by Eva Vázquez |
¡Y pensar que hace diez años
fue mi locura!
¡Que llegué hasta la traición
por su hermosura!...
Como nos enseñó Walter Benjamin, las crisis económicas son, después de las guerras, las principales causantes de una clase de pobreza que no se confunde con la escasez de recursos materiales: la pobreza de experiencia. Es decir, esa peculiar miseria que padece una generación cuando se ve obligada a “comenzar desde cero”, sin poder heredar de sus ascendientes la experiencia que estos han conseguido acumular durante sus vidas, que es a menudo lo único que los más humildes pueden legar a sus hijos.
Esto es lo que está sucediendo entre nosotros con la principal experiencia política de la generación que hoy está abandonando el poder. Esa experiencia consistió en la liquidación del régimen de Franco y en la instauración de una democracia social de Derecho, gracias a la cual España se incorporó al consenso establecido por EE UU y Europa occidental tras la II Guerra Mundial, que aún conocemos con el desprestigiado título deEstado de bienestar. En el tiempo transcurrido desde el estallido de la burbuja financiera en 2008, este bienestar se ha convertido, para las generaciones que hoy toman el relevo, en malestar y descontento con ese marco heredado del pasado, que muchos de sus miembros rechazan como una rémora y una carga que no desean reconocer como suya o en la que no encuentran encaje a sus expectativas políticas.
No se ha de confundir esta actitud con ese sano rito de paso a la mayoría de edad que los freudianos llaman “matar al padre”. Bien al contrario, fue la generación de la Transición la que se vio obligada a “matar al padre” (que había combatido en alguno de los dos bandos de la guerra de 1936), y gracias a ese sacrificio simbólico pudo aprovechar la experiencia de sus mayores para no repetir la carnicería de la contienda civil. Entre las actuales generaciones jóvenes, en cambio, aumenta la sensación de que la experiencia política de sus padres fue un completo fracaso: no habrían conseguido liquidar realmente el franquismo (y por eso a menudo los escuchamos referirse a las legislaturas amparadas en la Constitución de 1978 como “el régimen”, para subrayar su paralelismo con la dictadura), ni tampoco establecer una democracia real, sino únicamente una fachada que disimulaba una trama de banqueros codiciosos, políticos corruptos y periodistas vendidos que habrían aprovechado los últimos treinta años para lucrarse personalmente a costa del pueblo engañado.
Quienes ven las cosas de este modo, por tanto, se sienten llamados a repetir la experiencia política de sus padres, desde el principio y esta vez con éxito, emprendiendo un proceso constituyente que garantice la transición definitiva a una democracia auténtica, sin banqueros egoístas, sin políticos deshonestos, sin periodistas tramposos y, sobre todo, sin recortes presupuestarios, incluso aunque para ello tengan que convertirla en una extraña democracia sin banqueros, sin partidos políticos, sin prensa libre y sin presupuestos (es decir, algo bastante parecido a un “régimen” como el del peronismo argentino o el de la Rusia de Putin), ya sea mediante la fundación de Estados independientes y soberanos liberados del sistema que les produce tanto malestar, ya mediante la aplicación de las nuevas tecnologías al servicio de una asamblea general infinita del pueblo igualmente en estado permanente de soberanía directa online.
Se dirá que este siniestro cuadro de la transición a la democracia en la España al final del siglo XX no es más que una ficción, tanto en su descripción del pasado reciente (que, aunque “basada en hechos reales”, compone con ellos un aquelarre rigurosamente falso) como en sus previsiones de futuro (que, aunque agradables de oír, resultan del todo quiméricas). Pero no hemos de olvidar que esta ficción no es más que la otra cara o el contrarrelato de la ficción que, quizá con la mejor de las intenciones, la generación de los padres de estos hijos descontentos construyeron durante años (con la colaboración decisiva del cine, la música o la televisión) a propósito de la Transición, una suerte de Cuéntame que presentaba una democracia idealizada, graciosamente caída del cielo y envuelta en un halo de pureza inmaculada que sólo existía en la mirada de quienes durante demasiados años sólo habían podido verla en sus sueños, desde los sombríos sótanos del franquismo.
