No quedan muy lejos algunos ejemplos de estoicismo moderno. Wittgenstein cuenta que de joven experimentó esa sensación de que “nada podía ocurrirle”. Era un modo de decir que, ocurriera lo que le ocurriera (una bala perdida, un cáncer), sabría aprovechar la experiencia. Una actitud que le permitió asumir el puesto de vigía en medio del fuego cruzado durante la primera gran guerra. Algo parecido encontramos en Simone Weil, siempre arriesgándose, ya fuera en la fábrica de la Renault o en los hospitales de Londres, con la humildad como valor supremo, que hace que el ego no apague la llama de lo divino. Curiosamente, la actitud de estos dos grandes filósofos, en los que reviven los viejos ideales grecolatinos, contrasta con algunas obsesiones actuales. Desde el miedo al propio cuerpo, que requiere un examen continuado, hasta la obsesión por la seguridad (to feel safe, to feel at home). Como si un escáner o un refugio pudieran otorgar esa tranquilidad, como si hubiera que encerrarse para sentirse seguro. Mientras un mandatario reciente se preguntaba cuánto dinero necesitaba para sentirse seguro y, al no hallar la cifra, se consagró a amontonar capitales, Wittgenstein se exponía en la trinchera y Weil en la columna de Durruti.
Juan Arnau, Más Séneca y menos ansiolíticos, El País 28/04/2022
https://elpais.com/cultura/2018/04/27/babelia/1524838978_764302.html?fbclid=IwAR38T44EwovvcYQ8PG3_9_qR7tGIPkX1B-GkjF41tccw_4s7_MZBNjSDIpU#?rel=lom
[...]. La ideología del movimiento explica a los seguidores sus tribulaciones y ofrece una propuesta de acción para remediar tales sufrimientos. Las ideologías más poderosas se alimentan de la ansiedad emocional latente en la población, como el deseo de justicia, las creencias religiosas, la liberación de la ocupación extranjera. La ideología proporciona un prisma, que incluye un vocabulario y categorías analíticas a través de las cuales se evalúa la situación. De esta manera, la ideología puede moldear la organización y los métodos operativos del movimiento» (1-65). «El mecanismo central a través del cual se expresan y se absorben las ideologías es el relato. Un relato es un esquema organizativo expresado en forma de historia. Los relatos son centrales en la representación de las identidades [...]» (1-66). El manual vuelve en distintas ocasiones a este, en particular en el capítulo sobre la Inteligencia: «La forma cultural más importante para comprender las fuerzas Coin [contrainsurgencia] es el relato [...]. Son los medios mediante los cuales las ideologías se expresan y son absorbidas por los individuos en una sociedad [...]. Al escuchar el relato, las fuerzas Coin pueden identificar el núcleo de los valores clave de la sociedad» (3-51).[1]
Lo más interesante (y desconcertante) es que los generales de los marines que escribieron el Manual retoman, con el lenguaje y la jerga de las ciencias humanas estadounidenses, las dos tesis fundamentales expresadas por el filósofo marxista francés Louis Althusser hace cincuenta años: a) «La ideología es una “representación” de la relación imaginaria de los individuos con sus propias condiciones reales de existencia»; b) «toda ideología tiene como función “constituir” a los individuos en sujetos»[2] (en el caso del Manual, en «sujetos de la insurrección»). El corolario es que, en cualquier caso, llevamos una ideología en nuestro interior, lo queramos o no. Por tal razón nadie puede decir la frase «no soy ideológico». Cuando no te adhieres voluntariamente a una ideología (o a una religión), te adhieres involuntariamente a ella, «respiras» ideología. Y por lo general, la ideología se niega a sí misma como tal, es más, vive de su propia negación y de atribuir ideologismo a todas las demás «representaciones».
De esta forma, mientras incluso los marines tienen que aprender hasta qué punto es importante la ideología, ¡la izquierda occidental se rasga las vestiduras acusando de ideologismo a su propio legado cultural y político!
En cierto sentido, la guerra ideológica desencadenada contra la izquierda, combatida y abrumadoramente ganada en los últimos cincuenta años, puede considerarse precisamente como una forma de counterinsurgency, de reacción a los movimientos de los sesenta. Esta guerra se libró y se ganó en primer lugar en los Estados Unidos.
Marco d'Eramo, Dominio, Barcelona, Anagrama 2022
(1) D. H. Petraeus, James Ames, FM-324 Counterinsurgency, descargable de [https:] o en versión impresa, The U.S. Army/Marine Corps Counterinsurgency Field Manual, University of Chicago Press, Chicago, 2007.
(2) Louis Althusser, «Idéologie et appareils idéologiques d’État» (1969), en Positions (1964-1975), Éditions Sociales, París, 1976, págs. 67-126. Las citas, en las págs. 101 y 110.
