
Es con la lógica como probamos, pero es con la intuición como descubrimos. Saber criticar es bueno, saber crear es mejor.
Henri Poincaré
Pablo Malo, 06/10/2024 [https:]]
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I
En una entrevista que le hizo el inolvidable Joaquín Soler Serrano -¡aquellas impecables entrevistas en la televisión en blanco y negro!-, Juan Larrea dejó ir esta confesión: «Uno no es más que un balón, recibe patadas de un lado y de otro hasta que alguien un día grita gol»
II
Yo me siento desde hace algún tiempo ese "uno" del que habla Larrea. Recibo las propuestas más dispares para participar en proyectos interesantísimos... pero no me da la clepsidra para tanto.
III
Hoy he mantenido una reunión, muy agradable, con unas personas que utilizaban el verbo "prototipar" con tanta liberalidad que he acabado desconfiando de ellas.
La amenaza del tedio tiene mucho que ver con las temporalidades de la modernidad, con la estructuración entre trabajo asalariado y tiempo de ocio. El ocio y el miedo al tedio parecen estar estrechamente relacionados: las conquistas de las clases trabajadoras en términos de horario de jornada y jornadas semanales, vacaciones y jubilación se han traducido en la más grande de las industrias contemporáneas, la de la modelación del tiempo de ocio en tiempo de atención controlada por dispositivos de fascinación.
Fue en este contexto, y en los primeros momentos de la digitalización de la cultura, cuando aparecieron los videojuegos. De hecho el videojuego y el desarrollo del ordenador y de internet están estrechamente entrelazados. Las fuerzas más poderosas de los primeros momentos del computador personal estuvieron representadas por los jugadores y diseñadores de videojuegos. Nació así una nueva narrativa, una estructura formal que todos reconocemos: marco de juego, objetivos, puntuación, niveles, ... Personales o colectivos, más o menos miméticos, más o menos sofisticados, los videojuegos impusieron una narrativa que fluyó y contaminó a los bestsellers, películas y series.
En los momentos álgidos de la primera crisis económica del capitalismo producida en y por el entorno digital, 2008, nació también la extensión de esta narrativa a todos los momentos de la vida: el orden gerencial del trabajo, la propia configuración de proyectos, el mito de la educación como juego. La gamificación (sigo usando el neologismo a pesar de que la RAE recomiende "ludificación", para preservar la distancia entre una concepción lúdica y una concepción gamificada). La nueva gerencia organizó las empresas como si fueran entornos de juego: el fordismo se dividió en proyectos, la competitividad en puntuación, las viejas órdenes del jefe en objetivos, las emociones de aburrimiento en la empresa se tradujeron en una suerte de diversión obligada por la jerarquía. Así, una y otra vez nos repiten el mismo mantra en el contexto de la educación: hacer del tiempo del aula un tiempo de diversión, competencia, logros, éxito.
Fernando Broncano, Tedio, políticas del goce y gamificación, El laberinto de la identidad 16/11/2024
I
Hoy he llegado puntualísimo a la cita a la que ayer llegué con un día de antelación. He salido de casa al mismo tiempo, pero he ido andando desde la estación de Sant Adrià hasta mi destino, la sede de Enciclopèdia Catalana, en Venezuela 105, y he vuelto de la misma manera, pero caminando a paso lento, porque así lo requería mi amigable compañía.
II
Las casas se habitan y como se habitan se degradan. De repente una puerta cierra mal. Al principio te molesta y te dices que hay que llamar a alguien para que la arregle, pero pasa el tiempo y te acostumbras a la puerta que cierra mal... como te acostumbras a la ducha que gotea cuando quiere, a la bombilla que ya no obedece al interruptor, a la cisterna que se muestra caprichosa, a esa madera que necesita un carpintero, a la marca en la pared que dejó un nieto... y así, sin darte cuenta, tu casa se convierte en la casa de los abuelos, que es la casa en la que todo funciona sui generis, cada vez más sui generis.
III
Hay como una solidaridad empática en el envejecimiento entre tu casa y tú. Nos comprendemos mutuamente y nos reconocemos en nuestros mutuos achaques.
IV
Pero hay goteras a las que hay que poner arreglo por el riesgo de que vayan a más. Hoy ha venido un albañil de confianza. Ha mirado lo que tenía que mirar con ojo de escrutador avezado y ha decidido que la causa de la gotera y la humedad del techo del cuarto de la lavadora estaba en una bajante del tejado. Se ha subido, ha estado escudriñando y ha aparecido con una pelota de fútbol casi completamente desinflada que tapaba la entrada de un desagüe y que ya había dado lugar al crecimiento de varias plantas, cuyas raíces parecen ser la causa inmediata de las humedades. La causa remota son, claro está, mis nietos.
I
Cono soy un neurótico, he cogido el tren de las 9:30 en Ocata para llegar con holgura de tiempo a la reunión que tenía prevista a las 11:30 en la sede de Enciclopedia Catalana, en la calle Venezuela de Barcelona. Para las 10:10 ya estaba en la puerta. Como la mañana era una de esas espléndidas mañanas de otoño que parecen de primavera, he aprovechado para desayunar (mal) en un bar y dar una vuelta por el barrio. A las 11:30, con rigurosa puntualidad, he hecho acto de presencia. Puntual, sí, pero con un día de adelanto. La reunión no era el jueves sino el viernes. Me pasan cosas de este tipo con frecuencia. Gracias a Dios peco de un marcado exceso de puntualidad y no de impuntualidad. Para sacarle partido a la mañana me he cortado el pelo, me he arreglado la barba y he ido andando hasta la estación de Sant Adrià.
