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Pasó ya el examen PAU, y desde hoy se pude consultar ya en esta página web: examen de PAU de junio de 2016 de Historia de la filosofía, Universidades de Castilla y León. Platón y Ortega tendrán el honor de ser los últimos autores preguntados en la PAU de junio. Ya veremos lo que nos tocá dentro de doce meses.
Como tantos otros centros educativos, celebrábamos a finales de enero el Día Escolar de la Paz y la No Violencia. El coordinador de convivencia puso en marcha este año una dinámica nueva: las 1000 grullas de la paz. Para quien no lo conozca (yo hace algunas semanas no tenía ni idea del asunto), dejamos aquí un video explicativo:
Y para quien no quiera ver el video (me molesta bastante esta tendencia que se extiende por la red de obligarte a ver un video cuando sería posible leer un resumen bastante más breve) pues lo contamos en pocas palabras: Sadako Sasaki, una niña japonesa, víctima de la bomba de Hiroshima, contrajo leucemia, y ya en el hospital una de sus amigas le contó que si se desea algo con intensidad y se construyen 1000 grullas de papel ese deseo se cumple. Sadako se puso manos a la obra, pero murió cuando había ya superado las 600 grullas. Desde entonces, la iniciativa de Sadako se ha convertido en un símbolo que se ha extendido por medio mundo y ha servido en muchos centros educativos para conciencia en favor de la paz. Hasta aquí la sustancia educativa. Ahora viene la parte filosófica.
El caso es que días antes de terminar con las 1000 grullas, un alumno de 2º de bachillerato me preguntó por el tema, planteando la siguiente crítica: “Y en vez de poner a todos los alumnos a hacer grullas, ¿no sería mejor darles una charla informativa de los muchos lugares del mundo en los que ahora mismo hay guerras declaradas? La pregunta es totalmente pertinente. Y se pueden dar tantas respuestas como se quiera imaginar. De partida, en esta cultura nuestra dominada por el logos, la alternativa parece más que razonable: montar una buena presentación, con imágenes que nos muevan, con datos objetivos, con argumentos que nos ofrezcan las claves explicativas de las guerras “en curso”. Todo ello condensado en algo menos de una hora, y con un mensaje claro: No a la guerra. Y la toma de conciencia subsiguiente. Frente a esto, el visionado de un video y la actividad frenética y casi mecánica de grullear, incluso durante las horas lectivas y con el beneplácito del profe de turno: todo sea por una buena causa. Al final, claro, objetivo conseguido: más de 1200 grullas que todavía cuelgan en algunos lugares del instituto. ¿Sabemos gracias a esto más sobre las guerras actuales, los intereses que los mueven y los responsables de las mismas? La respuesta es inmediata y rotunda: No.
Pudiera parecer, por tanto, que la propuesta del alumno crítico era preferible a lo que se hizo. Sin embargo, aparecen dudas también al seguir la crítica. Algo que se resume en otra crítica: ¿por qué va a “valer más” o “ser preferible” un discurso expositivo, lingüístico, que una actividad de índole artístico? Las palabras, se nos dirá, las entendemos todos, son ineludibles. La papiroflexia, sin embargo, acoge la ambigüedad y la falta de compromiso. Esta idea, sin embargo, es fruto del prejuicio lingüístico y de una especie de condena al arte por refugiarse en el terreno de lo simbólico. Parece que unos símbolos, las palabras, fuera mejores o preferibes a otros, los icónicos. Precisamente porque nos olvidamos de que también las palabras son eso: simbolos. No encuentro una sola razón por la que haya que preferir la palabra al arte, un símbolo al otro. Porque en último término hay experiencias y sentimientos que a un tipo de símbolos, las palabras, se le escapan completamente, mientras que otros, los artísticos, los expresan con una profundidad indudable. No sé si es mejor un discurso de Bertrand Russell, pacifista confeso, o ver el Gernika. Probablemente sean experiencias distintas. Vivencias distintas. Y no tiene mucho sentido, a mi entender, afirmar que una es preferible o superior a la otra. Los férreos defensores del lenguaje se atribuyen quizás una mayor superioridad intelectual, pero tampoco tengo muy claro si su mensaje cala. Acaso el alumno de 1º de ESO estará en la charla pensando en la chapa que le está cayendo, y deseando que aquello termine pronto. Algo que en el caso de las grullas no fue así: hay una mayor implicación en el proceso y un conocimiento directo de los motivos por los que eso se hace. En último término, en el fondo del asunto, hay otro aspecto terrible de este tipo de celebraciones: ¿Quién se verá afectado en algo por un discurso de datos o por la elaboración de grullas de papel? ¿Quién se acordará de una cosa u otra un mes después del señalado día? ¿Quién dejará de pensar en el examen de mañana, el entrenamiento de la tarde o la quedada del sábado? Rememorar para volver a la vida y dejar morir esa experiencia. Nada cambiar nada.
P.D: si alguien está interesado, puede ver las fotos de las grullas colgadas el pasado mes de enero.
“-Imagina una cueva subterránea, adquirida a bajo precio como suelo rústico, recalificada por el ayuntamiento como espacio dotacional y posteriormente privatizada con sus comisiones correspondientes. Años después del choriceo, terminó la cueva convertida en garito, con fiestas frecuentes y ofertas diarias de 2×1 en toda bebida que no fuera agua o refrescos. Luces de neón cegadoras y música a todo volumen. Un piso por debajo de la barra, y construida sin licencia ni las correspondientes salidas de emergencia, una sala de baile donde se reparte de todo y llena de reservados, en los que es posible comprar cuerpos a bajo precio. El local, en el que ha invertido el concejal de urbanismo, no tiene licencia para servir alcohol ni organizar fiestas por la noche, pero en realidad funciona como un after hours. Allí acuden en manada cientos de prisioneros cada día, que bailan, beben y se divierten como si no hubiera mañana.
-¡Qué extraña escena describes, y qué extraños prisioneros!
-Iguales a nosotros - proseguí - porque….”
(Platón, Red púnica, Libro VII, pasaje mundialmente conocido como el mito de la taberna)
Empecemos sin rodeos: estoy harto del tópico tecnológico. Cada vez que los medios de comunicación nos adoctrinan sobre temas de innovación educativa aparece uno de los mantras educativos más extendidos de nuestro tiempo: estamos educando en el siglo XXI con la misma tecnología que en el XIX. Alguna de sus variantes aluden a que estamos educando con tecnología del siglo XIX a alumnos del siglo XXI. La frase, como no podía ser de otra manera, levanta inquietud, cuando no indignación: hay que ver cómo son estos profesores. Con lo que ha cambiado del mundo desde el XIXy estos zoquetes siguen enseñando hoy con esa tecnología obsoleta. O son tontos, o no están preparados, o sencillamente incapaces de ponerse al día. Qué duda cabe: quizás sea mucho más inteligente el resto de la sociedad, que tiene muy claro (nótese la ironía) qué es lo que ha de hacer con las nuevas tecnologías. Con todo, el maldito lema me molesta por dos motivos: porque es mentira y porque es una manipulación totalmente pretendida de lo que es educar. Así que utilicemos esta maldita tecnología del blog, que por lo que se ve no usamos ningún profesor, para apuntar un par de críticas a esta presunta progresía pedagógica.
Primero: el tópico es mentira. No enseñamos hoy como en el XIX. Ni siquiera enseñamos hoy como hace treinta años. No es cierto que la tecnología sea la misma. Al contrario: cualquiera que vaya al colegio de su hij@ se da cuenta de que las cosas han cambiado. Hay pizarras digitales, que incluso se usan, y los cañones habitan en no pocas aulas. Es más: cualquier docente sabe que hoy uno de los problemas de los centros no sólo es la dotación tecnológica, sino también la sustitución y conservación de las mismas. Es más: se podría describir una evolución tecnológica innegable: del carro de diapositivas y las transparencias hemos pasado a las presentaciones, los videos y los ejercicios interactivos. Las plataformas virtuales se han extendido también a muchos centros de nuestro país. Y quien diga que esto es mentira, o no pisa los centros simplemente practica la mala fe. Podemos discutir la transformación que se pretende apuntar de fondo: que si la autonomía del alumno, que si al aprender a aprender y todos los principios pedagógicos que se quiera, pero lo cierto es que la metodología de aula hoy ha cambiado. No sé qué intereses o qué deseo de autobombo puede haber detrás de quienes se nos presentan como críticos o renovadores. Pero habría que recuperar esa vieja frase de siniestro total: ante todo mucha calma. Una actitud, la calma, que sería especialmente necesaria para este tema de las tecnologías. Otra cuestión es que no sea compatible con los intereses económicos de las grandes corporaciones tecnológicas que hacen caja con la frasecita de marras.
Punto dos: la tesis es perversa, manipuladora. Educar, enseñar: de esto es de lo que se trata. Y puede que evolucionen mucho las tecnologías. Nuestro SO, nuestra forma de ser, es biológicamente similar a la de hace unos 40.000 años. Somos seres humanos. Y aprender implica un proceso largo, vital, en el que la tecnología es casi algo accesorio, anecdótico. Querer reducir la enseñanza a algo así como la universidad de Youtube es una traición imperdonable. Si educar es que una persona adulta llegue a ser capaz de asimilar y generar información, si queremos que pueda llegar a conocer el universo cultural y simbólico de nuestra civilización, es necesario algo más que tecnología. Necesitamos tiempo, diálogo, aprender a disfrutar con la lectura, maravillarse ante descubrimientos científicos como el de las ondas gravitacionales. Este proceso no es hoy, a buen seguro, muy distinto al que habían de experimentar quienes vivían en tiempos de Homero, Platón, Quevedo o Goethe. La maduración personal y el despertar al pensamiento y la cultura es algo muy alejado de lo tecnológico. Me temo que esa idea podrida va de la mano de la crisis que viven las humanidades en tantos sistemas educativos. Dejar que el lenguaje nos deje su poso, que nos forme: esto es lo que hace la educación desde las más diversas materias. Hacer que una meta tan alta dependa de la tecnología es pernicioso. Y lo que hay de fondo es una ideología muy clara que pone el dinero y la rentabilidad por encima de la formación personal. Vivamos, con todo, como si esto no nos importara y al que se atreva a protestar, por ser profe díscolo, se le castigue como a Bart Simpson: que copie mil veces en la pizarra, a tiza pura y dura como símbolo de tecnología obsoleta, que estamos educando en el siglo XXI con la tecnología del siglo XIX.
Hablar de Descartes es inevitablemente cuestionar la seguridad de nuestro conocimiento. Indagar en la certeza de aquello que damos por verdadero, y que termina vertebrando nuestras vidas, así como la cultura y la vida social. Un sano ejercicio de escepticismo del que Descartes escapa de un modo peculiar: al poner todo en duda, llega un momento en que la única verdad válida, el famoso “pienso luego existo”, es utilizado como trampolín para demostrar la existencia de Dios, que viene a ser algo así como el antídoto del extravagante genio maligno cartesiano. Es este un paso filosófico que habitualmente escandaliza en muchas clases de 2º de bachillerato: cómo es posible que Descartes, el matemático y el físico, el responsable de uno de los mayores acercamientos entre filosofía y ciencia, dé semejante salto o pirueta filosófica. Parece mentira que todo el rigor inicial del método cartesiano se tire por la borda en cuanto aparecen los problemas. Se aprende entonces que la historia no da saltos en el vacío. Tampoco lo hace la de las ideas, y muchos modernos son escolásticos disfrazados. Cuestiones nuevas, enfoques renovadores, inquietudes propias de su tiempo, pero respuestas que suenan a gregoriano. Y es que si la respuesta defrauda, la pregunta de fondo sigue vigente: ¿De qué puedo estar auténticamente seguro? ¿Qué tipo de conocimiento merece que le otorgue verosimilitud, se gana mi confianza?
En estas andábamos hace un par de semanas, cuando me encontré entre l@s alumn@s una actitud cuando menos llamativa. Todo empezó al hablar del genio maligno. Me comentaba uno de los alumnos que él había visto en la televisión cierto documental, en el que se afirmaba que somos experimentos de alienígenas enfrascados en el desafío de encontrar seres vivos con la inteligencia extraesterrestre y los sentimientos humanos. Ni que nos caracterizáramos siempore por los buenos sentimientos, pensé yo para mí… La cosa continuó días después: profundizando en todas estas pseudociencias y mitologías modernas, alumn@s del otro grupo me hablaban de tesis más que discutibles. Con toda naturalidad, defendían la existencia de vida extreterrestre, algun@s le añadían inteligencia e incluso hubo quien me habló de los niños índigo, un tipo de seres humanos superiores al resto, con una serie de características fijas. Todo ello adornado por alguna que otra teoría de la conspiración capaz de explicar prácticamente todo lo que ocurre en nuestros días. La referencia a los “reptilianos” en este apartado me resultó totalmente deslumbrante. Esto que se respira en el aula es quizás uno de los rasgos de nuestro tiempo: en medio del auge del pensamiento crítico, se fortalecen todo tipo de teorías e hipótesis absolutamente indemostrables, pero que ganan mucho crédito social por diferentes medios.
Como no podía ser menos, la discusión se alargó durante días. A las primeras búsquedas en Internet me enteré de que la existencia de los índigo es una de las creencia de la New age, y por la red tampoco faltan incluso fotos de estos niños o de los reptilianos (reptiloides devuelve búsquedas más acertadas). En clase yo señalé lo que me parecía una cierta contradicción: desarrollamos, con buen criterio, críticas filosóficas fundadas contra los intentos de demostración de la existencia de Dios, pero comulgamos (no se me ocurre otro verbo mejor en este contexto) con todo tipo de paraciencias, pseudociencias y creencias indemostrables. La respuesta de l@s alumn@s no dejó de sorprenderme: mientras que para la gran mayoría la existencia de Dios tenía una probabilidad cero de ser cierta, pues nadie lo había visto nunca, la existencia de vida extraterrestre resultaba más probable, si tenemos en cuenta el tamaño y la edad del universo. Cualquier intento por mi parte de englobar todo este tipo de proposiciones en el ámbito de la creencia quedó condenado al pasado. Me ocurrió a mi lo que les ocurre a l@s alumn@s con Descartes: a ellos les decepciona que el autor francés termine siendo un escolástico. A mi me decepciona que el racionalismo o el cientificismo de este inicio de siglo otorgue cierto crédito a todas las paraciencias, cuartos milenios y demás que por el mundo han sido. Con cierto simbolismo: los viejos púlpitos no tienen ya audiencia. Ahora lo peta discovery max.
Si ayer salía por aquí la presencia del método en la vida cotidiana, hoy nos vamos a centrar en otro de sus rasgos: la duda metódica. Se podría decir que con esta propuesta Descartes inaugura un recurso que tendrá largo recorrido en filosofía: el experimento mental. Es algo en lo que conviene incidir: ni por asomo se angustiaba el filósofo francés con la imposibilidad de distinguir la vigilia del sueño, o con la rocambolesca hipótesis de que haya un genio maligno dedicado a engañarnos a todos. De lo que se trata es de encontrar el modo de dar respuesta a este tipo de desafíos, es decir, de aceptar las reglas del juego y estar dispuestos a buscar una posible respuesta a quien nos planteara tales objeciones. Estamos, por tanto, ante una idea mucho más sútil: vamos a ver cómo es posible fundamentar lo que sabemos. Estar seguro de que aquello que damos por cierto realmente lo es. Antes este tipo de enfoques, la reacción más habitual es la perplejidad. Se hace difícil concebir cómo es posible que todo vaya a ser falso, que hayamos vivido en el error durante un tiempo, sea mucho o poco, y no nos hayamos podido dar cuenta. Sin embargo, volvamos hoy a la vida cotidiana: no es difícil encontrar ejemplos cercanos, en las que esta experiencia del error, de la duda o la desconfianza termina convirtiéndose en protagonista.
