algo —decía— extremadamente raro y sutil como un aliento, una llama o un éter”. En 1748 le replicó el pre-sadiano La Mettrie con El Hombre Máquina, afirmando que el alma, el pensamiento, no era más que un producto perecedero de la maquinaria corporal. Hoy, quienes aún separan cuerpo (software) y mente (hardware), sostienen que lo que llamábamos alma es un flujo y procesamiento de información que no tiene por qué asemejarse a la conciencia humana.
El impacto de la rápida evolución de la Inteligencia Artificial recuerda al generado por Darwin, cuando anunció que descendíamos del mono en el preciso momento en que máquinas cada vez más complejas alteraban de forma decisiva la vida cotidiana. Lo humano ya no podía ser definido sólo a partir de lo que nos distinguía del resto de seres vivos, de nuestras ficciones, monstruosas o espirituales, o de los autómatas mecánicos.
Si el ser humano había evolucionado desde la materia sin conciencia, «¡mira —decía Samuel Butler en 1871 en Erewhon—los avances que han logrado las máquinas en los últimos mil años!», Y se preguntaba: «¿No puede el mundo durar veinte millones de años más? Si es así, ¿en qué se convertirán al final? ¿No es más seguro cortar de raíz el problema y prohibirles seguir avanzando?». Butler temía que una nueva especie de máquinas autoconscientes, emancipadas y capaces de autorreproducirse, acabaran esclavizando o sustituyendo a la frágil especie de sus creadores, incapaces de vencer el tiempo, la maldad, la enfermedad o la muerte. Si el juguete humano dotado de conciencia se había rebelado contra los dioses y los había enviado al exilio, ¿no podían hacer lo mismo las nuevas especies? A no ser que fuera una ironía, como en la sátira de Heinrich Heine en la que un autómata persigue por toda Europa a su inventor, implorándole: «Give me a soul!, give me a soul!». El romántico alemán, que había leído a Mary Shelley y a Jean Paul, se burlaba del pensamiento mecanicista inglés, pero sobre todo expresaba la angustia de una Humanidad convertida en un enjambre de máquinas sin libertad y una vida vacía de sentido.
No han transcurrido veinte millones de años y Elon Musk piensa que «la Humanidad es el gestor biológico de arranque (biological bootlader) de la Superinteligencia Artificial». Los oligarcas tecnológicos se creen dioses que, como las divinidades del Olimpo en la Ilíada, juegan a su capricho con los juguetes humanos. Musk ayuda e impide a la vez que los ucranianos ataquen a la flota rusa de Crimea, Putin interviene en las elecciones norteamericanas y multitud de agencias privadas y estatales (chinas más que las de Silicon Valley) tienen acceso a un banco incalculable de datos privados para comerciar, vigilar y determinar opiniones, comportamientos y decisiones que los afectados adoptan creyendo que nacen de su libre albedrío, pues es sabido que la mejor manera de predecir comportamientos es inducirlos, determinarlos sin que lo parezca.
Lo que causa pavor no son las máquinas superinteligentes, espirituales o híbridas —tengan apariencia humanoide o transferido el cerebro al cuerpo mecánico de un computer—, ni siquiera la impunidad con la que multimillonarios, grandes corporaciones o gobiernos utilizan a su antojo ingeniería genética y tecnología de (des)información, sumisión y control, de manera más devastadora que religiones o ideologías totalitarias del pasado.
A mí me preocupan más los tecnoliberticidas del pensamiento, la maquina de descerebrar. Si no es realista desmilitarizar unilateralmente la tecnociencia, porque, según el dilema de Oppenheimer, «si no lo tengo yo, lo tiene el enemigo», ¿cómo hacer cumplir, por poner sólo un ejemplo, el derecho a la libertad cognitiva, el único reducto de privacidad que nos queda, cuando tenemos pinchados nuestros móviles y ya hay experimentos para leer nuestras mentes a partir del noble fin de sanar a quienes son incapaces de andar, hablar o escribir?, ¿o cuando las habilidades médicas para sanar los circuitos neuronales se utilizan para que los soldados maten con la gelidez de máquinas animales? ¿Son suficientes leyes como la recién aprobada por la Unión Europea sobre la Inteligencia Artificial, cuando faltan instrumentos de control democrático para hacerlas cumplir?
Ahora que hemos dejado de creer que somos la única especie inteligente en un único universo, una amalgama de teorías de transhumanismo y posthumanismo revisitan los conceptos que perviven en el imaginario colectivo en torno a la Creación, y por eso es inevitable que haya un barullo de cientificismo y misticismo, liberalismo y altruismo, en la constitución de una tan nueva como falsa Teodicea que diseña otra definición ontológica del ser humano. El posthumanismo compasivo relacional puede ser igual de peligroso que el transhumanismo que se centra sólo en la fría razón instrumental de la neurociencia evolutiva. Por el bien de la Humanidad, un ideario, una etnia, una nación, una obsesió de perfección, se han dado los delirios más perversos y cometido los crímenes más atroces.
No creo que el programa humanista, el «sapere aude» de Horacio, aliado con la ciencia y la conciencia social, haya demostrado su fracaso. De la misma manera que no basta con agitar el espantajo de los nuevos autoritarismos, si antes no se reparan y prestigian los desvencijados sistemas democráticos para garantizar una vida digna en un mundo más habitable, tampoco basta con demandar un control ético de la propiedad y uso de la tecnología, si no se contrarrestan activamente las estrategias de desculturización masiva que nos reconducen dócilmente a la granja humana. Humanos que externalizan sus cerebros (y la forma de pensar) en máquinas delirantes. A este paso, una tostadora tendrá más inteligencia que un alumno de bachillerato.
Josep Massot, Los dioses tecnológicos juegan con juguetes humanos, El Boomeran(g) 31/12/2023
La ignorancia de las organizaciones ha sido siempre una fuerza histórica muy poderosa y, a medida que las organizaciones son más grandes, ese poder aumenta. En una organización grande y jerarquizada, la información no circula con facilidad. Los dirigentes saben cosas que sus subordinados ignoran, pero los trabajadores también saben cosas que los jefes desconocen. Y el sistema jerárquico es un gran obstáculo para que haya comunicación entre ellos. La historia está llena de ejemplos de encargados o funcionarios reacios a decir a sus jefes lo que estos necesitan, pero no quieren saber. Imaginemos decir a Stalin que el Plan Quinquenal no funcionaba. También sufren esa ignorancia organizativa otras instituciones como el ejército y la Iglesia, pero, que yo sepa, ningún historiador ni sociólogo ha estudiado todavía este fenómeno.
Hay muchos tipos de ignorancia: el simple desconocimiento, la conciencia de no saber (como Sócrates), la voluntad de no saber y el deseo de que los demás no sepan. Muchos tipos de ignorancia tienen consecuencias negativas, pero no siempre. Es positivo que un examinador no sepa quién ha escrito el trabajo que está corrigiendo, que los miembros de un jurado se mantengan alejados de las noticias sobre el juicio en el que participan y que ninguno de nosotros sepa cuándo morirá. Montaigne se preguntaba si los campesinos analfabetos no tenían una vida más feliz que los caballeros cultos como él.
En mi trabajo como historiador del conocimiento, y ahora también de la ignorancia, me han preguntado con frecuencia si sabemos más o menos que nuestros antepasados. Mi respuesta tiene dos partes. Si hablamos de la humanidad en su conjunto, nunca se ha sabido más que hoy. Ahora bien, las personas, una por una, saben más o menos lo mismo que sus antepasados. En general conocen cosas nuevas, por ejemplo los ordenadores, pero a costa de no saber muchas cosas que sus antepasados daban por sentadas: sobre la Biblia, sobre Grecia y Roma en la Antigüedad, y así sucesivamente. Si hay algo que extraer de esta disciplina, es una lección de humildad. Como dijo un humorista estadounidense: “Todos somos ignorantes, salvo que de distintas cosas diferentes”.
Peter Burke, Una por una, las personas saben más o menos lo mismo que sustatarabuelos, El País 27/12/2023
¿Qué dirían los escépticos de la digitalización del mundo? La palabra griega “escéptico” significa mirar cuidadosamente, examinar atentamente las cosas. Su marca es la cautela, la moderación ante entusiasmos y promesas. El tecnoliberalismo es pródigo en promesas: optimización de la productividad, pingües beneficios, resolución automatizada de todo tipo de situaciones. Sus promesas carecen de límite, como muestra Lionel Trilling en La imaginación liberal. Sospecho que verían en los tecnócratas una amenaza para el pensamiento. Vencen, por aplastamiento informativo, en todos los debates, vencen incluso al ajedrez. Dirimen qué es verdadero y qué no lo es. Y reinvierten sus beneficios en poder conminatorio y propaganda. Cuando el lenguaje pesa como una losa (ChatGPT), entonces ya no es posible el pensamiento. Pues pensar es, precisamente, poner en suspenso el lenguaje, desafiarlo, poner al descubierto la nadería del signo. Esa suspensión del juicio que trae el escepticismo, esa suspensión del lenguaje, dará lugar, inevitablemente, a un nuevo lenguaje. Eso hacen los poetas genuinos y los científicos innovadores: hacen avanzar los lenguajes, renuevan la magia de lo simbólico, abren nuevos horizontes, alentando nuestra condición caminera.