II
A resaltar los juegos de sombras de los plátanos medio deshojados proyectadas sobre las paredes de las casas y la superficie de las aceras.
III
Necesitaría una semana entera de plácida indolencia, en una cabaña en la montaña con vistas maravillosas, nubes rimbombantes pasando sobre mi cabeza y mañanas regaladas como la de hoy. Y no leer, no escribir, no contestar al teléfono, y dedicarme por entero a ver pasar nubes, como Rousseau en el lago de Brienne, de famosas aguas cristalinas. Dicen que esas aguas alivian penas y amarguras, aligeran el espíritu y esponjan el alma.
IV
Vivo estos cambios turbulentos de la presión atmosférica con molestias diversas en el estómago y en los oídos. Las gotas frías pasan por mi cuerpo como una onda radiactiva y me dejan encogido y triste... pero no he de dejar que me venzan. El mejor argumento contra la derrota es una agenda activa.
I
Camino de la librería La Central recordé de repente que allí cerca hay una pastelería con nos dulces buenísimos de cabello de ángel. Y allí me fui. Había previsto otra cosa: pasar por una librería de viejo cercana, pero la memoria del paladar impuso su autoridad y acabé entre los dulces. ¿Estoy moderando mi fidelidad a las librerías de viejo?
II
A la salida me encontré con una joven a la que había conocido en Molpeceres en una especie de seminario que impartí sobre el Frankenstein de Mary Shelley. Fue ella la que me reconoció a mí y estuvimos hablando de las casualidades de la vida. Me contó que estaba haciendo un master en la UB y los apuntes que tomó en Molpeceres le estaban sirviendo de mucho. Le explique que iba a la presentación de Los extrañados, de Jorge Freire.
III
Tras abandonar a la joven me encontré con Teresa Sala, profesora de la UB, a la que hacía un montón de años que no veía. Por supuesto, hablamos de las casualidades dela vida.
IV
La presentación del libro creo que fue amena y ágil. Era la primera vez que veía a Jorge Freire cara a cara, pero curiosamente nuestros caminos se habían cruzado, sin permitirnos encontrarnos, una enorme cantidad de veces. Nos conocíamos a distancia. Salieron a relucir, por supuesto, las casualidades de la vida. Entre los asistentes, Miquel Seguró y la joven de Molpeceres.
Lo leí en el periódico a través del móvil
y me quedé ojiplático. La noticia decía que el Banco de España había prohibido
la emisión de un programa del humorista David Broncano porque el personaje al
que entrevistaba (el «ufólogo» Iker Jiménez) confesaba que la fuente secreta de
su fortuna era una plataforma de inversión capaz de reportar beneficios tan
increíbles que todo el sistema bancario podía venirse abajo…
A los quince segundos me di cuenta de que era una treta publicitaria (además de una estafa piramidal), pero durante ese tiempo fui víctima, como miles de millones de personas cada día, de una noticia falsa. En el mundo hay «fábricas» dedicadas, las veinticuatro horas del día, al lucrativo negocio de producir desinformación a demanda; actividad para la que, además de crear falsos artículos de periódico y vincularlos a direcciones web originales (a esto se le llama «cloaking»), difunden imágenes trucadas, videos falsos y hasta imitaciones de voz generadas por IA. La capacidad para engañar en la jungla digital es casi infinita.
Y cuando hablo de engaño no me refiero solo a caer víctima de una estafa económica, sino también política. Acabamos de ver ganar las elecciones del país más poderoso del mundo a un tipo que acusa a los inmigrantes de comerse las mascotas de la gente. ¿Cómo es esto posible? Es cierto que el poder se ha construido casi siempre alrededor de mitos, sofismas y mentiras de lo más burdo. Pero pensábamos que en nuestras sociedades democráticas, descreídas y relativamente bien educadas, esto ya no era posible. Y ya ven.
¿Cómo salvarnos de esta epidemia de desinformación, puesta muchas veces al servicio de estrategias políticas fascistoides que creíamos marginales, pero que van lentamente ganando terreno en nuestras permisivas e inevitablemente complejas democracias? No es fácil responder. Los medios tradicionales ya no son una referencia común, y la ciudadanía se disgrega en facciones o «parroquias» mediáticas (perfiles sociales, grupos en redes, seguidores de tal o cual personaje…), tan polarizadas y aisladas entre sí que impiden contrastar la información o mirar las cosas desde otro punto de vista.
Frente a esto se pueden proponer medidas regulatorias que sometan a un mínimo control de calidad los flujos de información, pero dado el carácter global y la titularidad (fundamentalmente privada) de estos flujos, tales medidas serían poco menos que testimoniales. Valdría mucho más invertir en educación. La escuela es hoy el único lugar de socialización que permanece relativamente a salvo de la descomposición ideológica de nuestras comunidades. Me refiero eminentemente a la escuela pública, pues gran parte de la privada y concertada tiende a reflejar el mismo patrón de segmentación que produce el mundo digital.
Solo una escuela pública fuerte, que nos obligue desde niños a convivir y dialogar con los demás, por diferentes que sean de nosotros, y que nos enseñe a juzgar de manera crítica, profunda y desapasionada la información que recibimos a diario, podría salvarnos de la siniestra involución histórica que asoma desde casi cualquier lugar desde el que oteemos el horizonte.