El comportamiento de los sistemas complejos nos resulta difícil de comprender y, a menudo, nos parece contrario a la intuición lógica. Está ejemplificado por el famoso efecto mariposa, cuando una respuesta sensible, dependiendo de las condiciones iniciales, puede acabar con grandes diferencias en una etapa posterior. Como cuando el aleteo de una mariposa en el Amazonas llega a provocar un tornado que arrasa Texas. Pero tales metáforas no siempre ayudan, y empecé a preguntarme si en realidad somos capaces de pensar de manera no lineal. Las predicciones sobre el comportamiento de los sistemas dinámicos complejos a menudo se presentan en forma de ecuaciones matemáticas aplicadas a las tecnologías digitales. Los modelos de simulación no nos hablan claro y directo; sus resultados y las opciones que producen deben interpretarse y explicarse. Dado que se perciben como científicamente objetivos, a menudo no se cuestionan. Pero, entonces, las predicciones adquieren el poder activo que les atribuimos. Si se sigue ciegamente, el poder predictivo de los algoritmos se convierte en una profecía de autocumplimiento: una predicción se cumple porque la gente cree en ella y actúa en consecuencia.
Así, me propuse salvar la brecha entre el nivel personal, en este caso las predicciones que recibimos como individuos, y lo colectivo, representado por sistemas más complejos. Nos sentimos cómodos con mensajes conocidos y comunicaciones que nos llegan a nivel personal, mientras que, a menos que adoptemos una postura profesional y científica, vivimos todo lo relacionado con sistemas complejos como una fuerza externa e impersonal. ¿No podría ser, me preguntaba, que se nos convenza tan fácilmente de confiar en un algoritmo predictivo porque nos llega a nivel personal? Y al mismo tiempo, tal vez desconfiamos del sistema digital, sea lo que sea que entendamos como tal, porque lo percibimos como impersonal.
Inesperadamente, la crisis del coronavirus reveló las limitaciones de las predicciones. Una pandemia es una de esas incógnitas previsibles que se espera que ocurran. Se sabe que es probable que aparezcan, pero se desconoce cuándo y dónde. En el caso del virus SARS-CoV-2, la brecha entre las predicciones y la falta de preparación pronto se hizo evidente. Estamos preparados para creernos ciegamente las predicciones que los algoritmos arrojan sobre lo que debemos consumir, sobre cuál tiene que ser nuestro comportamiento e incluso nuestro estado mental emocional en el futuro. Creemos lo que nos dicen sobre los riesgos para la salud y los avisos sobre la necesidad de cambiar nuestro estilo de vida. Tales datos se utilizan para la elaboración de perfiles policiales, sentencias judiciales y mucho más. Y, sin embargo, no estábamos preparados en lo más mínimo para una pandemia que se había pronosticado mucho tiempo atrás. ¿Cómo ha podido fallar todo?
Así pues, la crisis de la COVID-19, que lo más probable es que pase de ser una emergencia a ser una situación endémica, fortaleció mi convicción de que la clave para comprender los cambios que estamos viviendo está vinculada a lo que llamo la paradoja de la predicción. Cuando el comportamiento humano, por flexible y adaptativo que sea, comienza a ajustarse a lo que anuncian las predicciones, corremos el riesgo de volver a un mundo determinista, en el que el futuro ya está fijado. La paradoja se encuentra en la relación dinámica pero volátil entre el presente y el futuro: las predicciones, como es evidente, son sobre el futuro, pero actúan directamente sobre cómo nos comportamos en el presente.
El poder predictivo de los algoritmos nos permite ver más allá y prever los efectos de las pautas emergentes, dentro de sistemas complejos obtenidos a través de modelos de simulación. Respaldados por una enorme potencia informática, y entrenados en una ingente cantidad de datos extraídos del mundo natural y social, podemos trazar algoritmos predictivos y analizar su impacto. Pero la manera en que hacemos esto es paradójica en sí misma: anhelamos conocer el futuro, pero nos desentendemos de cómo las predicciones nos afectan en el presente. ¿Qué creemos, pues, y qué descartamos? La paradoja surge de la incompatibilidad entre una función algorítmica, que al fin y al cabo es una ecuación matemática abstracta, y esas creencias humanas lo bastante poderosas para impulsarnos (o no) a actuar.
Los algoritmos predictivos han adquirido un poder poco común que se expresa en varias dimensiones. Hemos llegado a confiar en ellos bajo formas que incluyen predicciones científicas con una amplia gama de aplicaciones, como la mejora de las previsiones meteorológicas o los numerosos instrumentos tecnológicos diseñados para abrir nuevos mercados. Se basan en técnicas de análisis predictivo que han dado como resultado una amplia gama de productos y servicios, desde el análisis de muestras de ADN para predecir el riesgo de determinadas enfermedades, hasta aplicaciones en política (se ha llegado a apuntar a grupos específicos de votantes, cuyo perfil se ha establecido a través de bases de datos, algo que se ha convertido en una característica habitual de las campañas). Las predicciones se han vuelto omnipresentes en nuestra vida diaria. Regalamos nuestros datos personales a cambio de conveniencia, eficiencia y ahorro en los productos que nos ofrecen las grandes empresas. Alimentamos su insaciable apetito por más datos y les confiamos información sobre nuestros sentimientos y comportamientos más íntimos. Parece que nos hemos adentrado en un camino irreversible de confianza en tales compañías. El análisis predictivo prevalece en los mercados financieros, donde se instalaron hace mucho tiempo las evaluaciones de riesgo automatizadas de comercio y tecnología financiera. También es la columna vertebral del desarrollo militar de armas robotizadas, cuyo despliegue real constituiría una auténtica pesadilla.