Cuando al escéptico se le reprocha que se instala en la paradoja (“sólo sé que no se nada”), responde que esa es la condición esencial del cuerpo vivo y deseante. El escepticismo total es tan imposible como el dogmatismo completo. Queda entonces el relacionismo. Santayana lo dejó claro: no es posible sustraerse a la fe animal. Somos cuerpos vivos. Se nos impone el deseo y la supervivencia. Todo conocimiento “es una fe con interposición de símbolos”, todos ellos falsos, todos ellos provisionales. De hecho, en sentido estricto, no es posible oponer al escepticismo el dogmatismo. Ambos se mueven dentro de un mismo ámbito, el de la vida. El dogmatismo permite el avance de las ciencias. El escepticismo, si de algo puede sernos útil, es como custodio y promotor de la libertad humana. Pero no nos confundamos. El escepticismo no es una doctrina, tampoco una teoría del mundo. Es una actitud, una cultura mental, que evita dejarse atar por el lazo de las palabras, que es insurgente a la imposición de los signos. Podría decirse que, más que un modelo de mundo, es un instinto. La sospecha de que, al fin y a la postre, la actitud escéptica está más cerca del fondo de lo real que cualquier sistema simbólico.
Los escépticos antiguos acumularon argumentos para mostrar que lo más juicioso y razonable era la suspensión del juicio. El trilema de Agripa o el principio de incompletitud de Gödel desconfían de la posibilidad de justificar cualquier tipo de proposición, incluso en ciencias formales como las matemáticas o la lógica. Pero mientras el escepticismo antiguo fue una actitud, el moderno exige posicionarse. Una muestra excelente y no tan reciente es Montaigne y, en filosofía de la ciencia, los discípulos díscolos de Popper (Feyerabend, Skolimowski). Niels Bohr y Bruno Latour podrían añadirse a la lista. El conocimiento científico no sólo ha de ser replicable, sino falsable. Sólo se puede conocer lo falso. Eso es lo que define a la Ciencia (no el método, que hay tantos como ciencias e ingenios). Todo lo que conocemos es provisional, a la espera de que otro conocimiento lo desplace. Si hubiese un conocimiento seguro, no habría cambios en el conocimiento, y el saber no podría avanzar. Y vemos que a veces avanza en direcciones siniestras.
Las ciencias han de ser provisionalmente dogmáticas, no hay otro modo de trabajar. Hay fundamentos que no se pueden replantear. Hacerlo supone desatar una revolución científica, como explicó Thomas Kuhn, y la ciencia no puede vivir permanentemente revolucionada. Hay dogmas que pueden durar 300 años, como ha ocurrido con el espacio-tiempo newtoniano. ¿Cómo se podría medir si el espacio y el tiempo no se están quietos? Frente a ese dogmatismo, que exige postulados, axiomas, fundamentos, el escéptico ofrece la magia del relacionismo. Esto es como aquello, un principio muy budista.
Pero el escepticismo no exige abandonar la filosofía o dejar de entretenerse con ella. De hecho, hay que hacerlo, pero siempre con esa distancia irónica que enseñó Sócrates, con esa disposición a cuestionar las propias opiniones o reírse de ellas. Hay que acabar con la seriedad con la que tomamos las respuestas de ChatGPT o cualquier otro chatbot, cuyos automatismos (basados en el deep learning) no dejan de ser software programado. Esto no implica ningún tipo de actitud irracional; de hecho, los filósofos irónicos suelen ser los más razonables. Dudan de que pueda descubrirse la razón necesaria y suficiente de las cosas, la literalidad del mundo (frente al devaneo de la metáfora), pero esa duda no les impide creer lo que consideren necesario. Lo que hace el escéptico es limitar el alcance de la lógica. A veces sugiriendo otro tipo de narración, no silogística. Otras descartando todas, incluso la suya propia.
¿Qué pretende el escéptico? O bien probar que no es posible ningún conocimiento cierto (que sólo podemos conocer lo falso, como sostenían Popper y Nisargadatta), o bien que las pruebas son siempre insuficientes. Pero hay una tercera posibilidad y esa es la que más nos interesa hoy, en esta era en que el pensamiento y las narraciones están siendo aplastadas por la información. La limitación de las veleidades del lenguaje y, en general, de toda lógica simbólica. Esa es la docta ignorantia de la que hablaba Nicolás de Cusa. Una actitud que se distancia de la confianza en lo racional-discursivo. Francisco Sánchez, un gallego de origen hebreo, sospechaba que en todo silogismo había un círculo vicioso. Eso nos dice en una obra que tiene nombre de canción: Que nada se sabe (1576). En el primer silogismo, las premisas están sacadas de la conclusión. Hace falta del particular, Sócrates, para formar los conceptos generales de hombre y mortalidad. El silogismo no sirve para fundar ninguna ciencia, sino para echarlas a perder. Las ciencias definen lo oscuro con lo más oscuro y sólo sirven para apartarnos de la contemplación de lo real. Sánchez, como Nāgārjuna o los pirrónicos, inicia su obra afirmando que ni siquiera sabe si sabe nada. Sospecha de abstracciones y generalizaciones, a las que acusa de poco empíricas, anticipando el empirismo radical de William James. La demostración lógica es un sueño de Aristóteles, tan sueño como las utopías de Moro o Campanella.
En cualquier caso, las dudas del escéptico seguirán siendo de gran valor para las ciencias. La certidumbre o es convencional y colectiva (un acuerdo común), o personal. En el primer caso es asumida por almas gregarias, absorbidas por la institución que las alimenta. En el segundo, cuando es interna, nos ayuda a conducirnos por la vida, a resolver dificultades y tomar decisiones, y carece de sentido convertirla en algo externo. Como decía Emerson, nadie convence a nadie de nada. Mucho menos, un chat.
El charlatán es aquel que se conforma con las palabras. Quien dice palabras, dice signos. El charlatán cree que no hay nada fuera del texto, que todo es información. Vivimos tiempos charlatanes. Y todos los escritores somos, en cierto sentido, charlatanes. El texto dominante hoy ya no es ideológico, sino tecnoliberal. Un texto rentable pero superficial y un tanto ingenuo. El infantilismo se ha apoderado de las inteligencias. Mientras, los ingenieros edifican la nueva Babel. Nuestra época ofrece una imagen invertida del mito. Vamos hacia una única lengua, la del algoritmo.
Hay ignorantes por falta de instrucción e ignorantes por instrucción excesiva. Los segundos son más peligrosos que los primeros. Nietzsche los llamaba “leídos hasta la ruina”. El peso de la instrucción les impide pensar. El experto ha cavado un pozo tan profundo que ha perdido de vista el horizonte. Frente al veneno del especialista hay un contraveneno, el escepticismo, origen y fundamento de la filosofía.
Pitágoras fue el primero en llamarse filósofo. Se definía frente al sabio y frente al sofista. El filósofo no es sabio (sophos), sino alguien que aspira a la sabiduría. El filósofo es aquel que sabe que no sabe, que prefiere ser amante de una verdad inalcanzable, de ahí su condición caminera. El filósofo tampoco es como el sofista, que cree que todo puede reducirse a signos y símbolos. Eso es precisamente lo que quieren hacernos creer hoy los administradores digitales de mundo. Los tecnócratas actuales, dueños de los algoritmos, son la versión moderna de los antiguos sofistas. Y comparten, como aquellos, su afán de lucro.
Narración e información son fuerzas contrapuestas. El espíritu de la narración está siendo anegado por la marea de los datos. Byung-Chul Han denuncia la falta de sentido que campea por las sociedades de la información. Hace falta un nuevo relato que logre congregarnos de nuevo junto al fuego. Philippe Squarzoni ofrece un ensayo gráfico sobre los gigantes tecnológicos y su impacto en el clima y nuestras vidas. En Tecgnosis, un clásico de la cibercultura, Erik Davis dibuja el paisaje del tecnomisticismo, donde la cábala, la alquimia o el LSD, alternan con el ciberpunk, el poshumanismo y la carrera cibernética, desvelando algunos de los impulsos ocultos que alimentan los sueños (pesadillas) de nuestro tiempo.
