Pasó ya el examen PAU, y desde hoy se pude consultar ya en esta página web: examen de PAU de junio de 2016 de Historia de la filosofía, Universidades de Castilla y León. Platón y Ortega tendrán el honor de ser los últimos autores preguntados en la PAU de junio. Ya veremos lo que nos tocá dentro de doce meses.
Como tantos otros centros educativos, celebrábamos a finales de enero el Día Escolar de la Paz y la No Violencia. El coordinador de convivencia puso en marcha este año una dinámica nueva: las 1000 grullas de la paz. Para quien no lo conozca (yo hace algunas semanas no tenía ni idea del asunto), dejamos aquí un video explicativo:
Y para quien no quiera ver el video (me molesta bastante esta tendencia que se extiende por la red de obligarte a ver un video cuando sería posible leer un resumen bastante más breve) pues lo contamos en pocas palabras: Sadako Sasaki, una niña japonesa, víctima de la bomba de Hiroshima, contrajo leucemia, y ya en el hospital una de sus amigas le contó que si se desea algo con intensidad y se construyen 1000 grullas de papel ese deseo se cumple. Sadako se puso manos a la obra, pero murió cuando había ya superado las 600 grullas. Desde entonces, la iniciativa de Sadako se ha convertido en un símbolo que se ha extendido por medio mundo y ha servido en muchos centros educativos para conciencia en favor de la paz. Hasta aquí la sustancia educativa. Ahora viene la parte filosófica.
El caso es que días antes de terminar con las 1000 grullas, un alumno de 2º de bachillerato me preguntó por el tema, planteando la siguiente crítica: “Y en vez de poner a todos los alumnos a hacer grullas, ¿no sería mejor darles una charla informativa de los muchos lugares del mundo en los que ahora mismo hay guerras declaradas? La pregunta es totalmente pertinente. Y se pueden dar tantas respuestas como se quiera imaginar. De partida, en esta cultura nuestra dominada por el logos, la alternativa parece más que razonable: montar una buena presentación, con imágenes que nos muevan, con datos objetivos, con argumentos que nos ofrezcan las claves explicativas de las guerras “en curso”. Todo ello condensado en algo menos de una hora, y con un mensaje claro: No a la guerra. Y la toma de conciencia subsiguiente. Frente a esto, el visionado de un video y la actividad frenética y casi mecánica de grullear, incluso durante las horas lectivas y con el beneplácito del profe de turno: todo sea por una buena causa. Al final, claro, objetivo conseguido: más de 1200 grullas que todavía cuelgan en algunos lugares del instituto. ¿Sabemos gracias a esto más sobre las guerras actuales, los intereses que los mueven y los responsables de las mismas? La respuesta es inmediata y rotunda: No.
Pudiera parecer, por tanto, que la propuesta del alumno crítico era preferible a lo que se hizo. Sin embargo, aparecen dudas también al seguir la crítica. Algo que se resume en otra crítica: ¿por qué va a “valer más” o “ser preferible” un discurso expositivo, lingüístico, que una actividad de índole artístico? Las palabras, se nos dirá, las entendemos todos, son ineludibles. La papiroflexia, sin embargo, acoge la ambigüedad y la falta de compromiso. Esta idea, sin embargo, es fruto del prejuicio lingüístico y de una especie de condena al arte por refugiarse en el terreno de lo simbólico. Parece que unos símbolos, las palabras, fuera mejores o preferibes a otros, los icónicos. Precisamente porque nos olvidamos de que también las palabras son eso: simbolos. No encuentro una sola razón por la que haya que preferir la palabra al arte, un símbolo al otro. Porque en último término hay experiencias y sentimientos que a un tipo de símbolos, las palabras, se le escapan completamente, mientras que otros, los artísticos, los expresan con una profundidad indudable. No sé si es mejor un discurso de Bertrand Russell, pacifista confeso, o ver el Gernika. Probablemente sean experiencias distintas. Vivencias distintas. Y no tiene mucho sentido, a mi entender, afirmar que una es preferible o superior a la otra. Los férreos defensores del lenguaje se atribuyen quizás una mayor superioridad intelectual, pero tampoco tengo muy claro si su mensaje cala. Acaso el alumno de 1º de ESO estará en la charla pensando en la chapa que le está cayendo, y deseando que aquello termine pronto. Algo que en el caso de las grullas no fue así: hay una mayor implicación en el proceso y un conocimiento directo de los motivos por los que eso se hace. En último término, en el fondo del asunto, hay otro aspecto terrible de este tipo de celebraciones: ¿Quién se verá afectado en algo por un discurso de datos o por la elaboración de grullas de papel? ¿Quién se acordará de una cosa u otra un mes después del señalado día? ¿Quién dejará de pensar en el examen de mañana, el entrenamiento de la tarde o la quedada del sábado? Rememorar para volver a la vida y dejar morir esa experiencia. Nada cambiar nada.