Sin embargo, la pandemia de la COVID-19 ha revelado que el control es mucho menor de lo que pensábamos. Esto no se debe a algoritmos defectuosos ni a falta de datos, aunque la pandemia ha evidenciado hasta qué punto se subestima la importancia del acceso a datos de calidad y su interoperabilidad. No hubo algoritmos predictivos cuando se advirtió de posibles epidemias; los modelos epidemiológicos y la estadística bayesiana fueron suficientes. Pero las advertencias no fueron escuchadas. La brecha entre saber y actuar seguirá existiendo si la gente no quiere saber o encuentra muchas excusas para justificar su inacción. Por tanto, las predicciones deben verse siempre en su contexto. Pueden caer en el vacío o llevarnos a seguirlas a ciegas. La analítica predictiva, aun cuando se expresa como una derivada de nuestra ignorancia, viene como un paquete digital que recibimos con gusto, pero que rara vez nos vemos en la necesidad de desempaquetar. Tiene la apariencia de productos algorítmicos refinados, producidos por un sistema que parece impenetrable para la mayoría de nosotros y, a menudo, guardado celosamente por las grandes empresas que lo poseen.
Así pues, las observaciones realizadas durante mi viaje intelectual empezaron a centrarse en el poder de la predicción y, en especial, en el poder ejercido por los algoritmos predictivos. Esto me permitió preguntarme: ¿cómo cambia la inteligencia artificial nuestra concepción del futuro y nuestra experiencia del tiempo?
Lo que veo ahora es que ya ha llegado el futuro. Vivimos no sólo en una era digital, sino en una máquina del tiempo digital. Una máquina alimentada por algoritmos predictivos que producen la energía para empujarnos más allá del futuro que ya ha llegado, hacia un futuro desconocido que queremos dilucidar desesperadamente. Por tanto, nos apresuramos a compilar pronósticos y a participar en múltiples ejercicios de previsión, tratando de obtener una medida de control sobre lo que de otro modo parece incontrolable debido a su complejidad. Los algoritmos y análisis predictivos nos brindan tranquilidad al trazar las trayectorias para el comportamiento futuro. Les atribuimos poderes y nos sentimos apoyados por los mensajes que transmiten sobre las incógnitas que más nos preocupan. Nuestro anhelo de certeza es tal que incluso en los casos en que el pronóstico es negativo nos sentimos aliviados de saber lo que sucederá. Al ofrecer tal seguridad, las predicciones algorítmicas pueden ayudarnos a hacer frente a la incertidumbre y, al menos en parte, devolvernos algo de control sobre el futuro.
Por tanto, es apropiado recordar el trabajo de los profesionales de STS (Estudios de Ciencia y tecnología) que han analizado extensamente la configuración social de las tecnologías. Sus hallazgos demuestran que las tecnologías se aplican de forma selectiva. Tienen género. Se traducen en productos que abren nuevos mercados y que dan un nuevo impulso al capitalismo global. Los beneficios de la innovación tecnológica nunca se distribuyen por igual, y las desigualdades sociales ya existentes se hacen más profundas con el cambio tecnológico acelerado. Pero nunca es la tecnología sola la que actúa como una fuerza externa que provoca el cambio social. Más bien, las tecnologías y el cambio tecnológico son consecuencia de condiciones previas sociales, culturales y económicas, y resultado de muchos procesos coproductivos.
La propensión de las personas a orientarse en relación con lo que hacen los demás, en especial en circunstancias inesperadas o amenazantes, aumenta el poder de los algoritmos predictivos. Magnifica la ilusión de tener el control. Pero si el instrumento gana en comprensión perdemos la capacidad de pensamiento crítico. Terminamos confiando en el piloto automático mientras volamos a ciegas en la niebla. Sin embargo, hay situaciones en las que es crucial desactivar el piloto automático y ejercer nuestro propio juicio sobre lo que debemos hacer.
Al visualizar el camino por delante, veo una situación en la que hemos creado un instrumento altamente eficiente que nos permite seguir y prever la dinámica en evolución de una amplia gama de fenómenos y actividades, pero en la que en gran medida no entendemos las causas. Dependemos cada vez más de lo que nos dicen los algoritmos predictivos, sobre todo cuando las instituciones comienzan a alinearse con sus predicciones, a menudo sin darse cuenta de las consecuencias no deseadas que seguirán. Confiamos no sólo en el poder performativo de la analítica predictiva, sino también en que sabe qué opciones presentarnos, de nuevo sin considerar quién ha diseñado estas opciones y cómo, o que podría haber otras opciones igualmente dignas de considerar.