Todos ellos dejan muy claro que la humanidad es capaz de prescindir de sí misma. Esa es nuestra grandeza y nuestra miseria. La cuestión es si dicha renuncia conduce a una mayor libertad o a una mayor servidumbre. A este dilema se añade otro: el estatuto de lo verdadero. Eric Sadin lleva años asociando la aletheia algorítmica con el antihumanismo radical. No se trata tan sólo de que el libre ejercicio del juicio se sustituya por protocolos automatizados, que tomarán por nosotros las decisiones en las encrucijadas de la vida, sino de que la “verdad”, que es la búsqueda siempre diferida del organismo vivo, es ahora dictada por un dispositivo automático. Y ello es posible gracias al fetiche de nuestro tiempo, que es creer que la información es conocimiento. El viejo culto a los dioses se sustituye por el culto al dato. El dato (algo que hemos fabricado) adquiere la condición de un dios externo y trascendente. Un dios con un poder conminatorio que sobrepasa la severidad del más iracundo de los dioses.
¿Qué quiere decir que el dato es algo fabricado? El dato presupone un instrumento de medida. El instrumento, una teoría científica. La teoría, el ejercicio de la imaginación humana. Y, si es innovadora, una imaginación capaz de poner en suspenso los idiomas previos de la ciencia. El dato es algo que hemos hecho, que hemos cocinado, y lo tratamos como si existiera ahí fuera, indiscutible, como pura realidad objetiva. “Yo no especulo, yo traigo datos”, dice ufano el político. El dato es un híbrido naturaleza-cultura y lo tratamos como si fuera sólo naturaleza. Así es como lo digital se erige como órgano habilitado para enunciar la verdad y dar cuenta de lo real.
La libertad ha pasado a ser una molestia. La fantasía tecnocientífica aspira a la interpretación robotizada de la experiencia. Los seres humanos podemos contener la respiración, suspirar, sentir el pálpito del anhelo, todo ello será ahora interpretado mediante axiomas reductores. No deja de ser curioso que el término “inteligencia artificial” se acuñara en la misma época (en torno a 1955), en la que Huxley, Michaux y Gordon Wasson iniciaban sus experiencias psicodélicas, buscado, frente a la inteligencia artificial, una inteligencia vegetal que puede hacernos entender quiénes somos.
El utopismo tecnoliberal ha ganado la batalla de las ideas. Tiene su lógica, quien trabaja con ecuaciones ve ecuaciones por todos lados. Inventa dispositivos para despejar la incógnita. Pero siempre habrá quienes no quieran renunciar a la duda o al misterio, quienes descrean que la experiencia es un sudoku o algo que haya que “resolver”. Ni privarnos de utilizar nuestra energía (y nuestras dudas) de un modo creativo (Weil). Ahora bien, los que rehúsen regular su vida mediante protocolos automatizados pasarán a la zona de exclusión. “La IA erradicará la raza humana”, dice Hawking, hace casi una década. El programador trabaja duro para empobrecer el lenguaje. Alinea secuencias de códigos con vistas a ejecutar, de modo automático, la solución final. Un reduccionismo miserable y peligroso (Orwell).
Juan Arnau, Escepticismo contra la digitalización del mundo, El País 30/12/2023
En Hegel y el cerebro conectado (Paidós, 2023), el filósofo Slavoj Žižek especula sobre cómo la conexión cerebral con ordenadores cambiaría nuestra comprensión del pensamiento, la libertad y la individualidad. Por ejemplo, las BCI podrían revolucionar la comunicación, al eliminar la barrera del lenguaje, y permitir la transmisión instantánea y precisa de pensamientos entre personas. De hablar a alguien pasaríamos a pensar con alguien. Tal nivel de transparencia erosionaría la distinción entre el “yo” y el “otro”. Al compartir completamente nuestras experiencias subjetivas, nos enfrentaríamos a una paradoja: por un lado, un aumento en la empatía y la comprensión mutua, y por otro, una posible pérdida de la singularidad personal que nos define como individuos.
Lo más inquietante, según Žižek, es la posibilidad de un estado de hipervigilancia donde la actividad cerebral se monitorea y registra constantemente. Argumenta que esto podría llevar a un Estado predelictivo, donde las autoridades actuarían antes de que se cometan crímenes, como en la película Minority Report. Žižek sugiere que “el objetivo último del registro digital de nuestras acciones es predecir y prevenir infracciones”. Lo cual impactaría dramáticamente en la libertad individual, comprometiendo nuestra capacidad para tomar decisiones autónomas. “No es que el ordenador que registra nuestra actividad sea omnipotente e infalible”, escribe, “sino que sus decisiones suelen ser, por término medio, mejores que las nuestras”.
Daniel Soufi, Cerebros conectados al ordenador: ¿será el fin de nuestra capacidad de decidir?, El País 20/12/2023
El ensayo que Nicholas Carr publicó en 2008, ¿Está Google haciéndonos más estúpidos?, decía que nos estaba volviendo “menos inteligentes, más cerrados de mente e intelectualmente limitados”. El buscador nos ayuda a acceder rápidamente a grandes cantidades de información, pero a costa de nuestra capacidad para la reflexión profunda y la concentración sostenida. Pero era más complicado que eso.
El Centro de Memoria y Envejecimiento de la Universidad de California usó aparatos de resonancia magnética para observar cómo funcionaban los cerebros al leer libros o buscar en la web. Encontró que los usuarios avanzados de internet mostraban más actividad cerebral que los lectores tradicionales, y mostraban habilidades de toma de decisiones más avanzadas y razonamiento complejo. Nuestro cerebro no se estaba degradando, estaba mutando. No nos preguntamos lo que le hacía a los periódicos o a internet.
En Superficiales, el libro que sigue al ensayo, Carr reconoce que toda tecnología suficientemente cercana al pensamiento suele ser recibida como una amenaza espiritual. Empezando por la escritura. En el Fedro de Platón, Sócrates advierte que escribir hará a los hombres “descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos”. Considera el sabio de Atenas que la escritura permite proyectar una “apariencia de sabiduría que no verdad” y los usuarios “acaban por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad”. Quién le vería en Twitter.
Que degrada la memoria pero también el proceso. Sócrates cree que el conocimiento es un ejercicio dialéctico donde los hombres piensan juntos preguntándose cosas hasta llegar a la verdad. Los libros nos permiten atravesar el tiempo y el espacio y pensar con las mentes más prodigiosas, aunque no vivamos en la capital del mundo civilizado o leamos latín. Pero nunca sabremos cómo sería nuestra especie si, en lugar de la escritura, hubiese desarrollado fórmulas más colectivas de transmisión y almacenamiento del conocimiento. O más inclusivas. El mundo está lleno de bibliotecas que no sabemos leer: minerales, químicas, genéticas, micélicas, basadas en sentidos que nos faltan, habilidades que hemos descartado o que no tenemos aún.
Nosotros hacemos las tecnologías y las tecnologías nos cambian. No sabemos cómo seríamos de no haber inventado la imprenta, los medios de comunicación de masas, las vacunas o internet. Pero todavía sabemos comunicarnos como humanos para dialogar con otros humanos. Era el propósito del lenguaje antes de los modelos generativos de inteligencia artificial. Esto empieza a cambiar.
Homero escribe la Ilíada y la Odisea en hexámetro dactílico porque la regularidad de su patrón y estructura predecible asiste a la memoria, cualidad imprescindible para garantizar su distribución. Con Google y las redes sociales, los medios empezaron a publicar para algoritmos y optimizar en buscadores. Ahora hay periódicos, revistas y otras plataformas llenando internet de contenidos generados por inteligencia artificial. Máquinas escribiendo para máquinas para ganar publicidad. Si no vemos que eso sólo puede hacernos más estúpidos, es que ya lo somos.
Marta Peirano, ChatGPT nos está haciendo estúpidos, El País 04/12/2023
La democracia, no lo olvidemos, es esta ficción: los jueces son siempre independientes, la prensa siempre libre y los votantes siempre soberanos. Así que hay que reconocer que 15 millones de argentinos más o menos sensatos han votado libremente a un loco; y eso quiere decir que, como votantes libres, son responsables subsidiarios de lo que haga su presidente y que, como votantes cuerdos, deben ser persuadidos para no volver a hacerlo.