El terreno de los sentimientos y las relaciones humanas está especialmente abonado para este tipo de vivencias. Es sencillo encontrar casos que terminan siendo dramáticos, en los que la verdad, por dolorosa, no se afronta. El ser humano prefiere vivir engañado antes que asumir circunstancias que no desea vivir. Ocurre, por ejemplo, en el caso de la infidelidad o cuando alguien querido empieza a comportarse de una forma no querida. Cuántas veces se escucha aquello de “nunca pensé que mi hijo…” o “no creía que iba a ser capaz de”. No necesitamos de genios malignos: somos nosotros mismos los encargados de engañarnos, de mirar para otro lado cuando la realidad no nos gusta. La estrategia de la avestruz es innegablemente cartesiana y a la vez invierte los términos de la pregunta: no se trata tanto de cómo asegurar que lo que sabemos es verdadero, cuanto de cómo garantizarnos que seremos capaces de no engañarnos a nosotros mismos, de no caer en el error permanentemente sin necesidad de que nadie nos conduzca al mismo. El error como experiencia humana es tan antiguo como nuestra propia especie: vivimos precisamente gracias a que nos equivocamos y a que nos hemos equivocado muchas veces a lo largo del tiempo. El pensamiento de Descartes nos invita precisamente a algo tan cotidiano como a aprender del mismo o, mejor dicho, a buscar entre todo lo que sabemos aquello de lo que no podemos dudar.
Descartes no es un escéptico, pero a su modo sí es un filósofo del desengaño (valga la expresión). A este respecto, no está de más apuntar que este es precisamente uno de los temas centrales de todo el siglo XVII. Aparece una y otra vez en el barroco, lleno de espejos, de cosas que no son lo que aparentan. El arte barroco nos recuerda también la mentira de la vida, lo feo de la belleza y el sueño de la realidad. Algo que también pasó al teatro, convertido en una de las obras claves de todo el teatro español. Una experiencia, por cierto, que está bastante lejos de lo que vivimos hoy. En absoluto somos cartesianos. Ni por asomo cuestionamos nuestro conocimiento o nos planteamos la posibilidad de intentar construirlo desde cero. El error o el engaño se destierran de una sociedad que valora la exactitud, la autenticidad o la sinceridad, sin reparar un momento en las trampas o la cara oculta de estos conceptos. La duda, se nos dice, es mala, y siempre son preferibles las certezas, la seguridad. Al margen de que todo sea un trampantojo, o de que forme parte del escenario de eso que llamamos vida, obra inconmensurable en la que cada cual juega su papel. Hasta que el amante fiel se descubre a sí mismo como cornudo, o el padre entregado se ve obligado al amargo trago de aceptar que su hijo no es el que él quiso educar. Es entonces cuando nos acordamos del pobre Descartes, del genio maligno y, sobre todo, de los tontos que hemos sido por no querer ver. Por no querer pensar.
Apuramos estos días de enero las últimas ideas de Descartes. Algo muy propio: estos días de frío, que acabaron con el autor francés en su día, son el marco más adecuado para entender su pensamiento de estufa y habitación. Se intenta, en la medida de lo posible, que no se le perciba como un autor extravagante y que sus propuestas sean entendidas siempre en el marco en el que fueron formuladas. Así ocurre, por ejemplo, con el tema del método. La propuesta cartesiana tiene valor en si mismo, aunque solo sea por el hecho de señalar el del método como uno de los principales problemas con que ha de enfrentarse el conocimiento humano y la ciencia. Junto a importantes precedentes como Bacon, Descartes nos advierte de lo que ya nos decía en su día un anuncio de neumáticos: la potencia sin control no sirve de nada. El caso es que las famosas cuatro reglas (evidencia, análisis, síntesis y comprobación) resultan chocantes a quien se acerca al asunto por primera vez. Por qué cuatro reglas y no cinco o tres, o por qué exactamente esas reglas. Y sobre todo: no se tiene una intuición clara de que estas reglas recojan nuestra forma de conocer. En fin, que nos dedicamos a ir por la vida sin método algno, y no reparamos en los famosos cuatro pasos cartesianos.
La cuestión es que en realidad somos más cartesianos de lo que pensamos. O dicho en otras palabras: el autor francés no se sacó de la manga sus reglas, sino que seguramente se fijó en la ciencia de su tiempo. Y la ciencia, en definitiva, es también experiencia cotidiana refinada, sometida a un ejercicio de depuración. Nada hay más cartesiano que el niño que coge un reloj de su casa y lo desmonta pieza a pieza. Qué duda cabe que de punto de partida hay un desafío: saber cómo demonios se mueven esas manecillas, o cómo funciona el juguete que se va a desmontar. Laborioso y paciente, termina por sujetar entre sus manos un montón de piezas sueltas, tuercas y engranajes, carentes de significado y de función sin estar conectados entre sí. Comienza entonces el auténtico desafío: ahora que ya sabemos de qué piezas consta el aparato en cuestión, hay que ser capaces de volverlo a montar. Nada produce más orgullo que la restitución completa oa la reintegración a pleno rendimiento. Lo hemos vuelto a montar y funciona. Y así somos de por vida: hay quien se atreve a quitar piezas del coche o quien tira de destornillador y algo de tiempo para aislar las piezas de un ordenador personal o sustituir las que puedan estar defectuosas. Y nadie pondrá en duda que en todo este proceso hemos logrado aumentar, y mucho, nuestro conocimiento. Cartesianismo puro y duro.
El ejemplo tecnológico no es muy distinto al que se puede vivir en cualquier cocina. Supongamos que nos ponen un pollo, pelado y sin plumas, encima de la mesa, junto a una tabla y un buen cuchillo. ¿Qué haría un buen cartesiano? Sin lugar a dudas: despiezar el pollo en menos de cinco minuto. Hacer los cortes por el lugar adecuado, sin necesidad de romper los huesos más allá de donde se juntan con otros huesos. Sacando cada una de las piezas limpias y listas para poner a dorar en la sartén. Siendo capaces de convertir cada una de las pechugas en cinco o seis filetes para poner a la plancha. El carnicero cuenta con un conocimiento analítico innegable: su capacidad para hacer cortes limpios es el fruto de años de experiencia, pero también de la búsqueda permanente de las partes más simples del animal y del conocimiento exhaustivo de las mismas. El divide y vencerás que funciona hasta en la guerra está instaurado también en muchos de nuestros hábitos sin que reparemos en ello. El valor de la filosofía cartesiana, como el de toda filosofía, reside precisamente en sistematizar y conceptualizar una práctica tan humana como la investigación analítica, y poner esta forma de conocimiento como una de las bases de la ciencia. Conocer es separar, refinar. Y a partir de ahí volver a recomponer. Este es uno de los motores de la ciencia y de no pocos procederes humanos.
Circula entre los que gustan de la filosofía una frase de Walter Benjamin, en la que se nos recuerda que no hay un solo documento sobre la civilización que no lo sea a la vez sobre la barbarie. El tema se nos ha puesto de actualidad, otra vez, a raíz de los atentados del pasado mes de noviembre. El debate está en la calle, por aquello de la campaña electoral, pero se podría decir que estamos ante una de esas pocas veces en las que el problema alcanza dimensiones globales. Sin distinción de ricos o pobres, de primeros o terceros mundos, ha habido un pronunciamiento internacional sobre cómo luchar contra el fanatismo religioso. Algo por otro lado impensable hace unas décadas, quizás porque Internet esté haciendo el mundo cada vez más pequeño, o quizás porque los atentados se extienden por muchos países, afectando a países de terceros en un (des)orden internacional que día a día genera más interdependencias. Y como tendemos muy poco a la polarización, el debate está servido: civilización o fanatismo.
Curiosamente, puede que no sea descabellado trasponer la frase de Benjamin: no hay signo de civilización que no lo sea también de barbarie. Cruzados los ha habido de muchos tipos a lo largo de la historia. Muchos de ellos por motivos religiosos, pero tampoco faltan los cruzados de la economía o la política. No se ha logrado la democracia por medio de la civilización, la cultura o la educación: nuestro pasado está lleno de momentos en los que el motor del cambio no ha sido otro que el fanatismo o la barbarie. Valores como la libertad, la igualdad o los derechos sociales, tienen una buena cantidad de muertos a sus espaldas. Con esto, nos pretendo equiparar un sistema democrático con una teocracia fanática e intolerante, pero sí rebajar las expectativas que cualquier ciudadano occidental puede tener sobre sí mismo. Viendo nuestro pasado es más que dudoso que podamos convertirnos en modelos a imitar, pues también en él encontramos momentos en los que la sinrazón y la barbarie se han puesto al servicio de valores pretendidamente democráticos o “civilizadores”.
A partir de aquí, toca introducir una sana y necesaria autocrítica, y elaborar un nuevo discurso, que no es fácil de encontrar en las últimas décadas. No es aceptable la imposición de nuestros criterios, valores o instituciones si no somos capaces de pasarlos por el filtro del pensamiento crítico. Pero tampoco podemos caer en una especie de confusión total, y situar la democracia al mismo nivel que los actos de terrorismo, buscando justificaciones extravagantes o reflexiones que terminan haciendo más daño que beneficio. La violencia y el terror no se pueden aplacar solo con palabras o ideas utópicas, pero esto no convierte a ningún país occidental o a cualquier alianza militar en el gallo del corral o el “sherif” del poblado. Un enfoque complejo e inteligente nos exige diferenciar los atentados de la religión la cultura que los reclama y a la par requiere que seamos conscientes de que nuestra civilización es también producto de la barbarie. Sólo de esta manera, sin buenos y malos, es posible dar una respuesta adecuada al fanatismo y la barbarie. Algo muy difícil de conseguir, pues implicaría una respuesta política acompañada por los medios de comunicación e incluso diversas instancias culturales. Lo fácil, y más en tiempos de campaña, es jugar al pim pam pum. Pero eso no quiere decir que sea la respuesta más adecuada. Darnos cuenta de la barbarie ajena precisa también de una toma de conciencia de nuestra propia barbarie.
Aristos social club. La idea había surgido entre las risas de algunos y la indiferencia de la gran mayoría. Nadie querría participar en un club donde te exigían pagar por lo que era gratis para todos. Empezaron con servicios sociales básicos: educación, sanidad, desempleo, jubilación. Pero muy pronto tuvieron excedente de dinero, porque el estado ya cubría todo esto. Así que con una cómoda cuota mensual (o al menos así lo vendía el anuncio) fue creando toda una red de centros deportivos, y de actividades culturales. Destinadas, por supuesto, solo a los socios. Los que no lo eran tenían que pagar bien cara su entrada. El negocio fue cobrando fuerza en lo que inicialmente era una organización social, y los balances positivos se sucedían año a año. No obstante, la gran mayoría de la sociedad lo seguía viendo como una rareza: para qué pertenecer un club que ha sido creado para ofrecer los servicios propios del estado.
Sin embargo, 133 años después de su creación, se generó una junta extraordinaria de Aristós. Tal y como astutamente habían previsto los padres fundadores, el estado ya no daba más de sí, y había llegado el momento de invertir todo el dinero en los fines propios del club: sanidad, educación, subsidios. En un primer momento, se utilizarían los fondos ahorrados a lo largo de los años y solo si era necesario se comenzaría a vender las diversas propiedades adquiridas, renunciando a actividades que se habían convertido en señas de identidad de Aristós.
En el transcurso de la asamblea, surgió una cuestión inesperada: qué ocurriría con los familiares de los socios. Prácticamente todos los socios tenían hermanos, primos, sobrinos o nietos que no pertenecían al club. En opinión de algunos, deberían ampliarse las coberturas, para que también ellos tuvieran acceso a los servicios básicos. En tiempos de pobreza como los que se avecinaban, la solidaridad era una actitud imprescindible para la sociedad.
No obstante, el presidente no lo tenía tan claro: si se ampliaba el número de beneficiarios, se tardarían muy pocos años en agotar todo el capital de Aristós, que bien gestionado podría llegar para las necesidades de todos los socios actuales durante al menos tres décadas, tiempo más que suficiente para la reconstrucción del estado. Además esa ampliación obligaría a vender inmediatamente instalaciones deportivas y centros culturales que aún eran viables para los socios si se hacían las cosas bien. Había, en último lugar, un argumento legal: los estatutos contemplaban que solo los socios serían beneficiarios de las prestaciones. Y todo el mundo sabe de sobra lo que cuesta cambiar unos estatutos. ¡Pero esos estatutos se escribieron hace 130 años, cuando la situación actual era absolutamente imposible de predecir! ¡Aristós nació para la protección de las clases medias, y toda la parafernalia deportivo-cultural había sido posible solo por la sobreabundancia de recursos! Esto es lo que decían las voces críticas. Tras mucho debatir se acordó someter a votación la propuesta: ¿Debía Aristós social club ampliar sus coberturas a los hermanos, primos, nietos y sobrinos de los socios?
La filosofía, como saber actividad humanos, no está exenta de caer en trampas, de cometer errores del dicho y el hecho. Algo que hemos de tomarnos con cierto sentido crítico y sobre todo con sentido del humor. Ahí van cinco bulos filosóficos, cinco ideas que podemos encontrar en la propia tradición filosófica y que, examinadas a fondo, nos resultan más complejas de lo que a primera vista hubiéramos podido pensar.
Bajo la aparente tranquilidad del inicio de curso de la que se pavonean los responsables educativos, son unos cuantos l@s docentes que viven estos días con una inquietud poco habitual para las fechas en que estamos. Tradicionalmente en los meses de septiembre y octubre se iba organizando la programación de cada departamento. Este año el plazo de envío de se ha ampliado un mes, detalle de que quizás la normalidad lomciana de que se presume no es tal. Y es que la gran novedad es un artefacto conceptual que se ha dado en llamar “estándar de aprendizaje”. La idea es que los criterios de evaluación logren un nivel mayor de concreción ofreciendo pistas sobre cómo aplicar cada uno de ellos en el aula. En lo que se ha convertido es en una ristra de procedimientos de evaluación que, llevados a la realidad de aula, harían casi imposible cualquier proceso educativo: ahora lo importante es, por lo visto, evaluar. Mucho más que explicar o aprender. El tufillo de fondo es una amenaza que se cierne sobre el mundo educativo desde hace años: enfocar la educación como si fuera un proceso de fabricación, no sé si industrial, con indicadores de calidad que puedan llevarnos en último término, a evaluaciones externas, etc.
Ahora resulta que no sabemos enseñar o eso parece sugerirse. Varios años de experiencia no son suficientes si no se pueden concretar en los puntillosos estándares. Poco importa que l@s alumn@s salieran bien preparad@s o que los resultados fueran aceptables en pruebas como la PAU o la prueba de diagnóstico de segundo de secundaria. Los departamentos de idiomas vienen presentando estudiantes a las pruebas oficiales (FIRST, DELF, etc) desde hace años, pero en sus programaciones no aparecían los estándares. Y esta es una de las grandes novedades de esa ley que pretende mejorar la calidad y que pasará a la historia por ser la más breve y deficiente de nuestra democracia. Una ley aprobada por un partido que, según dicen por ahí, ni siquiera está de acuerdo con muchas de las medidas que ha introducido. Así que los buenos docentes, que los hay, ven cómo tienen que emplear su tiempo y esfuerzo es satisfacer las demandas legislativas y burocráticas de una administración educativa poco práctica y con cierto grado de hipocresía: la Consejería de Educación saca pecho cuando se publican los resultados de PISA, pues no dejan en mal lugar a l@s alumn@s de la comunidad. Llegan incluso a enviar cartas a los centros felicitando a l@s profesor@s. Y esta es la misma administración que parece cuestionar la manera de enseñar y que considera que el proceso burocrático administrativo ha de concentrar todos los esfuerzos y atención durante los dos primeros meses de curso. Imposible dedicarle más tiempo a la programación, pues todo parece indicar que la ley que incorpora esta gran aportación a la historia de la educación puede ser derogada a finales de diciembre.