Cuando las profecías autocumplidas comienzan a proliferar, corremos el riesgo de volver a una cosmovisión determinista en la que el futuro aparece como prescrito y, por tanto, cerrado. El espacio vital para imaginar lo que podría ser de otra manera comienza a encogerse. La motivación y la capacidad de ampliar los límites de la imaginación se reducen. Depender sólo de la eficacia de la predicción oculta la necesidad de comprender por qué y cómo. El riesgo es que todo lo que atesoramos sobre nuestra cultura y nuestros valores se pueda atrofiar.
Además, en un mundo gobernado por la analítica predictiva, no existe ni lugar ni obligación de rendir cuentas. Cuando el poder político deja de rendir cuentas a aquellos sobre quienes se ejerce, corremos el riesgo de destruir la democracia. La rendición de cuentas se basa en una comprensión básica de causa y efecto. En una democracia, esto se enmarca en términos legales y es una parte integral de las instituciones democráticamente legitimadas. Si esto ya no está garantizado, el control se vuelve omnipresente. Los macrodatos aumentan aún más y los datos se adquieren sin comprensión ni explicación. Nos convertimos en parte de un sistema predictivo interconectado y afinado que se cierra dinámicamente sobre sí mismo. La capacidad humana de enseñar a otros lo que sabemos y hemos experimentado comienza a parecerse a la de una máquina que puede enseñarse a sí misma e inventar las reglas. Las máquinas no tienen empatía ni sentido de la responsabilidad. Sólo los humanos pueden rendir cuentas y sólo los humanos tienen la libertad de asumir responsabilidades.
Por fortuna, todavía no hemos llegado a ese extremo. Todavía podemos preguntarnos: ¿de verdad queremos vivir en un mundo completamente previsible donde el análisis predictivo invada y guíe nuestros pensamientos y deseos más íntimos? Eso significaría renunciar a la incertidumbre inherente del futuro y reemplazarla con la peligrosa ilusión de tener el control. ¿O estamos dispuestos a reconocer que nunca se puede lograr un mundo previsible del todo? Entonces tendríamos que reunir el valor para asumir los riesgos de un mundo falsamente determinista.
Nos hemos embarcado en un viaje para seguir adelante con algoritmos predictivos que nos permiten ver más allá. Afortunadamente, somos cada vez más conscientes de lo crucial que es el acceso a datos de calidad del tipo correcto. Somos cautelosos acerca de la erosión adicional de nuestra privacidad y reconocemos que la circulación de mentiras deliberadas y discursos de odio en las redes sociales representan una amenaza para la democracia. Confiamos en la IA y, al mismo tiempo, desconfiamos de ella. Es probable que esta ambivalencia perdure, ya que por inteligentes que sean los algoritmos cuando avanzamos hacia el futuro en la era digital, no van más allá de encontrar correlaciones.
Incluso las redes neuronales más sofisticadas, que son versiones simplificadas del cerebro, sólo pueden detectar regularidades e identificar patrones basados en datos que provienen del pasado. No está involucrado ningún razonamiento causal, ni una IA pretende que lo sea. ¿Cómo podemos seguir adelante si no entendemos la vida tal como ha evolucionado en el pasado? Algunos informáticos, como Judea Pearl y otros, deploran la ausencia de una búsqueda de relaciones causa-efecto. La «inteligencia real», argumentan, implica comprensión causal. Para que la IA llegue a tal etapa debe poder razonar de una manera contrafáctica. No es suficiente ajustar simplemente una curva a lo largo de una línea de tiempo indicada. Hay que abrir el pasado para entender una frase como «qué hubiera pasado si...». La acción humana consiste en lo que hacemos, pero comprender lo que hicimos en el pasado para poder hacer predicciones sobre el futuro siempre debe involucrar el contrafactual de que podríamos haber actuado de manera diferente. Al transferir un proceso humano a una IA debemos asegurarnos de que tenga la capacidad de discernir esta cualidad que es básica para la comprensión y el razonamiento humanos.
El poder de los algoritmos es tan grande que olvidamos con facilidad la importancia del vínculo entre comprensión y predicción. Los usamos para hacer previsiones prácticas y calculables que son útiles en nuestra vida diaria, ya sea en la gestión de los sistemas de salud, en el comercio financiero automatizado, para hacer negocios más rentables o para expandir las industrias creativas. Pero no debemos ceder a la conveniencia de la eficiencia y abandonar el deseo de comprender, ni la curiosidad y la perseverancia que sustentan tal deseo.
Aunque podemos predecir con seguridad que los algoritmos darán forma al futuro, la cuestión de qué tipos de algoritmos darán esa forma sigue abierta todavía.
Quizá ha llegado el momento de admitir que no tenemos el control de todo, de admitir con humildad que el frágil y arriesgado viaje de coevolución con las máquinas que hemos construido será más fecundo si renovamos los intentos de comprender nuestra humanidad y nuestra comunidad. De saber cómo podríamos vivir mejor juntos. Tenemos que continuar nuestra exploración para avanzar en la vida, mientras tratamos de mirar atrás hacia lo que hemos vivido, y unir ambas visiones. En tal caso, la predicción dejará de trazar únicamente las trayectorias hacia nuestro futuro, y se convertirá en una parte integral de la comprensión sobre cómo avanzar y vivir mejor. En lugar de predecir lo que sucederá, nos ayudará a comprender por qué suceden las cosas.
