“En memoria de los incontables hombres y mujeres de todos los credos, naciones y razas que cayeron víctimas de la creencia fascista y comunista en las Leyes Inexorables del Destino Histórico”. Con esa dedicatoria se abría
La miseria del historicismo, el magnífico panfleto antimarxista de
Karl Popper. Por poco que se piense, no se tarda en reparar en que la dedicatoria contiene una dificultad que a
Popper no se le debió escapar y con la que, no siempre con fortuna, parece lidiar a lo largo del libro, una
paradoja de la acción: si alguien está realmente convencido de que existen leyes inflexibles de la historia y que avanzan a favor suyo, no se lanza a actuar en contra o a favor de nada. Si la historia sigue un curso inexorable, hasta desembocar en la sociedad comunista, lo único que tenían que hacer los revolucionarios era sentarse y esperar. Dando la vuelta al verso de
Machado, se diría que todo el que sabe que la victoria es suya, aguarda.
No es éste el único problema que, queriéndolo o no, mostraba el famoso ensayo de
Popper. También había otra
paradoja de la condena: ¿cómo podían los socialistas descalificar al capitalismo, una obligada estación de tránsito en el inexorable curso de la historia? ¿Cómo era posible creer en el inflexible funcionamiento de los procesos históricos y, al mismo tiempo, afirmar la superioridad desde el punto de vista ético, valorativo de la futura sociedad? Creer de verdad que la naturaleza sigue un curso regular e inevitable no concuerda con la condena moral de las sociedades existentes: nadie condena la trayectoria de los planetas ni califica de injustas las leyes de la genética.
Los problemas de
Popper, como acostumbra a pasar con las inteligencias limpias y poderosas, apuntan a un asunto importante: la complicada relación entre la ética y el socialismo moderno de raíz ilustrada, que busca basar racionalmente los procesos emancipadores. La reflexión de
Marx, que unas veces parece descalificar la moral y en otras ejercerla, es la cristalización más cuajada de esa tensión. En sus escritos conviven el desprecio por las argumentaciones normativas e, incluso, por la idea de justicia, con el uso de esas argumentaciones normativas, como sucede con sus condenas de la sociedad capitalista, por explotadora e injusta. Esa crítica moral que no acaba de serlo se puede reconocer en tres aspectos: la interpretación de la justicia, la idea de explotación y la condena del capitalismo. En el primer caso,
Marx parece despreciar la idea de justicia, por constituir “basura ideológica” al servicio de la burguesía, pero también sostiene, entre otras cosas, que, a su manera, el capitalismo es justo. En el segundo, condena la explotación a la vez que parece admitir que la sociedad justa tendrá que ser “explotadora”. En el último, se solapan diversos criterios de condena del capitalismo.
Al final, ninguna de de esas críticas acaba de completarse, entre otras razones por la desconsideración por parte de
Marx de la ética: no hay en su obra ni caracterizaciones sistemáticas del ideario, ni análisis de la función de los valores en las acciones prácticas ni justificación normativa del socialismo. En principio resulta difícil de entender esa despreocupación dada la inspiración finalmente transformadora de su quehacer intelectual: no hay condena de lo existente ni guía de acción sin algún principio normativo. Para descalificar, para decir que algo está mal, se necesita algún valor. Pero todo tiene su explicación. Y es que las razones del descuido, de
la paradoja de la condena, no son ajenas, a sus teorías sociales, a su confianza en que la historia avanzaba por su mejor lado, a
la paradoja de la acción. Para ver como se produce, me centraré únicamente en la “teoría de la justicia”.