No obstante, todo marcha mientras las clases sigan adelante. L@s docentes, como es sabido, no tiene motivo de queja: ya se sabe que trabajan pocas horas semanales y que además las vacaciones justificarían todo tipo de exigencias burocráticas. Y así está la cosa, con una cantidad nada despreciable de trabajo que no se ve, pero que la administración exige y revisa y que en último término se tiene en cuenta en diferentes momentos del curso. No es la primera vez que una reclamación de una nota llega a buen puerto por “defectos de forma” de la programación, aunque a todas luces la argumentación de la reclamación atacara los mínimos criterios del sentido común. Enseñar y aprender es algo que difícilmente se refleja en porcentajes y criterios, como para dejarse llevar por esta obsesión positivista y soñar mundos en los que educar se convierte en algo prácticamente mecánico. Todo ello sin dejar de lado otra crítica que no se puede olvidar: más idiotas somos l@s profesor@s que elaboramos curriculums imposibles de asignaturas, con decenas y decenas de criterios y estándares que en ocasiones están totalmente alejados de un aula de secundaria. Es lo que tienen los “equipos de expert@s”: a veces saben tanto que se olvidan, si es que alguna vez lo supieron, de a quién están dirigidas las asignaturas. Así están las cosas y no nos queda más que una opción: elaborar nuestra programación. Un material que más de una vez he publicado por aquí, y que no tengo inconveniente en volver a compartir: no para que haya algún cara que se conforma con copiar y pegar. Pero sí para echar una mano a compañer@s que puedan estar ahora inmersos en el proceso y puedan tomar una referencia para, en la medida de lo posible, mejorarla y adoptarla a su centro. Por compartir, que no quede…
Es más que probable que esté ante la última vez en la que presento en las clases de 4º de ESO conceptos tan básicos como el de moral, ética y política. Con este último estábamos hace unos días, hablando sobre la conveniencia de que un político mienta o no a la población. Intuitivamente, todos daríamos la misma respuesta: un político no debe mentir, y de hecho debería sancionarse el engaño en caso de producirse. A veces dar clase de filosofía es ponerse en la piel del diablo: ¿qué pasa si la mentira es algo obligatorio y necesario en cualquier democracia? Tenemos ejemplos de unos y otros: pensemos por un momento en aquellas elecciones de 2008 en las que el presidente y todo su partido logró engañar a la sociedad española. Por entonces estaba prohibido pronunciar esa palabra maldita: crisis. Era algo que nunca iba a llegar a nuestro país. Se nos vendió el país de las maravillas y la cosa coló. Gracias a una mentira masiva, auspiciada por ciertos medios, el partido del gobierno logró conservar el poder. Y el ejemplo de 2015 no es muy distinto: la palabra crisis sigue siendo maldita, o en todo caso ha de pronunciarse como un asunto del pasado. Ahora toca hablar de recuperación. La maquinaria de la propaganda ya está en marcha, y la cuestión a dirimir a inicios de la navidad, pocos días antes del sorteo de la lotería, es si los españoles comulgan, o no, con la rueda de molino de la recuperación.
Mentían unos y, si nos atenemos a los números, mienten ahora los otros. Parece ser que la misma crisis que ha barrido gobiernos de todos los colores en los países de nuestro entorno ha venido para quedarse. Se pueden leer por ahí análisis de quienes no tienen compromisos con partido alguno, y que afirman que la mejora económica va a ser tan pequeña y tan lenta que tendremos la sensación de que la crisis dura para siempre. Recuperación, sí, pero a ritmo de caracol. Crecimientos de décimas, descensos del paro de apenas unos miles de trabajadores en cuatro años. Es lo que toca en estos tiempos, y parece que la acción de los gobiernos tampoco puede cambiar mucho en este sentido. El capitán del barco que se presenta a sí mismo como un maestro de la navegación en aguas tranquilas es un embaucador. Y aquel otro al que le toca navegar en medio de tempestades tampoco es responsable de cuantos daños sufra el barco. Hablaba Maquiavelo de que para gobernar hace falta el concurso de la fortuna y parece ser que les ha faltado a los líderes de medio mundo en los últimos ocho años y que les seguirá faltando al menos otros ocho. La cuestión entonces ante la campaña electoral es la siguiente: ¿Podría un partido político, el que sea, presentarse con un mensaje pesimista, anunciando otra década de crisis, de crecimientos pírricos y de descensos del paro prácticamente insignificantes, con un aumento de la pobreza y una mayor desigualdad? ¿Cuántos votos tendría un partido que nos pinte este panorama?
Enfrentados a esta situación la mayoría tendremos a responder de una forma tan intuitiva como aquella con la que negábamos la mentira en política: no se puede vender cenicismo y mal rollo a la sociedad. Cada cual en su registro tiene que vender progreso económico, igualdad creciente, mayores ayudas sociales. En el mercado de los votos ningún puesto soporta el realismo. Pintemos pues la realidad de mil colores. Vendamos nuestros productos a quien consideremos el mejor cliente: el empresario del IBEX, el currito o el funcionario. Vendamos operaciones, servicios públicos y prometamos lo que haga falta a cambio de cada voto. Ya Zapatero, cuando no pensaba ser presidente, prometió un portátil a cada profesor y debo ser de los pocos que no recibió el suyo. Votar entonces antes de la lotería es la mejor de las coincidencias posibles: comprando un boleto de lotería tiramos 20 euros a la basura con una probabilidad cercana a uno. Votando a tal o cual partido tiramos nuestro voto a la basura a cambio de una ilusión de cambio que no se verá confirmada por la realidad. Las elecciones son el tiempo de la ilusión, de la sonrisa ante un cambio. Otra cosa es lo que pase después del sorteo, después de las elecciones. Tras la ilusión de comprar el boleto, llega el desengaño porque no toca. Y siempre queda, nos dicen, el consuelo de la salud y de seguir jugando al próximo año. Votar a tal o cual partido es lo mismo que jugar a la lotería: depositamos la ilusión en una papeleta y cuando llega el desengaño, que no suele tardar 100 días, nos queda el consuelo de la salud y de volver a jugar. Nos llamarán de nuevo a las urnas, para vendernos optimismo, dentro de cuatro años. ¡Viva la democracia!
Emplatonados como estamos estos días, solemos repasar algunas de las circunstancias vitales del que, con permiso de Aristóteles, es el filósofo más importante de la antigüedad. Todo ello con el dramatismo y la exageración que la propia acción de educar conlleva: ¿quién se interesaría por el pensamiento de un personaje insulso? Tampoco es que se mienta: entre las pinceladas de la vida de Platón que aparecen en clase está el impacto de la muerte de Sócrates, y también el intenso empeño de Platón en acudir a la corte de Siracusa, invitado por Dión, el cuñado del tirano local, Dionisio I. Allí hablaba Platón, según se dice, de la virtud y la justicia y de los peligros que acechan a todo tirano. Hay una manera “bienintencionada” de ver el asunto: Platón, el filósofo, estaba convencido de la posibilidad de implantar en Siracusa su modelo de estado, que perfila después en la República, y por eso no tenía inconveniente en acudir a la ciudad para presentar sus teorías. Quién sabe: quizás pudiera ser Siracusa el punto de partida para una implantación progresiva de esa utopía de justicia que Platón discute en su diálogo más citado. Esta explicación, que nos muestra a Platón como una persona comprometida e implicada en política nos puede encajar para el primero de sus viajes. Pero como todos sabemos, la cosa no salió como se esperaba. Platón es expulsado de la ciudad y en el transcurso de su vuelta termina vendido como esclavo. Tras tan grata estancia, ¿quién desearía volver a Siracusa?
Pues uno puede creerse lo que nos cuenta el propio autor en la famosa carta VII. Que si me volvió a llamar el hijo del tirano, que si mi amistad con Dión, el cuñado de su padre… Y allí tenemos de nuevo al fundador de la academia, tratando de instruir en la dialéctica al nuevo tirano. Y otra vez que le tocó salir por patas, esta vez con la promesa de volver si era requerido, como de hecho sucedió. Hubo pues un tercer viaje, esta vez ligado incluso a la integridad de Dión. Y a la tercera fue la vencida: Platón tuvo que escapar de Siracusa para no volver jamás y centrarse a extender sus enseñanzas en el marco nada despreciable de la academia. No obstante estos viajes siempre estarán rodeados de dudas: cómo es posible que alguien de la inteligencia de Platón cayera en el mismo error, no una, sino dos veces. Cómo es posible que arriesgara su vida después de la mala experiencia de su primer viaje. De partida, el primer error de Platón fue el primer viaje: quizás no era la suya una intención puramente formativa o académica. Quién sabe si deseaba arañar algo de poder y jugar en Siracusa a implantar una idea tan sencilla como revolucionara que le rondaba la cabeza: que gobiernen los sabios. Algo que traducido al lenguaje más vulgar podría sonar un poco interesado: “quítate tú pa ponerme yo”. Y claro, cuando el confrontamiento es entre el argumento (o no se sabe bien qué tipo de sabiduría) y la espada, pues todos sabemos quién tiene las de perder.
Puede que Platón, aceptémoslo a modo de hipótesis teórica, viajara a Siracusa porque quería gobernar. Porque deseaba dar el salto de la teoría a la práctica. Porque quería ser reconocido como aquel que había implantado en Siracusa un modelo de gobierno absolutamente justo, una utopía basada en principios filosóficos irrefutables. Porque deseaba ser escuchado y alabado. Y si repitió en su aventura es posible pensar que nunca perdió la esperanza de ser alguien realmente influyente e importante en su tiempo aunque después, fracasado ya su tercer viaje, se consolara pensando en los ideales nobles que reflejó en su carta VII. Por qué no imaginar un Platón vanidoso que desara dominar en el plano intelectual pero también en el político. Y quizás su experiencia sea una constante histórica: los engolados filósofos tienen su Siracusa particular, pensando que las sociedad de su tiempo debe estar bien atenta a sus palabras, seguros de que sus palabras y sus ideas deben ser atentamente escuchadas por quienes se dedican también al pensar, convencidos de que el mundo educativo se está perdiendo algo importantísimo si no se les atiende conveniente. Y así anda la filosofía, desnuda por completo: aferrada a la idea de que lleva un suntuoso traje que todos deben apreciar, pero sin nada que ponerse porque hace tiempo ya que perdió, si es que las tuvo, las vías de comunicación con la sociedad. Platón tuvo su Siracusa particular, y al margen de cuáles fueran sus motivaciones, esa mala experiencia debería servirnos a todos para detenernos a pensar al respecto.
P.D: un buen resumen de los viajes de Platón a Siracusa podemos encontrarlo aquí.
Siempre fueron buenos tiempos para los sofistas. Ya no solo porque de facto, en el mundo real, hayan venido ganando sistemáticamente la partida, sino porque incluso el discurso filosófico de las últimas décadas viene a reivindicar su figura frente a la del decadente Sócrates. Es este uno de los temas que habitualmente ocupa las primeras clases de Historia de la Filosofía en segundo de bachillerato. En esto andábamos estos días, comentando cómo la oratoria y la retórica ya no bastan para persuadir. La imagen es hoy, para lo bueno y para lo malo, uno de los principales vehículos de comunicación. Bien lo saben los publicistas (y por cierto, justo ayer me enteraba de la publicación de un nuevo libro didáctico en esta linea: Pensar (en) imágenes. Filosofía en la publicidad, pero también los comunicadores, periodistas, abogados, empresas y, como no podía ser de otra manera, los políticos. Vivimos de imágenes. Su prestigio y valor social convertiría a un sofista de las palabras en un mero principiante. Alguien con aspiraciones, pero poco más. Con todo, no basta sólo con la imagen: de un tiempo a esta parte la red ha irrumpido en nuestras vidas de un modo determinante: ser es hoy, y de un modo primordial, ser en la red. Hasta el punto de que quien no está deja de existir en cierto sentido.
En la red se juega hoy el poder y el dinero. Por eso está tan en boga esa expresión inglesa que vemos por doquier: community manager. Si los sofistas enseñaban cómo ser un ciudadano influyente en la Atenas de hace 2500 años, el “gestor de la comunidad” es hoy un ingrediente indispensable para cualquier tipo de campaña. La oratoria y la retorica han pasado al segundo plano frente a la vigencia de la imagen y de la creación social de opiniones y tendencias. Las clases de bachillerato afrontan desde hace décadas una pregunta: ¿quién es el sofista hoy? Y la respuesta del 2015 tiene que incluir, de una forma u otra, al community manager: poco importa cómo sean las cosas en realidad. Lo que realmente cuenta es cómo eso se extiende en la red, cómo se valora y qué se opina al respecto. Esta virtualidad nuestra que es tan real, en cuanto a sus efectos, como el mundo material que veníamos llamando realidad, tiene sus propias reglas y el dominio de las mismas nos sitúa en nuevas luchas de poder, en las que el posicionamiento en google va de la mano con los “me gusta”, los RT y los FAV. Esa vieja virtud que pretendía enseñar los sofistas se reviste hoy de trending topic, meneos, y comentarios en la web. Los cursos y masteres varios difícilmente podrán esquivar la tendencia sofista que se esconde detrás del oficio.
La propia expresión de “gestor de la comunidad” tiene sus propias connotaciones y trampas. Da por supuesto, por ejemplos, que los incautos internautas somos miembros, voluntarios o no, de una comunidad que necesita ser gestionada. La misma red que se nos vendió en su día como un espacio para la libertad termina transformada en un nuevo contexto para la manipulación. Community manager, nos dicen en un inglés que nos deslumbra. Pastor de ovejas, puede ser la forma rústica de interpretarlo. Todas ellas con su teléfono inteligente y su tableta, sus cuentas en cuantas redes sociales que en el mundo han sido. Pero ovejas al fin y al cabo. Sujetos que no necesitan que nadie los dirija, miembros de una comunidad que idealmente no requiere de lideres ni mecanismos que nos dicten qué pensar, qué decir. Quizás sea otro punto de vista, el de empresas, asociaciones, partidos políticos o instituciones, el que precisa de este enfoque, el que se aprovecha de que existan infinidad de trucos para subir en posicionamiento, para ganar protagonismo. En definitiva: para imponerse y ofrecer una imagen que quizás no siempre se ajuste a la realidad. En este mundo que cada es menos real, la sofistería se mueve como pez en el agua, e incluso logra presentarse como una actividad necesaria para quien se precie y quiera existir en la red. Protágoras y Gorgias nos darían buenos consejos, sin duda, sobre cómo gestionar nuestra comunidad.
Aquí estamos: lomceando en modo beta. Como conejillos de indias educativos, las comunidades gobernadas por el partido del gobierno se han decidido a implantar la ley educativa más discutida de las últimas décadas, con unas expectativas de futuro más bien escasas. Cambios organizativos sustanciales que posiblemente sean revocados a partir de las próximas elecciones generales. Estamos implantando un sistema que seguramente habrá caducado ya. La valoración política no puede ser otra: el curso ha comenzado con normalidad. Faltaría más. No podía ser de otra manera: todos lo que no sea revuelta callejera y ruido parece caer dentro de eso que se llama “normalidad”. El abismo entre las declaraciones políticas y la vida real vuelve a afirmarse en este caso. Veamos algunos ejemplos de la “normalidad” que he podido percibir en este mes que todavía no ha terminado. Normal debe ser que, como consecuencia de una ley, las editoriales estén entre dos sillas y mal sentados y dejen vendidos a los centros y las familias. Así ha ocurrido con varios libros de texto. A finales del curso pasado los padres solicitaron que el cambio de libros fuera gradual, para que el esfuerzo económico de las familias fuera más repartido. Las editoriales se comprometieron a servir stock de ediciones antiguas. Y ocurrió “lo normal”: departamentos que no cambiaron sus libros por ayudar a las familias han visto cómo las editoriales se han negado a servir libros de años anteriores.