Después de todo, lo que nos hace humanos es nuestra capacidad única de hacernos la pregunta: ¿por qué suceden las cosas... por qué y cómo?
Helga Nowotny, La fe en la inteligencia artificial, Barcelona, Galaxia Gutemberg 2022
La expresión “Estado democrático” que aparece espontáneamente desde la introducción de su obra ¿no expresa mejor el proyecto de Tocqueville, como si se tratara de encauzar el flujo tumultuoso de la democracia en el lecho del Estado? Al asociar la democracia con el Estado, ¿no trata acaso Tocqueville de disociarla de la revolución? Porque ¿para la democracia, el Estado no es un lecho de Procrusto?
De este modo, la democracia que reposa sobre el principio de soberanía del pueblo se encuentra, a pesar de ello, expuesta a engendrar una forma de despotismo inédito, difícil de nombrar: un poder tutelar más que un poder tiránico, que introduce una nueva forma de servidumbre, “reglada, suave y apacible”. De esta manera, la revolución democrática, lejos de continuarse en un movimiento revolucionario permanente, está condenada a poner fin a las pasiones revolucionarias y sustituirlas por nuevas pasiones que tienen más a ver con la conservación de lo existente que con la subversión.
Miguel Abensour, La democracia contra el Estado (Marx y el momento maquiaveliano) (2004) Traducció de Jordi Ribas, editorial Los libros de la Catarata, publicat 2017
… tan pronto como un pueblo se da representantes deja de ser libre y deja de ser pueblo.
El pueblo inglés piensa que es libre y se engaña; lo es sólo mediante la elección de los miembros del Parlamento; tan pronto como éstos son elegidos cae en su condición de esclavo, no es nada.
Rousseau, El Contrato Social, libro III, capítulo 15
Hi ha tres classes de tirans: uns tenen el poder gràcies a una elecció popular, altres per força de les armes i els altres al dret de successió.
... si bé arriben al poder per camins diferents, la seva manera de governar és sempre aproximadament la mateixa.
Étienne de la Boétie, Discurs de la servitud voluntaria
En su pureza, el concepto de democracia implica que hay coincidencia entre quienes toman las decisiones sobre la vida colectiva y quienes habrán de obedecer esas decisiones: que hay coincidencias entre gobernantes y gobernados. (…) El ideal democrático es un ideal de autogobierno. Su realización es la realización de la aspiración humana a la libertad; aquí es donde acecha la fascinación por la democracia directa.
La representación implica la distinción, no la coincidencia, entre gobernantes y gobernados: los representantes deciden y los representados obedecen. Por tanto, la representación es lo opuesto a la democracia.
Francesco Pallante, “El exceso de democracia mata la democracia”, La Maleta de Portbou 55, noviembre-diciembre 2022
Platón denunció las artimañas dialécticas de los grandes generadores de bullshit de su época, los sofistas, pero él mismo incurrió en argumentos tramposos y falaces en sus diálogos, porque la persuasión es un arma de doble filo, y cuando intentamos desmontar argumentos ajenos que nos irritan u ofenden es cuando más tentados estamos de recurrir al bullshit. Luego, Aristóteles, discípulo de Platón, intentó corregir el bullshit de su maestro echando mano, él mismo, de argumentos francamente dudosos.
Carl Bergstrom, autor de Contra la charltanería (Callin Bullshit)
Veamos serenamente: una utopía es el espejismo de una sociedad perfecta que siempre tropieza en su ejecución con los vicios y defectos humanos. Lo realmente difícil no es inventarse un país que funcione de acuerdo con los más elevados patrones de justicia y eficacia, sino lograr ese cielo en la tierra con seres de carne y hueso como usted y yo (seamos sinceros, lo primero que sobraría en el Paraíso para ser de veras tal seríamos usted y yo). Con gente como nosotros sólo son imaginables las distopías: ...
Fernando Savater, El mundo sin estrenar, El País 05/11/2022
Argument del designi:
Si de l’observació de l’admirable disposició d’un edifici o un rellotge podem inferir que ha estat dissenyat i creat per un ésser intel·ligent humà, de la mateixa manera de l’observació de l’admirable disposició de l’univers, del cos dels animals o dels nostres òrgans (l’ull) podem inferir l’existència d’un Ésser Summament Intel·ligent, Déu. (D’efectes similars inferim causes similars)
Crítica:
Tinc en la meva ment la idea d’un ésser summament perfecte. Això vol dir que aquesta idea conté totes les perfeccions pensables i més, fins i tot la de l’existència. Si algú dubtés de la existència d’aquesta idea s’estaria contradient, ja que un ésser així no pot ser pensat si s’exclou la seva existència, ja que deixaria immediatament de ser summament perfecte. Per tant, aquesta idea té una existència més enllà del pensament. Déu, l’ésser summament perfecte, necessàriament existeix.
Crítica:
Puc tenir la idea d’unicorn i la idea de cavall. En cap de les dues idees està inclosa la necessitat de la seva existència, però crec, perquè així m’ho ha confirmat l’experiència, que la segona té més probabilitats d’existir que la primera.
