Texto publicado originalmente por el autor en el Correo ExtremaduraHace unos días, la Audiencia Nacional imputó a un tuitero por mofarse del denunciante del edil de Ahora Madrid, Guillermo Zapata. El tuitero contestó a un comentario del denunciante (Daniel Portero, presidente de la asociación Dignidad y Justicia) referido a la polémica con Zapata: "Después del archivo de Zapata, ¿se atreve alguien a hacer un chiste de 'humor negro' conmigo o mi padre asesinado a tiros en la casa de Granada? Espero que no". El tuitero imputado respondió con el mensaje por el que ahora se le juzga: "Claro que sí. ¿Le dices que me preste el colador?".
Independientemente del buen o mal gusto del bromista. ¿Debe ser objeto de sanción contar un chiste? Por lo enconado de algunas opiniones, da la impresión de que hubiese aquí algo profundamente esquivo a los razonamientos. Tal vez porque el humor también lo sea.
Los que consideramos inadmisible el delito de opinión o la censura, tenemos como argumento favorito el de que
todo se puede argumentar. Pensamos que no hay que censurar al xenófobo o al machista, sino dejar que exponga sus opiniones. ¿No es acaso la democracia el reino del diálogo, en el que todo el mundo puede expresar sus creencias y someterlas al juicio de los demás? ¿Tan inseguros estaremos de nuestras convicciones como para prohibir las que se les oponen? ¿No será mejor ponerlas constantemente a prueba para comprobar su firmeza? Claro, se nos dirá, ¿pero y las opiniones que incitan al delito, como las que exaltan el terrorismo o llaman a la guerra santa? Pues tampoco estas se deben censurar. Incitar al delito no es delinquir. Y los ciudadanos ya somos mayorcitos para saber si hacemos caso o no de esas incitaciones. Otra cosa son la difamación o la humillación de alguien. Pero también aquí los defensores de la libertad de expresión tenemos opciones. La difamación se desmonta con pruebas y mejores argumentos. Y la humillación se repara, mejor que peor, si se demuestra injustificada e inmerecida. Pero, insisto, la condición de todo esto es que aquello que se exprese, sea lo que sea, encaje en un discurso argumentativo. El problema es cuando este encaje no es posible, o no está nada claro. Dos son los casos: el insulto y... el humor.
Ni los insultos ni las expresiones humorísticas tienen fácil relación con lo argumental. Aunque por motivos distintos. Los insultos son previos a la argumentación, o la sustituyen burdamente; las bromas, en cambio, van, a menudo, más allá de ella. Los insultos son, en el fondo, bastante tolerables. Como suele decirse, no insulta quien quiere, sino quien puede. Además, en cuanto carecen de argumento, es fácil despacharlos como exabruptos que descalifican al emisor más que al receptor. Aún así – dirá alguien – hay gente que se siente herida o acosada por los insultos. Cierto. Pero en este caso, más que la censura, lo que funciona es fortalecer y educar a los que se sienten vapuleados por lo que no tiene mayor importancia (es como tratar esas fobias en las que uno tiene miedo a lo que no merece provocarlo).
Hemos dicho que los insultos son relativamente tolerables. Al menos, cuando no van acompañados de la risa. La risa es mucho menos soportable que el insulto; porque un buen chiste sobre tu persona o sobre lo que dices no admite ninguna defensa argumental. Las expresiones cómicas no están
más acá de los argumentos, como ocurre con los insultos, sino, a veces,
más allá de ellos. Y aunque esto admite gradaciones (hay risas burdas como un insulto; e insultos tan agudos y veraces que despiertan la risa), la risa, el chiste, nos puede dejar planchados, o callados, sin capacidad de réplica. Ni que decir tiene que esto molesta mucho a mucha gente. La risa es subversiva. Si el insulto suele descalificar a quien lo emite, la burla, cuando es efectiva (es decir, cuando da la risa), deja en evidencia al burlado.
¿Pero hay que censurarla entonces? De ninguna manera. Primero, porque siempre se nos escapa, la risa. Segundo, porque la burla es una manera infalible de recordar lo falibles que son nuestras infalibilidades (vamos, lo cómicas que son nuestras grandilocuentes tragedias). Si el discurso del genio o de la autoridad competente provoca un chiste o nos hace reír, es que su discurso carece de verdadero genio o de autoridad real (o que va sobrado de ir sobrado, lo que también puede provocar ese llanto de miedo
al ralentí que es, según algunos, la risa). Así, si el humor negro nos hace reír (y nos hace reír a todos, con más o menos disimulo) es que el discurso moral sobre cómo hay que tomarse las cosas del dolor y la muerte es risible; es decir: que es humano y perfectible. Y la risa, tan solo, nos advierte de ello. ¿Habrá algo más útil? Revulsivo y crítico, síntoma de nuestras debilidades y errores, vacuna contra el fanatismo y la estupidez, y enemigo de todo lo que se oculta a la luz como tabú sagrado, el humor es, un poco, como la filosofía. Y si, como decía el poeta Scutenaire, "hay cosas con las que no se bromea...lo suficiente", podríamos decir con cualquier filósofo que "hay cosas que no se razonan... lo suficiente".
Por si todo esto fuera poco, el humor es, también, el bálsamo de fierabrás más dulce y efectivo contra el dolor del mundo. Y, a veces, ese bálsamo tiene que ser negro, negrísimo. Porque la vida también lo es. ¡Y ella empezó primero!