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by Zhan Linhai |
A pesar de ciertas apariencias, tenemos una irrefrenable tendencia a ser
uno más. Incluso mediante el procedimiento de no tratar de serlo, que es el modo en que confirmamos lo que nos parecemos. No está mal buscar ser únicos, y en eso nos diferenciamos: en serlo. Y en eso nos igualamos: en pretenderlo. No hemos de minusvalorar la sencillez y la lucidez que comporta saberse
uno de tantos. Ni el hecho de llegar a ser
nadie, cosa más celebrada por quienes tienen la posibilidad de elegir ese camino que por los que se ven conminados a tamaño silencio.
Pero, por otra parte, continúa buscándose ansiosamente
reconocimiento. Y, desde luego, quien posee un afán desmesurado de ser agasajado no tiene límite, ni cabe cumplimiento que lo sacie. Tamaña actitud garantiza al menos la permanente insatisfacción. Más allá de determinada voluntad por resultar notable, parecería que lo que se entiende por éxito incluye para algunos entronizar con ostentación la peculiaridad, a veces confundida con la originalidad. El desaforado intento de
marcar distanciasrespecto de lo que es aceptado sería finalmente la única distinción. Para ello, no es preciso llegar a ser extravagante, basta ser alguien digno de ser señalado, alguien cuyo signo sea esa significancia. Y no es necesario que uno se desenvuelva en entornos de mayor proyección social o pública. Cada quien se procura espacios en los que jugar esa suerte, la de no quedar identificado con lo que es corriente. Incluso cierta modestia podría llegar a ser un indicio de distinción.
Sin embargo, ciertas épocas, obsesionadas no pocas veces por el afán de seguridad, tienden a
uniformar los comportamientos, reactivando así modos de proceder
tipificados. Finalmente preferimos encontrar
cauces, que pueden llegar a ser
moldes por los que transitar, amparados en la confianza de no llamar la atención. Y mientras por un lado deseamos ser tan irrepetibles como sin duda cada quien a su modo es, por otra parte, las
pautasnos ofrecen pasos firmes y nos abrazamos a ellas ya que, como suele decirse, no parecen tiempos propicios ni para las improvisaciones, ni para las alegrías.
Nos debatimos, por tanto, entre ese carácter singular y único que nos constituye, y nos convoca a su despliegue, y una llamada, que con frecuencia hacemos nuestra, a estar cerca de lo que resulte más
frecuente o
habitual. Esto se convierte entonces en un cierto hogar, que cálidamente nos entrelaza en una suerte común.
No es fácil dilucidar el dilema. Podríamos incidir en la compatibilidad de lo uno y de lo múltiple y recurrir, por ejemplo, al
Parménidesde
Platón. Tal vez sería suficiente con traer una vez más a
Hegel y encontrar buenas razones para reconocer que cabe ser singular en el seno de lo universal. Pero tras tales recurrencias, convencidos de que no es mala semejante travesía, continuaríamos debatiéndonos con la necesidad de hacer
compatible el ser únicos con la de
estar vinculados con lo que quizá resulte desapercibido, con quienes no siempre se nos hacen explícitamente presentes. Es como si ello nos procurara una
identidad que ya no parece pertenecernos, que se impone como
un conjunto indiferenciado. Tanto que, en ocasiones, se nos plantea la tesitura de preservar o no esa conexión que nos enlaza.
Semejante conjunto puede ser asimismo cuantificado, contabilizado, medido, ordenado y propuesto como la verdadera realidad que considerar. Ahora bien, eso no evita que alguien nos importe con plenitud, nos importe todo, nos resulte todo, merezca todo. Y es lo que en verdad se corresponde con lo que cada ser humano es y significa. Que a decir de
Hölderlin seamos
insignificantes, no hace sino confirmar lo decisivo que somos
todos y cada uno,
todas y cada una, únicos, únicas.
Considerar que
todoses una simple adición ignora el sentido de la multiplicación de la potencia y de la energía que se despliega conjuntamente, y de los equilibrios y armonías que ello exige y comporta. Y por otro lado, semejante fuerza, o bien se expresa y se hace verdad en cada quien, o el conjunto es abstracta enumeración sin relación. Por eso, como
Montaignenos recuerda, son la amistad y la comunicación las que, en sus múltiples formas, nos marcan el camino. No sólo del entrelazamiento, sino de la auténtica capacidad de ser únicos. En nuestro contexto, en nuestro espacio, cabe ser alguien no sólo individual sino insustituible y, en todo caso, necesario e imprescindible. No reconocer
el carácter único de cada quien es tan poco digno como hacer prevalecer el propio para ignorar el de los demás.
La voluntad de confeccionar una imagen conformada mediante la anulación de nuestras singularidades, consideradas como rarezas que habrían de ser eliminadas, a fin de ofrecer una composición agradable de
identidades disecadas, facilitaría la labor de ojos escrutadores. Expertos en encontrar otras distinciones, tras ignorar cuanto define las diferencias en las que se basa toda cordialidad, facilitan así un catálogo de generalidades incisivas.
La proliferación de individuos desalmados se nutre de lo más desalmado de cada uno de los individuos, que consiste precisamente en confundir su condición y su carácter único con la apatía e indiferencia que aplana a los demás. Cuando es necesario esgrimir que
todos son iguales para
hacerse el único, se confirma la vulgaridad de esa excepción.
La cultura y la educación, el pensamiento y el conocimiento, la ciencia y las artes vividos en la libertad de creación, la sensibilidad y el afecto, el compromiso y la entrega, en su
diversidad, son nuestro aliento de
recreación como únicos. En ellos venimos a ser realmente, cada quien a su modo, según sus posibilidades, extraordinarios, diferentes. Cualquier esfuerzo de razonable armonización se sustenta en el acuerdo y la concordia de eso que, con no poca imprecisión, entendemos sin embargo como
ser uno mismo. Y serlo no es ninguna suerte de individualidad aislada y autosuficiente. No radica en ello la
autonomía, sino en la capacidad de valerse para elegir compartir espacios y proyectos, desafíos y situaciones, no pocas de enorme complejidad.
La disciplina que requieren las travesías no se agota en el diseño de las rutas. Los nómadas, los errantes, los caminantes, hacen el itinerario con su forma singular de ser, con sus condiciones personales de vida y desde sus propia necesidades. Ni siquiera
un objetivo común, tantas veces requerido, ha de silenciar la palabra de quien sólo en ella y con ella se dice como único, que es la primera condición de lo excelente. Desplegar este ser único es el modo más generoso de construir
un destino común. Pero sin olvidar que,
puestos a ser únicos, no lo somos sólo nosotros.
Ángel Gabilondo,
Todos únicos, El salto del Ángel, 04/06/2013