Los “padres” que mitificaron retrospectivamente la “fiesta de la libertad” de la década de 1980, y que de paso educaron a sus hijos en los nuevos hábitos de consumo gastronómico y audiovisual y en la nueva enseñanza secundaria obligatoria, en la frecuencia de recompensas emocionales, de motivaciones suplementarias y deketchup para combatir el aburrimiento y la monotonía de la vida cotidiana, ¿pueden extrañarse ahora de que reclamen su propia fiesta y de que se indignen cuando se les dice que en esta ocasión no hay presupuesto para festejos?
Lo que ha hecho la crisis económica ha sido despojar a la democracia de ese ropaje brillante con el que la había recubierto la contingencia de un crecimiento económico sostenido durante varias décadas. Quienes sólo la conocían por ese relato edulcorado y en traje de lentejuelas, y la han visto ahora en esta desdichada coyuntura, como decía el poeta, “mostrando al compadrear su cuero picoteao”, con tasas gigantescas de desempleo, cargos electos con fortunas en paraísos fiscales, cuñados abusivos, partidos políticos con contabilidad b, recortes en los servicios públicos y confabulaciones nada ejemplares entre poderes públicos y privados, sencillamente no la han reconocido. Habían creído aquella narración idílica con la que unos padres hiperprotectores quisieron resguardarlos de la mucho más cruda realidad y, al ver a la dama demacrada y maltrecha, han pensado que no era la verdadera democracia.
¿Quién los convencerá ahora de que no hay otra, de que la democracia no es incompatible con las estrecheces económicas, ni con la corrupción política, ni con la colusión entre poderes fácticos, y que todo ello, en lugar de animarnos a liquidar el sistema y a acabar con las instituciones que lo sustentan, es lo que hace que resulte tan importante que los Parlamentos, los tribunales, los Gobiernos y la prensa funcionen bien, porque constituyen la única defensa legítima y creíble contra esos males? A ver quién les dice ahora que, parafraseando a Fassbinder, la política no siempre es divertida y casi nunca es un gran espectáculo, que para acudir a votar no es imprescindible hacerlo con ilusión de cambiar “el régimen” o los fundamentos del mundo, que a menudo la democracia resulta tan pesada como una sesión parlamentaria ordinaria o un decreto ley sobre aguas residuales, como una sentencia judicial en un pleito de divorcio o una crónica periodística de la comisión de Agricultura del Congreso, o como ese ruido del ascensor a las seis de la mañana del que hablaba Churchill; y que la “gran política” es la que se hace en ese día a día grisáceo y descolorido, y no la que se anuncia en los medios a bombo y platillo “en tiempo real” o la que pone en tensión a las multitudes en la calle.
Y a ver quién les dice todo eso teniendo en cuenta que una de las grandes debilidades de nuestra democracia es la tradición de abordar las elecciones generales con el dramatismo de un comienzo absoluto, ya que el primer presidente elegido en las urnas tras la Transición dimitió cuando casi sonaban los disparos de un intento de golpe de Estado, el segundo terminó su mandato acusado de ser la “X” incógnita de una trama parapolicial, y el tercero y el cuarto tuvieron que escuchar gritos de “¡asesino!” mientras dejaban el Gobierno y aún humeaban las cenizas de sendos atentados terroristas. Porque si nadie les dice que la democracia ya está en pie (aunque nunca puede darse por acabada) y que de lo que se trata es de no destruirla, de no dilapidar esa herencia política a la cual deben ellos su libertad, si no se consigue transmitir esa experiencia que sus protagonistas ocultaron tras un cuento autocomplaciente, seguirán empeñados en construir “un nuevo régimen” y será imposible sacar el debate del pozo de la ficción en el que se halla sumido, y en el cual las quimeras de la soberanía garantizan la soberanía de las quimeras en el discurso político.
José Luis Pardo, Padres e hijos, El País, 02/10/2014