P.D: si alguien está interesado, puede ver las fotos de las grullas colgadas el pasado mes de enero.
“-Imagina una cueva subterránea, adquirida a bajo precio como suelo rústico, recalificada por el ayuntamiento como espacio dotacional y posteriormente privatizada con sus comisiones correspondientes. Años después del choriceo, terminó la cueva convertida en garito, con fiestas frecuentes y ofertas diarias de 2×1 en toda bebida que no fuera agua o refrescos. Luces de neón cegadoras y música a todo volumen. Un piso por debajo de la barra, y construida sin licencia ni las correspondientes salidas de emergencia, una sala de baile donde se reparte de todo y llena de reservados, en los que es posible comprar cuerpos a bajo precio. El local, en el que ha invertido el concejal de urbanismo, no tiene licencia para servir alcohol ni organizar fiestas por la noche, pero en realidad funciona como un after hours. Allí acuden en manada cientos de prisioneros cada día, que bailan, beben y se divierten como si no hubiera mañana.
-¡Qué extraña escena describes, y qué extraños prisioneros!
-Iguales a nosotros - proseguí - porque….”
(Platón, Red púnica, Libro VII, pasaje mundialmente conocido como el mito de la taberna)
Empecemos sin rodeos: estoy harto del tópico tecnológico. Cada vez que los medios de comunicación nos adoctrinan sobre temas de innovación educativa aparece uno de los mantras educativos más extendidos de nuestro tiempo: estamos educando en el siglo XXI con la misma tecnología que en el XIX. Alguna de sus variantes aluden a que estamos educando con tecnología del siglo XIX a alumnos del siglo XXI. La frase, como no podía ser de otra manera, levanta inquietud, cuando no indignación: hay que ver cómo son estos profesores. Con lo que ha cambiado del mundo desde el XIXy estos zoquetes siguen enseñando hoy con esa tecnología obsoleta. O son tontos, o no están preparados, o sencillamente incapaces de ponerse al día. Qué duda cabe: quizás sea mucho más inteligente el resto de la sociedad, que tiene muy claro (nótese la ironía) qué es lo que ha de hacer con las nuevas tecnologías. Con todo, el maldito lema me molesta por dos motivos: porque es mentira y porque es una manipulación totalmente pretendida de lo que es educar. Así que utilicemos esta maldita tecnología del blog, que por lo que se ve no usamos ningún profesor, para apuntar un par de críticas a esta presunta progresía pedagógica.
Primero: el tópico es mentira. No enseñamos hoy como en el XIX. Ni siquiera enseñamos hoy como hace treinta años. No es cierto que la tecnología sea la misma. Al contrario: cualquiera que vaya al colegio de su hij@ se da cuenta de que las cosas han cambiado. Hay pizarras digitales, que incluso se usan, y los cañones habitan en no pocas aulas. Es más: cualquier docente sabe que hoy uno de los problemas de los centros no sólo es la dotación tecnológica, sino también la sustitución y conservación de las mismas. Es más: se podría describir una evolución tecnológica innegable: del carro de diapositivas y las transparencias hemos pasado a las presentaciones, los videos y los ejercicios interactivos. Las plataformas virtuales se han extendido también a muchos centros de nuestro país. Y quien diga que esto es mentira, o no pisa los centros simplemente practica la mala fe. Podemos discutir la transformación que se pretende apuntar de fondo: que si la autonomía del alumno, que si al aprender a aprender y todos los principios pedagógicos que se quiera, pero lo cierto es que la metodología de aula hoy ha cambiado. No sé qué intereses o qué deseo de autobombo puede haber detrás de quienes se nos presentan como críticos o renovadores. Pero habría que recuperar esa vieja frase de siniestro total: ante todo mucha calma. Una actitud, la calma, que sería especialmente necesaria para este tema de las tecnologías. Otra cuestión es que no sea compatible con los intereses económicos de las grandes corporaciones tecnológicas que hacen caja con la frasecita de marras.