Otro gran detalles de normalidad: la estructura del sistema educativo. Ya es casi de broma que la consejería correspondiente sacara los diferentes currículums en el mes de mayo. Nada extraño: sus altos cargos llevan tanto tiempo alejados de las aulas que no son conscientes de lo que implica cerrar un curso y programas otro. Desde la información a las familias a las previsiones de alumnos, etc. Así se trabaja en CyL: se publica la ley hacia el 8 de mayo y se piden previsiones para el nuevo curso para el 20. Como si entre medias no hubiera que organizar estructuras de asignaturas, explicar los cambios a los alumnos, etc. Todo esto importa más bien poco para quien no tiene contacto con los problemas reales de la educación. Pues bien, se da la circunstancia de la LOMCE estatal prevé para los alumnos de 3º de ESO tres optativas: francés, iniciación a le empresa y una tercera de libre configuración autonómica. Los sesudos diseñadores del currículum castellano y leonés, clavaron el decreto, pero parecen haberse “olvidado” de esta asignatura de libre configuración autonómica. Francés o iniciativa: esta es la riqueza de optatividad que ofrece la LOMCE a los alumnos de CyL. Aquellos alumnos que puedan tener un perfil más técnico o que no hayan cursado francés en los dos primeros cursos de la secundaria, se ven obligados a coger la optativa de iniciativa. Bravo por los legisladores y responsables educativos.
Podríamos comentar, a mayores, el espectacular aumento de la matrícula en religión, asignatura que ha logrado más alumnos en bachillerato que la de cultura científica. Todo un signo de los tiempos y algo a analizar en profundidad. Pero hay “anormalidades” todavía más llamativas: permitir que los alumnos escojan en 3º de ESO dos de tres asignaturas (Plástica, Música y Tecnología) es quedar totalmente vendido a la hora de configurar los grupos. Por mucho que se intente compensar para lograr agrupaciones equilibradas, terminan saliendo aberraciones educativas como clases de plástica o de francés con más de 30 alumnos. Y de partir estos grupos por la mitad ni hablemos: ya sabemos cómo están las plantillas de los centros: la cacareada recuperación económica ha pasado de largo por el mundo educativo y las plantillas se deciden de un modo puramente matemático, alejado de las necesidades reales de los centros. Esta es la ley de la mejora de la calidad educativa. Estas son sus “normalidades” en apenas unas semanas de desarrollo real, no el ideal que se imaginan algunos al redactar leyes. Y esta es la responsabilidad de un gobierno que aprueba una ley de calado en la mayor de las soledades parlamentarias. Lo que es normal es que destituyeran al anterior ministro. Y de chiste que el su sustituto afirmara a los pocos días de su designación: “No sé mucho de educación”. Lo malo de todo esto es que en medio de esta marea y este caos, a algunos nos haya tocado en suerte un gobierno autonómico seguidista y continuista. A ver qué pasa en las elecciones. Se verá si realmente los partidos cumplen su promesa de derogar la LOMCE ante cualquier propuesta de pacto o victoria electoral. En todo caso, sirva esta anotación para recordar aquello de las barbas y los vecinos. Allá donde llegue la LOMCE, se aplicará con “normalidad”.
El jueves salían las notas de la PAU y l@s alumn@s de la comunidad que se animaron a hacer el examen de Historia de la Filosofía recibían sus notas y tendrán ya a estas alturas calculado si logran o no entrar en la carrera deseada. Se acaba así el 2014-2015, y habrá que ir pensando en el siguiente. No sin antes, como en años anteriores, ofrecer una propuesta de resolución del examen de la PAU. Por si alguien quisiera comparar lo que puso el día del examen con esta posibilidad que acabo de publicar. Toca ahora descansar y desear a todos los que de vez en cuando se dejan caer por aquí un feliz verano.
Cumpliendo la tradición, y gracias a @Cris_Martin18 y @AlbadelBarrio, ya está publicado el examen de Historia de la Filosofía de las PAU (junio de 2015), que los alumnos realizaban ayer mismo. En unos días, si el tiempo lo permite, aparecerá por aquí una propuesta de resolución.
Sabíamos en estos días de la dimisión “forzada” de la consejera de educación de la comunidad de Madrid. Lucía Figar se va, a Lucía Figar la echan… qué más da. El caso es que su directa o indirectamente algo tiene que contarle al juez sobre el tema de la corrupción descubierta en la red púnica. Porque eso, y no otra cosa, es lo que significa estar “imputado” tal y como están empeñados en recordarnos desde diferentes medios. Me importa un pimiento que al final esté implicada o no en la red. Al margen de que se haya beneficiado de su cargo, lo cierto es que ha corrompido el sistema público de educación madrileña. Un delito y un daño social que sin duda es mucho mayor que el apropiarse indebidamente de lo que no es suyo. Importa bien poco cuál sea su futuro judicial, cuando el panorama que ha dejado detrás de sus años de gestión se resumen en una sola palabra: antipolítica. Es una de las paradojas de un liberalismo mal entendido: a menudo sus políticos son antipolíticos. Y terminan dejándolo todo destrozado.
A juzgar por lo que cuentan compañeros de Madrid y diversos medios de comunicación, los logros de la imputada se resumen en: recortes en personal, aumento de ratios, bilingüismo sin ton ni son, presumir de calidad y excelencia y… ¡privatización!. Lo demás será todo lo discutible que se quiera, pero esto último es imperdonable en un político. Casualmente, le ha tocado gobernar la educación en un tiempo que requería de la construcción de nuevos centros educativos. Nuevos barrios, nuevas zonas residenciales y ciudades que han seguido crecienco en alguna de sus partes. Y en muchos de estos casos, se ha preferido “dar facilidades” a orghanizaciones religiosas o iniciativas privadas antes de construir centros públicos. En esto consiste la antipolítica: quien gestiona lo público renuncia a que el servicio en cuestión siga siendo público. Prefiere una subcontrata, sea por motivos ideológicos o económicos, a tomar la iniciativa de la educación.
El estado tiene que encargarse de la educación de los ciudadanos. Esta idea tan sencilla hunde sus raíces en Grecia y encuentra en Platón y Aristóteles a unos de sus primeros defensores. Debería ser obligatorio que allí donde hay un fuerte crecimiento demográfico y una demanda real de un centro educativo, el estado tomara la iniciativa de garantizar una oferta sólida y permanente en el tiempo. Y cualquier otra fórmula es negar la esencia de lo que es política en su sentido más noble: atender al bien común. La gestión de la ya dimitada consejera ha hecho precisamente esto: dejadez de funciones. Permitir que eduquen otros. Facilitar que sean otros los que asuman la tarea. A nadie se le ocurre que un profesor de un centro educativo subcontrate a otro profesor en paro por la mitad de sueldo: quien esto haga estaría dejando de cumplir sus obligaciones. Sin imbargo asistimos impávidos a gestiones públicas que consisten en la antigestión, y permitimos que quien debería organizar la educación de una comunidad autónoma deje de hacerlo, dejando en manos de no se sabe bien qué organizaciones e intereses esta tarea. A ver quién le da la vuelta ahora a la tortilla, cuando ya se han hecho una serie de concesiones y se han otorgado unos derechos. Un daño social y educativo que se dejará notar durante décadas.
Sé que el título es una tontería. Un intento, seguramente fallido, de provocación. Un sarcasmo inaceptable si nos paramos a pensar con cierto rigor en los derechos propios de la democracia y en lo que fue el nazismo, en todo lo que significó no sólo como movimiento político, sino también como actitud racista, xenófoba y, en último término, genocida. Pero sí hay una parte de la democracia que me recuerda inevitablmente al nazismo. Y es precisamente este que nos toca vivir: el abrasamiento personal que supone la campaña electoral. Ya no es sólo que la calle, inevitablemente común, se convierta en escaparate de las pancartas, carteles y eslóganes. Esas fotos traicioneras, y esos directores de campaña o de imagen que cuatrienalmente se ponen al servicio de una maquinaria del engaño. Sólo hay una cosa en la que no se mienta en política: todos dan por hecho que lo que hacen en estos días es propaganda. Y cualquiera bien informado sabe lo que esto significa. La propaganda pretende mostrarte las virtudes de un producto escondiendo sus debilidades. Palabra por cierto, que sí se asocia al nazismo, que llegó incluso a tener un ministro solo para esto.
Sería cosa de poco si nos limitáramos a los carteles. Los coches con equipos de megafonía incorporados son aún mucho peor. Porque es posible acostumbrarse a no mirar a ciertos lugares. Pero no es posible dejar de escuchar. Los unos mintiendo sobre lo mucho que hicieron, los otros descalificando lo que hicieron los primeros. Y los megáfonos más nuevos contándonos que ni unos ni otros merecen nuestro apoyo, pues sólo ellos, oh providencia, son los nuevos salvadores de la sociedad. Maquinaria democrática en estado puro. Poco de argumentación, de racionalidad o de sentido crítico. Votaría a ciegas a un partido en el gobierno que reconociera todo lo que se ha hecho mal durante sus años en el poder. Pero la autocrítica y la política no son buenas compañeras de viaje. Como tampoco se permitía la crítica interna, casualidades de la vida, en el tiempo de los nazis.
Campañas, propaganda y falta de sentido crítico. Son minucias en comparación con otro rasgo que inevitablemente me recuerda al nazismo: los llamados “mítines” electorales. Ceremonias de la masificación: decir algo ante 10.000 parece darte más razón que decirlo ante diez. Además, esta masa ha de estar bien agitada: el movimiento de banderas y las ovaciones son sin duda otro de los criterios que aportan valor a las propuestas políticas. Pero la guinda del pastel es la actitud de los candidatos: todos gritan. Y un pobre ciudadano como yo, no puede más que pensar una y otra vez: ¿Por qué me gritas? ¿Es necesario ese tono de prepotencia, ese ademán triunfalista? Hagamos una prueba: quitemos el sonido a la tele mientras habla el líder de tal o cual partido. ¿Por qué parece que estuviera enfadado? ¿Por qué rezuma agresividad y dogmatismo en sus gestos y ademanes? Votaría a ciegas al candidato que hable en bajo, que humildemente presente un programa avisando de que todo es revisable, que presente como aval su honestidad y su disposición a escuchar. El candidato falible. Pero éste no grita, no invade, no da bien en cámara, no tiene lo que necesita un líder político. Así que nos toca elegir, desde la extrema derecha a la extrema izquierda, entre un conjunto de personas que, quieran o no, están obligadas a emular actitudes pseudofascistas.
Ando en estos días sumergido por los párrafos de /ajedrez-y-ciencia-pasiones-mezcladas-drakontos/">Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas, libro más que recomendable de Leontxo García, periodista especializado en ajedrez y uno de los grandes divulgadores de este deporte en nuestro país. Su enfoque es totalmente didáctico y nada especializado: no hace falta dominar las aperturas o las defensas para entenderlo. Revivía gracias al libro aquel enfrentamiento peculiar entre Kaspárov y Deep blue, el mastodonte informático montado por IBM con la única finalidad de derrotar al campeón del mundo. Y vaya si lo hizo: en un torneo programado a seis partidas, el resultado final fue de 3,5 a 2,5. A favor de la máquina, claro. El perdedor, como no podía ser de otra manera, tuvo una reacción tremendamente humana. Criticar furibundamente a IBM, y denunciar públicamente que la competición no había sido justa, acusando veladamente de que hubiera un humano detrás de la máquina, a lo que se añadía la asimetría en las condiciones iniciales, pues no se le habían facilitado las partidas de preparación de ordenador, para poder estudiar sus movimientos. Seguramente mañas de mal perdedor que, dicho sea de paso, son impensables en una máquina.
La miga filosófica que tiene todo esto de fondo es, como se puede imaginar, el tema de la inteligencia artificial. De hecho, en su repaso por la historia del enfrentamiento entre el hombre y la máquina, Leontxo García alude también a Turing, nombre familiar dentro de la filosofía, como uno de los precedentes del programa de IA. El ajedrez ha sido un estímulo y un desafío, y quizá una de las aproximaciones más mediáticas de la lucha entre ambas inteligencias: la del ser humano y la de la máquina. Según nos cuenta Leontxo, el combate (la propia expresión es ya significativa) contra Deep blue, significaba también salvaguardar la dignidad y la superioridad humana. Malo sería, para nuestra autoestima como especie, que nos fuera a ganar una máquina al ajedrez. De fondo, hay una cuestión que no se puede dejar nunca de lado al abordar la Inteligencia Artificial: las máquinas son productos humanos. Que Deep blue, o cualquier otro artefacto tecnológico, logre vencer al campeón mundial está muy bien, por todos los beneficios, sociales, técnológicos y culturales que se pueden derivar de ello. No es Kasparov jugando contra una máquina: es Kasparov jugando contra los mayores expertos mundiales en informática y en ajedrez, que han juntado lo mejor de sí mismos para enfrentarse al campeón ruso.
Estamos, en definitiva, ante una cuestión de hermenéutica. No sé si por culpa del cine, pero estamos demasiado acostumbrados a ver las máquinas como monstruos mecánicos e inhumanos. Máquina es entonces sinónimo de competencia, desafío, desconfianza, o incluso caos, violencia, y desastres. Ese miedo hundido también en la literatura a que las máquinas se vuelvan en nuestra contra. Se ignora, sin embargo, que la máquina es una producción humana, diseñada durante un largo tiempo, fruto en cierta manera de un tipo de amor: el de aquel científico o ingeniero que desea hacer la vida mejor para todos. En definitiva: saber descubrir el rostro humano que hay detrás de la máquina, incluso aunque ésta no tenga rasgos antropomórficos. Nadie es tan ingenuo como para pensar que todas las máquinas pueden identificarse con esta segunda perspectiva, pero no menos cierto es que no todo artefacto es terminator. Deep blue contra Kasparov: un combate desigual, ciertamente. Porque de un lado hay una pandilla de genios que pretende ganar a otro genio, un campeón mundial de ajedrez. Ahí radica la desigualdad de la competición. Y ahora que se habla de coches que se conducen solos, creo que sería preferible dejar el volante de nuestro coche en manos de Deep blue, antes que en manos de una máquina elaborada por muchos humanos que ni siquiera es capaz de ganar al ajedrez al campeón mundial de este sano deporte.
Es bien sabido en el gremio de los enseñantes del pensar: con la nueva reforma no sólo habrá menos horas de lo que llamamos filosofía, sino que además se nos abrirán nuevos terrenos por explorar. Si quitamos literatura (y aventura) al asunto: aparece al final del temario un engendro de difícil tratamiento, un auténtico transgénico educativo y cultural que han venido a llamar “La filosofía y la empresa como proyecto racional”. No para ahí la cosa, pues luego el ministerio nos ha regalado sandeces como estas:
El currículum sería cómico si no fuera trágico. Y lo peor de todo: la cosa se pone más sombría cuando se comprueba, materiales en mano, cómo han intentado salvar el obstáculo las editoriales. No sabe uno si reír o llorar. O las dos cosas al mismo tiempo.
En estas semanas acuden masivamente a los centros los comerciales de las editoriales, para presentar sus materiales adaptados a la nueva ley. Debido a la falta de plazos, todas tiran por el camino del medio: sin esperar a las adaptaciones de cada comunidad, sacan un texto lo más amplio posible, susceptible por tanto de ser utilizado en todas las comunidades. Auténticos ladrillos filosóficos, por tanto, pero que vienen obligados por las premuras y la previsión de un ministerio y de unas comunidades que son incapaces de tratar la educación con el respeto que se merece. Así que en estos días ve uno de todo: textos que apenas tratan el asunto, y otros que lo ventilan con alguna alusión al marxismo y con una unidad didáctica suplementaria por si se desea profundizar. Desde esto, a quienes te adjuntan algo así como un plan de empresa, para que los profesores, filósofos de formación, les expliquen a los futuros bachilleres cómo crear empresas. Algo que siempre caracterizó a la filosofía: si por algo ha destacado históricamente ha sido por la gran cantidad de empresas que ha fundado. Algún tonto elaborador de curriculums habrá leído alguna vez por ahí la expresión “Filosofía de la empresa” y no se le habrá ocurrido otra cosa que esto: asignar a la filosofía una formación empresarial (y de esa palabra que está tornándose cada vez más sombría y oscura, “emprendimiento”) que se considera indispensable en nuestros días.