Ahora bien, aceptar esta idea significa aceptar otras dos concomitantes muy incómodas: la de que yo, que me creo tan listo, podría también, llegada la ocasión, votar libremente a un loco; y la de que, por tanto, ningún país está libre en estos momentos de inclinarse mayoritariamente por los locos. Eso es lo que no debemos olvidar en la izquierda: que, como otras veces en la historia, la ultraderecha, fascista y/o neoliberal, solo triunfa cuando se antoja la opción más razonable y hasta la más moral a los ojos de una mayoría social muy cabreada, pero también de algunos intelectuales tan ferozmente burlones y displicentes con los votantes de izquierdas como lo somos nosotros con los de derechas.
Naturalmente, nuestra obligación es esclarecer el horizonte de policrisis (económicas, geopolíticas, climáticas) que han llevado al mundo a una situación en la que los locos tienen una oportunidad: un mundo cabreado, tenso, con ganas de apocalipsis, en el que el odio a un otro concreto, o a una constelación de otros concretos, determina nuestras posturas políticas al margen no solo de la razón, sino incluso del cálculo. Es una constante histórica a la que hay que tender el oído: cuando la rama en la que estamos sentados está a punto de romperse, decía el poeta Bertolt Brecht, todos se ponen a inventar sierras: cuando más requiere la situación equilibrio y cuidado, más nos dejamos llevar por la tentación de la catástrofe. Me temo que no hay ninguna relación directa entre las causas económicas y este malestar irritado que ha cobrado ya vida propia y franquea el paso a los orates; por eso, siendo completamente imprescindible, no bastará con tomar medidas contra la desigualdad y la injusticia social; ese malestar debe ser atacado al mismo tiempo en su superficie, que es donde se expresa y genera efectos.
Santiago Alba Rico, Votar al loco, El País 06/12/2023
Quizás haya oído hablar o haya leído acerca del dilema del tranvía. Este es un dilema moral en el que se plantean dos alternativas: provocar la muerte de una persona para salvar la vida de varias o no hacerlo. Hasta ahora se ha asumido que quienes renuncian a provocar la muerte de una persona, aunque ello conlleve la pérdida de más vidas humanas, actúan guiados por el principio deontológico de no hacer daño de forma deliberada. Y que quienes, por el contrario, optan por sacrificar una vida para que se salven más, actúan en virtud de principios utilitaristas, pues buscan maximizar el número de vidas salvadas.
Las respuestas al dilema del tranvía se han interpretado en virtud del denominado “modelo de procesamiento dual”. De acuerdo con tal modelo, en la decisión participan dos sistemas cognitivos. El sistema 1 se compone de emociones, heurísticos e inferencias que producen intuiciones morales, mientras que el sistema 2 realiza un razonamiento deliberativo. La mayoría de especialistas asume que los cálculos del sistema 1 son automáticos, no conscientes, sin esfuerzo y rápidos, mientras que los cálculos del sistema 2 son controlados, conscientes, requieren esfuerzo y son lentos.
Joshua Greene –uno de los autores más influyentes en el campo de la psicología de las opciones morales y proponente destacado del sistema de procesamiento dual– ha propuesto, además, que las emociones producen respuestas inflexibles, que la flexibilidad (responder al contexto considerando múltiples factores) requiere razonamiento deliberativo, y que los juicios utilitarios se producen mediante el razonamiento, mientras que los juicios deónticos se producen mediante las emociones.
Juan Ignacio Pérez, Cómo decidir la mejor opción ante un dilema moral, Cuaderno de Cultura Científica, 03/12/2023
Hannah Arendt ha pasado a la historia por ser una pensadora preocupada por querer recuperar una vida política entre la población que, en los últimos siglos, habría quedado eclipsada a causa del creciente dominio de lo social y del consumo o de lo que llamó una “sociedad de masas”. En este contexto, reivindicó una “felicidad pública” (public happiness) que definió en pocas palabras como “el derecho que tiene el ciudadano a acceder a la esfera pública, a participar del poder público”. Su misma comprensión de la libertad, lejos de reducirse a su concepción negativa, conectaba con este deseo de participación política. No obstante, esta pensadora también ha sido muchas veces criticada por defender la autonomía de lo político, como si en su pensamiento lo social, lo económico o lo material no jugaran ningún rol.
La realidad es más compleja. Para empezar, porque Arendt comprendió que las fronteras entre lo social y lo político no son nítidas ni impermeables; para seguir, porque estas mismas fronteras también dependen de cada momento histórico, ya que en cada época se puede alterar o redefinir qué es político y qué no. Finalmente, hay que comprender cómo lo político, lo laboral y lo económico pueden estar interrelacionados según el, de todos modos problemático o discutible, esquema arendtiano.
Además, no hay que olvidar que, tal y como podemos observar en La condición humana (1958), el que quizá sea su principal libro, Arendt subrayó que el mayor problema del trabajo, algo agravado en tiempos de precariedad como los actuales, era su reiterado vínculo histórico con la necesidad, la constricción, la fatiga, el dolor, la explotación y, en fin, la violencia. Por ello, es también importante destacar que lo que entendía Arendt por trabajo es ese tipo de actividad que se debe realizar forzosamente con el fin de poder cubrir y satisfacer las necesidades y asegurar la supervivencia propia y del entorno cercano. Curiosamente, como recordó, el mismo origen de la palabra «trabajo», tanto en francés como en español, proviene de un instrumento de tortura como el tripalium.
El trabajo, pues, no ha estado históricamente relacionado para Arendt con la libertad ni con la autorrealización, sino más bien con la necesidad y la coacción. De ahí que en otro escrito como ¿Qué es la política? llegara a señalar que había dos maneras diferentes de entender el significado de no ser-libre: por un lado, estar sujeto a la violencia de otro; pero también, e incluso de forma más originaria, “estar sometido a la cruda necesidad de la vida”.
En este contexto, Arendt siguió las reflexiones del libro La condición obrera de Simone Weil, cuyo sentido resume la pensadora alemana con la conclusión de que “quien trabaja (arbeitet) no puede ser libre”. Con ello también se adelantó a reflexiones posteriores, como las del antropólogo marxista Marshall Sahlins, quien, en su libro Economía de la edad de piedra (1972), analizó cómo las sociedades “primitivas” habían vivido justamente en contra de la actividad laboral y cómo estas, una vez asegurada la subsistencia, habían preferido dedicar su tiempo libre en ocupaciones que en la actualidad se adscribirían a la ociosidad. O las del historiador Robert Fossier. Este medievalista, acerca de un dicho contemporáneo como “el hombre está hecho para trabajar”, ha comentado en su libro Gente de la Edad Media (2007) que “este aforismo no sólo es inexacto, sino que incluso se contradice con lo que la historia nos enseña“, pues ”todas las civilizaciones precristianas, la de la Antigüedad «clásica», probablemente también las de los pueblos denominados «bárbaros», se basaban en el ocio, otium”.
En resumidas cuentas, Arendt hizo hincapié en que el trabajo a menudo implica un secuestro de tiempo y un gasto de fuerza vital que conduce a que los trabajadores tengan que concentrarse preferentemente en sus actividades y vidas individuales y deban exiliarse en el hogar, con lo que pierden de vista el mundo que les une a los demás. “El Animal Laborans, escribió, no huye del mundo, sino que es expulsado de él en cuanto que está encerrado en lo privado de su propio cuerpo, atrapado en el cumplimiento de necesidades que nadie puede compartir y que nadie puede comunicar plenamente”.
El problema para Arendt era que, con el transcurso del tiempo, la reducción de la violencia física inherente a muchas formas de trabajo había sido sustituida por una presión no por ello exenta de penalidades, de coacción o de violencia. Más aún, supuso que el trabajo se extendiera cada vez más por nuevas esferas en las que no estaba anteriormente y, con ello, colonizó espacios antes asociados al ocio y, por tanto, libres de la presión laboral. De ahí que Arendt anotara esquemáticamente en su Diario filosófico una observación como esta:
La contradicción fundamental de Marx: el trabajo crea al hombre; el trabajo esclaviza al hombre. Y ambas cosas se hicieron verdad: las máquinas dejan libre tanto tiempo, que todos los hombres podrían estar liberados del trabajo, si no se hubiera convertido todo en trabajo.
A decir verdad, esa contradicción no apuntaba tanto a una contradicción interna al pensamiento de Marx como más bien al hecho de que toda perspectiva emancipatoria del trabajo colisionaba, en opinión de Arendt, con una realidad que la condenaba al fracaso. En especial, esta pensadora criticó esas defensas idealizadoras del trabajo que olvidaban o escamoteaban su pertinaz componente coactivo, violento y deshumanizador. A su juicio, por tanto, la liberación no se podía dar tanto desde el trabajo como frente al trabajo y, además, esa liberación también resultaba un ingrediente indispensable para ese proyecto que reivindica la política ya mencionado. Al fin y al cabo, y en la medida en que el trabajo nos constriñe y empuja al aislamiento, condiciona nuestra relación con el mundo y, con ello, se muestra como una tarea que obstaculiza el compromiso de la gente por la política.
