La argumentación es una práctica casi tan ubicua como la comunicación misma, y articula como ninguna otra nuestra condición de seres sociales y racionales. Pues argumentar es apelar a la racionalidad del otro, a su receptividad ante las buenas razones, con el fin de coordinar creencias y actuaciones en un proceso persuasivo. Por supuesto, argumentar no es la única forma de persuadir: coaccionar, insinuar, seducir, negociar, e incluso meramente afirmar algo en las circunstancias apropiadas, también sirven para hacer que otros acepten lo que decimos. Pero al argumentar fiamos en la fuerza de la evidencia nuestra capacidad de inducir creencias en nuestros oyentes. El único poder que ostenta quien argumenta es hacer valer buenas y solo buenas razones, es decir, razones que sirvan para justificar aquello de lo que tratamos de persuadir. Por ello, persuadir argumentando es persuadir justificando.
O así debiera ser. Porque, desafortunadamente, también sabemos de la eficacia de la argumentación al margen de su fuerza justificatoria. Desde las primeras controversias metafilosóficas entre Sócrates, Platón y los sofistas y, sobre todo, los estudios de Aristóteles sobre la falacia, muchos filósofos se han ocupado, si bien de formas muy desiguales, de este fenómeno. ¿Cómo es posible que un mal argumento sea, sin embargo, eficaz a la hora de persuadir?
Podemos plantear la cuestión de otro modo. Una de las propuestas más influyentes dentro de la Teoría de la Argumentación, la Pragma-dialéctica (van Eemeren y Grootendorst 1984), sostiene que la buena argumentación es aquella que sirve para resolver diferencias de opinión al tiempo que se cumplen ciertas condiciones lógicas y procedimentales. Pero, ¿de verdad resolvemos diferencias de opinión mediante argumentos? Piensen en los debates políticos, en las controversias científicas, filosóficas, e incluso domésticas: ¿cuántas veces hemos oído (o dicho) que los argumentos del contrario son mejores que los propios, que uno está equivocado y el otro tiene razón? No hablo de reconocer “errores sin importancia” que no sirven para zanjar la discusión, ni de argumentar para alguien que no tiene una opinión muy formada al respecto. Me refiero a convencer o dejarse convencer por alguien que sostiene, con la misma fuerza que nosotros, justo lo contrario. No es que sea imposible, pero sí harto infrecuente. Sin embargo, reconocer quién es el ganador de un intercambio argumentativo debería ser algo sencillo entre personas racionales y sensatas que se limitan a tratar de justificar aquello que sostienen y escuchan atentamente lo que dice el otro. ¿Por qué es tan difícil zanjar una discusión cuando el hecho es que al menos una de las partes debe de estar argumentando mal?
Para empezar, las discusiones bis a bis rara vez cuentan con un árbitro que las dirima. Y aunque lo tuvieran, ¿de qué serviría?, ¿quién estaría dispuesto a reconocer su autoridad en caso de discrepar? Cualquier espectador de un debate televisivo puede formarse una opinión sobre cuál de los contendientes tiene razón, pero a su lado puede sentarse alguien que piense justo lo contrario. ¡Y no los pongamos a discutir si ambos tienen una opinión muy formada al respecto!
No me malinterpreten, creo firmemente en la argumentación como forma de interacción: “Perdone, yo estaba primero” suele servir para mostrar al otro que debe esperar su turno y, normalmente, es más efectivo que ponerle mala cara y menos drástico que apartarle de un empujón. Incluso pienso que, aunque la argumentación rara vez sirva para resolver diferencias de opinión, porque casi nadie reconoce abiertamente que se equivoca, sí que permite avanzar en las controversias. Entiendo, eso sí, que en esos casos, el mecanismo es más sibilino: si en el fondo sientes que perdiste aquella discusión, si no terminaste de quedar satisfecho con tus propias razones, la próxima vez que discutas sobre el mismo tema con otro contrincante, probablemente serás tú quien adopte las tesis de tu anterior oponente. Siempre, eso sí, que no te vinculen a tus ideas motivos espurios y no haya testigos de tu cambio de opinión…
La argumentación es útil, sin duda. Ello explica su ubicuidad. Pero nuestra pregunta inicial sigue en pie: ¿cómo es posible que la mala argumentación pase inadvertida y logre persuadir, y que la buena argumentación, a menudo, falle en ello? Y más importante, ¿hay algo que pudiéramos hacer para evitar que la gente se aferre a malos argumentos o desatienda las buenas razones?, ¿hay alguna forma de lograr que la argumentación sirva, efectivamente, para resolver diferencias de opinión?
Una respuesta tentadora, sobre todo para quienes tenemos afanes pedagógicos en estos ámbitos, sería insistir en la importancia de saber más de lógica y falacias. Y, en general, esto es sin duda deseable: al menos, ayuda a detectar los casos más graves. Pero no debemos ser demasiado optimistas. Al fin y al cabo, los argumentos que empleamos en la vida diaria rara vez tienen la forma prístina de una petición de principio, de un cambio ilegítimo en la carga de la prueba, de una afirmación del consecuente, etc., o son una apelación por completo irrelevante a la opinión de los expertos (ad verecundiam), a la opinión general (ad populum), a las características del oponente (ad hominem), al “y tú más” (tu quoque), a la compasión (ad misericordiam), al hecho de que nos faltan datos (ad ignorantiam), etc. Decir de un argumento que es falaz requiere reconstruirlo de forma que, efectivamente, lo sea. Y como ya señalaba Finocchiaro (1981), no hay buen argumento que no podamos hacer malo a base de exagerar la fuerza de su conclusión, ni mal argumento que no podamos tornar bueno a base de debilitarla. Si esto es así, si la evaluación de un argumento depende de su interpretación de manera tan decisiva, la única manera de pillar a un contrincante en un renuncio será ir levantando acta del significado de cada una de sus afirmaciones, de su sentido y su alcance, y de lo que pretende probar con ellas.