La justicia de un orden social injustoResultaría exagerado sostener que
Marx desarrolla una teoría completa de la justicia. Si bien, por un lado, sus descalificaciones del capitalismo parecen presuponer alguna idea de justicia y de moralidad en un sentido amplio, por otro lado, despacha la idea misma de justicia. Lo hace en diversas líneas de argumentación. Para empezar, en algunos pasajes de
La ideología alemana y, también, en
El manifiesto comunista, descalifica cualquier idea de justicia o de moralidad como basura ideológica, como ideología en el sentido más vulgar del término: un pensamiento que busca legitimar una situación, que pretende presentar un
ethos específico, asociado a una clase, la burguesía, como una “teoría autónoma y abstracta”, universal. Se podrá decir que la relación de intercambio entre el trabajador y el empresario, entre trabajo y salario, es justa, que el trabajador es libre de establecer la relación contractual, pero, en el sentir de
Marx, afirmar eso es confundir el trasfondo de la historia: la situación de opresión que obliga a aceptar algo muy parecido a un chantaje a quien nada tiene, cuando se impone “la jurisdicción de hambre” de la que hablaba el Quijote. No sólo eso: si se examina lo que se intercambia, se verá que, en realidad, el intercambio de salario por trabajo es una ilusión de intercambio de “iguales”. La teoría del valor mostraría que el valor de lo que los trabajadores reciben es inferior al valor que aportan. La “basura ideológica”, sustentada en esa ficción de relaciones sociales, escamotearía los flujos reales. La mentira ideológica de la justicia serviría para añadir encubrimiento a una realidad que es ella misma una ilusión (que en el capitalismo, según
Marx, se darían las dos, la realidad distorsionada y la mirada distorsionada sobre la realidad: los sujetos tienen falsas creencias acerca de cómo son las cosas y también perciben una realidad que no es tal). Velo sobre realidad velada que sólo acabaría con la revolución. En la sociedad comunista, no vencería ninguna “ideología”: no habría ninguna realidad distorsionada ni miradas distorsionadoras. En el comunismo, las ficciones sociales estaban llamadas a desaparecer, y las relaciones humanas, y el conjunto de los procesos sociales, se muestran trasparentes. La “revolución proletaria” sería la revolución de una clase universal, sin ideología. En la buena sociedad, quedarían disueltas ortopedias o imaginerías sociales como la justicia. Por eso, la idea de una ideología o una moral proletarias sería un puro sinsentido, un oxímoron. Los habitantes de la caverna de
Platón abandonarían el mundo irreal de las sombras y se encontrarían en una realidad inmediatamente inteligible. Tan transparentes como pueden serlo las transacciones que se dan en el seno de una familia, donde los padres dan, los hijos reciben y todos lo saben.
En otra estrategia de argumentación,
Marx parece descalificar por principio cualquier intento de edificar una teoría de la justicia. Por un lado, porque la sociedad actual era incapaz de ser justa y, por otro, porque en el comunismo, en la sociedad futura, no harían falta principios de justicia. En el comunismo, en virtud de la fraternidad universal o de la abundancia, no habría razones para la disputa: porque, como decían los clásicos, entre amigos no hace falta establecer reglas de justicia y porque, si hay de todo para todos, si cada uno puede tener lo que quiere, no hay disputas acerca del reparto. Sencillamente, con el comunismo desaparecen las circunstancias de justicia: intereses enfrentados y escasez de recursos. Se invocan los derechos cuando las cosas ya no funcionan, cuando los intereses entran en conflicto. En la sociedad futura no habría conflicto y, por tanto, la idea misma de justicia resultaría un sinsentido. Con el mismo espíritu de los revolucionarios franceses que quisieron abolir las facultades de derecho y sustituirlas por lecciones elementales de derecho en la enseñanza pública orientadas a crear “ciudadanos virtuosos”, también
Marx parece pensar que, cuando se da la virtud, resulta innecesaria la ley. Por eso, o porque nadie podría envidiar a nadie, la abundancia de recursos del comunismo asegura que cualquier deseo podrá ser satisfecho.