I
Anda el invierno enseñándonos las orejas entre amenazas de tormentas. Llevamos semanas bajo cielos revueltos y amenazas de gotas frías y tras el desastre de Valencia nadie parece dispuesto a jugar con los avisos de alarma. Estamos condenados a vivir cada vez más asustados, porque estamos condenados a advertirnos de las acechanzas de lo posible. Y lo posible siempre crece en detrimento de lo real.
II
Llovía ayer por la tarde cuando llegué a la estación de Sants y decidí ir andando hasta Catalunya Ràdio, donde me esperaba un reencuentro con Sílvia Cóppulo para una larga entrevista para su programa El divan. No sé si los que lo oigan lo encontrarán o no interesante, pero lo cierto es que nos reímos mucho. Es extraña la afinidad, la proximidad, incluso, que sientes con ciertas personas. Son presencias que cobijan.
III
Esta tarde le presento a Jorge Freire, a quien tanto aprecio, su último libro, Los extrañados. Es un libro magnífico. A ver si la gota fría nos deja en paz y podemos hacer la presentación que el libro merece porque aquí, en Cataluña, cuando hay tormentas lo primero que se resiente es el transporte público.
I.
Me pregunta B. desde París por qué me he saltado en este casi-diario la experiencia del Machu Picchu, que, a su parecer, fue el punto culminante de nuestro viaje al Perú. La respuesta es que cuando vives con rapidez, la memoria va empujando a lo vivido hacia atrás. Pero hay otra razón y es que el Machu Picchu, con toda su monumental grandeza, fue un pelín decepcionante.
II
El día comenzó con un madrugón. Nos levantamos a las 4:00 porque un coche tenía que llevarnos hasta la estación del tren de Ollantaytambo para coger allí el tren panorámico que nos llevaría lleva al pueblo de Aguas Calientes, un pueblo invadido por el turismo (por ese turismo que pretendemos no encontrar cuando hacemos turismo). El viaje en tren, remontando la orilla izquierda del río Vilcanota mereció la pena porque era una entrada progresiva en la selva. A nuestra derecha una joven española estuvo todo el trayecto pendiente de su móvil. No recuerdo haberla visto ni una vez mirando por la ventana. A nuestra izquierda, al otro lado del río Vilcanota, veíamos caminar con envidia a los esforzados aventureros que hacían a pie el camino inca para llegar a Machu Picchu como hay que llegar, andando. Ellos entraron a la ciudad por su puerta natural, en lo alto de una montaña, de manera que se encontraban a la ciudad a sus pies. Nosotros tuvimos que subir a un autobús en Aguas Calientes para llegar a la entrada adaptada a los turistas.
III
Sí, sin duda, el lugar impresiona, sobre todo por la relación que mantiene con las cimas de las montañas que lo rodean. Es un lugar para mirar hacia arriba, hacia el cielo, y sentirte un poco un ave que anida en el nido sagrado de los Andes. Pero yo no tuve tiempo de abandonarme a la imaginación, porque algo muy concreto me mantuvo muy pegado a mi estricta realidad: los voraces mosquitos, que me acribillaron. Habitualmente suelen pasar de mí y prefieren otras sangres. Los de Machu Picchu se cebaron en mí, dejándome los brazos como un campo de batalla.
IV
Con respecto a los incas, tuve siempre la impresión de que lo que nos contaban con vehemencia los guías turísticos era en gran medida una invención de su propio mito del buen salvaje.
V
Represamos al hotel cuando ya era noche cerrada, agotados. En fin, que nos sometimos a la maldición del turista moderno.
I
El sábado pasado mi mujer y yo fuimos en coche hasta Lérida. Esta es una época ideal para viajar en coche por las carreteras de la Cataluña interior. El otoño tiñe los paisajes con una dulce luz pastel y entre los verdes vivos de los pinos, los verdes amarillentos cansados de las hojas de los olmos y abedules y los brotes nuevos de los cereales, todo parece estrenarse. Además la luz, que ilumina en noviembre con discreción, alarga los paisajes hasta horizontes remotos y algo irreales. Hay como un toque de fantasía en la realidad.
II
Nos paramos a comer en Cervera, que nos recibió envuelta en una niebla espesa. Es un placer viajar sin prisas, pararte a tu antojo, detenerte en lo pequeño para admirar lo grande. Sentir a la camarera (que carecía de cualquier atisbo del sentido de la prisa) ofrecerte "lo pa, carinyos", y disfrutar de una "escudella" calentita mientras afuera la niebla sigue su curso. Al dejar Cervera volvió la luz de la tarde y con ella la alegría del viaje.
III
Lerida nos recibió con un frío soportable. En el Carrer Major, a rebosar de gente, una castañera colombiana -sí, colombiana- nos vendió un cucurucho de castañas (las primeras del año). Poco antes habíamos pasado por delante del restaurante Paisa, que sirven comidas típicas de Colombia. Muchos negros jóvenes y muchas familias de marroquíes.
IV
Hoy he pasado la mañana en Almenar, un pueblecito al norte de la ciudad de Lérida, entre gente amable y magníficos profesionales, hablando de la lectoescritura, defendiendo que hay que leer en defensa propia y desarrollando mi tesis de que leer es situar un texto en su preciso contexto. Sin información contextual (lo que no está en el texto, pero lo explica) no hay comprensión lectora:
V.
Como ayer apareció en el diario ARA un artículo mío titulado Elogio del ladrón de peras, me esperaba alguna broma en esta tierra de hortelanos y frutales, pero no me que regalaran una caja de peras. Ha sido un detalle no carente de emoción.