Hay que decirlo bien claro: pretender que la filosofía se abra a la empresa es tan adoctrinador como lo pudiera ser la ya agonizante educación para la ciudadanía. Parece que la ideología sólo se filtrara cuando tocamos temas morales, como el aborto, la eutanasia, la familia o la sexualidad. Pues bien: también la intención de contagiar todas las materias con el virus de la empresa es una forma de ideología, que debe ser criticada si de verdad queremos explicar filosofía. Y no es que la empresa no tenga nada que ver con la filosofía: al contrario, existe toda una rama de la ética aplicada que lleva tiempo estudiando el asunto. Pero las formulaciones del currículum son tan estúpidas que parecen no admitir este enfoque. Filosofía y empresa: esto debería pasar por tomar conciencia de que la empresa es creadora de valores, no únicamente económicos. Y que una obsesión desmedida por la ganancia económica está muy lejos de lo que cualquier filósofo consideraría una buena empresa. Hay, claramente, consideraciones morales que no se deben obviar, pero que no tienen nada que ver con los planes de empresa y los materiales “new age” y casi de autoayuda que están enviando muchas editoriales. Podrías haber formas serias de abordar filosóficamente un tema tan actual y polémico como la empresa, pero esto no parece interesarle demasiado al ministerio. Y al final ocurrirán dos cosas: será este uno de esos temas que, por encontrarse al final del temario, nunca logran explicarse por falta de tempo. O se explicarán, por un misterioso interés del profesor de turno, que dará el enfoque que considere más adecuado: cómo no van a hablar de la excelencia de la empresa esos colegios elitistas, convertidos ellos mismos en empresa y orientados a hijos de grandes empresarios. Y desde el lado opuesto del ring, ahora que está de moda el boxeo: tendrán que dar toda la leña que puedan los que no tiene complejo alguno en señalar al capitalismo como el origen de todos los males del mundo, y al empresario como la encarnación terrenal del diablo. Enfoques ambos muy reales (y esperemos que minoritarios), pero nada filosóficos.
La colección Hermeneia de la editorial Sígueme publicará en breve el que será su número 100. A esta colección pertenecen títulos tan relevantes como Verdad y método, o varias de las obras de Lévinas. Para celebrar este centenario filosófico, lanzan una oferta con descuentos especiales en todos los títulos de la colección. Quien pueda estar interesado, puede descargar el archivo para realizar su pedido en este enlace. Enhorabuena a Sígueme por este centenario. Ojalá en unos años tengamos noticia de su publicación número 200.
Desde que la filosofía, como asignatura, languidece en el sistema educativo que se implantará en los próximos cursos, florecen aquí y allá los discursos que defienden su vigencia, no por conocidos irrelevantes. Es una tarea que toca, más o menos, una vez cada seis u ocho años, con desigual resultado. A veces se consigue salvar los muebles y otras veces no, sin perder de vista que ahora la suerte va por barrios: habrá autonomías “filosóficas”, que intentarán conservar, aproximadamente, la presencia de la misma en bachillerato, y las habrá menos filosóficas (no vamos a utilizar el prefijo “anti”), en las que la presencia de la filosofía en la educación quedará manifiestamente reducida. En todo el despliegue de ideas brilla con luz propia, a mi entender, una expresión que los profes de filosofía solemos arrogarnos y que desde hace tiempo me despierta cierta curiosidad, cuando no inquietud: enseñar a pensar. ¿Qué es eso, o en qué consiste ese tipo de enseñanza?
Para empezar: no sé muy bien qué es “enseñar a pensar”. Si somos animales racionales, parece claro que esa racionalidad la ponemos en funcionamiento de un modo natural. O quizás no lo seamos tanto, y necesitamos un cierto “pilotaje” o “aseoramiento”. Y es aquí donde entra la grandilocuente propuesta: enseñar a pensar. La cuestión es si se puede enseñar a pensar sin pensamientos. Quiero decir: ¿Es enseñar a pensar compartir en el aula las críticas que atacan al corazón del sistema? ¿O será, por el contrario, presentar las razones, tanto filosóficas como históricas, que nos han llevado a vivir como vivimos? Se me hace difícil entender la fórmula mágica sin una cierta sospecha de “direccionismo”: enseñar a pensar, sí, pero pensar, ¿como quién? No existe el pensar, así en abstracto, sino el pensamiento de unos y de otros. Podemos enseñar a pensar como lo hace el jefe de la empresa, que tiene sus motivos y sus razones que seguramente no serán compartidas por sus trabajadores. Un último matiz: enseñar a pensar como lo hacen los profesores o los alumnos. Pensamientos tan situados, tan contextualizados, que no pueden convertirse, creo yo, en los modelos a “exportar”.
El pensamiento va y viene. Pensamos, quienes nos hemos dedicado toda la vida a ello, que estudiar lo que pensaron otros es una gran manera de enseñar a pensar. No tengo muy claro que así sea: aprender pensamientos no es lo mismo que aprender a pensar. El pensamiento, si lo es de verdad, tiene algo de genuino, de personal, y un ingrediente de contra: hay que pensar contra el gobierno, contra la oposición, contra el sindicato, contra el partido, contra quien vende y contra quien compra, contra las iglesias, contra los salvapatrias, contra los que lo saben todo, contra los alumnos, contra los profesores, contra las familias. Contra, contra, contra. Y si la educación socializa, en cierto sentido uniforma: nos igual a todos, tanto por las oportunidades que da como por las ideas que ofrece. Siendo esto así, no interesa demasiado eso de “enseñar a pensar”. Una conclusión contra la que pensar: cuidado con quien te dice “voy a enseñarte a pensar”. No te está contando la última parte de la frase: “como yo”.
-Venga, no tengo todo el día. ¿Lo coges o lo dejas?
Media hora antes Víctor el mafias había llamado a la puerta del que fuera su amigo de la infancia, Eugenio Bueno. De niños habían jugado juntos durante años, no sin disgusto para sus padres. Víctor procedía de una familia adinerada, pero que siempre andaba metida en asuntos turbios. Algunos de sus familiares habían pasado temporadas en prisión. Eugenio compartió aula con él, pero no calificaciones. Le gustaba estudiar y había logrado un buen puesto como trabajador social del barrio. En su tiempo libre, participaba en una ONG creada por él mismo, y que pretendía ayudar a las familias más pobres de la zona. Pese a emprender caminos separados, Víctor y Eugenio fueron amigos hasta los 15 años, cuando el mafias abandonó la secundaria para hacer un taller ocupacional. De cerrajería, curiosamente. El caso es que llevaban años sin verse hasta que hoy un trajeado Víctor había llamado a la puerta de Eugenio, para ofrecerle una bolsa de basura con 6000 para su ONG. Eugenio no tenía nada claro que pudiera aceptar ese dinero, pues se podía hacer una idea de su procedencia.
-Ya te he dicho que no puedo cogerlo. No sé de dónde has sacado el dinero pero sí me puedo imaginar que esos billetes no están limpios.
-¿Qué te importa a ti cómo he conseguido el dinero? La cuestión es que quiero ayudar a la gente. Fuimos amigos durante muchos años, crecimos juntos y creo que dártelo a ti es más efectivo que a cualquier ONG internacional. Lo que yo quiero, Eugenio, es ayudar a mi gente, a los del barrio.
-Venga hombre, no me quieras vender la moto. Algunos de los más pobres están así por culpa de los tejemanejes de vuestra familia. Si quisierais ayudar al barrio cambiaríais de vida, os dedicaríais a otras cosas.
-Mira Eugenio, uno no elige nacer donde nace. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que me pusiera a estudiar cuando veía cómo mis familiares metían en casa todos los días una pasta que ningún trabajador lograría en una semana? No sabes nada de lo que he hecho en este tiempo, y si yo fuera mala persona nunca hubiéramos sido amigos. No hay tanta diferencia entre tú y yo. Tú has optado por tu camino, yo por el mío. Pero ahora que estoy en condiciones de hacerlo, quiero ayudar. Si le preguntaras a la gente que no tiene para comer, no creo que te dijeran que les importe mucho la procedencia del dinero.
-Te propongo un trato: cojo el dinero, pero a cambio me prometes que vas a dejar la vida que llevas, y que de verdad los mafias vais a trabajar por el barrio. Nada de contrabando, nada de trapicheos, nada de negocios raros.
-Sabes que no puedo aceptar ese trato. No tengo otra forma de ganarme la vida. Y ahora tengo que irme, así que decídete, ¿Te quedas con los 6000 euros o prefieres que los destine a otras causas?
¿Qué debe hacer Eugenio? ¿Aceptar ese dinero de dudosa procedencia y ayudar a los más pobres del barrio o rechazar la ayuda y continuar con su labor en la ONG?
La semana pasada llovían las noticias y comentarios que nos recordaban que se cumplía el aniversario de la segunda república. Un periodo de nuestra historia un tanto polémico: se encuentran por ahí enfoques que lo idealizan y lo demonizan a partes iguales. Se nos habla de reformas y misiones pedagógicas, de políticas de igualdad que conviven con los que señalan las políticas revanchistas y de persecución. No sé si son tiempos tan alejados de estos nuestros, y así he leído por ahí a quienes comparan la ley de defensa de la república con la denostada “ley mordaza”. Parece que si dejamos de lado los posicionamientos personales, no fue esa segunda república una época tan “ilustrada” como nos la pretenden vender. Quizás por un asunto de comparación: la breve experiencia republicana parece una broma pesada si lo situamos al lado de las casi cuatro décadas de dictadura, con todo el atraso en los más diversos órdenes que esta supuso para el país. Sin embargo, el grave error histórico y todo el sufrimiento de esta dictadura no justifica ni hace buena a una república que parecía alentada por las ganas de venganza y que no consistió, ni mucho menos, en una implantación de derechos y libertades propios de una república. Algo que se resume quizás en el famoso discurso de Ortega: “No era esto”.
Entre tanto aniversario y tanta efeméride, uno se pregunta si acaso no es posible relanzar un modelo político sin herencias del pasado. Algo que no nos ate a visiones medievales que de forma estúpida identifiquen virtud y competencia con sangre y genes. Una construcción institucional que no nos trate como súbditos, como menores de edad que necesitan la guía de una familia de prohombres que a nada que se investiga parecen tener mucho que esconder. Un modelo, en definitiva, alejado de la monarquía y más acorde a este siglo XXI y a la consideración moral y política que cada uno de nosotros merece. Pero estaríamos hablando de una propuesta que no asuma misiones visionarias o compensaciones históricas que puestas en manos de según qué personas terminan convertidas en ceremonias de la purga de ideas y de disidencias, cuando en simple rencor de un pasado que ya no mueve molino. Aunque solo sea como hipótesis teórica: quizás la república no despierta el entusiasmo que debiera porque un sector importante de la sociedad lo percibe como un movimiento de restauración de un pasado idealizado, como una vuelta a un pasado de buenos y malos, con deudas pendientes de saldar. Puede que no le viniera mal a la causa republicana el librarse de ese pasado respecto al que necesariamente hemos de mantener una actitud crítica, presentando como alternativa al mismo los valores que la impulsan: racionalidad, justicia, igualdad.
Cabría entonces distinguir entre la república histórica y la república como modelo político. y habría que reconocer que la España que se arriesgó a esa segunda república que se celebraba la semana pasada no era una España republicana. Una república requiere para su fundación, unas condiciones culturales, educativas y económicas que seguramente no se daban en aquel segundo intento. Lo que vino después fue, claramente, mucho peor, pero no sirve esto de argumento para salvar esta segunda intentona. Predomina en España ese modelo histórico frente al otro, el político, y esta es la mayor debilidad de la causa republicana. Una auténtica tendencia hacia la instauración de la república debería contar con el apoyo de simpatizantes de todo el arco político. La república no es una cosa de derechas ni de izquierdas, ni de rojos ni de azules. Es un sistema de gobierno democrático, más abierto, plural y participativo que el monárquico. Es más compatible con el reconocimiento de derechos y libertades que la monarquía, y me atrevería a decir que incluso más afín a la declaración de los derechos humanos, pues la rotación en los poderes ofrece más garantías de igualdad ante la ley y neutralidad. Siendo esto así, la causa republicana siempre encontrará un obstáculo serio en nuestro país: asociamos república e historia, y a veces falta sentido crítico en quienes defienden la república. Mientras esto sea así, el 14 de abril de cada año se dejará invadir por la nostalgia de un pasado y por la esperanza en un futuro distinto. Dos actitudes que hablan de repúblicas distintas.
Los más antiguos “visitadores” de esta web, ya conocen que en alguna ocasión he comentado el coste económico que implica, lanzando en tiempos una camapaña de donaciones para poder mantener la web. Están ya lejos los tiempos en los que los ingresos por publicidad permitían pagar el coste del dominio y el alojamiento. En un intento de lograr ayudas por otras fuentes, nos hemos decidido a renovar la tienda de la página. Se han eliminado los textos que antes se vendían directamente, y se han publicado en el sistema de Kindle. A mayores, se ha creado un pequeño espacio para compartir diferentes artículos que no siempre son libros filosóficos y que pueden resultar de interés, para quienes andan metidos en estas cuestiones del pensar y también para quienes tienen que enseñar o estudiar esto que ha dado en llamarse filosofía. En definitiva: una selección de productos que yo mismo tengo por casa y que pueden interesar a más gente. Y si alguien lo va a comprar, y decide hacerlo a través de nuestra tienda, pues Amazon tendrá a bien (esperemos) hacernos llegar un pequeño porcentaje de cada tiempo. Se me dirá que estoy vendiendo el alma a Amazon, pero no menos cierto es que ya estaba vendida a la publicidad de Google. Pero si la tienda sirve para acercar productos menos conocidos y de paso sacar una pequeña cantidad, ya está más que justificado el cambio. Ya veremos cómo funciona todo. Pero si te apetece conocer los artículos de partida, se te agradece que te des un paseo por la nueva tienda de boulesis. ¡Gracias!
Cada época tiene su afán. Sus historias de buenos y malos, sus héroes y sus villanos. La televisión y los grandes medios nos enseñan que en su día Gadafi era un claro defensor de la apertura de Libia. Algunos años después se transformó en un tirano. El propio Bin Laden fue formado para la CIA, aunque no para estrellar aviones contra torres. Los amigos de hoy son los enemigos del mañana. El tiovivo sigue girando y solo se van sustituyendo algunas de sus figuras. Cuando el caballo de madera está ya viejo y desvencijado, cuando ya no le queda pintura, se tira a la basura y se cambia por otro. Hubo un tiempo, por ejemplo, en el que Venezuela era en España sinónimo de culebrones y certámenes de belleza. Un país cercano al que muchos españoles emigraron en busca de un futuro mejor. Ahora parece ser el epicentro del debate político e ideológico: no nos dejamos embelesar por seriales interminables en los que nunca pasaba nada, sino que aparece ahora como uno más de los argumentarios de la confrontación política. Izquierdas y derechas: en lugar de hablar de nuestros problemas, nos dedicamos a discutir sobre lo bien o lo mal que se vive en Venezuela.