Punto dos: la tesis es perversa, manipuladora. Educar, enseñar: de esto es de lo que se trata. Y puede que evolucionen mucho las tecnologías. Nuestro SO, nuestra forma de ser, es biológicamente similar a la de hace unos 40.000 años. Somos seres humanos. Y aprender implica un proceso largo, vital, en el que la tecnología es casi algo accesorio, anecdótico. Querer reducir la enseñanza a algo así como la universidad de Youtube es una traición imperdonable. Si educar es que una persona adulta llegue a ser capaz de asimilar y generar información, si queremos que pueda llegar a conocer el universo cultural y simbólico de nuestra civilización, es necesario algo más que tecnología. Necesitamos tiempo, diálogo, aprender a disfrutar con la lectura, maravillarse ante descubrimientos científicos como el de las ondas gravitacionales. Este proceso no es hoy, a buen seguro, muy distinto al que habían de experimentar quienes vivían en tiempos de Homero, Platón, Quevedo o Goethe. La maduración personal y el despertar al pensamiento y la cultura es algo muy alejado de lo tecnológico. Me temo que esa idea podrida va de la mano de la crisis que viven las humanidades en tantos sistemas educativos. Dejar que el lenguaje nos deje su poso, que nos forme: esto es lo que hace la educación desde las más diversas materias. Hacer que una meta tan alta dependa de la tecnología es pernicioso. Y lo que hay de fondo es una ideología muy clara que pone el dinero y la rentabilidad por encima de la formación personal. Vivamos, con todo, como si esto no nos importara y al que se atreva a protestar, por ser profe díscolo, se le castigue como a Bart Simpson: que copie mil veces en la pizarra, a tiza pura y dura como símbolo de tecnología obsoleta, que estamos educando en el siglo XXI con la tecnología del siglo XIX.
Hablar de Descartes es inevitablemente cuestionar la seguridad de nuestro conocimiento. Indagar en la certeza de aquello que damos por verdadero, y que termina vertebrando nuestras vidas, así como la cultura y la vida social. Un sano ejercicio de escepticismo del que Descartes escapa de un modo peculiar: al poner todo en duda, llega un momento en que la única verdad válida, el famoso “pienso luego existo”, es utilizado como trampolín para demostrar la existencia de Dios, que viene a ser algo así como el antídoto del extravagante genio maligno cartesiano. Es este un paso filosófico que habitualmente escandaliza en muchas clases de 2º de bachillerato: cómo es posible que Descartes, el matemático y el físico, el responsable de uno de los mayores acercamientos entre filosofía y ciencia, dé semejante salto o pirueta filosófica. Parece mentira que todo el rigor inicial del método cartesiano se tire por la borda en cuanto aparecen los problemas. Se aprende entonces que la historia no da saltos en el vacío. Tampoco lo hace la de las ideas, y muchos modernos son escolásticos disfrazados. Cuestiones nuevas, enfoques renovadores, inquietudes propias de su tiempo, pero respuestas que suenan a gregoriano. Y es que si la respuesta defrauda, la pregunta de fondo sigue vigente: ¿De qué puedo estar auténticamente seguro? ¿Qué tipo de conocimiento merece que le otorgue verosimilitud, se gana mi confianza?
En estas andábamos hace un par de semanas, cuando me encontré entre l@s alumn@s una actitud cuando menos llamativa. Todo empezó al hablar del genio maligno. Me comentaba uno de los alumnos que él había visto en la televisión cierto documental, en el que se afirmaba que somos experimentos de alienígenas enfrascados en el desafío de encontrar seres vivos con la inteligencia extraesterrestre y los sentimientos humanos. Ni que nos caracterizáramos siempore por los buenos sentimientos, pensé yo para mí… La cosa continuó días después: profundizando en todas estas pseudociencias y mitologías modernas, alumn@s del otro grupo me hablaban de tesis más que discutibles. Con toda naturalidad, defendían la existencia de vida extreterrestre, algun@s le añadían inteligencia e incluso hubo quien me habló de los niños índigo, un tipo de seres humanos superiores al resto, con una serie de características fijas. Todo ello adornado por alguna que otra teoría de la conspiración capaz de explicar prácticamente todo lo que ocurre en nuestros días. La referencia a los “reptilianos” en este apartado me resultó totalmente deslumbrante. Esto que se respira en el aula es quizás uno de los rasgos de nuestro tiempo: en medio del auge del pensamiento crítico, se fortalecen todo tipo de teorías e hipótesis absolutamente indemostrables, pero que ganan mucho crédito social por diferentes medios.