La victoria de Donald Trump en las elecciones de 2024 se está comprendiendo bajo dos puntos de vista: el primero, como la derrota de los partidarios de la globalización de los mercados, junto a todo el aparato institucional y legal que la sostiene; el segundo, el que me importa aquí, como la derrota de la cultura de los movimientos sociales y del interseccionalismo, calificada como cultura “woke” por sus enemigos. El movimiento MAGA parece haber calado en muchas capas de la población apoyándose en brechas existentes en la cultura norteamericana: la brecha de quienes acceden y no a la educación superior, la brecha de la religión, y especialmente la de las iglesias evangélicas y, tercero, la brecha de género, en particular en lo que se refiere a los varones temerosos de los avances del feminismo.
En lo que respecta al punto de vista económico, la inflación y la presión o el pánico moral emigratorio han sido factores muy importantes en las decisiones de voto de las clases medias bajas, incluyendo las que tienen orígenes emigrantes, pero este factor es menos importante que la gran ola reaccionaria contra la cultura de los movimientos sociales, que, por unos medios u otros, ha logrado una cierta hegemonía en los medios de comunicación y los medios sociales. Este crecimiento, que irradia a otras muchas zonas del mundo, y especialmente a los países desarrollados occidentales, tiene bases profundas que tienen que ver tanto con la transformación económica y cultural de las clases sociales como con la fuerza política que adquirieron los movimientos sociales de género, raza, orientación afectiva y preocupación ecológica. Una fuerza que ha desbordado en sus límites a la de las puras políticas socialdemócratas del estado de bienestar y, en cierta forma, a las propias estructuras del capitalismo globalizador.
Esta fuerza cultural ha amenazado también y sobre todo a los más profundos elementos simbólicos que sostuvieron la historia norteamericana y, por extensión, la de buena parte de los países bajo su influencia. Me refiero a lo que se ha llamado el sueño americano y a la utopía asociada, que ha sido uno de los componentes básicos del neoliberalismo más tardío. El “sueño americano”, una expresión popularizada por el historiador Truslow Adams en 1931 (The Epic of America), se sostiene en varios pilares: el primero es la creación de un mito sobre lo que significa el sentido de la vida: formar una familia estándar, adquirir una casa amplia y confortable, tener una alta capacidad de consumo de bienes (automóviles, electrodomésticos,…), expectativas de un trabajo con rendimientos crecientes, que se amplía a los hijos. Este elemento tienen un importante componente de envidia por el éxito económico de otros ha sido analizado con muy buena intuición por la teórica australiana Caryl Osborn en su libro Tragic Novels. Renè Girard an the American Dream). Osborn sostiene que la ideología de superación de los estamentos sociales y la igualdad jurídica activa una suerte de emulación y mímesis de la riqueza, que conduce a que en el imaginario, el éxito económico y la legitimación de la idea de la patria vayan unidos. El segundo componente religioso, tal como enseñó Weber, une la idea de una vida digna con la de una vida económicamente productiva.
En tercer y no menos importante lugar está el valor de las familias. Este componente del sueño americano ha sido exhaustiva y luminosa por la, también australiana, Melinda Cooper en Los valores de la familia, que analiza la intrínseca relación del capitalismo y el fomento de un tipo particular de familia: aquel que puede hacerse cargo de todo lo que consideramos fracasos de mercado: el cuidado y formación de los hijos, la salud, la vejez, …, todo aquello que la socialdemocracia considera bienes públicos, pero que el capitalismo prefiere instalar en lo privado a través de leyes que protejan el derecho (de hecho la obligación) de las familias a hacerse cargo de todo lo que entraña la temporalidad de la vida humana.
Los movimientos “woke” han sido vistos como la gran amenaza a este modelo de familia y con el a toda la estructura de sentimiento asociada al sueño americano. La idea de una familia en peligro por la desindustrialización y la globalización, por las nuevas formas de afecto no heteronormativas, por el abandono de los valores puritanos religiosos, la idea de que una emigración culturalmente extraña (islámica, africana,…) será también una ruptura del modelo ideológico-económico de familia, forma es el centro de gravedad del miedo reaccionario que ha activado el movimiento MAGA lo mismo que el de sus variantes europeas.
Se ha iniciado así una guerra cultural, con su consiguiente carrera de armas culturales para defender este modelo frente a las amenazas. En este sentido, el interseccionalismo ha desarrollado un aparato cultural complejo con una audiencia amplia (las sociedades están polarizadas más o menos en una mitad contra otra mitad), pero también lo ha hecho en un formato que a veces no es entendido y, lo que es entendido, lo es como amenaza por parte de una gran parte de la población. La idea de “somos el 99%” de David Graeber en los años de la indignación no ha calado por muchas razones, una de ellas por incompetencia comunicativa, otras están relacionadas con que la misma fábrica del interseccionalismo está construida sobre fricciones y tensiones no fácilmente solubles. Algunos casos recientes en la política española muestran que estas fricciones son reales y no simples emanaciones de intereses o actitudes personales.