Des d’aquest punt de vista, la idea d’unicorn s’assembla més a la idea de Déu que a la de cavall perquè ni la idea d’unicorn ni la idea de Déu han estat confirmades fins ara per l’experiència. Per tant, quan pensem en coses existents mai no podem afirmar que la seva existència sigui necessària.
Argument cosmològic:
Totes les realitats que existeixen en aquest món físic tenen una realitat contingent. La qual cosa implica que existeixen perquè han estat creades per altres coses que poden ser contingents. Això remet finalment a una causa última de totes les coses contingents que no és contingent. Aquesta causa, a diferència de les altres realitats, és una realitat necessària, és a dir, que no necessita de res per existir, existeix per si mateixa. Aquesta realitat que necessàriament existeix és Déu.
Crítica:
Podem fer servir la mateixa crítica que hem fet servir amb l’argument ontològic.
Manel Villar
¿Quiere Dios prevenir el mal, pero no puede?, entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Puede y quiere?, entonces ¿de dónde sale el mal? (David Hume, Diálogos sobre religión natural)
Podría haber previsto (desde su omnisciencia) todos los males que iba a cometer el ser humano por el perverso uso de la libertad. Una tarea de la teología y filosofía será la de esclarecer este desafío.
El mayor esfuerzo intelectual por explicar el mal, en sus diversas manifestaciones, ha sido el de Leibniz. Incluso diseñó una nueva disciplina filosófica, en 1710, bajo el neologismo de Teodicea, compuesto de dos palabras: theós (Dios) y diké (justificación o justicia).
La teodicea ha de dejar paso franco a la antropodicea. El ser humano autónomo es llamado a comparecer ante el tribunal de la razón (…) No es la fe en un Dios benévolo y omnipotente la que queda afectada por la existencia del mal, sino más radicalmente la fe en el hombre y en su capacidad de combatir el mal (Aurelio Arteta, Mal consentido).
...en qué medida podemos considerar a Dios, en parte, co-responsable de la maldad derivada de la libertad, sobre todo, si se sigue manejando la idea de que tal ser todopoderoso es el creador del cosmos y de la humanidad. Es este problema nuclear la fuente intelectual de lo que se denominó en la cultura occidental, al menos a partir de Leibniz (inventor del termino), Teodicea, es decir, “justificación de Dios ante el mal en el mundo y en el hombre”.
Leibniz se propuso mostrar la compatibilidad de la existencia del mal (metafísica, física y moral) en el mundo con la de un Dios omnipotente, omnisciente y bueno.
No se trata de considerar a Dios responsable último del mal que el hombre realiza, sino más bien de constatar que “lo permite” en aras de otros bienes superiores que el propio hombre con esfuerzo puede alcanzar o que el mismo Dios es capaz de otorgar con sabiduría, superando así las graves consecuencias de las maldades humanas.
Todo lo que acontece tiene un por qué y un para qué, nada es resultado de la causalidad. El mal, en sus diversas variantes, ha de ser integrado en un plan divino que la razón humana, aunque no pueda penetrar del todo, sí es capaz de comprender en sus líneas generales, explicar de modo inteligible el origen y el sentido del mal que los humanos padecemos o provocamos.
Dios es algo así como un genial arquitecto y matemático que elige, entre numerosos proyectos de mundos posibles que contempla en su entendimiento, aquel que globalmente considerado resulta el mejor de todos, y por ello lo crea voluntariamente, le otorga existencia. Dios no elige de modo azaroso y arbitrario, sino que siempre actúa de manera racional e inteligible, dada su capacidad para abarcar la totalidad de lo real.
Desde esta perspectiva globalizadora no es extraño mantener que Dios ha creado el mejor de los mundos posibles, porque no le queda más remedio que elegir lo mejor, de lo contrario no podría ser considerado como la suma perfección. Pero que Dios escoja lo mejor, no significa que sea siempre lo mejor para los hombres en particular.
… siendo Dios perfecto, omnisciente, omnipotente y bueno, ha creado el mejor de los mundo posibles, a pesar del mal metafísico (imperfección del cosmos), del mal físico (el dolor y el sufrimiento humano y del mal moral (el pecado realizado libremente por el hombre).
El mal es un ingrediente de este mundo porque así lo ha previsto y querido Dios. Lo cual nos hce pensar que gracias a los males que padecemos o provocamos (y que el ser perfecto permite) será posible alcanzar y gozar de mayores bienes, desde una perspectiva universal que a los humanos se nos escapa, sometidos al espacio y al tiempo, condicionantes de nuestra visión particular de lo que acontece.
Es inevitable que lo creado sea imperfecto; solo Dios es perfecto. Pues bien, en ello radica la posibilidad de que el mal moral, derivado de la acción libre, se haga presente en el mundo.
Aunque Dios es bueno, y ha creado al hombre a su imagen y semejanza, esta criatura finita y libre puede realizar malas acciones, pecar. Por consiguiente, el mal moral y el físico (dolor y sufrimiento) proviene del mal metafísico. Es decir, de la imperfección de la criatura.