Este es el problema de los iconos. Vivimos una época tan peculiar que necesitamos de referentes ajenos, creados por la telerrealidad, para discutir de política. De un lado, los que satanizan estos estados que se pretenden cercanos al comunismo: nos cuentan lo mal que se vive en ellos y la ausencia total de libertades. Los reporteros más audaces de este bando se juegan la vida, y van a estos países a mostrarnos “cómo están las cosas”. Expresión que solo un inocente puede creerse: cualquier reportaje sobre Venezuela enseña lo que interesa al periodista o la cadena de turno. Así ha sido siempre. Del otro bando, partidos políticos y también medios de comunicación más modestos, que nos cuentan que Venezuela es un país idílico, que ha alcanzado importantes logros en terrenos de igualdad y distribución de la riqueza. En definitiva: el espejo en el que hemos de mirarnos, como si no importaran todos los tratados internacionales, Unión Europea incluida, que obligan a nuestro país a una política bien determinada.
Mientras unos y otros discuten, mientras se representa el juego de las ideologías, hay una población que lo pasa mal, y asiste atónita a la mascarada. A un venezolano con cierta autonomía de pensamiento, se le tienen que salir los ojos cuando oiga a cualquier politicante español poner como ejemplo a un país que encierra en la cárcel a autoridades políticas, que pretende asegurar mandatos casi eternos y plenipotenciarios, y que limita seriamente la libertad de prensa. Tradicionalmente, la concentración de poderes recibe un nombre: totalitarismo. Pero la cosa no pinta mejor de este lado del charco: nadie puede estar de acuerdo con políticas que reducen ayudas a la dependencia, servicios sociales básicos, becas o que, para sofocar el ambiuente generalizado de indignación, aprueban leyes que ponen en peligro la libertad de expresión. Socialismo y capitalismo. Igualdad y libertad. Sabemos que si potenciamos uno de estos valores, estaremos limitando el otro. El problema es ya conocido, y los responsables políticos deberían dejar esas encendidas conversaciones de plató, para ponerse manos a la obra. Pensar críticamente nos obliga a exigir mejores políticas sociales a los países capitalistas y un mayor respeto a las libertades individuales a los socialistas o comunistas. Y quien no quiera ver esto está cegado por las gafas de la ideología, o vive precisamente a sueldo de alguna de ellas.
Hablaba hace unos días con un compañero de este asunto, y el tema ha salido por aquí de vez en cuando: puede que la filosofía teng aun problema de formato. Está muy claro que hablar así, en general, de la filosofía es una forma de escurrir el bulto: son los filósofos y somos los profesores de filosofía los que tenemos este problema. Y no estoy pensando en la recurrente crítica de falta adaptación a las nuevas tecnologías o cosas por el estilo. Voy un poco más al fondo de la cuestión. Si nos fijamos en el origen del asunto, parece que la filosofía surgió como una experiencia personal. Un interrogarse que abrió espacio al diálogo. Esos dos grandes “popes” filosóficos, Platón y Aristóteles, basaban en el intercambio de argumentos sus enseñanzas. Y el predecesor de ambos, Sócrates, se pasaba el día en la calle, hablando con unos y con otros. Según otras versiones, molestando a unos y a otros. Los medievales se pasaban el día discutiendo, incluso sobre cuestiones bizantinas, y muchos textos clásicos como las Meditaciones de Marco Aurelio o los Ensayos de Montaigne son el fruto de un ejercicio de cuestionamiento personal.
Si la filosofía es experiencia puede que el descubrimiento de la imprenta le hiciera un flaco favor. Hemos logrado petrificar lo que de siempre fue vivo, fluido. Abundan así, en la vida de cada cual, experiencias que bien se pueden calificar de filosóficas: momentos de decisión, de duda, de interrogación, de crítica social, de cuestionamiento del mundo, de la economía o de la cultura. Más ejemplos: momentos de conversaciones vivas y arrebatadoras, en las que los participantes sienten que están tocando con las manos cuestiones cruciales para sus vidas, que están exprimiendo lo mejor de sus capacidades intelectuales para encontrar una respuesta. La pregunta es: si aceptamos que estas son experiencias filosóficas, seguramente habrá quien no esté de acuerdo, cabe preguntarse por qué no se lee filosofía, por qué no despierta interés la filosofía. Hay una distancia nada despreciable entre lo que nos despierta ese ímpetu o interés por la filosofía y lo que después los profesores hacemos en las aulas o los “filósofos profesionales” escriben en sus libros. Con lo que nos encanta comenzar la introducción a la filosofía aludiendo a que “todos somos filósofos”, qué poco hacemos para que quien se acerca a su estudio llegue a descubrir por qué.
Puede que todo se reduzca a un problema de formato, y la transformación de la filosofía en una actividad académica haya garantizado su profesionalización, pero a su vez matado al invento. Nada hay más antifilosófico que los criterios y requisitos para ser reconocido por la academia: escriba usted con tantas y cuantas referencias bibliográficas, consulte fuentes secundarias y cite respetando las normas de tal o cual institución. Escriba textos destinados a no ser leídos más que por los cientos de especialistas, no llegan ni siquiera a mil, que están desperdigados por el mundo. No tengo muy claro si Sócrates denominaría a esto filosofía, o si lo haría el mismísimo Kant, rector de su universidad pero cuyas clases eran, en palabras de Herder, “lecciones de humanidad”. Y a lo mejor la filosofía no respira en los libros, sino en los paseos y las conversaciones, en las angustias y comeduras personales de quien ve que la vida se le escapa y el tiempo pasa, en quien desea sentirse vivo tirándose por un puente atado a una goma, o en quien empeña su vida en subir cada vez más alto, para descubrir lo solo que se está a ocho mil metros de altura. Desde luego: otros “formatos” filosóficos muy alejados del libro autorreferencial, empeñado en revisar una propia tradición que no se logra conectar con la realidad. Sé que la tesis es polémica, pero si el rey va desnudo, no es muy leal guardar silencio. Y la conclusión parece clara: si la filosofía no se construye sobre una experiencia filosófíca, ¿es auténtica filosofía?
Somos y nos movemos en el lenguaje. Se podría decir que vivimos en él, y que su presencia es una de las características que nos definen. La cultura ed lenguaje en la misma medida que lo es la educación: aprender es ir adquiriendo mayor capacidad lingüística, sea de ese lenguaje natural que todos hablamos o del otro, del formal que nos hemos inventado hace ya un par de milenios. La dimensión comunicativa del ser humano es imprescindible para explicar nuestra evolución. La comunicación tiene una doble cara: siendo un rasgo común, orientado hacia el entendimiento, es precisamente algo que nos separa: aprender el lenguaje del nosotros en el que nacemos y crecemos es una condición necesaria para el desarrollo del pensamiento, pero a la vez un obstáculo para el comprender a los demás, al “ellos”. Así ha sido desde hace siglos y así aparece en diversas mitologías en todas las babeles que pululan por nuestro imaginario. Ya en el mito, y en la experiencia la cotidiana, aparece la incomprensión como un castigo, como una experiencia la negativa que nos aisla y nos obliga a vivir separados. Los mismos mitos nos ofrecen las figuras contrapuestas: dioses mediadores, capaces de unir lo que está separado y que hacen de puente entre quienes, en un primer momento, parecen condenados a no entenderse. Más allá de la mitología, desde el mismo nacimiento de la filosofía del lenguaje y como una de las preguntas que le ha servido de arranque, está precisamente el interrogante que figura al principio: ¿es posible traducir diferentes lenguajes? O en otras palabras: ¿podemos entendernos?
La respuesta más inmediata es un rotundo sí. Ahí están las escuelas de idiomas y academias del más diverso pelaje y condición: son la prueba “viviente” de que la traducción y el aprendizaje de una lengua son posibles. Sin embargo, precisamente quien acude a estas escuelas y academias y tiene cierta experiencia en el uso de lenguas extranjeras, es consciente de que cada una de ellas implica una concepción de la vida. Que las estructuras sintácticas son mucho más que meras condiciones formales y que la manera de decir de cada lengua tiene una seña de identidad, que está en peligro en cada una de las traducciones. Aprender una lengua es entonces tomar conciencia de lo que nos separa de otros. Podemos decir un “Hola cómo estás”, y la otra persona nos entenderá sin problemas. Pero una frase tan sencilla y simple como esa lleva dentro de sí una auténtica bomba lingüística, muy propia del español: el ser y el estar. Lo que idiomas de nuestro entorno ventilan con un solo verbo, se llena de matices en el nuestro. Y si con este ejemplo tan tonto aparecen ya diferencias fundamentales, no hay que ser graduado o master en filosofía para darse cuenta de las dificultades que surgirán en cuanto queremos ir más allá. Cómo traducir, por ejemplo, un texto filosófico o una novela. Podré enterarme, cómo no, de la trama, pero seguro que estoy perdiendo algo en el camino.
El problema se acentúa con la poesía, actividad que refleja, a su manera, el alma del lenguaje. El poeta exprime las palabras y descubre nuevos significados. Y la tesis de la imposibilidad de traducir cobra toda su fuerza precisamente cuando nos enfrentamos a los versos y las rimas. Las metáforas que nos abren el mundo en un lenguaje pueden ser perfectamente incomprensibles si pretendemos llevarlas a otros. El lenguaje se nos muestra como una herramienta esculpida por los pueblos. Reflejan su historia, sus costumbres, y ya Nietsche en su día sugirió que las palabras de hoy son las metáforas del ayer, igual que las metáforas de hoy son las palabras del mañana. La conclusión parece clara: podemos ponernos de acuerdo en la hora en que nos vamos a ver, o en cuánto vamos a pagar a cambio de tal o cual producto. Pero de ahí a entendernos en cuestiones de historia, geografía, filosofía, literatura o poesía va un mundo. Un abismo cultural que no es fácilmente salvable con una gramática y un diccionario en la mano. Comunicarse o comprender: estos dos verbos son la clave para resolver el problema de la traducibilidad. Sin perder de vista la identidad de cada lenguaje y su íntima relación con el pasado de quien lo habla, lo cual nos pone sobre la pista de otra idea a tener en cuenta: serán más fácilmente “traducibles” aquellos lenguajes que cuenten con una proximidad geográfica, histórica y cultural. En el horizonte aparece entonces la idea de la comprensión y el diálogo entre grandes civilizaciones. Oriente y occidente, islam, cristianismo, judaísmo. A buen seguro los choques y conflictos que hay que resolver hoy tiene su reflejo también en el lenguaje. Porque en definitiva hablar de la traducibilidad del lenguaje es hablar de la posibilidad de entenderse todos los seres humanos.
Pasadas las elecciones andaluzas, ha llegado el momento de hablar de la campaña. Principalmente por no haber llegado a tiempo en su momento, pero también en previsión de que el argumentario va a ser bastante similar en cada comunidad autónoma y municipio. O nos tapamos los oídos, o nos tocará escuchar unas ideas, repetidas una y otra vez para las múltiples elecciones que nos esperan. Todas ellas, nos dicen, decisivas y trascendentes para nuestro país. Algo que no termina uno de creerse, principalmente por lo que querría comentar hoy: la estrategia de echar balones fuera y culpar a los demás de algo. Avestruces que somos y no queremos ver lo que nos toca, lo que nos viene por delante. En esto de la organización política ocurre de un modo paradigmático: lo más fácil es arrogarse el mérito de los logros, si es que los hay, y endosar todo lo que sale mal al adversario político. El mecanismo psicológico ocurre ya en el propio individuo: todos estamos orgullosos de lo que hacemos bien, y somos capaces de explicar qué causas, ajenas a nosotros, están en el origen del fracaso. El problema de esto es ponerlo en práctica cuando se están ocupando cargos de responsabilidad política. Ahí es precisamente cuando se levantan sospechas: o no estás haciendo nada, o tienes que asumir aquello en lo que la has pifiado.
Repasemos entonces lo que hace unos días nos contaba el PSOE: había que seguir confiando en sus siglas, porque el PP había traído la ruina a Andalucía. Las políticas de austeridad del gobierno central han supuesto, se nos dice, un estrangulamiento para el gobierno andaluz, que se ha visto incapacitado para llevar a cabo sus políticas. Así que el partido que lleva gobernando en Andalucía desde el inicio de la democracia culpa al partido con mayoría en el gobierno central de todos los problemas de los andaluces. Pero tampoco ha de entenderse esto como una defensa del PP. Sus argumentos no eran mucho más sofisticados: “nosotros”, han dicho, vamos a sacar a Andalucía de la miseria del paro, de la cual es responsable el gobierno autonómico. Y lo dice un partido que tiene mayoría absoluta en el gobierno central, en muchas comunidades autónomas y en una parte considerable de los municipios. ¿Quién es entonces responsable de los problemas de los andaluces, el gobierno central o el autonómico? Lo que es inaceptable es que ambos se echen la culpa mutuamente y es algo que viene soportado por una estructura política que seguramente sea ineficaz: entre otros motivos porque es difícil, si no imposible, determinar qué parte de responsabilidad tienen en los índices de bienestar y desarrollo social y económico el gobierno municipal, autonómico y nacional. Todos ellos, nuestros políticos, dispuestos a acudir con la mejor de sus sonrisas a cuantas inauguraciones haya, pues lo importante es cortar la cinta con la tijera y salir en los medios de comunicación. Haciendo que se hace es como se vende la política.
La cuestión de fondo es la inutilidad de ciertas estructuras políticas. Si un gobierno autonómico puede culpar al central de todos sus males y a su vez el gobierno central puede despacharse con las mismas, uno de los dos gobiernos sobra. Y si, en último término, cualquier gobierno puede señalar a Bruselas como origen de medidas dolorosas o de problemas estructurales que se perpetúan en el tiempo, eso significa que da igual votar a unos o a otros y que, en última instancia la pérdida de soberanía que fue consecuencia de la integración europea ha convertido la política en una actividad meramente teatral. Estética pura. Aparentar conflictos que no son reales, pues no hay margen de maniobra, ni serían muy distintas las políticas implementadas por unos y otros. Si entre Bruselas y las grandes empresas multinacionales se reparten el bacalao, no sé si tiene mucho sentido asistir al espectáculo pseudodialéctico de la campaña electoral, al enfrentamiento entre agrupaciones y todo el circo político que nos espera en los próximos meses. Y todo ello sin olvidar el problema de fondo: mientras los grandes partidos juegan a pasarse la pelota y a culparse mutuamente del desastre, hay un pueblo que vive en condiciones indignas, y un cúmulo de esperanzas que se van desvaneciendo en cada ciclo electoral. Porque a fin de cuentas, los que han votado ayer esperan algo del futuro. Y seguramente, la próxima campaña electoral autonómica en Andalucía, vaya a emplear argumentos muy similares a los que ya hemos escuchado. ¿Quién asume y dónde está auténticamente la responsabilidad política? Mientras no resolvamos esta cuestión, las elecciones seguirán siendo pantomimas y caciquiles juegos de poder.
Ana Frank revivía estos días en los telediarios y su fotografía paseaba por revistas y diarios. Se recordaba así el setenta aniversario de su muerte. En una conversación informal con dos compañeros, hablábamos de su padre como único superviviente y, por tanto, propietario del “legado”, valga la expresión, de Ana Frank. Suena paradójico, pero en este caso fue el padre quien heredó de la hija. No sólo un diario, sino también una carga simbólica llamada a perdurar durante siglos. Si nos fijamos en lo económico, se podría decir que Otto pudo vivir de las ganancias del diario, y que su “oficio” consistió en divulgar el diario y mantener viva la llama de su mensaje. Uno de esos casos en los que la historia te otorga un lugar que seguramente no quieras ocupar, pero del cual tampoco puedes escapar. Así que tras sobrevivir al holocausto y al descubrirse el diario escrito por su hija, no le quedaba otra que comprometerse activamente en la defensa de su causa. Una lucha ya no física, pero sí contra la desmemoria, la manipulación y el olvido. La verdad de Ana, y la de tantas y tantas víctimas del holocausto, debía seguir viva, ya que sus portadores jamás podrían disfrutar de una vida en la que realizarse como seres humanos. En esto consistió la vida de Otto Frank: en el ser el portavoz de Ana, su hija muerta.