Una tercera argumentación, presente también en
La ideología alemana, parece sostener que, de hecho, el capitalismo tiene cierta idea de justicia y que es coherente con ella. Que, en cierto sentido, el capitalismo es justo. En el fondo, aquí hay una tesis de sociología histórica. Desde el punto de vista de la sociedad capitalista, de sus criterios normativos, la relación entre el trabajador que vende su fuerza de trabajo y el que la compra es una relación equilibrada: uno es libre de vender y el otro lo es de comprar. En ese sentido, el capitalismo es coherente con cierta idea interna de justicia. Más exactamente: el capitalismo necesita una idea de justicia porque es una sociedad defectuosa. Una sociedad donde hay conflictos, donde los individuos se mueven según sus intereses egoístas, es una sociedad que ha de fijar reglas y derechos, a diferencia de una sociedad comunista, una sociedad plenamente fraterna y con recursos ilimitados donde no hay sitio para ideas como la justicia o los derechos. Por descontado que el marco, las constricciones, el que un individuo no tenga recursos, que dependa de un contrato precario o que carezca de un seguro de desempleo –circunstancias que lo obligan a aceptar lo inaceptable–, podría ser valorado desde un punto de vista trascendental, desde una moral absoluta; pero eso no procede. Ésas son las reglas de juego de una sociedad históricamente determinada, el capitalismo, y, desde ella, no hay nada de condenable en esas situaciones, a diferencia de una situación de esclavitud o vasallaje, que sí cabría condenar. La pretensión de unos principios eternos de moralidad resultaría idealista, ahistórica. Preguntarnos por una idea de justicia transhistórica sería como preguntarnos en el ámbito deportivo si está permitido tocar la pelota con las manos. La pregunta, como tal, no tiene sentido; requiere del contexto: si estamos jugando a fútbol, no; si jugamos a baloncesto, sí, porque el reglamento del baloncesto así lo estipula. Dentro de las reglas de las sociedades capitalistas, hay una idea de justicia elemental de acuerdo con la cual si dos individuos establecen una relación contractual, lo que se deriva de ella es justo. Sea por esta última razón, por considerar que no cabe una teoría de la justicia robusta y con alcance, sea porque pensara que en el futuro habría individuos virtuosos que no tendrían intereses conflictivos, sea porque creyera que la abundancia de la sociedad comunista haría innecesaria la justicia, lo cierto es que no hay en
Marx una teoría de la justicia que se pueda reconocer como tal. Por supuesto, siempre cabe reconstruir la teoría a partir de sus diversas valoraciones. Pero eso es cosa distinta: una teoría o se formula explícitamente o no existe; si no hay un conjunto de enunciados reconocibles, no hay teoría. La idea de “teoría intuida” es una contradicción.
(Cabe pensar en otra razón, con un soporte filológico menos inmediato, pero acorde con lo antes dicho acerca de las disposiciones humanas en el comunismo, que ayudaría a entender la ausencia vocacional, por así decir, de una teoría de la justicia, a saber: la convicción de que cuando se fija una idea de justicia se está asumiendo una antropología moral estática, falsa; se asume que los individuos sólo actúan desde sus intereses, que no son capaces de revisar sus juicios, valores y creencias, de revisarse a sí mismos, sus objetivos y su propia identidad, a la luz de los argumentos y la compañía fraterna de los demás. Si se asume que la justicia está asociada a la negociación de intereses en conflicto, hay poco que esperar. En la disputa entre intereses se vence o se cede, no se convence. No se modifica el juicio: el interés sigue intacto, como al empezar la negociación; simplemente uno se resigna al acuerdo. La idea de justicia, en tanto asociada al pacto y la negociación, al equilibrio de intereses, no a la persuasión y al convencimiento, presume individuos estáticos, que buscan reglas de juego en las que defender sus intereses. Para alguien como
Marx que entienda que ese modelo antropológico carece de plausibilidad, toda teoría edificada desde ella, sería una pura patraña metafísica. También la teoría de justicia).
La solución de la paradoja o casiPero tampoco esta vez las paradojas suponen contradicción. Cabe afirmar, sin inconsistencia, por una parte, que el socialismo es, al mismo tiempo, inevitable desde el punto de vista de los mecanismos sociales y superior a cualquier sociedad anterior desde el punto de vista moral y, por otra, que esos mecanismos, con ser inevitables, no excluyen la intervención práctica, la acción de los oprimidos. La relación del socialismo con las sociedades anteriores vendría a ser como la de la planta desarrollada con respecto a la semilla que está en su origen: su consecuencia inevitable y, a la vez, más rica, entre otras razones porque “incluye” todas sus características. En una foto fija, uno al lado del otro, el producto final vence en todas las comparaciones. Pero, precisamente por esa relación causal entre la semilla y la planta, la comparación tampoco tiene mucho sentido. En un sentido parecido, si era verdad que el socialismo estaba inevitablemente relacionado con el capitalismo y, a la vez, superior a él desde cualquier criterio normativo que se utilizase (libertad, bienestar, autorrealización, igualdad, etcétera), no hay por qué entretenerse en defenderlo desde un punto de vista normativo: el socialismo se encontraba más allá de toda discrepancia. Si, además, la propia acción de los oprimidos era una producto, acaso no deseado pero ciertamente inevitable, del desarrollo del capitalismo, tampoco parecía necesario detallar los principios inspiradores de la práctica revolucionaria. A esas conjeturas sobre el curso de la historia, que hacen que el reino de la libertad sea simple resultado del curso de la necesidad, se unen ciertas ideas sobre las condiciones de funcionamiento de la buena sociedad, sobre la naturaleza humana y sobre los recursos disponibles, que abundan, en su optimismo, en la despreocupación por cómo organizar las cosas.
