El populismo no es algo extraño a la democracia, ni puede ser considerado sin más como un enemigo de ella. Como señaló
Marx, el populismo es a la vez el síntoma de un fracaso del régimen democrático existente (su incapacidad para realizarse más plenamente cumpliendo con sus propias promesas) y la expresión de una ilusión que se siente capaz de corregir ese fracaso. El terreno natural del populismo es la crisis y su atractivo es la promesa de superarla mediante la maximización de uno de los polos de la democracia, el que sitúa el poder original en el pueblo. El pueblo es para el populismo la instancia capaz de superar las desigualdades o las disociaciones mediante la exaltación de la homogeneidad del Uno, sea este Uno la clase, la nación, o una ciudadanía autoconsciente gracias a su intervención directa en la toma de decisiones.
El problema principal del populismo es el de su simplicidad.
David Hume lo advirtió hace ya un par de siglos: en la base de la mayoría de los razonamientos equivocados está precisamente la muy humana inclinación por la simplicidad. El populismo es un caso de perversión simplificadora en la comprensión de lo social y de lo político, lo confirma
Rosanvallon más recientemente. Lo cual debe ser dicho con firmeza, como a continuación se expone, pero también con respeto: porque en la crítica populista, y en la ilusión que promueve, hay mucho de verdad. Para nada cabe adoptar ante él esa postura desdeñosa típica de quien se considera moral e intelectualmente superior como sucede con cierta derecha española. La crítica al populismo nunca puede ser la de mantener invariada una democracia que se encuentra patentemente inacabada en sus promesas.
Simplicidad, decimos. Simplicidad en el análisis de los problemas de la democracia, donde frecuentemente el populismo toma los síntomas por causas y, sobre todo, atribuye reduccionistamente la culpa de los incumplimientos democráticos a un enemigo que define como “exterior” a la buena sociedad. Sea ese enemigo la casta, la élite, el neoliberalismo, el capitalismo, la economía o el sistema, se trata siempre de una abstracción cuya propia indefinición concreta permite oponerla con toda facilidad al pueblo, a la ciudadanía, a la sociedad. No se comprende la sociedad como el resultado conjunto y complejo de unas interacciones muy plurales y conflictivas, sino como el cuento de caperucita y el lobo, ambos radicalmente ajenos entre sí.
Simplicidad en las emociones que cultiva, que son la indignación, la rebelión, la empatía ante el sufrimiento, la compasión, las emociones nobles y cálidas. El discurso democrático liberal siempre ha sonado como un aburrido sermón de cautelas y renuncias, un canto a las emociones burguesas de la austeridad y la contención, lo dijo Rorty y es algo que no tiene remedio. El populismo inflama, el liberalismo aburre, y el aburrimiento es hoy la emoción más universalmente rehuida.
Simplicidad en las soluciones que propone, que básicamente pasan por maximizar la participación ciudadana directa en la toma de las decisiones, buscando en el horizonte a un nuevo hombre que se implique gozoso en la política (reviviendo el ideal aristotélico del zoon politikon). El populismo decide directamente desconocer los aspectos verticales del ejercicio del poder (qué pasa entre arriba y abajo) y dedica su discurso a sus aspectos horizontales (difusión y participación). Es selectivamente tuerto en la comprensión del poder.
El populismo recupera para su discurso una profunda veta intelectual que ha considerado desde el siglo XVIII que la democracia indirecta o representativa fue un robo histórico de la élite de los poderosos a un pueblo engañado. Que, como mucho, es un second best al que nos tenemos que sujetar por mor del tamaño de nuestras sociedades, pero que el ideal es siempre aquel de la asamblea decidiendo directamente las issues conflictivas. Comete con ello un craso error, pues la representativa no es un ersatz de la democracia popular, sino la única forma de construir esta (Urbinati). El pueblo en asamblea siempre decidirá mal, si es que puede llamarse decisión y no aclamación a lo que hace, aunque sólo sea por una razón pragmática: porque, como decía
Tucídides a sus ciudadanos, si los que deciden no son los que tienen que llevar a cabo las decisiones, decidirán sin responsabilidad.
Tampoco es cierto, por mucho que decirlo sea un pecado nefando para nuestro difuso republicanismo, que el ciudadano desee realmente implicarse y participar directamente en la política. Esa implicación es una especie de metapreferencia virtuosa, lo que todos diremos que nos gustaría ser y hacer si nos lo preguntan porque nos parece noble y altruista, pero no existe ninguna evidencia empírica de que los ciudadanos deseen realmente tomar la gobernación en sus manos. Más bien de lo contrario. Por la sencilla razón de que la política dejó de ser hace mucho tiempo (si alguna vez lo fue) la instancia que unificaba y dotaba de sentido a la autocomprensión del ser humano. De nuevo, las cosas no son tan simples como el populista las sueña.
Dicho lo cual, no conviene olvidar que los fracasos de nuestra democracia española provienen también del exceso de simplificación, aunque no la populista sino la partitocrática. La forma en que los partidos políticos se han adueñado de la institucionalidad democrática y han colonizado a una débil y lacayuna sociedad civil ha sido precisamente una forma de simplificación de la política y su reducción al juego de la ocupación y disfrute alternativo del poder y poco más. Simplificación a la que ha colaborado la presentación de la política (el encuadrado o frame) que han llevado a cabo con entusiasmo los medios de difusión, más atentos a sus negocios que al desarrollo de la complejidad y la pluralidad.
Por eso, precisamente por eso, la respuesta al desafío de la perversión simplificadora que proponen los populismos no puede estar en cultivar los rasgos más simpáticos de ella (como parece hacer el socialismo entonando los cantos de la elección ciudadana y de la empatía compasiva), pero tampoco en mantener la simplicidad rígida de un sistema tontunamente democrático pero que no cumple ya con sus propias promesas de control, responsabilidad y dación de cuentas. La respuesta sólo puede ser la de complicar la democracia, hacerla más rica y plural. El problema, claro está, es el cómo hacerlo.
José María Ruiz Soroa,
Lo advirtió David Hume, El País, 23/06/2014