El clarividente libro de Carly Osborn ha optado por una línea que no me parece tan incompetente: la de buscar las fracturas de ese sueño utópico en sus mismas bases, recogiendo lo que ha sido la gran tradición de la literatura suburbana, que analiza las ansiedades y muros insalvables del sueño americano. Ella analiza varias obras que recorren varios aspectos de este sueño: Muerte de un viajante (Arthur Miller, 1949): es una de las mejores exposiciones de la utopía neoliberal del éxito social. Actual pese a la distancia temporal. Las vírgenes suicidas (Jeffrey Eugenides, 1993 y su versión cinematográfica de Sofía Coppola, 1999): un narrador colectivo, la vecindad suburbana, incapaz de duelo y de comprensión de su propio fracaso, situada en las crisis del Detroit de los primeros setenta. Revolutionary Road (Richard Yates, 1961 y su versión cinematográfica de Sam Mendes, 2008): la fractura del sueño masculino, vista desde la mirada de una esposa. La tormenta de hielo (Rick Moody, 1994 y su versión cinematográfica de Ang Lee 1997): una revisión trágica de la revolución sexual de los setenta y de las contradicciones del deseo como deseo ontológico. Son cuatro obras que tienen un trasfondo trágico, en el que el sacrificio de alguien es un resultado inevitable de la imposibilidad de resolución de las contradicciones internas del mito del sueño americano.
El mito utópico neoliberal, en sus versiones ahora neoconservadoras fundamentalistas, es una máquina de sufrimiento y ansiedad, la estructura de sentimiento básica del capitalismo avanzado. Esa ansiedad se proyecta contra el enemigo interno, pero es estructuralmente necesaria para las bases de la envidia mimética que sostiene el mito y que produce una temporalidad desgarrada, incapaz de hacerse cargo de la propia ubicación y del origen de las fragilidades propias.
Se ha dicho muchas veces, y tal vez con mucha razón, que el movimiento interseccional solo ha distribuido ira y no esperanza, que no ha sido capaz de elaborar un horizonte de vida alternativo, que no sea el de una constante y eterna guerra contra los adversarios. Seguramente, es mi hipótesis, porque la pura reacción cultural no entraña capacidades de creación de tiempos conjuntos de libertad, solo de fraternidades internas a las diversas variantes de los movimientos: gays y lesbianas que consideran que la utopía se puede vivir, pero solo en el mundo gay, o ecologismo de aislamiento en pequeñas granjas, o …
No se trata de una crítica más a las políticas culturales interseccionales. Por el contrario, reconozco que no es sencillo pensar una alternativa y que esta solo surgirá de nuevas prácticas, más que de las cabezas intelectuales. Mientras, las nuevas redes políticas que usan la desesperación y la ansiedad están teniendo un éxito notable aprovechando las contradicciones de sus propios seguidores. Ahora bien, en esta carrera de armas culturales, esta estrategia es una calle de doble dirección. Nuevos lenguajes, nuevas formas de entender las contradicciones de quienes están en el lado adversario pueden ayudar a cambiar esta marea que, por el momento parece un tsunami.
Fernando Broncano, MAGA y los wokes, El laberinto de la identidad 08/11/2024
I
Cena en el restaurante El Deseo de Madrid tras la presentación, amenísima, del libro de Nuno Crato Elogio del libro de texto en la universidad Camilo José Cela. Buena gente, buen ambiente, buena cena e, inevitablemente, Trump sobre la mesa. Alguno de los presentes explicaba su triunfo electoral por la falta de educación del electorado norteamericano. Si no, no entendía como un patán como él podía haber dado una paliza electoral a Kamala Harris. Se me ocurrió decir que el electorado norteamericano ha tenido tradicionalmente mucho mejor olfato electoral que el europeo y que, en todo caso, los que le han dado el triunfo a Trump son, mayoritariamente, los que le dieron el triunfo a Biden hace 4 años. Si eran inteligentes al elegir a Biden, ahora lo son con más experiencia.
II
Cuando más hablo sobre las elecciones norteamericanas con unos y con otros más clara veo la disyuntiva a la que se enfrentaron los electores: tenían que elegir entre el exceso y la locura. El problema el que para unos era el exceso para otros era la locura.
III
Conté la anécdota de aquel político que tras dar un mitin electoral fue efusivamente felicitado por una de sus entusiastas seguidoras que le dijo. «Toda la gente de bien está con usted», a lo que el político respondió «Pues con ellos no tengo suficiente»
IV
A muchos europeos parece que les gustaría que los americanos delegaran sus votos en ellos porque, por lo visto, conocemos sus intereses mejor que ellos.
V
Y hablando de libros de texto, esta joya:
Igual es impopular cuestionar esto ahora,
pero no puedo evitarlo: lo de que «el pueblo salve al pueblo» me suena a
adulación irresponsable, a consuelo sentimental, o peor aún, a consigna
antisistema de los que buscan imponer tumultuosamente el suyo. Lo siento, pero
por dulce que suene a los oídos, no creo que el pueblo se baste a sí mismo para
salvarse.
El pueblo no salva al pueblo, en primer lugar, porque no puede. El arrojo y la solidaridad demostrados por miles de personas, especialmente jóvenes, ha sido y es ejemplar. Pero con esa muestra entusiasta de entrega no basta. Las carreteras, vías, puentes o viviendas no se reconstruyen con escobones y palas. La complejidad de nuestras modernas sociedades (y sofisticadas necesidades) es tal que la intervención del Estado resulta imprescindible no solo para gobernarlas, sino también para reconstituirlas tras cualquier desastre.
Tampoco parece que el pueblo pueda librar al pueblo de aquellos que, parasitando su dolor, lo utilizan para generar odio y caos. Fíjense que mientras que el Estado ha tardado una insufrible eternidad en llegar a las zonas afectadas por la inundación en Valencia, los bulos más burdos (junto a un grupúsculo de demagogos profesionales y hooligans ultras) han proliferado en cuestión de horas.