Ahora bien: que las ideas sean consistentes no quiere decir que sean veraces. Y es el caso que buena parte de los supuestos empíricos y teóricos de
Marx se han mostrado equivocados. Es precisamente esa circunstancia, la incorrección teórica, la que hace particularmente necesaria acabar con “la indiferencia ética” del socialismo y recuperar su núcleo normativo. Pero vayamos paso a paso y empecemos por desgranar con más detalle las tensiones que explican el descuido socialista de la ética,
la paradoja de la acción que hace inteligible
la paradoja de la condena. La mirada ha de recaer en la teoría social de
Marx.
La teoría social contra la éticaEn
Marx los valores no se hacen explícitos ni se perfilan porque resultan prescindibles. En ese sentido, se podría decir que en buena medida la explicación de la “mala” calidad de la ética de
Marx hay que buscarla en la bondad de su teoría social. Para entenderlo resulta conveniente situarnos en su escenario intelectual. La coordenada fundamental, naturalmente, la proporciona su tiempo, su condición de heredero de la Ilustración. Encontramos en su obra una tesis de un género –la filosofía de la historia– muy cultivado por los ilustrados, aunque con profundas raíces cristianas: la evolución de la humanidad como el curso de realización de la razón. Pero también está la diferencia, el matiz que hace a un pensamiento importante.
Marx traba la filosofía de la historia ilustrada con otro producto de su tiempo: la naciente ciencia social cultivada por la escuela escocesa. En particular de
Adam Smith,
Marx toma y reformula su teoría de los cuatro estadios: una conjetura acerca de la secuencia que vincula los sucesivos estadios históricos, con entrañas causales claras y desarrollada con la hondura y precisión de una genuina teoría social. Con ese instrumental,
Marx, en lo esencial, transforma la “necesidad” dialéctica en teoría social. Elabora varias conjeturas acerca de los mecanismos de lo que se podría llamar la evolución histórica, mecanismos fascinantes desde el punto de vista de la construcción intelectual, muy interesantes, aunque casi todos erróneos. Pero, con sus defectos, nadie puede dudar de su elegancia y, sobre todo, de su abismal diferencia respecto a especulaciones vacías
à la Comte sobre secuencias históricas, religiosas, metafísicas, positivas, etcétera, o galimatías de este orden. En
Marx hay mecanismos bien precisos acerca de cómo se producen las secuencias y los procesos.
El primer mecanismo es una teoría de naturaleza económica que llama
caída tendencial de la tasa de beneficio. Puede resumirse sin desvirtuarlo del siguiente modo. El punto de partida es la teoría del valor-trabajo, según la cual, la fuente de valor reside finalmente en el trabajo. A partir de ahí
Marx apura las implicaciones del hecho de que, para competir, los capitalistas están obligados a sustituir el trabajo, el de la gente, por maquinaria. Como resultado de ello, desaparece la fuente misma de riqueza y, con ella, el beneficio de los capitalistas. El propio mecanismo endógeno de perseguir el beneficio implica la desaparición de la fuente de riqueza –de la fuerza de trabajo– y, en consecuencia, la caída de los beneficios.
Otro mecanismo se encuentra en el alma de su teoría de la historia y se refiere a una supuesta contradicción –para decirlo con su léxico– entre relaciones de producción y fuerzas productivas, contradicción que actuaría como motor de los procesos históricos, por ejemplo, al desencadenar el tránsito de una sociedad feudal a una sociedad capitalista. De modo más sencillo, con la economía de un ejemplo: la burguesía naciente, que iniciaba el comercio y la pequeña industria y que buscaba ampliar mercados, encontraba obstáculos y limitaciones en unas sociedades feudales en las que el desplazamiento de mercancías se veía frenado por peajes y tributos y en las que los individuos mantenían relaciones de dominio personal y, por tanto, no había lugar para vender la fuerza de trabajo, para desplazarse de un lugar a otro a buscar ocupación. En procesos como éste, el crecimiento de las fuerzas productivas era obstaculizado por las relaciones de propiedad: se ahogaba el desarrollo económico y, en un sentido general, al menos para una mentalidad del XIX, se limitaba el progreso y el bienestar. Para
Marx esa tensión, a la larga, resultaba insostenible y al final el proceso se decantaba siempre del lado del progreso, se acababa imponiendo la dinámica inflexible de las fuerzas productivas. Incapaces de impedir el despliegue de la abundancia –retengamos esta palabra– que acompañaba al desarrollo de las fuerzas productivas, las reglas del juego social se venían abajo y eran sustituidas por otras que se acomodaban mejor a la nueva situación.
