Vuelve a la televisión catalana Amb filosofía, el programa que con tanta destreza y sensibilidad dirige Emilio Manzano. Pero antes de que vuelva en su segunda entrega, hay que grabarlo. Y eso es lo que me ha mantenido entretenido casi todo el día de hoy. Emili me invitó a participar en los programas dedicados al azar, la intimidad y el viaje. Para hablar del viaje nos hemos sabido a un barco en el puerto del Masnou. Hacia un frío soportable, casi higiénico, y una luz invernal, difusa, translúcida y hermosa. Desde la proa he hablados de Ulises y de Penélope. De allí hemos subido a Tiana, a la cartuja de Montealegre, a ver qué podía decir de la intimidad. El rector ha estado distante pero amable y nos ha permitido acceder al primero de los tres claustros. La luz seguía siendo igual de hermosa, pero el frío... ¡ese frío cartujano!... era insidioso: se iba apoderando poco a poco de uno, a traición, y cuando te dabas cuenta, ya estabas en sus garras, hecho un carámbano. El silencio era más compacto, como el humo de una chimenea que lanzaba sus aspiraciones volátiles al cielo; las campanadas, más sonoras; y cualquier sonido -el brotar del agua de la fuente-, una llamada. Los monjes iban y venían, haciendo sus quehaceres y si tenían que pasar entre nosotros, lo hacían sin preocuparse -ese es su oficio: la despreocupación- de si estábamos grabando o no. No he sabido hablar de la intimidad en la intimidad de ese claustro: cualquier ruidillo me hacía perder el hilo y cualquier sombra me distraía. He dicho lo que he podido para salir del paso y para compensar he animado al equipo a adentrarnos sigilosamente en algunos espacios recónditos, más allá del límite de lo permitido. Quizás un programa sobre la intimidad haya que hacerse con imágenes silenciosas. Ya nos lo ha dicho un fraile al despedirse de nosotros: quien gusta del sabor del silencio, gusta del sabor de Dios. Nos hemos ido a comer al Casino de Tiana, en busca del sabor de una sopa bien caliente. Después hemos pasado a registrar lo que tenía que decir sobre el azar en los restos de las antiguas baterías de Montgat, en lo alto de una loma que nos ofrecería una magnífica perspectiva sobre Badalona, Sant Adrià y Barcelona, con su horizonte recortado por el perfil de Montjuic y el Tibidabo. El sol se iba poniendo con la rapidez propia de la época, dejando paso a un frío aún más helador. He llegado a casa a eso de las cinco de la tarde. Aún no he entrado en calor.