Como he tratado de mostrar en Falacias y Argumentación (2014), desde este punto de vista, el estudio de la falacia se vuelve, no tanto un instrumento para determinar si un argumento es bueno o malo, sino más bien un instrumento para lo que Johnson (2000) denominaba su “crítica”: una vez que establecemos que cierto argumento es deficiente –siempre bajo cierta interpretación— podemos intentar explicar en qué consiste su debilidad. E incluso, a través del catálogo tradicional de falacias, podemos explicar por qué, a pesar de su deficiencia, pudiera parecerle un buen argumento a alguien –por ejemplo, por apelar de forma efectista a la opinión general, a la autoridad, a la ignorancia, a la compasión, etc.
Desde sus inicios, con Perelman y Olbrech-Tyteca (1958) y Toulmin (1958), la Teoría de la Argumentación ha puesto en tela de juicio la capacidad de la lógica formal para dar cuenta de la normatividad de la argumentación cotidiana. Ante los límites de los formalismos, parecía que una buena candidata a teoría normativa de la argumentación podría ser, por oposición, la teoría de la falacia. En los años 70, C. Hamblin lideró ese proyecto, y lo cierto es que, en la actualidad, aún contamos con algunas propuestas en esa línea (e.g., Walton, 1995) y el estudio de la falacia sigue produciendo numerosas publicaciones.
Sin embargo, cada vez son más quienes albergamos dudas sobre las posibilidades de fundar en la teoría de la falacia una teoría normativa para la argumentación: las críticas van desde el concepto mismo de falacia hasta la posibilidad de construir una “teoría” que haga sistemática la evaluación de los argumentos. Falacias y Argumentación recoge este recorrido de ida y vuelta sobre el papel que la teoría de la falacia estaba llamada a desempeñar dentro de la Teoría de la Argumentación. En este aspecto es, si se quiere, una propuesta negativa.
En cuanto a mi propuesta positiva, desarrollada principalmente en Giving Reasons (2011), surge, por un lado, de esta desconfianza en las posibilidades de la lógica y la teoría de la falacia, pero también de la certeza de que la argumentación tenía sentido mucho antes de que existiese teoría normativa alguna para ella: si la gente no hubiese sido capaz de determinar eficazmente si un argumento es bueno o malo sin la ayuda de una teoría explícita, la argumentación no habría servido de mucho, no habría sido útil como forma de llegar a creencias correctas y, por ende, no habría sido un buen instrumento para persuadir a los demás de ellas. La práctica misma de argumentar es una práctica normativa cuyo producto idiosincrásico es la justificación. Una buena teoría de la argumentación habrá de explicar en qué consiste su capacidad justificatoria y hacer de su fuerza persuasiva una función de esta. Pero también habrá de explicar el hecho de que, por desgracia, esta práctica normativa que es argumentar también permite aferrarse a malos argumentos: en definitiva, habrá de explicar por qué valorar si un argumento es bueno o malo resulta ser una tarea fácil y muy difícil a la vez.
Lilian Bermejo Luque, A propósito de "Falacias y Argumentación", Ápeiron. Estudios de filosofía, 02/10/2014
REFERENCIAS
Bermejo-Luque, Lilian (2011) Giving Reasons. A linguistic pragmatic approach to Argumentation Theory. Springer: Dordrecht.
________ (2014) Falacias y Argumentación. Plaza y Valdés: Madrid.
van Eemeren, Frans y Rob Grootendorst (1984) Speech Acts in Argumentative Discussions A theoretical model for the analysis of discussions directed towards solving conflicts of opinion. Foris, Dordrech/Mounton de Gruyter: Berlin.
Finocchiaro, Maurice (1981) ‘Fallacies and the Evaluation of Reasoning’ in American Philosophical Quarterly, 18, 1, 13-22.
Hamblin, Charles (1970) Fallacies. Methuen: London.
Johnson, Ralph (2000) Manifest Rationality: A Pragmatic Theory of Argument. Lawrence Earlbaum Associates: Mahwah, NJ.
Perelman, Chaim y Lucie Olbrech-Tyteca (1958) La nouvelle rhétorique. Traité de l’argumentation. Presses Universitaires de France: Paris.
Toulmin, Stephen (1958) The Uses of Argument. Cambridge University Press: Cambridge.
Walton (1995) A Pragmatic Theory of Fallacy, The University of Alabama Press: Tuscaloosa and London.
Lilian Bermejo Luque es Doctora en Filosofía. Sus áreas de especialización son la Teoría de la Argumentación y las Teorías de la Racionalidad. Actualmente trabaja como investigadora Ramón y Cajal en el Departamento de Filosofía I de la Universidad de Granada. Sus principales publicaciones se encuentran en revistas como Informal Logic o Argumentation. En 2011, publicó la monografía Giving Reasons. A linguistic-pragmatic approach to Argumentation Theory en Springer. Este año ha aparecido su primer libro en castellano, Falacias y Argumentación, publicado por Plaza y Valdés.