Un tercer mecanismo tiene particular interés para la explicación de nuestras paradojas. Según
Marx, el capitalismo, al desarrollarse, generaba una expansión de las necesidades de consumo, pero se mostraba incapaz de satisfacerlas en virtud tanto de su calidad de sistema explotador, de sistema privado de apropiación, por parte de unos pocos, de la riqueza producida por (casi) todos, como de las limitaciones que ese sistema de apropiación imponía al desarrollo de las fuerzas productivas. La dinámica del capitalismo producía en la clase trabajadora, por un lado, un aumento de las necesidades y, por otro, un choque con un sistema que las alimentaba pero no colmaba. En esas circunstancias, desde la perspectiva de
Marx, acabarían por aparecer la crítica al sistema, debido a la pobreza y a la infelicidad que provocaba, y, también, la esperanza y la promesa de otra sociedad de abundancia (comunista) donde las necesidades, los deseos y aspiraciones podrían finalmente satisfacerse.
Por último, la propia lucha de clases operaba de tal modo que las condiciones objetivas más arriba descritas como condiciones necesarias se transformaban en condiciones suficientes cuando aparecían elementales intervenciones políticas. La clase obrera, mayoritaria –o tendencialmente mayoritaria–, nuclear en la reproducción del capitalismo en tanto causante del conjunto de la riqueza social, y, además, explotada, era el motor del cambio y, a la vez, el combustible, en la medida en que se beneficiaba del cambio y se socializaba en circunstancias productivas –la fábrica– propicias a la acción colectiva. La conjunción de estar peor, estar explotada y estar en condiciones de modificar las cosas, establecía un natural vínculo entre intereses objetivos e intereses subjetivos, para decirlo con una antigua fórmula, imprecisa pero intuitivamente clara.
Estas argumentaciones, a la luz de la moderna teoría social, resultan difícilmente sostenibles en sus términos tradicionales. Con todo, debe insistirse en el vigor intelectual que permite pasar de la vieja especulación, ya sea cristiana –del mundo de la caída, de la redención, etcétera–, ya sea ilustrada –el advenimiento final de la edad de la razón–, a una prosa más precisa y controlable, de genuina teoría social, de mecanismos endógenos de cambio que vinculan escenarios históricos. La teoría de la caída de la tasa de ganancia, fuertemente comprometida con la teoría del valor, tenía que enfrentarse a los problemas de ésta. La opinión más extendida es que no ha conseguido superar importantes dificultades analíticas. La relación contradictoria entre fuerzas productivas y relaciones de producción es, sin duda, una hipótesis histórica fecunda pero, desde luego, nada parecido a una sistema causal determinista. El supuesto de la homogeneización de los procesos de trabajo y, por tanto, de intereses y de condiciones favorables para la acción colectiva no se ajusta al aumento de las diferenciaciones y líneas de fractura en el seno de la clase obrera. Por otra parte, tampoco es el caso que el desarrollo del capitalismo haya producido el empobrecimiento de los trabajadores, circunstancia que complica su disposición a comprometerse en procesos revolucionarios, costosos e inciertos, en los que tienen mucho que perder. Por lo demás, el vínculo entre “intereses objetivos” e “intereses subjetivos” cada vez resulta menos claro –si alguna vez lo estuvo–, cuando los pobres y marginados no necesariamente están explotados y, desde luego, pocas veces están en condiciones de modificar sus circunstancias. (Tiene importancia política la distinción entre las dos situaciones, entre la pobreza relacionada con la explotación y la relacionada con la marginación. En las dos existe un vínculo entre la riqueza de unos y la pobreza de otros, pero la naturaleza del vínculo es bien diferente. La pobreza de unos puede ser la condición de la riqueza de otros sin que se pueda decir que la riqueza de unos sea la causa de la pobreza de otros, que es lo que sucede con la explotación. Por ejemplo, aun si no están explotados por los habitantes de los países ricos, el bajo consumo de los marginados del tercer mundo hace posible el alto consumo de los primeros, habida cuenta de que resulta insostenible un nivel de consumo generalizado en el planeta como el del americano medio. El criterio para distinguir las dos situaciones es sencillo: cuando se dan relaciones causales, cuando existe explotación, el rico está interesado en que el pobre exista; en el otro caso, no, incluso puede preferir que desaparezca).