Arendt no fue en absoluto ajena al hecho de que la participación política estaba influida y distorsionada por muchos factores de índole económica, razón por la que no se podía desdeñar esta última. De hecho, su célebre (y, por cierto, sobredimensionada) reivindicación parcial de la democracia ateniense no solo debe explicarse por el papel del ágora como símbolo por antonomasia de la vida ciudadana activa, sino también porque esa participación política era posible gracias a una cuestión tan material como la remuneración pública que recibían los ciudadanos. Es decir, Arendt concluyó que la primera dependía de que, en la medida de lo posible, la cuestión laboral se pudiera haber resuelto o al menos aliviado ostensiblemente. A fin de cuentas, esta pensadora llegó a subrayar de forma taxativa que “el trabajo fue siempre un principio antipolítico”. De ahí también que el desafío político contemporáneo pudiera conectarse con ese pasado griego, siempre que no cayera en las exclusiones políticas (desde las mujeres a los esclavos) que en su momento comportó.
Edgar Straeble, Hanna Arendt: trabajo, tortura y economía, elsaltodiario.com 16/11/2021
Para Arendt, la libertad política tan solo podía ser una auténtica realidad si también comportaba una liberación de las cadenas de un trabajo definido históricamente por la constricción y la violencia. Eso explica que, en consonancia con una frase ya citada, añadiera con aprobación para el contexto de la antigua polis que “ser libre significaba no estar sometido a la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobre nadie”. Ambos elementos, tanto el político como el material, eran cruciales y ayudan a comprender la doble faz de una igualdad política que en su opinión no se debía abordar únicamente desde una perspectiva formal. De esta manera, la igualdad política es entendida como no estar sometido a la dominación política de nadie, pero también como no estar sometido a la dominación de las necesidades materiales y, con ello, de no ser explotado por nadie.
Poco antes de morir Arendt todavía insistió en esta cuestión, y proclamó en el breve texto Los derechos públicos y los intereses privados (1975) que
la educación es muy hermosa, pero lo auténtico es el dinero. Solamente cuando puedan disfrutar de la voluntad pública tendrán deseos y serán capaces de sacrificarse por el bien público. Pedir sacrificios a individuos que todavía no son ciudadanos es exigirles un idealismo que no tienen y que no pueden tener en vista de la urgencia del proceso de vida. Antes de pedir idealismo a los pobres, primero debemos hacerlos ciudadanos: y esto implica cambiar las circunstancias de sus vidas privadas hasta el punto en que puedan disfrutar de la vida pública.
El pasaje es duro y discutible, pero lo que importa resaltar en este contexto es que, justamente porque no es debatible la cuestión material, justamente porque no es política sino en el fondo prepolítica, consideraba Arendt que era tan importante. En el fondo, considerarlo como algo político sería devaluar y relativizar su importancia, reconocer que ahí hay algo que discutir y que es posible una política digna de esa palabra que sea compatible con la pobreza y la miseria. En cambio, en su opinión ambas desembocan en una realidad vergonzante, indignante y asimismo antipolítica, una que nos tortura y animaliza (de ahí que emplee la expresión de Animal Laborans) y que, por ello mismo, debe ser imperiosamente resuelta. Si no se resolvía la cuestión social, concluía, difícilmente se podía encarar bien la política. Y justamente porque no se resolvía, o no se quería resolver, de forma adecuada la social, era fácil que la política quedase sobre todo en manos de élites y se desfigurara un ideal democrático como el actual.
Por ello mismo, también la cuestión de la propiedad en el sentido clásico de la palabra era central para Arendt, algo que conectaba con la tradición republicana y que hoy en día podríamos enlazar con la creciente demanda de una Renta Básica Universal. Desde su punto de vista, y obviamente en contraste con diversos gobiernos del pasado, la propiedad no era importante como una herramienta desde la que limitar los derechos políticos a quienes careciesen de ella y establecer un sufragio censitario, sino, al revés, porque en opinión de Arendt se debía extender la propiedad a la población para que esta pudiera escapar de la necesidad, pudiese tener un espacio propio y pudiera ser realmente ciudadana. Es decir, una política (realmente libre) sería posible a partir del momento en que no estemos obligados a tener que estar persistentemente preocupados por nuestra supervivencia y la de los nuestros. Como repitió en La libertad de ser libres, “la libertad de ser libres significaba ante todo ser libre no solo del temor, sino también de la necesidad”. De lo contrario, el estatus de ciudadano sería poco más que papel mojado. Una ciudadanía libre sin independencia económica no sería más que una contradicción.
La lógica nace con Aristóteles y culmina con Kurt Gödel, un hijo de Platón. La filosofía, como el universo, se mueve en círculos. Gödel demostró que el fundamento de la lógica era la intuición (un olfato para la verdad) y que hay enunciados verdaderos que no pueden demostrarse. La conmoción que produjo su célebre teorema de incompletitud trascendió las fronteras de las matemáticas. La lógica se llenaba de intuiciones. Y la intuición es, como todo el mundo sabe, esa capacidad de comprender las cosas de forma instantánea, sin necesidad de razonamiento. En los fundamentos mismos de la lógica, Gödel encontró una pulsión suicida, una vocación a prescindir de sí misma. Y no sólo eso. Puso en tela de juicio la concepción de la mente humana que había nacido del positivismo lógico, alejándola definitivamente de la máquina.
El a priori siempre se basa en la experiencia. El a priori es un falso comienzo. Un personaje disfrazado. Sabemos que es cierto, y lo sabemos porque hemos vivido y porque tiene sentido. Ese sentido es común y experiencial. Pertenece a una comunidad, a una sociedad y una época. El a priori es histórico. Además (y esto es lo que demostró Gödel), el a priori es intuitivo. El rigor de la lógica es una representación. Un teatro simbólico, contemporáneo y local. La lógica cambia con los tiempos, como cambian las intuiciones, que son el olfato de lo real. Casi un siglo después de que se hicieran públicos sus teoremas, estamos todavía averiguando qué significan y hacia dónde nos llevan.
Hasta la aparición de Gödel las matemáticas eran el lenguaje de la naturaleza. Un idioma que permitía descifrarlo todo. Pero los teoremas muestran que no existe una base inmutable sobre la que erigir sistemas formales de pensamiento. Un elemento humano y vivo prevalece en estos sistemas severamente precisos y rigurosos. Como el principio de complementariedad o la teoría general de la relatividad, parecen socavar el mito de la objetividad. La medición es un asunto humano en el que participan no sólo el momento y el lugar (Einstein), sino también la intención (Bohr). Si somos verdaderamente empíricos, el universo sería el conjunto de todas las observaciones y de todas las intenciones. Hablar de un universo que existe al margen de todas esas percepciones e intenciones es pura especulación metafísica.
¿Cómo puede la lógica demostrar su propia incompletitud? ¿Cómo medir una ausencia? Parece imposible. Gödel lo logró con sólo 23 años. Y lo sorprendente es que convenció a todos los matemáticos de su tiempo. El hecho extraordinario tuvo lugar en la ciudad de Kant, el 7 de octubre de 1930. Königsberg celebraba un congreso sobre epistemología de las ciencias exactas que reunía a lo más granado de la lógica. Gödel era entonces un joven desconocido que acababa de terminar su tesis de doctorado. Durante las primeras sesiones hablaron los pesos pesados. Todos ellos presuponían que el concepto de verdad matemática era, de un modo u otro, reducible a la demostrabilidad. David Hilbert había diseñado el programa formalista de las matemáticas para todo el siglo. Los problemas que había que resolver (unos cuantos, no demasiados), partían de ese presupuesto. En matemáticas es prácticamente imposible dar un paso sin referirse (al menos implícitamente) al infinito. Que un ser finito perore sobre el infinito es, cuando menos, paradójico. Hilbert se había propuesto lidiar con ese problema. Los sistemas formales finitistas tenía que servir para purgar las paradojas suscitadas por el infinito, para “asegurar el infinito mediante lo finito”.
En la ciudad donde se había escrito la crítica de la razón pura, Gödel demostraría que el infinito era indomeñable. Reducir el infinito a un sistema formal finito era imposible. Y también lo era sacar el infinito de las matemáticas. El espectro de Platón rondaba la casa de la lógica. “El resultado de Gödel (cuenta Rebecca Goldstein en un magnífico libro sobre el lógico) proclama la solidez de la noción matemática de infinito: es imposible extraerle su vitalidad para convertirla en una idea espectral de tipo kantiano que sobrevuele las matemáticas, pero sin penetrar en ellas”. El infinito está fuera y está dentro. El poder de las matemáticas radica precisamente en esa bilocalidad. El infinito está imbricado en las matemáticas, las mueve e inspira y, sin embargo, no les pertenece completamente. Siempre sabe escapar de los límites creados por un sistema formal.