Todo suena bastante razonable hasta que se empieza a indagar un poco. No hace falta descender a las profundidades de la red: resulta que a poco que se busca, se da uno de bruces con un libro publicado en 2002. Sin necesidad de leerlo, encontramos una pequeña reseña de la historia: el secreto nazi de Otto Frank. Parece ser que Otto Frank podría haber sacado cierto beneficio económico a raíz de negocios diversos con los nazis. Incluso que él mismo, en su empresa, habría aplicado criterios nazis como el despido de los judíos. Y parece ser que podría haber conocido el nombre de su delator. Un tal Tonny Ahlers, que murió ya de anciano sin que jamás Otto diera su nombre en público. El motivo fundamental no es difícil de deducir: si él descubría a su delator, era más que probable que este a su vez diera detalles a la opinión pública sobre las actitudes colaboracionistas del padre de Ana Frank. La historia parece sacada de un guión de película, y es tarea de los historiadores el aclarar si ese “lado oculto” en la vida de Otto Frank fue real, o simplemente una hipótesis alentada por otros intereses ocultos. Pero el caso es que ya aparece, como tantas otras veces, una cierta sospecha sobre si figura. En lo filosófico, podríamos hablar de Hannah Arendt, de la banalidad del mal, y de sus famoso reporte del juicio a Eichman, en la que de forma directa acusó al propio pueblo judío de actitudes condescendientes e incluso de respaldo del nazismo en sus primeras fases. Pero hoy quisiera plantear otra pregunta: si esta investigación sobre Otto Frank fuera verdad, ¿conviene darla a la luz?
La pregunta puede parecer escandalosa. Sin embargo, la cuestión es que Otto Frank se empeñó en que el diario de su hija alcanzara la máxima difusión. Se convirtió en un símbolo vivo del holocausto y en un firme defensor de los derechos humanos. El diario escrito durante la ocupación es leído y releído en las escuelas, y sirve como un testimonio de lo que significó el nazismo para millones de familias. sacar a la luz la “verdadera” historia de Otto, si es que lo es, implica arrojar una duda más que razonable sobre buena parte de su causa. Y lo mismo se podría decir respecto a otros muchos casos: ¿Estaba convencido Malcom X de la superioridad negra? ¿Hay referencias racistas en el mensaje del Che Guevara? ¿Es censurable cierta parte de la vida de Gandhi? ¿Es verdad que la madre Teresa de Calcula financiaba parte de sus proyectos con dinero procedente del tráfico de armas o de drogas? Todas estas, y muchos otros ejemplos que se podrían poner nos recuerdan que los iconos morales son también “humanos, demasiado humanos”. Y que si nos podemos a buscar, quizás encontremos en cualquier persona una actitud censurable, sea en su vida pública o privada. ¿Es preferible entonces que el afán de verdad prevalezca sobre estos “buenos ejemplos” que sirven en algunos casos para justificar causas moralmente justificables? A veces toca elegir, entre verdad y moral. Y no sé si es moral quedarse con la mentira. Pero en el polo opuesto, puede que terminemos destruyendo la ejemplaridad moral, un concepto que está ganando adeptos en los últimos tiempos, si nos dejamos llevar solamente por el afán de verdad. Queda entonces la duda de qué es más inmoral o desesperanzador: vivir fingiendo que existen modelos a seguir, o ser consciente que incluso estos modelos han actuado en alguna ocasión de forma reprobable.
Del 1.0 al 2.0. Se habla ya del 3.0. La realidad aumentada y el internet de las cosas. ahora los teléfonos son inteligentes y no parece lejano el tiempo en el que un reloj de pulsera pueda tener más memoria que su dueño. Hacemos tecnología que nos hace: los nativos digitales se quedan hoy estupefactos cuando se les pregunta qué harían si no hubiera Internet, ni teléfonos móviles con aplicaciones de mensajería en las que cotorrear sobre lo humano y lo divino. Esta misma tecnología que nos hace nos obliga a mostrarnos en público: poco importa si a través de mensajes de 140 caracteres, a través de fotografía o compartiendo los lugares y las personas que van construyendo eso que llamamos vida. Vivencias digitalizadas. Vértigo: esta es quizás la palabra que mejor describe la sensación que provoca esta invasión tecnológica. Uso e integración: empezamos a usar las aplicaciones llevados por el rebaño. Si todo el mundo lo usa no puede ser malo. Algo así debe pasarnos por la cabeza, sin detenernos a pensar por un momento en ciertos hábitos de las moscas.
Ahora que tenemos ordenadores conectados, queremos conectar las cosas. Está muy bien, se nos dice que el coche, la persiana y el horno de casa estén conectados a Internet. También el frigorífico. Y a buen seguro habrá que “internetizar” la naturaleza: seguramente no esté muy lejos el día en el que las montañas o los árboles tengan su propio microchip, y envíen información permanentemente a una central desde la que tomar ciertas decisiones. Puede que sea el próximo paso: el Internet de la naturaleza. Y cuando esté ya conectado, sumado al Uno absoluto de la red, seguiremos convencidos de que controlamos, de que no dependemos de la tecnología y de que el mundo es mejor gracias a todos estos aparatos y sobre todo a la posibilidad de estar permanentemente relacionándonos con otros.
Ya puestos, una opción a investigar podría ser enchufarnos nosotros mismos a la red. No es ciencia ficción: ya se ha hablado de la posibilidad de insertar un chip dentro de nuestro cuerpo, y eliminar así la engorrosa necesidad, tan vital como el respirar o el comer, de llevar un aparatito en el bolsillo que nos ponga a la última de todo lo que ocurre. Si este microchip es suficientemente sofisticado, podría darnos información detallada sobre quiénes han de ser nuestros amigos, qué estudios se adaptan mejor a nuestras capacidades, dónde escoger un puesto de trabajo o quién puede ser nuestra pareja. Bastaría con ir tomando información de nuestras propias experincia para que el chip nos orientara respecto a qué actiividades de tiempo libre realizar, qué partido político elegir o qué diarios escoger para que nos nutran de información. Habrá quien considere esto casi apocalíptico, pero puede que no sea más que la evolución lógica del tiempo. Y cuando esto ocurra, nos habremos olvidado de que Internet forma parte de nuestro genoma, y que durante milenios, mucho antes de la aparición de cualquier ordenador, nos hemos relacionado con una estructura de red primigenia, que se llama sociedad, y que ha sido siempre, a su modo, el Internet de las personas. A tiempo estamos ahora de ir valorando si merece la pena ir desdibujando esa forma de vivir en favor de una ordenación tecnológica del mundo.
Hay colegios y colegios. A unos les toca, por estar donde estar, enfrentarse a la realidad educativa más dura que se puede uno encontrar: barriadas pobres, con amenazas como el tráfico de drogas. El verbo “educar” tiene aquí, probablemente, un sentido muy distinto. Colegios que se las ingenian para atraer a los chavales, para que no desconecten. Para mostrarles caminos alternativos a los que ofrece la calle. Profesores que asumen funciones bien distintas a las que la ley prescribe, pero que esperan con ello logran un mejor resultado con los alumnos. En otros colegios, el enemigo puede ser otro: la propia administración que desatiende las condiciones mínimas en las que ha desarrollarse la actividad docente. Allí donde se enseña en barracones y se inauguran aeropuertos que más bien parecen instalaciones de arte contemporáneo algo falla. Algo falló hace sesenta años, para haber producido mentecatos ignorantes, orgullosos de cortas tiras de inauguración que abren paso a infraestructuras estúpidas, mientras lo esencial sigue sin ser atendido. También en estos colegios, por cierto, se enseña. Con el empeño y las ganas que le ponen al asunto alumnos y profesores. Sin caer a estas alturas en idealizaciones: puestos escolares ocupados por quienes ni desean ni valoran el saber, y puestos de trabajo ocupados por quienes entienden el noble oficio de educar como una forma de ganarse la vida, de conseguir una nómina a fin de mes.
Claro que hay colegios y colegios. Azules, amarillos, rojos y verdes. Grandes y pequeños. Los hay que durante algunos años han empleado más esfuerzos y desvelos en lograr el ISO 9000 que en otra cosa. Los hay que presumen de instalaciones, programas educativos y calidad. Entre otras cosas porque el papel todo lo soporta: escribe todo lo que quieras, ya veremos si alguien viene a comprobarlo. O si alguien viene a preguntar si nos ocupamos igual del chaval que aprueba que de aquel que suspende. Si alguien se interesa por nuestros mecanismos de exclusión del alumnado que de alguna forma “desprestigia” al centro. O si buscamos los mecanismos legales para burlar esas molestas leyes que en teoría hacen incompatible recibir dinero público con pedir dinero a las familias: ya se sabe que entre lo legal y lo legítimo hay un salto, y que ciertos terrenos pantanosos les son siempre más propicios a unos que a otros. Un cúmulo de circunstancias que cristalizan en un informe que quizás sea realice a golpe de talonario, y que aspira a recoger los 100 mejores colegios de España. Por supuesto: entre los privados y los concertados. La pública juega en otra liga. Algo que no termina uno de saber si es positivo o negativo, pero es así: somos de otra liga, y a los sesudos periodistas ni se les ocurre acercarse a un centro público. Seguramente porque les parezca inconcebible que un centro público pueda estar entre los cien mejores de nuestro país. En fin, sus motivos tendrán par hacer semejante campaña, no sabemos si gratuita o no, al negocio educativo.
El tema de la enseñanza pública y la concertada está enquistado en nuestro país, y ya en su día se habló con cierta frecuencia del tema por aquí. No es el tema hoy echar más leña a ese fuego. Pero sí lo es el cuestionar lo que se podría llamar “periodismo educativo”: no es infrecuente que muchas de las noticias que se publican en nuestros medios relacionadas con educación incluyan imprecisiones, falsedades o que simplemente ofrezcan una parte de la realidad, aquella que al periódico de turno le interesa mostrar. A las críticas habituales que se lanzan contra los medios de comunicación (manipulación, falta de objetividad, dependencia de poderes económicos o políticos) se une en este caso un problema difícil de solventar: los periodistas que hablan de educación no están en el ajo. Estar en el ajo es pisar aula y ver cómo funciona un centro: algo que depende mucho más de la calidad profesional y compromiso personal de su plantilla que de la cantidad de instalaciones, intercambios, laboratorios, idiomas o cualquier otra pose o maquillaje que pueda adoptar el centro. Y si no se pisa aula, lo menos que se espera de un periodista es que pregunte a quien vive en ella. Y no solo a directivos y profesores: también a los alumnos. Parece que hay quienes educan para integrar y quienes lo hacen para separar. Así también en el periodismo: informar para integrar o para separar. Quizás para conformar a una élite pseudoburguesa que a fin de cuentas es la que paga el periódico.
Antes de escribir el artículo que ahora estás leyendo, nos dimos un paseo virtual por este curioso blog llamado boulesis. No solo nos parecen interesantísimas las temáticas que trata, sino la forma en lo que lo hace, configurándose como un auténtico punto de encuentro virtual, un espacio de reflexión sobre una amplia variedad de temas que, aunque son importantes, se diluyen habitualmente en el ruido mediático. Así, nuestra agencia de traducción quiere aportar su granito de arena en este foro de discusión poniendo sobre la mesa un tema un tanto invisible: la ética y la falta de ella - en el sector de la traducción profesional. Esperamos que te resulte de interés.
¿Recuerdas el significado de la palabra prurito? Este término proviene del latín prurītus y según el DRAE se define como Deseo persistente y excesivo de hacer algo de la mejor manera posible. Prurito es una de esas bellas palabras del español que, poco a poco, han ido desapareciendo de nuestro vocabulario. Esta desaparición nos entristece, pero no solo porque se pierda en el tiempo una palabra de nuestro idioma, sino por lo que conlleva: que las personas que han olvidado esa palabra olviden también la obligación de hacer un trabajo bien hecho. Prurito y ética, dos palabras diferentes pero más importantes de lo que parecen.
La cara y la cruz de las TIC
A nadie se le escapa que vivimos una época convulsa. El avance vertiginoso de las tecnologías de la información y la comunicación ha puesto del revés nuestra forma de relacionarnos, de vivir y de trabajar. Estos cambios en las herramientas de trabajo tradicionales han afectado a una gran parte de los sectores laborales, pero al nuestro, al sector de la traducción, le han modificado esencialmente.
Piensa un poco: ¿cuándo fue la última vez que utilizaste una herramienta de traducción automática? ¿Hace una hora, un minuto? A diario miles de personas utilizan este tipo de herramientas para comprender rápidamente una frase, un texto o una palabra. Por supuesto, no vamos a negar la utilidad de este tipo de aplicaciones. Gracias a Google Translate y compañía las personas que no hablan idiomas diferentes al de su lengua materna son capaces de entender más o menos los textos escritos en otros países. Esta es la cara. ¿Cuál es la cruz para nuestro sector? La utilización de estas herramientas por parte de falsos traductores o de traductores sin la preparación adecuada para realizar por sí mismos una traducción de calidad.
¿Crees que exageramos? Te aseguramos que no. Echa un vistazo a esas cartas de menús de los restaurantes y cafeterías de tu ciudad. O a muchas páginas web de empresas pequeñas o profesionales autónomos. Si preguntas a los propietarios de esas empresas te contarán que pagaron su buen dinero para que un experto les tradujera sus textos.
Por supuesto que el intrusismo laboral no es nada nuevo bajo el sol, tampoco en el sector de la traducción. Antes de que las TIC popularizaran las herramientas de traducción automática ya existían esos falsos profesionales que creían saber traducir por haber pasado unos meses en Inglaterra, Francia o Alemania. Siempre ha existido ese voluntarioso alumno de Erasmus- por decir algo que ofrecía sus servicios de traducción al volver a casa y, así, sacarse un dinerillo.
Pero en los últimos años el porcentaje de falsos traductores ha crecido de una forma inimaginable. Una de las causas principales es, como te decimos, la facilidad de acceso a herramientas de ayuda a la traducción. La siguiente razón te la contamos en el siguiente párrafo.
Esta crisis que no cesa
Cuando dentro de unos años echemos un vistazo a los anales de la historia veremos más claramente que hay dos hitos que están marcando estas dos primeras décadas del siglo XXI. El primer hito es, como hemos mencionado, la velocidad con la que se han popularizado las tecnologías de la información y la comunicación. El segundo hito es menos amable: las consecuencias directas e indirectas que está provocando la crisis económica mundial en el entramado profesional.
Seguro que estás de acuerdo con nosotros en que la recesión económica se nos está haciendo más larga que un día sin pan. Casi todos los sectores laborales están sufriendo en mayor o menor medida las consecuencias de la falta de liquidez de sus clientes. El fuerte desequilibrio entre la oferta y la demanda provoca que las empresas utilicen todas sus armas para mantenerse en el mercado. Una de las bazas que están jugando las empresas y profesionales es ajustar fuertemente sus presupuestos o, en otras palabras, participar en la llamada guerra de los precios. 2×1, descuentos inmediatos, grandes ofertas Las grandes empresas han saturado el mercado con esas ofertas irresistibles con las que están intentando captar y fidelizar a sus clientes. Esta política de precios tiene muchas y variadas consecuencias, pero una de ellas nos afecta directamente a las pequeñas y medianas empresas y, también, a los profesionales autónomos: el mercado se ha acostumbrado a precios reducidos y demanda fuertes rebajas en sus presupuestos. Y nos dirás ¿qué pinta la ética en todo esto? Pues mucho.
Hay determinados productos que, por su idiosincrasia, son susceptibles de bajar su precio. No olvidemos tampoco que unos años atrás algunos productos y servicios se habían encarecido de forma injusta, habían alcanzado un precio desmesurado (alias burbuja) que ahora se ha podido ajustar. Pero hay ciertos bienes que no pueden bajar su precio sin reducir su calidad, entre ellos las traducciones. Y ahí entra la ética del traductor o, en este caso, la falta de ella. ¿Cuál es el truco para ofrecer presupuestos diez, quince, veinte veces más baratos que los de su competencia directa? Rebajando diez, quince y veinte veces la calidad final del producto, la calidad de la traducción.