Como no podía ser menos, la discusión se alargó durante días. A las primeras búsquedas en Internet me enteré de que la existencia de los índigo es una de las creencia de la New age, y por la red tampoco faltan incluso fotos de estos niños o de los reptilianos (reptiloides devuelve búsquedas más acertadas). En clase yo señalé lo que me parecía una cierta contradicción: desarrollamos, con buen criterio, críticas filosóficas fundadas contra los intentos de demostración de la existencia de Dios, pero comulgamos (no se me ocurre otro verbo mejor en este contexto) con todo tipo de paraciencias, pseudociencias y creencias indemostrables. La respuesta de l@s alumn@s no dejó de sorprenderme: mientras que para la gran mayoría la existencia de Dios tenía una probabilidad cero de ser cierta, pues nadie lo había visto nunca, la existencia de vida extraterrestre resultaba más probable, si tenemos en cuenta el tamaño y la edad del universo. Cualquier intento por mi parte de englobar todo este tipo de proposiciones en el ámbito de la creencia quedó condenado al pasado. Me ocurrió a mi lo que les ocurre a l@s alumn@s con Descartes: a ellos les decepciona que el autor francés termine siendo un escolástico. A mi me decepciona que el racionalismo o el cientificismo de este inicio de siglo otorgue cierto crédito a todas las paraciencias, cuartos milenios y demás que por el mundo han sido. Con cierto simbolismo: los viejos púlpitos no tienen ya audiencia. Ahora lo peta discovery max.
Si ayer salía por aquí la presencia del método en la vida cotidiana, hoy nos vamos a centrar en otro de sus rasgos: la duda metódica. Se podría decir que con esta propuesta Descartes inaugura un recurso que tendrá largo recorrido en filosofía: el experimento mental. Es algo en lo que conviene incidir: ni por asomo se angustiaba el filósofo francés con la imposibilidad de distinguir la vigilia del sueño, o con la rocambolesca hipótesis de que haya un genio maligno dedicado a engañarnos a todos. De lo que se trata es de encontrar el modo de dar respuesta a este tipo de desafíos, es decir, de aceptar las reglas del juego y estar dispuestos a buscar una posible respuesta a quien nos planteara tales objeciones. Estamos, por tanto, ante una idea mucho más sútil: vamos a ver cómo es posible fundamentar lo que sabemos. Estar seguro de que aquello que damos por cierto realmente lo es. Antes este tipo de enfoques, la reacción más habitual es la perplejidad. Se hace difícil concebir cómo es posible que todo vaya a ser falso, que hayamos vivido en el error durante un tiempo, sea mucho o poco, y no nos hayamos podido dar cuenta. Sin embargo, volvamos hoy a la vida cotidiana: no es difícil encontrar ejemplos cercanos, en las que esta experiencia del error, de la duda o la desconfianza termina convirtiéndose en protagonista.
El terreno de los sentimientos y las relaciones humanas está especialmente abonado para este tipo de vivencias. Es sencillo encontrar casos que terminan siendo dramáticos, en los que la verdad, por dolorosa, no se afronta. El ser humano prefiere vivir engañado antes que asumir circunstancias que no desea vivir. Ocurre, por ejemplo, en el caso de la infidelidad o cuando alguien querido empieza a comportarse de una forma no querida. Cuántas veces se escucha aquello de “nunca pensé que mi hijo…” o “no creía que iba a ser capaz de”. No necesitamos de genios malignos: somos nosotros mismos los encargados de engañarnos, de mirar para otro lado cuando la realidad no nos gusta. La estrategia de la avestruz es innegablemente cartesiana y a la vez invierte los términos de la pregunta: no se trata tanto de cómo asegurar que lo que sabemos es verdadero, cuanto de cómo garantizarnos que seremos capaces de no engañarnos a nosotros mismos, de no caer en el error permanentemente sin necesidad de que nadie nos conduzca al mismo. El error como experiencia humana es tan antiguo como nuestra propia especie: vivimos precisamente gracias a que nos equivocamos y a que nos hemos equivocado muchas veces a lo largo del tiempo. El pensamiento de Descartes nos invita precisamente a algo tan cotidiano como a aprender del mismo o, mejor dicho, a buscar entre todo lo que sabemos aquello de lo que no podemos dudar.