El anuncio de Gödel ocurrió durante la sesión sumaria del tercer y último día de la conferencia. No hubo dramatismo alguno y pasó prácticamente desapercibido. Ninguno de los presentes advirtió la trascendencia de lo que acababa de ocurrir. De hecho, el acta de las sesiones no recogió su breve y precisa intervención. El joven lógico mencionó, en una única frase perfectamente construida, que era posible que existieran proposiciones aritméticas verdaderas que fueran indemostrables. Y que él lo había demostrado. Esto era una manera de decir que el formalismo lógico tenía sus limitaciones. Había verdades indemostrables dentro de las matemáticas. El sueño de Hilbert no se iba a cumplir.
¿Cómo demostrar que hay proposiciones que son al mismo tiempo verdaderas e indemostrables? Rudolf Carnap, que estaba presente, no entendió la radicalidad de lo que había hecho Gödel. La idea de que el criterio de verdad pudiera separarse del criterio de demostrabilidad. Seguramente le pareció una incoherencia lógica, una intuición alógica. Pero Gödel lo había demostrado con las herramientas de la lógica. La lógica parecía capaz de salirse de sí misma, de trascenderse a sí mismas. Una muestra insólita de las posibilidades del razonamiento matemático. La estrategia de Gödel era simple, la complejidad estaba en los detalles. Una concienzuda traducción de metamatemática en matemática mediante la llamaba “numeración Gödel”. Un artículo de treinta páginas en cuyos detalles no podemos entrar aquí pero que cualquier lector con cierta formación en matemáticas puede seguir en detalle en un capítulo de Sombras de la mente de Roger Penrose.
Como señaló Thomas Kuhn, la novedad es difícil de percibir en la ciencia normal. Sólo se ve lo previsto y habitual. Cada ciencia es una manera de ver y la anomalía suele pasar desapercibida. El único que pareció advertir el órdago fue John von Neumann (un seguidor del programa de Hilbert que acababa de ser demolido) y que de hecho era el portavoz en la conferencia de los formalistas, cuyo objetivo final era la coherencia completa de la ciencia matemática. La coherencia tiene por objeto evitar la formación de paradojas dentro del sistema. Gödel había demostrado que la verdad trascendía el propio sistema. Existen proposiciones aritméticas verdaderas que no son demostrables. Hay algo fuera del texto que nos habla de la verdad y que no es posible demostrar dentro del sistema. Una postura, claro está, muy platónica. La venganza del maestro del padre de la lógica se había consumado.
La paradoja, que se suponía eliminada, se encuentra inscrita en la propia estructura de la demostración. Existe una proposición verdadera pero indemostrable que puede expresarse dentro de un sistema si el sistema es coherente. O, dicho de otro modo, hay verdades que no pueden demostrarse dentro de un sistema formal coherente. Ese es el primer teorema de incompletitud. Y si queremos remediar esa incompletitud añadiendo axiomas, creando un sistema formal ampliado, seguiremos encontrado proposiciones indemostrables pero verdaderas.
La conclusión es contundente. Un sistema formal no puede ser coherente y completo al mismo tiempo. ¿Qué queda fuera? Se podría decir que dos cosas. El hacedor del sistema y los criterios escogidos para la elección de los axiomas. Es decir, el clasificador y los criterios de la clasificación. De ahí que todo algoritmo lógico sea “dependiente” de algo externo. De ahí su falta de autosuficiencia o, como dirían los budistas, de naturaleza propia.
Juan Arnau, Kurt Gödel, cuando la lógica se llenó de intuiciones, El País 12/12/2023
El trabajo teórico de Valcárcel tiene como uno de sus principales rasgos distintivos la crítica al esencialismo. Continúa así con la tarea emprendida por Celia Amorós de poner en cuestión toda identidad fuerte de “las mujeres”. Lo que Amorós revindica, frente a esa identidad genérica en la que siempre el patriarcado nos inscribe —y que nos vuelve seriales, indiferenciables e indiscernibles— es nuestro derecho a la individuación. Adquirir el estatuto de sujetos para las mujeres pasa por conquistar nuestro derecho a la diferencia, entendida ésta como una diferencia no con respecto a los hombres sino con respecto nosotras mismas. Es precisamente este espíritu anti esencialista lo que llevó al feminismo de la igualdad a constituirse en contraposición a unos feminismos de la diferencia, muy presentes tanto en el contexto francés como en Italia. Amorós desconfió siempre de que la noción de lo femenino —propia de los feminismos en diálogo con el psicoanálisis— abriera caminos emancipatorios y discutió con vehemencia los feminismos italianos que hacían de una especificidad femenina vinculada al cuerpo y a lo biológico la condición de partida sobre la cual edificar un proyecto político feminista. A su juicio, los feminismos empeñados en identificar a las mujeres como sujeto político a partir de la diferencia sexual acababan restaurando el biologicismo, idealizando la maternidad, la relación de las mujeres con la naturaleza o los famosos cuidados femeninos. Consideró que el feminismo y la posmodernidad implicaban una liaison dangereuse y que en esa promesa de superar la Modernidad y esa reivindicación de la diferencia como algo ahora deseable, se hacía de la necesidad virtud vendiéndonos como rebeldía femenina lo que sigue siendo nuestra vieja exclusión del orden político y social.
Si algo me parece evidente es que esta vacuna crítica contra el esencialismo era tan necesaria entonces como sigue siendo necesaria hoy. Cuando la propia izquierda defiende el acceso de las mujeres a cargos políticos y listas electorales prometiendo así una política buena, me parece que el discurso feminista más radical es aquel que recuerda que, incluso pudiendo ser malas, al menos tan malas como los hombres, tenemos derecho al poder en igualdad de condiciones que los hombres. Cuando los discursos sobre la sexualidad defienden el derecho de las mujeres al deseo y parecen hacer descansar en ello la promesa de un sexo bueno, quizás convenga recordar que no tenemos derecho al sexo (al menos el mismo derecho que los hombres) solo bajo la condición de tener deseos bellos y buenos.
Una de las grandes apuestas filosóficas del feminismo ilustrado de la igualdad fue rescatar para el feminismo algunas de las filosofías dualistas que peor prensa tenían en el pensamiento contemporáneo de los noventa. Contra todo pronóstico, Amorós reivindicará las potencialidades feministas de la filosofía cartesiana o kantiana y afirmará que es precisamente la separación del alma y del cuerpo lo que abre la puerta a la irrelevancia del sexo biológico y, por lo tanto, al combate de las mujeres contra un orden social edificado sobre esa diferencia. Sin duda tiene mucho de trágico ver cómo hoy quienes nos alertaron contra el peligro que supone deducir del cuerpo una manera de estar en el mundo agitan discursos del pánico contra las mujeres trans y sostienen que permitir entrar en nuestros baños a personas con pene supone un evidente peligro sexual para nosotras. Una diferencia sexual que en otro tiempo fue sometida a sospecha es ahora recuperada, resignificada, fortificada en su versión más biologicista y determinista e investida como condición sine qua non de la autenticidad y la viabilidad política del feminismo.Albert Camus, premio Nobel de Literatura y uno de los escritores del siglo XX que han dejado una huella más profunda en el XXI, estrenó Los justos en 1949. Inspirada por hechos reales, la obra relata la historia de un grupo de terroristas que quieren atentar contra el Gran Duque ruso. Dos de ellos, los idealistas Dora (interpretada por María Casares en el estreno) y Kaliayev, están enamorados, pero dispuestos a renunciar a todo —a su amor, a la vida— por una causa superior: la esperanza de traer la libertad y la justicia al pueblo ruso. Pero el dramaturgo y novelista francés supo introducir en este breve texto todas las contradicciones y dilemas de la violencia política, incluso cuando se defiende una causa justa.
Cuando pasa la carroza con el duque y la duquesa, Kaliayev es incapaz de tirar la bomba porque viajan también dos niños en ella —un dilema que Brian de Palma copió en una escena clave de Scarface. El precio del poder, cuando Tony Montana se niega a matar a un político porque lleva a sus hijos en el coche—. Y eso da lugar a la escena más importante de la obra, que enfrenta sobre todo a Dora y Kaliayev contra el fanático Stepan, que defiende que cualquier muerte está justificada por una causa superior. Estos son algunos extractos de este momento crucial.
“Kaliayev: Si decidís que hay que matar a esos niños, esperaré a la salida del teatro y lanzaré yo solo la bomba sobre la carroza. Sé que no fallaré. Decidid y obedeceré a la organización.