En todo caso, para lo que aquí interesa destacar, salvo en la teoría de la tasa de ganancia, en las otras conjeturas se puede reconocer un esquema argumental parecido, en tres pasos, y en el que ocupa un lugar especialmente relevante el supuesto de la sociedad comunista como sociedad de la abundancia: en primer lugar, se dan unas fuerzas retenidas, unas fuerzas productivas o unas necesidades embridadas por algunas constricciones sociales que impedirían el desarrollo de cierto potencial, sea productivo, sea de simple realización de los deseos; después, hay un mecanismo (el sistema de reproducción del capitalismo) que alimenta estas necesidades, potencialidades de realización o capacidades productivas, pero que, al mismo tiempo, no permite su consumación; y, finalmente, existe una futura sociedad en la que las necesidades se satisfacen y las tensiones se resuelven.
Adviértase cómo operaba el proceso para los socialistas: el mismo mecanismo que producía el acercamiento a la sociedad final –la necesidad de satisfacer las demandas, el desarrollo de las capacidades y talentos de los individuos– fundamentaba el propio comunismo, que se entiende como una sociedad de la abundancia donde personas libres e iguales no encontrarían problemas para su completa realización. El mismo principio que servía para minar la sociedad capitalista, su incapacidad para hacer frente a los retos productivos, constituía el motor que alimentaba un proceso que adicionalmente desembocaba en una sociedad cuyo fundamento es justamente su enorme potencial productivo.
Por aquí empieza a hacerse inteligible parte de la indiferencia ética, el descuido al abordar el ideario. Si las cosas eran del modo descrito, no tenía mucho sentido perfilar los valores de la futura sociedad o los principios guías de una acción cuyo curso estaba inscrito en la propia dinámica de la historia, al modo como la planta está prefigurada en la semilla, por repetir de nuevo la metáfora tantas veces utilizada para ilustrar las llamadas “leyes” de la dialéctica. No parecía tener mucho sentido justificar lo que no puede ser de otro modo, lo que resulta inevitable. Y lo mismo que vale para la acción, vale para los principios: ¿por qué preocuparse de la justificación de la igualdad, si los que estaban interesados en ella, los trabajadores, eran los que estaban inevitablemente destinados a desencadenar los procesos que desembocaban en una sociedad socialista?
Las condiciones de la buena sociedad contra la éticaLa herencia ilustrada de
Marx, incluso cuando cuaja en apreciables teorías sociales –susceptibles de control empírico y analítico– acerca de cómo funcionan los mecanismos sociales, se deja ver también en otra dimensión no menos propicia a la “indiferencia ética”: su optimismo acerca de las condiciones de la buena sociedad. Optimismo presente en un par de supuestos. El primero: un patrón antropológico con dos pies. El primer pie, empírico: una concepción ingenua de la naturaleza humana, bien como “naturalmente buena”, en la tópica imagen roussoniana, bien como tabula rasa, como una página en blanco, maleada por “el capitalismo” pero también susceptible de ser mejorada sin límite en la buena sociedad, el hombre nuevo guevariano, para decirlo en dos palabras. El segundo pie, normativo, la liberación humana como triunfo sobre la necesidad, está vinculado conceptualmente como una idea de libertad (o de realización) entendida como la
posibilidad de realizar –de satisfacer– los deseos y que tomaría cuerpo en el curso de la historia. Los individuos de
Marx aspiraban a un mundo donde vivirían libres de todo tipo de contingencia, de limitación a su voluntad, libres de cualquier dependencia, constricción o arbitrariedad, y eso tenía que ver, de manera fundamental, con la superación del reino de la necesidad. En una sociedad plenamente libre, los individuos ya no dependerían de ninguna circunstancia ajena a su propia voluntad, y eso quería decir, básicamente, satisfacer cualquier tipo de deseos. No es ésta la única idea de
Marx acerca de este asunto, ni la más interesante, pero sí es la que lo hace más hijo de su tiempo y, desde luego, la que más cultivaron sus herederos.