El pueblo no salva al pueblo tal como nadie se libra fácilmente a sí mismo de sus propias incongruencias. No podemos exigir más recursos, ayudas, infraestructuras y servicios (frente a pandemias, crisis, volcanes o inundaciones) y dejarnos luego seducir por la ola neoliberal que recorta derechos y niega el valor de los impuestos. No podemos exigir estrictas medidas de prevención (por ejemplo, en zonas inundables) para apoyar después a quienes las consideran un obstáculo para el desarrollo económico (o más bien para la especulación urbanística). No podemos cuidarnos del cambio climático y reírle luego las gracias (e incluso votar) a quienes lo ningunean en las instituciones. O una cosa o la otra. Las dos a la vez solo caben en la cabeza de un niño, o en las lenguas de quienes tratan al pueblo como a tal.
A los muertos de Valencia se los ha llevado una monstruosa tromba de agua y la incompetencia de quienes no avisaron ni tomaron medidas a tiempo. Sin duda. Pero la responsabilidad de la irresponsabilidad de esos políticos, junto a muchas de las circunstancias e incongruencias que han rodeado esta catástrofe (y las anteriores y las que estén por venir), son también asunto nuestro, de todos. El pueblo no salvará al pueblo celebrando a sus aduladores o golpeando a sus torpes e inoportunos gobernantes (máxime cuando los ha elegido él), sino dando un paso adelante para participar activa y congruentemente en los asuntos públicos. El pueblo no necesita piropos, salvapatrias ni reyes que les den la mano, sino ciudadanos críticos que, más allá de «clientes» puntualmente indignados con los «servicios» del Estado, se sientan plenamente corresponsables del bien común, animándose a participar en las instituciones y el aparato civil (partidos, asociaciones, ONG…) que las rodea. En otro caso, mucho me temo que la indignación popular se quede en gritos para hoy y olvido e indiferencia para mañana.
I
Según Maeztu, de haber padecido los franceses un 98, «habrían gritado: "¡Nos han hecho traición!" Los alemanes hubieran demostrado la decadencia de la civilización [...]. Alguna aristocracia anglosajona nos dejaría dicho que el mundo, ingrato, no la merecía. Cuando a los españoles nos acontece algo grave, lo primero que se nos ocurre es echarnos, por de pronto, la culpa».
II
Y hoy no tengo ganas de añadir nada más.
¿Por qué los hombres “aceptan” tan bien los prejuicios y la superstición? ¿Por qué combaten por su servidumbre como si se tratara de su salvación? ¿Por qué el deseo de vida se convierte en la mayoría de los casos en su contrario, el deseo de opresión? Esta cuestión no existe, en Spinoza, más que de manera implícita. La expresión: los hombres “luchan por su esclavitud como si se tratara de su salvación”, está incluida en una larga frase del prefacio del Tratado teológico‐político, en la que Spinoza opone el interés mayor del régimen monárquico al de una República libre, desde el punto de vista de la libertad de juzgar. A la pregunta implícita del “por qué” no se encuentra en este pasaje más que una respuesta débil: a los hombres se les ha engañado. Sin embargo, la potencia de la pregunta, reclama una explicación más profunda, por la constitución misma del ser humano, es decir, el deseo. El apéndice de la parte I de la Ética y el escolio de la proposición 9 de la parte III nos dan los elementos para tal respuesta.
“Éste [el apetito] no es otra cosa que la esencia misma del hombre” y, por consiguiente, “juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos” (escolio). El apéndice afirma por otra parte que todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que todos poseen apetito de buscar lo que les es útil, y de ello son conscientes. De ahí, se sigue, primero que los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo, que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber: con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues ya no les queda motivo alguno de duda. La definición del hombre como deseo, la ilusión inmediata de su libertad (como libre albedrío), su comportamiento espontáneamente finalista en su búsqueda de la utilidad propia, son las tres entradas al problema de la servidumbre.
La ilusión de la libertad —que puede ser tomada en Spinoza como un dato inmediato de la conciencia— y el comportamiento espontáneamente finalista en la búsqueda de la utilidad propia, determinan necesariamente la orientación del conatus hacia la ficción finalista. En el fondo, en efecto —a causa de su impotencia nativa— el sujeto es temeroso, inquieto, de una inquietud fundamental frente al caos y a la fragmentación del universo. La ficción se construye pues para resistir y responder a esta “inquietud”, para que se disipe la angustia y que, por fin, según la expresión de Spinoza, los hombres “se tranquilicen”. Spinoza desvía así la representación (aquí la de la ficción) de la simple función de conocimiento (verdadero o falso) que era tradicionalmente la suya, para hacer de ella la relación existencial/imaginaria que los hombres mantienen, por una necesidad natural debida a su situación de impotencia, con la verdadera realidad. Nosotros constatamos, sin embargo, que en su elaboración misma, la representación como ficción va a contribuir a profundizar el desprecio original y por ello a perpetuarla, por otro lado, sin verdaderamente calmar la inquietud, sino por una huida hacia adelante... Los hombres son movidos más bien por la opinión que por la verdadera razón; pero si la fuerza de lo verdadero puede suprimir —por sustitución— la ilusión y la ficción, la ausencia de duda, que envuelve la creencia (que no es certidumbre pero que, para el ignorante vale como tal), las mantiene y las hace siempre más reales. La realidad de la representación, aquí ilusoria y ficticia, se vuelve así cada vez más impositiva y por ello alienante al separar a los hombres de su propia esencia o de su potencia, es decir, de su deseo como afirmación de la vida. Es que la ficción finalista se ha convertido en un verdadero sistema, la estructura a partir de la cual todos los hombres viven y piensan, de la que la idea de un Dios‐Persona es a la vez Fundamento, Origen y Fin.