Descartes no es un escéptico, pero a su modo sí es un filósofo del desengaño (valga la expresión). A este respecto, no está de más apuntar que este es precisamente uno de los temas centrales de todo el siglo XVII. Aparece una y otra vez en el barroco, lleno de espejos, de cosas que no son lo que aparentan. El arte barroco nos recuerda también la mentira de la vida, lo feo de la belleza y el sueño de la realidad. Algo que también pasó al teatro, convertido en una de las obras claves de todo el teatro español. Una experiencia, por cierto, que está bastante lejos de lo que vivimos hoy. En absoluto somos cartesianos. Ni por asomo cuestionamos nuestro conocimiento o nos planteamos la posibilidad de intentar construirlo desde cero. El error o el engaño se destierran de una sociedad que valora la exactitud, la autenticidad o la sinceridad, sin reparar un momento en las trampas o la cara oculta de estos conceptos. La duda, se nos dice, es mala, y siempre son preferibles las certezas, la seguridad. Al margen de que todo sea un trampantojo, o de que forme parte del escenario de eso que llamamos vida, obra inconmensurable en la que cada cual juega su papel. Hasta que el amante fiel se descubre a sí mismo como cornudo, o el padre entregado se ve obligado al amargo trago de aceptar que su hijo no es el que él quiso educar. Es entonces cuando nos acordamos del pobre Descartes, del genio maligno y, sobre todo, de los tontos que hemos sido por no querer ver. Por no querer pensar.
Apuramos estos días de enero las últimas ideas de Descartes. Algo muy propio: estos días de frío, que acabaron con el autor francés en su día, son el marco más adecuado para entender su pensamiento de estufa y habitación. Se intenta, en la medida de lo posible, que no se le perciba como un autor extravagante y que sus propuestas sean entendidas siempre en el marco en el que fueron formuladas. Así ocurre, por ejemplo, con el tema del método. La propuesta cartesiana tiene valor en si mismo, aunque solo sea por el hecho de señalar el del método como uno de los principales problemas con que ha de enfrentarse el conocimiento humano y la ciencia. Junto a importantes precedentes como Bacon, Descartes nos advierte de lo que ya nos decía en su día un anuncio de neumáticos: la potencia sin control no sirve de nada. El caso es que las famosas cuatro reglas (evidencia, análisis, síntesis y comprobación) resultan chocantes a quien se acerca al asunto por primera vez. Por qué cuatro reglas y no cinco o tres, o por qué exactamente esas reglas. Y sobre todo: no se tiene una intuición clara de que estas reglas recojan nuestra forma de conocer. En fin, que nos dedicamos a ir por la vida sin método algno, y no reparamos en los famosos cuatro pasos cartesianos.
La cuestión es que en realidad somos más cartesianos de lo que pensamos. O dicho en otras palabras: el autor francés no se sacó de la manga sus reglas, sino que seguramente se fijó en la ciencia de su tiempo. Y la ciencia, en definitiva, es también experiencia cotidiana refinada, sometida a un ejercicio de depuración. Nada hay más cartesiano que el niño que coge un reloj de su casa y lo desmonta pieza a pieza. Qué duda cabe que de punto de partida hay un desafío: saber cómo demonios se mueven esas manecillas, o cómo funciona el juguete que se va a desmontar. Laborioso y paciente, termina por sujetar entre sus manos un montón de piezas sueltas, tuercas y engranajes, carentes de significado y de función sin estar conectados entre sí. Comienza entonces el auténtico desafío: ahora que ya sabemos de qué piezas consta el aparato en cuestión, hay que ser capaces de volverlo a montar. Nada produce más orgullo que la restitución completa oa la reintegración a pleno rendimiento. Lo hemos vuelto a montar y funciona. Y así somos de por vida: hay quien se atreve a quitar piezas del coche o quien tira de destornillador y algo de tiempo para aislar las piezas de un ordenador personal o sustituir las que puedan estar defectuosas. Y nadie pondrá en duda que en todo este proceso hemos logrado aumentar, y mucho, nuestro conocimiento. Cartesianismo puro y duro.