El segundo supuesto optimista se refiere a
la abundancia. Su relevancia en el esquema de
Marx nunca será suficientemente destacada. Para
Marx el comunismo se fundamentaba en la posibilidad de la abundancia, en el crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas. Pero la abundancia no solo era el supuesto sobre el que se cimentaba la sociedad comunista, sino, como se ha visto, también era el combustible que, bajo la forma de las demandas insatisfechas, de su necesidad histórica, estaba entre los mecanismos que relacionaban el “ahora mismo” con el “dónde llegaremos”. Las limitaciones productivas del capitalismo, su incapacidad para desarrollar las fuerzas productivas o para satisfacer las necesidades que generaba, eran las desencadenantes del proceso de cambio que llevaba al comunismo. Algo parecido a lo que había sucedido, en el sentir de
Marx, en el tránsito del feudalismo al capitalismo.
Las implicaciones de las anteriores ideas en las ideas éticas de
Marx son diversas y, en no poca medida, ayudan a entender las paradojas con las que empezábamos, en especial su desprecio por la reflexión moral. Pero antes de ver cómo sucede eso, conviene destacar un tipo particular de “inmoralidad”, intelectualmente trivial, pero nada trivial históricamente, que no es ajena a otra inflexibilidad (moral) asociada a los esquemas descritos. Vaya por delante lo sabido y olvidado: del mismo modo que sería equivocado pensar que las barbaridades realizadas por la Iglesia católica estaban programadas en la Biblia, resultaría falaz pretender que la brutalidad del socialismo real estaba escrita en
Marx. Hecha la advertencia, no cabe tampoco descuidar que algunas de las tesis metafísicas de
Marx dificultan la condena de esa brutalidad, en particular, aquellas que se asientan en los esquemas de la dialéctica hegeliana y que justifican el presente en nombre de lo que habrá de ser. Estos aspectos se hacen particularmente notorios en algunos pasos en los que
Marx llega a sostener que, en el curso de la historia, “contra peor, mejor”, que el sufrimiento de hoy, incluido el de los trabajadores, se disculpa por el germinar del progreso que alimenta y anticipa. En otras manos, esos textos parecerán avalar a quienes intenten justificar el sufrimiento inmediato en nombre de la felicidad del futuro. Con no poca ingenuidad, eso quizá lo han plasmado mejor que nadie los literatos de simpatías marxistas; al menos mejor que aquellos otros, los políticos de ejercicio, con poder real, que se limitaban a hacer una historia de la que no convenía dejar huellas. Así cabe entender las palabras de
Alejo Carpentier, cuando escribía que “el hombre nunca sabe para quién padece, espera y trabaja; padece, espera y trabaja para gentes que nunca conocerá y que, a su vez, padecerán, esperarán y trabajarán para otros que nunca serán felices”. No es muy diferente la moraleja de unos conocidos versos de
Bertold Brecht: “Nosotros, que quisimos preparar al mundo para la amabilidad, no pudimos ser amables”. Los vértigos hegelianos de
Marx, en los que se muestra dispuesto a aceptar un sufrimiento transitorio en nombre del bienestar del futuro, son los que seguramente han proporcionado un soporte de citas a una gente más siniestra que nuestros literatos y, también, los que han permitido algunas interpretaciones de
Marx en clave utilitarista en sentido estricto, esto es, como afín a la teoría normativa según la cual las acciones o instituciones se justifican y valoran en la medida en que contribuyen –tienen como consecuencia– a la maximización del bienestar general. Por lo demás, resulta casi innecesario advertir que esta posición, desde el punto de vista normativo, resulta difícil de sostener: si bien a un individuo le es posible y aceptable renunciar a algo o aceptar un padecimiento en nombre de los beneficios que mañana puede obtener (se puede, por ejemplo, trabajar y ahorrar confiando en que, llegado el momento, se podrá disfrutar de lo acumulado), no resulta sencillo –si se toman en serio principios como el de que los individuos son fines en sí mismos, el de independencia y separabilidad de las personas o el de autonomía– justificar el sufrimiento o sacrificio de unos –que no son consultados– en nombre del bienestar de otros por venir (como tampoco cabe justificar, claro está, el despilfarro de unos, de nosotros, en el presente a costa del sufrimiento de las futuras generaciones).