Laurent Bove, "La servidumbre, objeto paradójico del deseo", La estrategia del conatus. Afirmación y resistencia en Spinoza, Madrid, Tierradenadie 2009
La grandeza del hombre es grande, porque el hombre conoce su miseria.Un árbol no conoce su miseria. Es, pues, ser miserable el hecho de sentirse miserable; pero es ser grande, el hecho de conocer que se es miserable.
I
Pobre pueblo, el que se cree superior a sus políticos.
II
El pueblo que se cree superior a sus políticos está condenado a vivir en una curiosa mezcla de entusiasmo narcisista y decepción consigo mismo.
III
La indignación es una muy singular categoría política. Para ser constructiva tiene que negarse a sí misma y convertirse en acción.
IV
La acción colectiva no es eficiente sin una forma u otra de delegación y jerarquización de la propia capacidad de actuar, lo cual somete a tensiones obvias al colectivo que se cree superior a sus gestores.
V
Estamos en vísperas del duelo en el OK Corral; Harris vs. Trump. Se insiste en que las fuerzas están muy equilibradas y que el resultado final depende del partido que tomen los indecisos. ¡Pobre pueblo el que está en manos de los indecisos!
VI
De una manera u otra todos nosotros estamos en manos de los indecisos norteamericanos. Su voto tendrá repercusiones en nuestras vidas.
VII
Siendo Trump tan evidentemente grosero, ¿por qué hay tanta gente que lo considera superior a Harris?
VIII
En unas elecciones no tiene garantizada la victoria el que es más sabio o más honesto, sino el que es capaz de generar consensos más amplios en torno a sí mismo. En este sentido el consenso es siempre la prueba de que la política es inevitablemente sofística.
Una vegada fet el recompte final de les votacions per escollir les Fotofilosofies que representaran a l'escola el pròxim 20 de novembre a la Mostra d'enguany, els resultats finals han estat els següents:
III
"Solo el pueblo salva al pueblo", oigo decir. Pero se pide más ejército y más tecnología. Todo es comprensible.
IV
¿En una guerra civil en qué lado están los salvadores?
V
Hay una verdad de la política que se muestra en los momentos de solidaridad ante los desastres colectivos y otra verdad que se muestra en los momentos de enfrentamiento civil (esbozados en los enfrentamientos a pequeña escala en las zonas oscuras de la solidaridad: los robos). Y aún hay otra verdad: siempre es posible el paso de la solidaridad al enfrentamiento.
VI
Hay como una pulsión creciendo entre las toneladas de lodo y lágrimas: la de hacerle algún sacrificio humano a la naturaleza.
VII
No tiene nada que ver con lo anterior, pero me temo que cuando comenzó a llover el día del diluvio universal probablemente más de uno celebrara que, al fin, llegaron las lluvias.
II
Vivimos días de exageración mayúscula. Las desgracias son reales y muy dolorosas. Están ahí. Hay cientos de cadáveres en Valencia, miles de personas sin consuelo, un panorama desolador. Y como ni las cosas se resuelven con la diligencia que nos gustaría ni las autoridades explican claramente a qué es debida esta falta de diligencia, concluimos que «España es la vergüenza de Europa».
III
Como las exageraciones son sustituidas pronto por otras exageraciones, lo que queda es el tono, mientras el contenido varía. La exageración acaba aburriendo al espectador.
Algo ... que me parece muy interesante, son las tres paradojas de la democracia en las que se detiene Popper. Estas paradojas nacen de debilidades aparentes de las sociedades abiertas y están presentes en el ejemplo (más o menos) ficticio del arranque de esta carta.
1. La paradoja de la democracia. Una mayoría de los ciudadanos podría votar a favor de que nos gobierne un tirano. Popper saca esta paradoja de La República de Platón, donde el griego advierte de que la tiranía podría llegar al poder “por medio de la democracia”, al “convertir a un hombre en su campeón o conductor partidario” y “exaltar su posición, atribuyéndole una supuesta grandeza”.
2. La paradoja de la libertad. Popper también avisa de que “la libertad, en el sentido de ausencia de todo control restrictivo, debe conducir a una severísima coerción, ya que deja a los poderosos en libertad para esclavizar a los débiles”. Por citar un ejemplo de su libro, sin regulación laboral, los empresarios podrían aprovecharse de los trabajadores en situaciones desesperadas, que se verían en situación de “aceptar cualquier cosa para no morirse de hambre”. Sobre el papel, lo harían en libertad.
3. La paradoja de la tolerancia. Esta es la más conocida, sobre todo desde hace unos años, cuando viralizaron vídeos de ciudadanos dando tortas a nazis e incluso se publicó algún libro (buenísimo) sobre dilemas éticos en cuyo título se hacía referencia a puñetazos y fascistas. Según la paradoja, los intolerantes pueden aprovechar la libertad y la democracia para difundir sus mensajes antidemocráticos, lo que podría llevar a “la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia”.
A pesar de lo que se dice a menudo, Popper no cree que debamos impedir la expresión de ideas intolerantes (o pegar a nazis por la calle, salvo en defensa propia): “Mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, sin duda, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a encontrarnos en el escenario de los argumentos racionales”. Mientras los antidemócratas no rehúyan el debate y recurran “al uso de sus puños y pistolas”, nosotros no debemos reclamar “en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes”. No hay que pegar a los nazis: basta con no votarles.