Stepan: La organización te había ordenado matar al Gran Duque.
Kaliayev: Es cierto, pero no me había pedido que asesinase niños.
Dora: Abre los ojos y comprende que la organización perdería todo su poder e influencia si tolerase, por un solo momento, que niños fuesen destrozados por nuestras bombas.
Stepan: No tengo suficiente corazón para esas naderías. Cuando decidamos olvidar a esos niños, ese día, seremos los dueños del mundo y la revolución triunfará.
Foka: Ese día la revolución será odiada por toda la humanidad.
Dora: Aceptamos matar al Gran Duque porque su muerte podría llevarnos a un tiempo en el que los niños rusos ya no morirán de hambre. Eso ya no es nada fácil. Pero la muerte de los sobrinos del gran duque no impedirá a ningún niño morir de hambre. Incluso en la destrucción hay un orden, hay límites”.
Guillermo Altares, Albert Camus y Gaza: "Incluso en la destrucción hay límites", El País 13/12/2023
(Se vislumbra) un periodo de transición complicado, marcado por el alto desempleo y la necesidad de formación de los trabajadores. Una etapa en la que la mencionada renta básica universal podría ser una solución para distribuir el aumento de productividad generado por la inteligencia artificial. La medida tiene destacados defensores, como Sam Altman y el propio Elon Musk, fundadores de OpenAI. Otros, como Nick Srnicek, uno de los máximos exponentes del aceleracionismo de izquierdas, y autor del libro Inventing the Future: Postcapitalism and a World Without Work (2015), se muestran escépticos. “No porque no me guste la idea, sino más bien porque creo que las circunstancias del mundo contemporáneo no permitirán que surja una RBU significativa, por el momento. Nuestros limitados recursos para la acción política están mejor empleados en otros ámbitos”, afirma en conversación con este diario.
Srnicek señala que, además del avance de la automatización, está cambiando la actitud de los jóvenes hacia la importancia que tradicionalmente se le ha dado al trabajo. “Las generaciones más jóvenes muestran un rechazo significativo hacia la ética laboral tradicional y, en algunos casos, e incluso han llegado a surgir movimientos antitrabajo como la gran dimisión [el abandono por parte de millones de personas en todo el mundo de sus puestos de trabajo tras la pandemia]. Este cambio de actitud indica un deseo de alejarse de las estructuras laborales convencionales, lo cual requeriría también cambios políticos y sociales”, señala. Un informe de Randstad respalda esta observación, indicando que un 58% de los jóvenes de 18 a 24 años abandonaría un empleo que no asegure calidad de vida, mientras que un 38% ya ha dejado trabajos por no armonizar con su vida personal. Esto contrasta notablemente con el antiguo refrán que dice: “No hay trabajo malo mientras no haya otro mejor”.
Uno de los retos más complejos de un posible mundo post-laboral, añade Nick Srnicek, es evaluar cómo el declive del trabajo tradicional afectaría la identidad y el propósito vital de las personas. Aunque el trabajo proporciona beneficios como identidad, cultura, reconocimiento, amistad, objetivos y logros, dice, estos pueden encontrarse de manera más efectiva fuera del ámbito del empleo asalariado. “El trabajo es, en realidad, un medio terrible para alcanzar estos beneficios. Se ha convertido en el recurso por defecto para ellos solo porque ocupa la mayor parte de nuestro tiempo”, concluye. El dramaturgo irlandés Oscar Wilde, agudo observador de la sociedad de su tiempo, ya advirtio algo similar en su cuento El Príncipe Feliz: “El trabajo duro es simplemente el refugio de las personas que no tienen nada que hacer”.
Daniel Soufi, ¿En qué trabajaremos si se termina el trabajo?, El País 14/12/2023
Todas las células de un mismo animal comparten un mismo libro de recetas, el ADN, con las instrucciones para fabricar los ladrillos de la vida: las proteínas. Sin embargo, en un individuo hay miles de tipos de células muy diferentes, desde las neuronas del cerebro a los glóbulos rojos de la sangre. La explicación es que cada célula lee unas páginas distintas de ese mismo libro de recetas. La biofísica chinoestadounidense Xiaowei Zhuang, de la Universidad de Harvard, inventó en 2015 una nueva tecnología, bautizada MERFISH, que es capaz de ubicar la posición de cada célula y averiguar qué páginas del ADN se están leyendo en ella. Es la llamada transcriptómica espacial.
El consorcio estadounidense, liderado por la neurocientífica Hongkui Zeng y la propia Xiaowei Zhuang, ha descrito 34 clases y más de 5.300 tipos de células en el cerebro del ratón, un órgano que tiene el tamaño de un guisante. Apenas pesa medio gramo, pero contiene unos 70 millones de neuronas. Sin embargo, su complejidad palidece ante la estructura más sofisticada sobre la faz de la Tierra: el cerebro humano, que posee unos 86.000 millones de neuronas, con billones de conexiones entre ellas.
El biólogo español Albert Cardona y su colega croata Marta Zlatic lograron en marzo el primer mapa de un cerebro completo, el de la larva de la mosca de la fruta, una estructura con solo 3.016 neuronas y 548.000 conexiones —también llamadas sinapsis— entre ellas. “El trabajazo que se publica ahora es espectacular: representa un mapa casi completo del cerebro del ratón”, celebra Cardona, del Laboratorio de Biología Molecular de Cambridge (Reino Unido). “Su importancia reside en que el ratón es el animal más estudiado en el laboratorio como modelo del funcionamiento del cerebro humano y sus enfermedades. De ahora en adelante, todos los estudios en ratón y en otras especies, como los monos y nosotros los humanos, podrán hacerse sobre los hombros de este nuevo gigante”, aplaude el biólogo.
La neurocientífica Hongkui Zeng reconoce las dificultades. “No tendremos un mapa del cerebro humano sinapsis a sinapsis en el futuro cercano. Todavía no tenemos una tecnología con precisión nanométrica que pueda escalarse al tamaño del cerebro humano. Y el conjunto de datos sería tan enorme que ahora sería casi imposible de analizar”, explica Zeng, directora del Instituto Allen de Ciencias del Cerebro, en Seattle.
El físico estadounidense Emerson Pugh, fallecido en 1981, plasmó esta paradoja en una frase redonda: “Si el cerebro humano fuera tan simple que pudiéramos entenderlo, nosotros seríamos tan simples que no lo entenderíamos”. Zeng no es tan pesimista. “Creo que sí podemos entender muchos aspectos del funcionamiento del cerebro humano, como las sensaciones, el movimiento, los diferentes estados emocionales y ciertos grados de inteligencia”, opina la investigadora.
Los nuevos resultados se pueden consultar en una base de datos pública, el Atlas Allen de células del cerebro. Los usuarios pueden buscar tipos específicos de células y su localización exacta. Los autores sostienen que este torrente de datos ayudará a iluminar multitud de trastornos, como el autismo, la esquizofrenia, la esclerosis múltiple, la anorexia nerviosa y la adicción al tabaco.
El neurocientífico español Óscar Marín dirige el Centro de Trastornos del Neurodesarrollo en el King’s College de Londres. También es optimista. “Todavía no tenemos un mapa completo de un cerebro, pero cada vez vemos más cerca esa posibilidad. Y, con el tiempo, también lo conseguiremos en humanos”, vaticina. En 2021, investigadores de la Iniciativa BRAIN publicaron el primer borrador del atlas de células del cerebro del ratón. En octubre de este año, el consorcio adelantó los primeros resultados de estas técnicas con el cerebro humano.
Marín, uno de los pocos científicos españoles en la prestigiosa Royal Society del Reino Unido, advierte de que no bastará con un único atlas. “Aunque consigamos un mapa completo de todos los tipos celulares del cerebro, siempre existirán diferencias entre los individuos de una misma especie. Creo que esas diferencias interindividuales son una parte importante de la biología, aunque pienso que con los mismos métodos descritos en estos trabajos pronto podremos reproducir estos resultados en diferentes individuos”, señala Marín. No existe un único cerebro humano.
Manuel Ansede, La humanidad acaricia el sueño de entender la mente humana con el mapa más completo del cerebro de un ratón, El País 13/12/2023
Ahora parece tocarle el turno al recurso al estoicismo, y ahí tenemos desde entrenadores de fútbol hasta magnates y ejecutivos embarcados en la tarea. Las ediciones de los grandes filósofos estoicos antiguos como Séneca, Epicteto y Marco Aurelio no dejan de sucederse -alguna, por lo demás, muy buena (J. Cano, D. Hernández). Junto con la visita a los estoicos se nos ha ofertado el encuentro con El príncipe de Maquiavelo o El arte de la guerra del militar y filósofo chino Sun Tzu, además de los ya bien conocidos ejercicios de yoga, técnicas orientales, libros y cursos de auto-ayuda, coaching, mindfullness, etc. Con las excepciones pertinentes, la orientación dominante viene a formar parte de lo que se ha denominado capitalismo emocional (Illouz) o también management del alma (Laval, Dardot), administración del yo, gestión de sí para fines que, mucho me temo, no son los que el mismo sujeto realmente determina.