Pero volvamos a nuestras paradojas, a las (supuestas) dificultades para conciliar la defensa del ideario con la despreocupación por su fundamentación. Tales paradojas, en buena medida, se desactivan a la luz de los esquemas anteriores, y de sus supuestos. Con buena gente y en medio de la abundancia tiene poco sentido entretenerse en perfilar las ideas de libertad, igualdad, comunidad o autorrealización. Si no hay intereses enfrentados, nadie disputa. Una vez destruido el capitalismo, la vocación cooperativa emergería y los conflictos desaparecerían. Y si no hay buena gente, tampoco importaría mucho porque, si hay abundancia, si hay de todo y para todos, no hay por qué pelearse para distribuir los bienes. En esas circunstancias, ¿para qué darle vueltas a los criterios reguladores, para qué precisar si estamos hablando de igualdad de oportunidades, igualdad de bienestar o igualdad de oportunidades para el bienestar? Y lo mismo vale para la idea de libertad: en el reino de la abundancia, tampoco parecía necesario entretenerse en precisar su sentido. Pensemos en dos imágenes distintas de la libertad. Se puede pensar en la libertad como la posibilidad, por ejemplo, de tener una solitaria casa junto al mar. En este caso, no todos podemos ser libres simultáneamente: si tú tienes una casa, otros no podrán disponer de ese bien, al menos en las mismas circunstancias. Si tú eres libre, yo no podré serlo. La razón es que hay una constricción, un problema de escasez, de modo que la libertad de todos se ve restringida por la opción libre de cada uno. Frente a este tipo de libertad, pensemos en otra imagen, asociada a otra idea de libertad sobre la que volveré más adelante: la libertad de hablar una lengua. Cuantos más hablantes haya de mi lengua, más libre soy yo para comunicarme, con más gente podré hablar. En este caso –por decirlo con el léxico de los economistas–, la libertad tiene economías de escala, mientras que, en el primer caso, la libertad de uno choca con la del otro, si uno gana el otro tiene que perder. Ahora bien, en condiciones de abundancia, cuando la playa es infinita, no hay diferencia entre un escenario y otro, entre ambas libertades: no hay conflicto, porque cada uno puede tener una casa solitaria en una costa inacabable. ¿Por qué, pues, entretenerse en precisar la idea? Tampoco parece que haya que darle muchas vueltas a la idea de la autorrealización en una sociedad en la que todo deseo puede ser satisfecho y donde existen medios para cualquier proyecto. Si un consumo me satura, pues a otro nuevo. Otro tanto ocurre con la idea de comunidad o fraternidad: si hay de todo para todos, resulta irrelevante que tú no procures mi bienestar.
Vistas así las cosas, se empieza a entender la indiferencia ética, la poca disposición para precisar los buenos principios. En la sociedad presente, porque son de realización imposible; en la sociedad futura, porque son inútiles. Con abundancia y hombres virtuosos, los conflictos desaparecen y con ellos la necesidad de apelar a principios; con el presente vinculado con el futuro por medio de secuencias inflexibles, no tiene mucho interés utilizarlos como criterio de valoración de una sociedad que se condena a sí misma. En suma, si
Marx no reflexionó sobre los problemas éticos no fue porque los menospreciara, sino porque, sencillamente, no valía la pena entretenerse en un problema que o no tenía solución por falso (en la sociedad capitalista) o se resolvería en el devenir de la historia (en la sociedad socialista).
El problema, claro, es que las teorías y conocimientos sobre los que levantó sus reflexiones ya no sirven, comenzando por la idea de abundancia. Si nos entregamos a la fantasía de preguntarnos qué diría hoy
Marx, podemos estar seguro que no le dolerían prendas a la hora de reconocer que se equivocó. Porque, y esa era quizá su mejor lección moral, el judío de Tréveris practicaba las virtudes epistémicas, era un hombre comprometido en serio con la verdad. La verdad teórica era también una cuestión moral, de decencia intelectual. Y ahí no negociaba. Lo dejó escrito en postfacio a la segunda edición del primer volumen de
El capital: “Había sonado la campana funeral de la ciencia económica burguesa. Ya no se trataba de si tal o cual teorema era o no verdadero, sino de si resultaba perjudicial, cómodo o molesto, de si infringía o no las ordenanzas de la policía. Los investigadores desinteresados fueron sustituidos por espadachines a sueldo y los estudios científicos imparciales dejaron el puesto a la conciencia turbia y a las perversas intenciones de la apologética”. De tiempo en tiempo conviene recordar esa otra lección sobre las relaciones entre ética y ciencia.
Félix Ovejero,
¿Es el capitalismo inmoral? La mirada de Marx, fronteraD, 03/10/2013
El autor manifiesta que recoge aquí, reescrito, una parte del capítulo primero
Proceso abierto. El socialismo después del socialismo, Barcelona, Tusquets, 2005.