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La locución "ganarse la vida" indica que la vida no es un regalo. Soñamos, sí, con una "vida regalada", pero en la inmensa mayoría de los casos pesa sobre nosotros la obligación de trabajar para lograr una posición en el mundo. Durante algunos años, la infancia y la adolescencia, vivimos en una situación de ociosidad subvencionada por los padres, por el Estado. Pero la educación que recibimos tiene la finalidad de hacernos autónomos, dotarnos de los instrumentos para valernos por nosotros mismos. Ésa es la paradoja que sienten los padres cuando de verdad se comprometen en la formación de sus hijos: su extraña misión consiste en crear individuos distintos de ellos, independientes. Sabemos que hoy a la juventud le resulta difícil y costoso obtener ingresos para pagar esa independencia -piso, alimentos, ocio- y eso explica actitudes dilatorias que prorrogan la permanencia en el hogar familiar y que permiten a esa juventud la aplicación de todos sus medios económicos a la última de las partidas (el ocio), compatible a menudo con una reclamación de libertad sin límites en lo tocante a los estilos de vida, no sólo independientes, sino muchas veces contrapuestos a los de los padres subvencionadores de las otras dos partidas (piso, alimentos). Pero hay que reconocer también que el imperativo de "ganarse la vida" y de desarrollar alguna especialización profesional ha carecido, desde el romanticismo a esta parte, de todo prestigio cultural y moral. El romanticismo nos ha legado al menos dos duraderos errores: el primero, comprender la subjetividad según el modelo del artista; y el segundo, comprender al artista según el modelo del genio. El resultado es la extendida creencia de que el verdadero hombre es aquel que, como el genio, vive exclusivamente para su propio mundo y sus necesidades interiores. En consecuencia, el modo de ganarse la vida se le antoja a este sujeto moderno -artista genial en potencia- algo enojoso, indigno de él, un accidente de la vulgar exterioridad ajena a su mundo. Si abandona su vida regalada, será sin convicción y forzado por razones meramente utilitarias, mezquinas, cuyos detalles velará por pudor.

2. Oriundo de Efeso, la más floreciente ciudad jonia tras ser destruida Mileto por los persas, Heráclito (544-484 circa) nació en el seno de una familia de linaje real, donde era hereditario el cargo de sacerdote oficiante de Démeter eleusina, y vinculado por eso mismo a esos Misterios. Su carácter severo, independiente, mordaz y taciturno, opuesto por igual a la tiranía y a los demagogos de la recién estrenada democracia, hizo que se retirase pronto del mundo para dedicarse en soledad al cultivo del pensamiento. Condenados nosotros a tener de ese libro sólo unos pocos fragmentos sueltos, reconocemos en ellos un texto unitario e insólitamente inspirado. Conciso y radical, a la vez que flexible y abarcador en sus conceptos, agraciado por la originalidad del clásico y maestro en el manejo de la paradoja, lo que afirma es siempre sagaz y a menudo irónico. De Pitágoras, por ejemplo, comenta que enseña muchas cosas, pero “no a ser inteligente.” De las cosas en general, valiosas y menos valiosas, dice que están iluminadas por una llama divina omnipresente.«Lo que he entendido es elevado, y elevado también parece lo que no entendí. Pero para descifrarlo todo habría que ser un buzo de Delos».
2.2. El rasgo de no ser hecho —en la doble acepción de no ser «creado» y no ser tampoco dato muerto, facticidad— distingue la visión griega y la nuestra. Nuestro mundo es cada vez más un «hecho» y, en cuanto tal, está hecho o fabricado por alguien, que puede ser o bien un demiurgo antropomórfico como el judío o bien la imaginación humana en general. El cosmos griego es ante todo un «orden» físico a la vez que un «ornamento», penetrado en todas partes por un logos «sabio», cuya conducta recuerda a «un niño que juega y tira los dados» (Frag. 52). Heráclito supone que el universo está llamado a oscilar entre un estado de expansión y una reversión de todas las cosas al fuego primordial, reelaborando así concepciones inmemoriales que la cosmología contemporánea ha resucitado con la teoría de la explosión originaria (hipótesis del «huevo cósmico» o big-bang) y el universo pulsante. Contemplándolo a vista de pájaro, se diría que la “razón” alegada por Heráclito es un retorno indirecto –mediado por la ciencia ya alcanzada con él y sus predecesores- a ese espíritu que anima todas las cosas del mundo para la mentalidad prefilosófica, y del cual se retira el análisis por supersticioso y sólo psicológico, emocional. Purificado de magia y temblor subjetivo, el logos equivale a inteligencia natural o inmanente, que está en nosotros porque nosotros pertenecemos a la physis. Reconciliador, pues, de la exigencia analítica con lo más primigenio e irracional del ánimo, este concepto puede rivalizar con el cálculo pitagórico a la hora de considerarse el más influyente en la historia del pensamiento. Sus primeras fisuras no se observan hasta bien entrado el siglo XIX en Europa, y vienen acompañadas por una crisis general de fundamentos para todo tipo de ciencia.«Este cosmos, que es el mismo para todos, no ha sido hecho por ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que siempre fue, es y será un fuego eterno y vivo que se enciende y se apaga obedeciendo a medida» (Frag. 30).
La presencia afirmativa y estable no pasa de ser un sueño –y algunos, dice otro fragmento, no distinguen la vigilia del sueño-, que se paga al precio del sinsentido universal. Pensando la existencia como devenir, Heráclito no sólo describe su violencia sino lo que tiene de «cumplimiento» para las cosas. Lo racional se distingue tanto de lo simplemente positivo como de lo simplemente negativo, porque captado en sí es más bien negación de la negación, de acuerdo con una expresión acuñada milenios más tarde por Hegel. El devenir pone en la unidad inmediata de algo una diferencia, pero al hacerlo permite que «retorne sobre sí mismo» (fr. 51). Lo otro a que llega no es entonces un otro realmente, sino su otro, lo suyo mismo. Aparece así la physis como una dinámica de auto-nacimiento en la diversificación.«Lo mismo es viviente y muerto, despierto y durmiendo, joven y viejo; pues esto al cambiar es aquello y aquello al cambiar es de nuevo esto» (Fr. 88).
Por eso es necesario invertir el criterio común sobre lo afirmativo y lo negativo:«Para las almas es muerte llegar a ser agua, para el agua es muerte llegar a ser tierra, y de la tierra nace el agua, del agua el alma» (Fr. 36).
«Lo contrapuesto concuerda, y de los discordantes se forma la más bella armonía, y todo se engendra por la discordia» (Fr. 8)«De los contrarios, el que conduce al nacer se llama guerra (pólemos) y discordia; el que conduce a la aniquilación se llama concordia y paz» (Fr. 80).
| Hannah Arendt |