Nada de esto es lo que comporta toda esta actual administración del alma. Pocos serán los que se sumerjan realmente aquí en ese modo de entender la filosofía, un intento, al margen de esa orientación que criticamos, siempre recomendable, y ojalá muchos sigan. De lo que se trata, al confrontarse con estas obras y ejercicios, no es de retomar en nada las concepciones del mundo o filosofías en que se encuadran. No se va realmente a adoptar la vía ética estoica, no se pensará que lo que se entiende por éxito social no depende de nosotros y que lo único que sí, y que nos hace libres, es el bien moral, la virtud, el vivir conforme a la razón, que implicaba preocupación por el bien común; no, no se buscará a un maestro parresiasta que le diga la verdad acerca de su real conducta para tratar de encaminarse hacia la autonomía de espíritu (enkrateía, apatheia) necesaria para la felicidad (eudaimonía), y cifrar el ideal de esta felicidad de otro modo distinto al que asumen en su consumista cotidianidad. Ninguno de sus ejercicios espirituales (la manera latina de verter la noción griega de askesis) serán practicados en esa dirección, sino, si acaso, como utensilios para, en medio de la frustración, del riesgo e inestabilidad de nuestras vidas, convertirse en un agente fuerte en aras de conseguir su fin como ejecutivo, como hombre poderoso, como celebrado líder, como sujeto de fama, en definitiva, obtener una plusvalía de sí. Evitar ser un “perdedor” (loser) y convertirse en un “ganador” (winner). Su vida no adquiere otro fin autodeterminado sino el que viene ya dado en el contexto neoliberal en el que nuestras vidas son decididas (B. Colmenero). Esas prácticas de gestión de sí están hoy tan alejadas de los altos fines de la filosofía antigua como lo estuvieron en el cristianismo posterior, que las retomó pero ya dentro de una concepción y finalidad muy distintas.
Toda esta oferta de medios de ocupación de sí no son, en realidad, sino formas de una peculiar subjetivación, la que configura el modo de sujeto neoliberal, ese sujeto que todo ha de tomar como un medio de inversión en la propia vida para extraer de ello un rendimiento, generalmente en clave de poder o de dinero, de éxito social. Individualmente cada uno deberá jugar sus cartas, su capital, y de no obtener el buen resultado solo él será el responsable, solo él el culpable. El parado que no encuentra trabajo será responsabilizado de no haber invertido en sí lo suficiente (cursos de capacitación, idiomas, relaciones sociales). Si es un “perdedor”, que no busque en la falta de “justicia social” o en la terrible determinación de la lotería genética no compensada por los gobernantes, excusa alguna a su no saber ad se convertere. Y lo mismo podría decirse de cualquier otro aspecto de la vida, del matrimonio, por ejemplo, en que – como nos cuenta G. Becker- cada cual ha de saber emprender las estrategias de inversión para obtener sus réditos presentes y futuros (en clave de afecto, de goce, de ascenso social, riqueza, protección futura a través de los hijos, etc.)
Ya en su momento los neoliberales alemanes u ordoliberales (Eucken, Rüstow, Müller-Armack, Röpke) formularon como la auténtica clave de la economía: la empresa y la concurrencia. Para ellos la sociedad no era sino una trama de empresas en competencia; la figura del emprendedor se convertía en central, y todo, la propia casa, la comunidad de vecinos, cualquier pequeña asociación habría de conformarse con esa lógica de empresa. Los neoliberales americanos, mucho más radicales, y desprendidos ya de toda la preocupación alemana por los desgarros sociales que tales planteamientos podían inducir, elaboraron la noción de capital humano (Schultz, Becker), según la cual cada uno habría de entender en forma de capital todo aquello de que disponga, desde sus mismas facultades o aptitudes naturales hasta todo lo que fuera capaz de adquirir para hacer que su conducta y carácter se volvieran reportadores de jugosos ingresos; el individuo había de ser un empresario de si mismo. Las relaciones con los otros y consigo mismo cambiaban totalmente desde esta óptica. La ciencia de la Economía no nos hablaba tanto de producción, distribución y consumo, como de la conducta humana sin más (L. Robbins, Von Mises). El homo oeconomicus iba a ser el homo sin más, un ser cuya conducta depende de las variaciones del medio, justamente eso que va a ser el objeto central de las intervenciones neoliberales. Gobernar el medio es gobernar a los sujetos.
En el mercado del alma cuando se oferta estoicismo, arte antiguo o moderno de la guerra, el descubrimiento de las estrategias del poder en el Renacimiento italiano, de las técnicas yoga o Zen, etc., no se nos está hablando realmente de Séneca o Epicteto, del maestro Sun, del republicano Maquiavelo, no de Filosofía antigua o moderna alguna sino de Economía y neoliberal, que es cosa bien distinta. Su objetivo no es precisamente el sujeto autónomo y pleno, sino el individuo automercantilizado, la forma económica extendida a todas las esferas de nuestra existencia.
Jorge A. Yágüez, La industria del alma, Faro de Vigo 16/12/2023
La falta de información es peligrosa, decía Neil Postman, pero el exceso puede ser peor. “Las personas ya no tienen ninguna base para saber qué es relevante, qué no es relevante, qué es útil, qué no es útil —decía en un programa de la PBS en 1985—. Viven inmersos en una cultura comprometida únicamente a generar toneladas de información cada hora a través de todos sus medios sin categorizarla de ninguna manera para que no sepas qué significa ninguna de ellas”.
La categorización es clave para Postman. El mejor alumno de Marshall “el medio es el mensaje” McLuhan, fue el primero en advertir que el formato simplificado, masticado y descontextualizado de los programas televisivos cambiaría el concepto mismo de estar informado por algo muy distinto. En su obra maestra, Entretenidos hasta la muerte, explica que la banalización transforma la información en “información engañosa, mal ubicada, irrelevante, fragmentada o superficial, información que crea la ilusión de saber algo pero que, de hecho, nos aleja de comprender”. Lo considera desinformación “en el mismo sentido preciso que la CIA y la KGB”. Quizá nosotros estamos de acuerdo y por eso ahora siempre decimos contenido en lugar de información.
Esta nueva burguesía de sobreinformados desinformados “ya no se hablan sino que se entretienen entre ellos, intercambiando imágenes en lugar de ideas”. Donde todo es contenido y ya no importa el origen, el argumento y la experiencia quedan rápidamente eclipsados por la fama y el carisma comercial. No hace falta ser un lince para identificar lo bien que nos retrata.
La red social ha creado un ecosistema mediático que separa la información de su origen y a la audiencia de su comunidad, mezclando memoria y deseo con contenidos aleatorios solo en apariencia. La categorización es la clave de la economía digital. Sus máquinas de categorizar usuarios a través de algoritmos de recomendación automática producen la sociedad del entretenimiento que Postman señaló. Una clase política que lidera a través de memes, desplantes y chascarrillos y una ciudadanía que, sometida a un presente perpetuo e incoherente, prefiere abrazar la rabia del populista autoritario que abandonarse a la decepción.
Y, sin embargo, se acaba de firmar el primer acuerdo comercial de una gran empresa de medios con OpenAI. El líder de la IA generativa podrá utilizar las publicaciones del grupo Axel Springer para entrenar sus modelos de IA. A cambio, Axel Springer podrá rellenar sus cabeceras con contenidos que parecen suyos, pero que habrán sido generados por ChatGPT. Cuánto tardará Jeff Bezos en hacer lo mismo con Anthropic, teniendo en cuenta el valor del contenido que producen los usuarios de ARC, su gestor de contenidos para grandes cabeceras.
Nunca nos hizo tanta falta información precisa, verificada, equitativa y contextual. Termina un año marcado por la guerra de Ucrania, el genocidio de Gaza, nuestra evidente incapacidad para afrontar como adultos la inminencia de un desastre climático irreversible y el impulso de abrazar ideologías que nos hacen sentir vivos en mitad de la catástrofe, a costa de nuestra propia humanidad. Empezamos el año alimentando la máquina automática de contenidos sintéticos que llenará los medios de comunicación de masas mientras la mitad del planeta sale a votar.
Marta Peirano, Lo que hacemos no es contenido, El País 18/12/2023