… aunque Dios, por supuesto, no es la causa de las malas acciones de los hombres, desde su omnisciencia las prevé, y a pesar de su omnipotencia las permite.
El ser humano, aunque su libertad es siempre limitada, en tanto que criatura, puede elegir entre el bien y el mal. Sin aquella facultad no estaríamos ante seres racionales. No es posible pensar en un mundo de personas sin libertad y, por tanto, sin la posible ejecución de maldades. Y este es “el mejor mundo posible”. Es tal el valor de la libertad, que si Dios hubiera creado seres inclinados siempre a realizar acciones buenas, sin capacidad para hacer el mal, ese mundo sería menos valioso, no sería “el mejor de los posibles”.
Por consiguiente, los males que el sujeto libre ocasiona, globalmente considerados un “mal menor”, si pudiéramos compararlo con el bien total que supone la creación de seres racionales libres (Teodicea, 23-25).
El mundo humano creado desde la perfección y santidad divinas merece la pena, aun a riesgo de que las criaturas racionales y libres podamos inclinarnos en ocasiones por las más abominables maldades.
Enrique Bonete Perales, La maldad. Raíces antropológicas, implicaciones filosóficas y efectos sociales, Cátedra, Madrid 2017
Plató, La república 415a-c
Mucho más frecuente es hoy nuestro diálogo con el logos, que es muy distinto al pensamiento mítico. 2 A diferencia del mito, el logos responde a los hechos objetivos, y también es absolutamente pragmático: es la modalidad de pensamiento racional que permite que los seres humanos operen adecuadamente. Es el fundamento de la sociedad moderna. Nos valemos de nuestras facultades lógicas cuando deseamos provocar una consecuencia, conseguir algo o convencer a otros de una determinada opinión. Allí donde el mito vuelve la vista atrás y contempla los orígenes, el logos avanza con determinación, desarrolla nuevas perspectivas e inventa algo inédito. Y para bien o para mal, también nos ayuda a controlar más y mejor el entorno natural.
Sin embargo, al igual que el mito, el logos tiene sus limitaciones. Es incapaz de responder a los interrogantes que plantea el valor último de la vida humana. No puede aliviar nuestros pesares. Tiene en su mano desvelar circunstancias nuevas y maravillosas sobre el universo físico y hacer que las cosas funcionen con mayor eficiencia, pero no explicar el sentido de la existencia. El Homo sapiens comprendió esto de manera instintiva desde sus primeros pasos. Utilizó el logos para idear armas innovadoras y concebir mejores técnicas de caza, y recurrió al mito, junto con los rituales que lo acompañan, para restañar el dolor y la pena que de otro modo le habrían abrumado.
Antes de la época moderna, tanto el mito como el logos eran considerados esenciales, pero en el siglo xviii las gentes de Europa y Norteamérica habían alcanzado tan pasmosos éxitos en el ámbito de la ciencia y la tecnología que empezaron a desentenderse del mito, juzgándolo falso y primitivo. La sociedad dejó de depender de los excedentes de la producción agrícola —como les había venido ocurriendo a todas las civilizaciones anteriores— y pasó a vincular su destino a los recursos tecnológicos y a una incesante reinversión de capital. Esto liberó a las sociedades modernas de muchas de las limitaciones asociadas con la cultura tradicional, cuyo fundamento rural había tenido siempre precarios cimientos. El proceso de la modernización fue largo, ya que tardó cerca de tres siglos en completarse, y trajo consigo cambios muy profundos: la industrialización, la revolución agraria, la reforma social, y una «ilustración» intelectual que despachó el mito como algo fútil y superado. Pese a que nuestra desmitologizada sociedad pueda resultar cómoda para cuantos tenemos la fortuna de vivir en países del primer mundo, parece claro que no se ha convertido en ese paraíso terrenal que auguraban Francis Bacon y otros filósofos ilustrados.
Debemos abrir los ojos y desembarazarnos de la falacia que sostiene que el mito es incierto o representa una modalidad de pensamiento inferior. Quizá seamos incapaces de recuperar por entero la sensibilidad premoderna, pero podemos adquirir una comprensión más sutil y matizada de los mitos de nuestros antepasados, porque todavía tienen cosas que enseñarnos. Y desde luego, seguimos creando nuevos mitos a nuestra imagen, aunque ya no les demos ese nombre. El siglo xx asistió al surgimiento de varios mitos cuyo carácter extremadamente destructivo acabó dando lugar a masacres y genocidios. No podemos luchar contra estos mitos negativos con las solas armas de la razón, porque no hay dosis de logos en estado puro que sea capaz de hacer frente a temores, deseos y neurosis profundamente enraizados. Necesitamos mitos positivos que nos ayuden a identificarnos con nuestros semejantes y no solo con quienes pertenezcan a nuestra particular tribu étnica, nacional o ideológica. Precisamos de mitos buenos que nos hagan comprender la importancia de la compasión —una facultad del ánimo que cuestiona y trasciende nuestro primitivo egocentrismo solipsista—. Y lo verdaderamente decisivo: hemos de pensar buenos mitos que nos ayuden a fomentar un sentimiento de veneración hacia la tierra como realidad sagrada, puesto que, de no concretar alguna forma de revolución espiritual capaz de contrarrestar las tendencias destructivas de nuestro ingenio tecnológico, no lograremos salvar el planeta.