P.D: este texto ha sido escrito a iniciativa de la agencia de traducción profesional Okodia, y sirve para inaugurar una nueva categoría en el blog, abierta a la participación de otros. Si deseas publicar tu texto en el blog, puedes comentármelo a través del formulario de contacto
Hace ya días que ha saltado, de nuevo, la polémica en torno a una presentadora de televisión, responsable de difundir en su programa propaganda psuedocientífica. Algo así como que comer limones previene el cáncer. O cosas parecidas. No hace tanto que la misma se puso un poco metafísica, y reflexionaba sobre las posibles consecuencias “en el alma” de un trasplante: por un extraño modus ponens había llegado a la conclusión de que si te ponen el riñón de un ladrón, puedes despertar de la anestesia con ansias de robar cuantos goteros y sueros queden a tu alcance. Como si no tuviéramos otra cosa de que hablar, la comunidad científica, y el periodismo el general, ha montado en cólera, exigiendo rectificaciones públicas, y no sé cuántas cosas más. Y no seré yo el que salga en defensa de una periodista a la que, afortunadamente, jamás puedo ver debido a mi horario de trabajo, pero sí tengo una sensación extraña al leer todas estas críticas: ¿No se dan cuenta de que hemos de atacar fundamentalmente al medio?
Vayamos por partes. De fondo, lo que se debería cuestionar es el tipo de autoridad que tiene la televisión. No es un artefacto novedoso y todos sabemos un poco cómo va el negocio. Patrodinadores, audiencias, etc. Cifras millonarias, que obligan a que los contenidos estén orientados a públicos masivos. De otra manera es imposible la rentabilidad. Así las cosas, no sé si es muy realista el rasgarse las vestiduras por según qué tipo de emisiones. Comentar las propiedades del limón no es algo muy distinto a la conversación que va de boca en boca sobre las extraordinarias propiedades rejuvenecedoras de las bayas de no sé dónde, o de la capacidad curativa y “antioxidante” de la infusión de aquella planta traída de un país exótico. No sé si cambia en algo la cosa el hecho de que al comentarlo en televisión puedas llegar potencialmente a varios millones de espectadores. Bajo mi punto de vista no cambia mucho, a no ser que estos espectadores sean “fervientes devotos” de la caja tonta.
La caja tonta, ahí está el asunto. Si la caja es tonta, sabemos que nos ofrecerá tonterías: limones curativos, grandes hermanos con todo tipo de adjetivos y en sus variantes de islas desafiantes, concursos de casamientos de hijos, o debates políticos que tienen más de pose espectáculo (a ver quién insulta más) que de intercambio argumentativo. Siendo este el panorama televisivo y salvo honrosas excepciones y rarezas, ¿a qué viene tanto escándalo? Alguien que conozca, aunque solo sea de una forma superficial, qué es la televisión inmediatamente ha de asociarla a mediocridad y mal gusto. Porque, ojo, eso es lo que triunfa: tenemos la tele que nos merecemos, y los índices culturales de este país no dan para más. El hecho de que estos mensajes se difundan en la tele pública, pagada por todos, no cambia mucho el asunto: en último término compite por los mismos espectadores. Los hay de otros gustos, cierto: pero si quiere usted que le expliquen cómo ha evolucionado la física desde Einstein, sencillamente no ponga la tele. Y tampoco, por cierto, si está muy interesado en el arte contemporáneo o en las últimas tendencias de la poesía. Dudaba hoy, de si poner una coma en el título: el medio es tonto, pero más tontos somos nosotros si de verdad le damos credibilidad a todo lo que se nos cuenta por ahí.
Marque usted la casilla correspondiente: religión o valores éticos. Esta es la nueva (vieja) opción que nos propone el ministerio dentro de la LOMCE, que se implantará en los cursos impares de secundaria y bachillerato el próximo curso. Lo cierto es que la propia elección da mucho que pensar. Supongamos esa disyunción como excluyente: entonces querría decir que el partido en el gobierno, tan cercano a las posturas católicas, entiende que cualquier alumno puede ser formado en religión o en valores éticos, pero que ambas cosas son incompatibles. Es decir, que o se es bueno, justo, crítico, o se es religioso. Alguien bienintencionado puede sufrir un ataque de etnocentrismo y pensar que este tipo de cosas son inconcebibles en occidente: alguien que se forma en religión no puede ser malo. Pasamos entonces a la disyunción inclusiva: religión o valores éticos como puntos de vista complementarios. Nos toca jugar al “como si”: quien elija religión tendrá una misma formación ética que quien escoja valores éticos. A fin de cuentas, puede pensarse, toda religión incluye dentro de sí un código moral. Poco importaría entonces que lleguemos a la moral a través de la religión o a través de procesos de crítica y discusión racional, de diálogo y confrontación de ideas. Grave error.
Por supuesto que no es lo mismo. Podemos argumentarlo desde el positivismo o desde los tipos de dominación de Weber. Una cosa es que nos cuenten que tales y cuales normas y valores tienen su fundamento último en un ser divino, responsable de todo lo existente, a que nos cuenten que los valores y normas son creaciones humanas, propuestas sociales e históricas tan fuertes como nosotros queramos, y siempre expuestas a nuevas revisiones. No hay relación entre decir que es Dios quien lo manda y decir que somos nosotros quienes discutimos, analizamos y criticamos. La disyunción inclusiva, por tanto, pretende resucitar, valga la expresión, una nueva especie de “doble verdad”, que no en vano hunde sus raíces en la edad media. La ética sería así la verdad de la polis, y la religión la verdad del conjunto de creyentes. Y nivelar en nuestro tiempo, en las sociedades multiculturales en las que vivimos la religión y los valores éticos es retroceder mucho tiempo en el pasado. Alguien en el ministerio debería tener presente que una cosa es esa ética compartida, pública y de mínimos, que hemos de fomentar en todos los ciudadanos, independientemente de su credo o de la ausencia de este, y otra cosa muy distinta la formación religiosa que se quiera transmitir. Al situar una “o” entre medias, se está traicionando la ética, y también la religión. Lo que han hecho, precisamente por ignorar lo que es la ética, no es muy distinto a propuestas como “religión o calceta”, “religión o mitología”, “religión o El señor de los anillos”.
De fondo, seguramente, les preocupa mucho más la religión que los valores éticos. Principalmente por motivos electorales, y también, seguramente, por acuerdos que de una forma más o menos privada tengan pendientes con las autoridades del catolicismo. Poco les importa que estén incumpliendo descaradamente un acuerdo con la Unión Europea, en el que todos los países se comprometen a incluir valores cívicos y políticos dentro del sistema. Y mucho menos parece importarles que los estudiantes españoles, todos, tengan la posibilidad de reflexiones y discutir junto a sus compañeros en torno a conceptos tan importantes como justicia, felicidad, libertado igualdad. Quizás no es que les importe poco, sino que más bien pretendan evitarlo a toda costa, no vaya a ser que les entren demasiados pájaros en la cabeza y luego les dé por cuestionar un poder establecido, capaz de aprobar leyes educativas que incluyen este tipo de disparates. Qué porcentaje de alumnos se quedará sin valores éticos, esta es la cuestión. Para empezar, uno nada minoritario: dudo mucho de que la libertad de elección vaya a alcanzar a la mayoría de colegios concertados. Las mismas instituciones que defienden la libertad de enseñanza obligarán a todos sus alumnos a estudiar religión, sin permitirles escoger. Se ve que la libertad es buena para unas cosas, pero no para otras. Así que nada: marque usted la casilla, si es que al menos en la matrícula le dan la opción de elegir una cosa u otra.
Salía la semana pasada en clase el tema de cómo afrontar, desde un punto de vista político, la solución a todos esos “timos” piramidales que de vez en cuando saltan por los aires, cuando la estructura del mismo se convierte en insostenible. Como todos los timos, la base de los mismos es la ambición, que está muy bien cuando hay ganancias pero no tanto cuando hay pérdidas. Es entonces cuando se crean las asociaciones de afectados y demás movimientos, basados fundamentalmente en un argumento: “Yo quise ganar más que los demás, pero no sabía los riesgos y entonces…”. La cuestión es que no tardamos el dar el salto a otro tema, y a medio camino entre la provocación y el debate planteamos otra pregunta en clase: ¿y si la filosofía fuera un timo piramidal? Igual que nos da por invertir, buscando más beneficio, en sellos, divisas extranjeras, árboles o arte contemporáneo, podríamos crear una sociedad de inversión en ideas filosóficas. Cotizarían, pongamos por caso, a un 10%. Bastaría contar con buenos vendedores del asunto para ir incorporando nuevos adeptos a la causa, que pagarían los beneficios de los primeros inversores. Y así hasta el infinito y más allá. No sé si esto tenía el ministro en la cabeza cuando planteó que los profesores de filosofía impartieran iniciativa emprendedora, pero en cualquier caso, la idea tiene su miga si donde dice “dinero” ponemos otra palabra mucho más valiosa: “tiempo”.
El timo es igual de sencillo que el del dinero, con ligeras variaciones: los profes de filosofía vendemos nuestros producto, cuidándonos de presentarlo limpio y lustroso. La filosofía, decimos, merece un estudio pormenorizado, detallado. Es el lugar de la verdad, está conectada con todas las disciplinas, es el saber más importante de todos. La filosofía, careciendo de utilidad práctica e inmediata, es lo más útil de todo, pues lo aplicamos en la vida diaria. Estas ideas, y otras por el estilo, acompañan el argumentario habitual del viajante de filosofía, que va llamando de puerta en puerta con la mejor de sus sonrisas. Muchos, la gran mayoría, ni siquiera están dispuestos a escuchar la promoción, y se borran del asunto en cuanto pueden. Otros, no compran el producto, pero de vez en cuando pican un poco de aquí y de allá, entregando parte de su tiempo a ese sano ejercicio del preguntarse. Curiosean entre los libros y escuchan alguna conferencia. Y luego están los pobres incautos, que pican (picamos) el anzuelo y decidimos invertir nuestro tiempo, en definitiva, nuestra vida en tan digno asunto como es esta empresa filosófica. Cómo no va a molar eso de vivir para descubrir la verdad, para compartirla y discutirla, para ser críticos y transformar la sociedad por medio de lo que se piensa. Es difícil escapar a merecer con propiedad esa pose intelectualoide, y salir en las fotos, sean personales o incluso para medios de comunicación, con pose de pensador. Forma parte del atrezzo filosófico: mentón apoyado en barbilla, como el modelo de Rodin, o mejilla en palma, como los soñadores ilustrados.
El “mirlo blanco” (o quizás lechuza de Minerva) entra en la facultad y allí ve de todo. Poco a poco va conociendo teorías, desde la historia de la filosofía a la ética o la filosofía de la ciencia, pasando por la antropología. Si contaba con alguna certeza o verdad al entrar en la facultad se verá obligado a cuestionarla. Y al final saldrá de allí, titulado o masterizado, con una orientación más o menos imprecisa sobre por dónde van los tiros de la vida. Los más osados tendrán incluso una teoría en ciernes. Pero ¡Ah, la vida! Esa cosa en la que nos gusta comer como mínimo tres veces al día. Toca entonces buscar una fuente de alimento, y en lo que se desarrolla esa teoría que está solo en germen, toca trabajar. Habiendo empeñado tanto tiempo en descubrir esas verdades prometidas, qué mejor manera de “ganarse la vida” que continuar en el asunto: vivamos entones de expandir la filosofía, de motivar a otros a que puedan también experimentar en carne propia ese pensamiento crítico y revolucionario, ese conocimiento de la verdad. Así que toca dedicarse a enseñar. En formas más renovadas a guiar a otros, o por qué no, a buscar conexiones entre la filosofía y el beneficio económico, algo tan lícito como lo que hacen empresarios o ingenieros. Y así estamos, este es el oficio: vender velitas en mitad de penumbras, crear señales de caminos que no existen y recomendar destinos que son puntos de partida. Algo que tenemos que hacer. Inevitablemente Porque para eso hemos dedicado tantos años de nuestra vida al negocio filosófico.
Con algo de retraso sobre ese “deber” inexcusable que es el cumplir con el temario, empezamos esta semana a hablar de David Hume. Y en lo que se presenta un poco el autor y la obra que ha de comentarse en las P.A.U. ha salido esa idea, tan general como por otro lado aproximada a la realidad, que asocia al pensamiento británico con el empirismo y al continental con el racionalismo y el pensamiento especulativo. Se podrá decir que se escamotea algún nombre, pero la lista de empiristas británicos es bien larga: Ockham, Bacon, Hobbes, Berkeley, Locke, Hume, Russell… y no menos racionalistas, “especulativos” o “metafísicos” pueden encontrarse en Francia o Alemania. claro que hay honrosas excepciones: el positivismo de Comte o el Círculo de Viena estarían más cercanos al empirismo británico que a la tradición continental. Pero claro, son eso: honrosas excepciones. El análisis geográfico también nos sirve para Estados Unidos, que es el país del pragmatismo. Si hay algo que hermane a Inglaterra y a EEUU, mucho más todavía que la lengua compartida, es precisamente el concepto de “utilidad”, por lo que no es una locura pensar que William James es el “hijo” filosófico de Bentham o de Stuart Mill. Más interesantes que constatar esta correlación es preguntarse por las causas de las mismas.
No hace falta ser un experto en filosofía para apuntar una causa inmediata: la propia cultura y la tradición. Podemos dar por hecho que si alguien va a formarse en filosofía a las islas británicas, recibirá una sólida base de empirismo. De la misma forma que quien decida acudir a cualquier centro superior en Europa probablemente será encaminado hacia la especulación. En otras palabras: hay tendencias formadas históricamente que se encargar de prolongarse en el tiempo, tanto a través de las instituciones educativas como de publicaciones, premios, reconocimientos, etc. La “industria académica” se encarga de replicarse a sí misma en el tiempo, asentando precisamente las diferentes “escuelas” de pensamiento. Esta explicación sociológica, sin embargo, puede satisfacer nuestra curiosidad solo en parte. Podríamos aplicar aquella conocida parte de las vías tomistas: cultura y educación explicarían cómo se transmite una forma de pensamiento, pero no las circunstancias en que surgió. La pregunta entonces podría reformularse de esta manera: ¿Por qué el primer empirista británico se hizo empirista? ¿Qué llevó al racionalismo a instalarse en el continente?
La respuesta es difícil y nos lleva en cierta forma a la perplejidad: o admitimos que haya un gen “empirista” y otro “especulativo”, cosa difícil de aceptar, o quizás tengamos que dar ciertos visos de credibilidad a la tesis que, a modo de interrogación, preside la anotación: la tierra piensa. Algo de esto está ya en la filosofía de ese especulativo que fue Hegel. De alguna forma pensamos desde el paisaje, desde las necesidades y urgencias que la tierra nos impone. El clima, el camino, la montaña y el río nos invitarían a orientar nuestras ideas en una u otra dirección. La ciudad y la calle se terminan colando entre las ideas, de la misma forma que lo harían las vivencias políticas o las condiciones económicas. El pensamiento, como la ciencia o el arte no nacerían del vacío más absoluto, sino que vendrían empujados por todos estos detalles que rodean al ser humano y que en cierta forma terminan confiriéndole una identidad, un carácter. Quizás esa orientación práctica de la vida se impone en los pensadores británicos sobre cualquier consideración metafísica precisamente porque la hora de filosofar coincide con la del té, con las representaciones teatrales de Londres o la de ir a dar un paseo por la campiña. Y nunca sabremos si esa tendencia a la especulación es descendiente directa de la admiración ante un cielo estrellado, como dijo Kant, o de un tremendo paisaje montañoso que anonada al ser humano. A lo mejor piensa la tierra más de lo que creemos, o a lo mejor somos simplemente sus humildes voceros.