Los sueños son sin duda un tema sexy. No solo han inspirado grandes obras literarias o artísticas, sino también hipótesis científicas tan terrenales como el anillo de benceno (un avance esencial de la química orgánica, soñado por Kekulé). Freud utilizó los sueños como una especie de drogapsicotrópica, una sonda para acceder a los estratos ocultos de la mente de sus pacientes, a su pensamiento automático y libre de la represión defensiva, al tipo de cosa que leemos en el monólogo interior de Joyce. Una gran idea.
En ciencia, sin embargo, las ideas son baratas. Por muy brillantes que sean, solo sirven si son correctas: si salen indemnes de su confrontación con la realidad; y más aún, si resultan fructíferas y conducen a nuevos resultados prácticos, y también a nuevas ideas correctas. Ahí está la verdadera dificultad de la práctica científica, en que sea práctica. Y ahí es donde Freud, uno de los grandes cerebros del anterior cambio de siglo, patina de forma estrepitosa.
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Seguimos sin saber qué significan los sueños. Sospechamos que no significan gran cosa, pero la neurociencia no lo ha podido demostrar aún. Hay indicios de que el cerebro no para quieto por la noche, de que su actividad automática sigue intentando resolver lo que el día se ha dejado pendiente, despejar la incógnita, resolver el enigma. Ninguno hay, sin embargo, de que nada de ello tenga relación con la histeria, la psicosis o los deseos reprimidos de la mente infantil. Yo creo que la ciencia logrará interpretar los sueños en algún momento no lejano, pero tengo la fuerte impresión de que haber deseado a tu prima cuando eras niño no será la explicación. Vuelvan a preguntarme en diez años.
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De los tsunamis de tinta que ha vertido el psicoanálisis, pocos mililitros habrán salido de la ciencia. Si Freud levantara la cabeza y tuviera que vivir de las citas que los neurocientíficos actuales hacen de sus artículos, se volvería a la tumba muerto de hambre sin poder ni pagar la recaída en sus famosas adicciones. El psicoanálisis freudiano no ha tenido el menor efecto en la neurociencia actual: es otra teoría estéril para la ciencia, otra de esas ideas “ni siquiera erróneas” que tanto aborrecen los físicos.
Tal vez la gran idea de Freud es la del subconsciente, y ahí sí que podemos decir, con la mejor ciencia disponible, que acertó de pleno. Los neurólogos saben hoy que la inmensa mayoría de nuestra actividad cerebral está ocurriendo continuamente sin que seamos conscientes de ello: que nuestra consciencia, eso que llamamos ‘yo’, no es más que un pasajero que viaja asomado a la proa de un transatlántico sin la menor noción de la maquinaria prodigiosa que tiene bajos sus pies.
Si eso es freudiano, todos lo somos, amigos, aunque no lo sepamos.
Javier Sampedro, Freud: el fantasma de la calle Berggasse 19, El País 06/05/2016
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