Karen Amstrong, Naturaleza sagrada, Barcelona, Crítica 2022
Un mito es un acontecimiento ocurrido, en cierto modo, en otro tiempo y que sin embargo sucede también una y otra vez. La mitología apunta, más allá del caótico flujo de los acontecimientos históricos, a todo cuanto hay de intemporal en la vida humana, ayudándonos a vislumbrar el estable núcleo de realidad que palpita en su interior. Por otra parte, el mito arraiga asimismo en lo que llamamos inconsciente. Los mitos son una antigua forma de psicología. Lo que hacen los pueblos al divulgar relatos de héroes que descienden al inframundo, pugnan por hallar salida a un laberinto, o traban combate con fieros monstruos, es sacar a la luz los miedos y deseos que anidan en las oscuras regiones del subconsciente, que, no resultando accesible a la pura investigación lógica, tiene no obstante un profundo efecto en nuestras experiencias y conductas. El mito no admite demostraciones fundadas en pruebas racionales. Las percepciones que transmite son de naturaleza intuitiva, similares a las de las artes plásticas y la poesía. Es más, el mito solo adquiere realidad tangible al encarnar por medio de rituales y ceremonias que ofrecen a quienes participan en ellos la posibilidad de aprehender intuitivamente el mar de fondo que mueve la vida. Mito y rito han sido tan inseparables que la determinación de su respectiva precedencia suscita serios debates eruditos: ¿qué fue primero, el relato mítico o la ritualidad asociada con él? Sin la práctica espiritual, la narración mítica carecería de sentido, tal y como ocurre con una partitura musical, que permanece opaca a la mayoría de los ojos mientras no se revele a través de la interpretación instrumental.
La comprensión mítica no responde a un método de indagación inferior que pueda desecharse en cuanto las personas alcanzan el uso de razón. El mito no es una primitiva forma de adentrarse a tientas en el análisis histórico, y no pretende esgrimir verdades objetivas. Lo que hace es más bien ayudarnos a entrever nuevas posibilidades. Por medio del arte, liberados de las limitaciones del logos, concebimos y combinamos formas de expresión inéditas que enriquecen nuestras vidas y nos indican algo importante, haciendo que nos asomemos al desconcertante rompecabezas de nuestro mundo desde una perspectiva novedosa. Por consiguiente, la verdad del mito reside en su eficacia. Los mitos llevan siglos operando. Y la razón de que hayan persistido radica en el hecho de que siempre han funcionado cuando la gente los ha traducido en acciones. Un mito es esencialmente una guía, pues nos indica lo que hemos de hacer para llevar una vida más plena y positiva. Los antiguos mitos sobre la naturaleza constituían un intento de penetrar en la realidad oculta del mundo natural para vivir con eficacia y seguridad en nuestro entorno.
Karen Amstrong, Naturaleza sagrada, Barcelona, Crítica 2022
... la razón invocada por Rusia para lanzar una guerra ofensiva fue lo que ahora consideramos el bien moral supremo, es decir, la "desnazificación" (...) el propósito de la "operación" era proteger a las personas que han sido objeto de intimidación y genocidio durante los últimos ocho años. Y para ello lucharemos por la desmilitarización y desnazificación de Ucrania". (...)
Las máquinas de propaganda ciertamente no son nada nuevo. Sin embargo, parece que hemos saltado a un orden cualitativamente diferente de lo que significa gobernar la conciencia. La propaganda solía ser una cuestión de infundir creencias, de crear nuevos órdenes ontológicos para las personas que pertenecían a la misma comunidad. Se trataba de hacer que la gente creyera algo de lo que no tenía conocimiento previo o en lo que no había pensado con anterioridad (por ejemplo, educar para el comunismo). La propaganda promovía una visión del mundo y ofrecía relatos que justificaban el poder, los privilegios, el control, la represión. Solía hacer esto como una empresa a largo plazo, como un proceso lento de cambiar el pensamiento y el sentimiento de las personas. La afirmación de Putin de que la desnazificación es el objeto moral de esta guerra no es propaganda ni ideología entendida como tal, toma prestada una categoría histórica que pertenece a otro contexto y usurpa la identidad moral que la acompaña. Debido a que el nazismo se ha convertido en un mal radical, la desnazificación pretende otorgar un brillo moral a la destrucción de ucrania.
(...) la mentira ha evolucionado con la tecnología: ahora consiste en secuestrar la identidad moral e histórica de las personas.
Eva Illouz,
Gobernar la conciencia. La guerra de Putin, La Maleta de Portbou septiembre-octubre 2022, 54
Tenemos hoy una izquierda moralista y victoriana. Su obsesión es, por encima de todo, preservar las buenas costumbres. No tiene ninguna intención en transformar la sociedad, porque lo que quiere es formar individuos virtuosos. No cambia estructuras; solo vigila conductas.
Manuel Delgado Ruiz, @manueldelgadr7. 29/10/2022