¿Se puede olvidar esa nueva lógica social si se quiere comprender el proceso de la humanización de las condenas entre los siglos XVIII y XIX? Indiscutiblemente debemos relacionar esa mutación penal con el advenimiento de un nuevo dispositivo del poder cuya vocación ya no es, como fue el caso desde el origen de los Estados, afirmar en la violencia humana de los suplicios su eminente superioridad, su poder soberano y desmesurado, sino, al contrario, administrar y penetrar suavemente en la sociedad, controlarla de forma continua, mesurada, homogénea, regular, hasta en sus rincones más ínfimos (
Michel Foucault,
Surveiller et punir, Gallimard 1975 ). Pero la reforma penal no hubiera sido posible sin el hundimiento de la relación con el otro suscitado por la revolución individualista, correlato del Estado moderno. En la segunda mitad del siglo XVIII, surgen protestas contra la atrocidad de los castigos corporales, éstos empiezan a ser socialmente ilegítimos, a asimilarse a la barbarie. Lo que, desde siempre, se consideraba normal, se vuelve escandaloso: el mundo individualista y la identificación específica con el otro que engendra, ha constituido el marco social adaptado a la eliminación de las prácticas legales de la crueldad. Cuidado con el todo político, aunque distribuido en estrategias microscópicas: la humanización de las penas no hubiese podido adquirir tal legitimidad, no hubiera podido desarrollarse con tal lógica por mucho tiempo si no hubiera coincidido en lo más profundo con la nueva relación de hombre a hombre instituida por el proceso individualista. Dejemos la cuestión de las prioridades, es paralelamente como el Estado y la sociedad han operado el despliegue del principio de la moderación de las penas.(pàgs. 197-198).
Gilles Lipovetsky,
La era del vacío, Anagrama, Barna 1986