El ejemplo tecnológico no es muy distinto al que se puede vivir en cualquier cocina. Supongamos que nos ponen un pollo, pelado y sin plumas, encima de la mesa, junto a una tabla y un buen cuchillo. ¿Qué haría un buen cartesiano? Sin lugar a dudas: despiezar el pollo en menos de cinco minuto. Hacer los cortes por el lugar adecuado, sin necesidad de romper los huesos más allá de donde se juntan con otros huesos. Sacando cada una de las piezas limpias y listas para poner a dorar en la sartén. Siendo capaces de convertir cada una de las pechugas en cinco o seis filetes para poner a la plancha. El carnicero cuenta con un conocimiento analítico innegable: su capacidad para hacer cortes limpios es el fruto de años de experiencia, pero también de la búsqueda permanente de las partes más simples del animal y del conocimiento exhaustivo de las mismas. El divide y vencerás que funciona hasta en la guerra está instaurado también en muchos de nuestros hábitos sin que reparemos en ello. El valor de la filosofía cartesiana, como el de toda filosofía, reside precisamente en sistematizar y conceptualizar una práctica tan humana como la investigación analítica, y poner esta forma de conocimiento como una de las bases de la ciencia. Conocer es separar, refinar. Y a partir de ahí volver a recomponer. Este es uno de los motores de la ciencia y de no pocos procederes humanos.
Circula entre los que gustan de la filosofía una frase de Walter Benjamin, en la que se nos recuerda que no hay un solo documento sobre la civilización que no lo sea a la vez sobre la barbarie. El tema se nos ha puesto de actualidad, otra vez, a raíz de los atentados del pasado mes de noviembre. El debate está en la calle, por aquello de la campaña electoral, pero se podría decir que estamos ante una de esas pocas veces en las que el problema alcanza dimensiones globales. Sin distinción de ricos o pobres, de primeros o terceros mundos, ha habido un pronunciamiento internacional sobre cómo luchar contra el fanatismo religioso. Algo por otro lado impensable hace unas décadas, quizás porque Internet esté haciendo el mundo cada vez más pequeño, o quizás porque los atentados se extienden por muchos países, afectando a países de terceros en un (des)orden internacional que día a día genera más interdependencias. Y como tendemos muy poco a la polarización, el debate está servido: civilización o fanatismo.
Curiosamente, puede que no sea descabellado trasponer la frase de Benjamin: no hay signo de civilización que no lo sea también de barbarie. Cruzados los ha habido de muchos tipos a lo largo de la historia. Muchos de ellos por motivos religiosos, pero tampoco faltan los cruzados de la economía o la política. No se ha logrado la democracia por medio de la civilización, la cultura o la educación: nuestro pasado está lleno de momentos en los que el motor del cambio no ha sido otro que el fanatismo o la barbarie. Valores como la libertad, la igualdad o los derechos sociales, tienen una buena cantidad de muertos a sus espaldas. Con esto, nos pretendo equiparar un sistema democrático con una teocracia fanática e intolerante, pero sí rebajar las expectativas que cualquier ciudadano occidental puede tener sobre sí mismo. Viendo nuestro pasado es más que dudoso que podamos convertirnos en modelos a imitar, pues también en él encontramos momentos en los que la sinrazón y la barbarie se han puesto al servicio de valores pretendidamente democráticos o “civilizadores”.
A partir de aquí, toca introducir una sana y necesaria autocrítica, y elaborar un nuevo discurso, que no es fácil de encontrar en las últimas décadas. No es aceptable la imposición de nuestros criterios, valores o instituciones si no somos capaces de pasarlos por el filtro del pensamiento crítico. Pero tampoco podemos caer en una especie de confusión total, y situar la democracia al mismo nivel que los actos de terrorismo, buscando justificaciones extravagantes o reflexiones que terminan haciendo más daño que beneficio. La violencia y el terror no se pueden aplacar solo con palabras o ideas utópicas, pero esto no convierte a ningún país occidental o a cualquier alianza militar en el gallo del corral o el “sherif” del poblado. Un enfoque complejo e inteligente nos exige diferenciar los atentados de la religión la cultura que los reclama y a la par requiere que seamos conscientes de que nuestra civilización es también producto de la barbarie. Sólo de esta manera, sin buenos y malos, es posible dar una respuesta adecuada al fanatismo y la barbarie. Algo muy difícil de conseguir, pues implicaría una respuesta política acompañada por los medios de comunicación e incluso diversas instancias culturales. Lo fácil, y más en tiempos de campaña, es jugar al pim pam pum. Pero eso no quiere decir que sea la respuesta más adecuada. Darnos cuenta de la barbarie ajena precisa también de una toma de conciencia de nuestra propia barbarie.