En esta idea han incidido pensadores posteriores como Martha C. Nussbaum y John Rawls. Rawls añadía algo muy interesante en Una teoría de la justicia: la actitud abierta por nuestra parte no es por hacerles un favor a los intolerantes. Los intolerantes no tienen derecho a quejarse si se vulneran sus libertades. Lo hacemos por nosotros, no por ellos, ya que tenemos el deber de preservar las condiciones que aseguran que la sociedad siga siendo libre y justa.
Para Popper, estas paradojas no son curiosidades intelectuales, sino problemas que pueden poner en peligro la democracia. El ejemplo más claro (y típico) es el de Adolf Hitler: el partido nazi fue el más votado en 1932 y 1933, aunque sin alcanzar la mayoría absoluta, y Hitler fue nombrado canciller. Y hay casos muy recientes: Vladímir Putin, Nicolás Maduro y Recep Tayyip Erdogan ganaron elecciones y luego procedieron a limar (o a seguir limando) las garantías democráticas, con el objetivo de perpetuarse en el poder. Como dijo el propio Erdogan, “la democracia es un tranvía: cuando llegas a tu parada, te bajas”.
No existe ningún medio infalible para evitar estas paradojas, escribe Popper, pero sí algunas salvaguardas que nos ayudan a enfrentarnos a ellas. Como, sobre todo, los mecanismos que nos permiten elegir al Gobierno y también desalojarlo cuando lo decidamos, además de preservar instituciones libres e independientes que ayuden a garantizar la libertad y la democracia, como la justicia, el parlamento o la prensa.
Esta es la diferencia (como ya comentamos hace unas semanas) entre la Venezuela de Maduro y los Estados Unidos de Donald Trump. Tras las elecciones de 2020, el estadounidense intentó quedarse en la Casa Blanca a pesar de haber perdido las elecciones, pero se encontró con instituciones independientes que le plantaron cara: el Congreso, el Senado, la prensa y su vicepresidente, además, por supuesto, de una gran parte de la ciudadanía. Maduro lo tiene, de momento, más fácil para quedarse en el poder a pesar de que todo indica que perdió las elecciones. Tras años de autocracia ha arrasado con la oposición interna y con la independencia de esas instituciones que deberían actuar de contrapeso a su poder.
El objetivo de Popper en La sociedad abierta y sus enemigos no es averiguar cómo lograr el mejor Gobierno, sino cómo evitar totalitarismos y dictaduras: una mala política en democracia es preferible “al sojuzgamiento por una tiranía, por sabia o benévola que ésta sea”. El motivo está claro: al Gobierno malo siempre lo podemos echar, pero con la tiranía la cosa se complica. Es más, que podamos votar y cambiar un Gobierno es uno de los motivos que explican que las democracias sean más prósperas: podemos probar, corregir y mejorar. En cambio, autocracias como las de Putin o Maduro solo pueden ir a peor porque sus errores no tienen consecuencias.
Jaime Rubio Hancock, Las paradojas de la democracia, Filosofía inútil 23/10/2024
El historiador Robert Paxton pasó el 6 de enero de 2021 pegado a su televisor. Estaba en su piso de Upper Manhattan cuando vio a una multitud que se dirigía hacia el Capitolio, sobrepasaba las barreras de seguridad y los cordones policiales e irrumpía en el interior. Muchos asistentes llevaban la gorra de béisbol roja de MAGA, mientras que otros lucían la gorra de color naranja brillante propia del grupo de extrema derecha de los Proud Boys. Unos cuantos iban vestidos de forma más estrambótica. ¿Quiénes son estos personajes con ropa de camuflaje y cuernos? se preguntó. “Me quedé absolutamente atrapado”, me dijo Paxton cuando fui a verle este verano a su casa del valle del Hudson. “No imaginaba que pudiera haber un espectáculo así”.
Paxton, de 92 años, es uno de los mayores expertos estadounidenses en fascismo y quizá el mayor especialista estadounidense vivo en la historia europea de mediados del siglo XX. Su libro de 1972, La Francia de Vichy: vieja guardia y nuevo orden, 1940-1944, estudia las fuerzas políticas internas que llevaron a los franceses a colaborar con los ocupantes nazis y obligaron al país a hacer un exhaustivo examen de conciencia sobre lo ocurrido durante la guerra.
La obra resultó muy actual cuando Donald Trump obtuvo la nominación republicana en 2016 y empezaron a proliferar en la prensa estadounidense artículos que comparaban la política estadounidense con la de Europa en los años treinta. Michiko Kakutani, entonces jefa de la sección de libros de The New York Times, convirtió la reseña de una nueva biografía de Hitler en una alegoría poco disimulada sobre un “payaso” y un “imbécil”, un ególatra y un mentiroso patológico con el don de saber leer y explotar la debilidad. En The Washington Post, el comentarista conservador Robert Kagan escribió: “Así es como el fascismo llega a Estados Unidos. No con botas y manos en alto”, sino “con un charlatán televisivo”.
En un artículo escrito para un periódico francés y reproducido a principios de 2017 en Harper’s Magazine, Paxton pedía contención. “Debemos dudar antes de aplicar una etiqueta tan tóxica”, advertía. Paxton reconocía que el “ceño fruncido” y la “mandíbula prominente” de Trump recordaban a “los absurdos gestos melodramáticos de Mussolini” y que Trump tenía afición a echar la culpa de la “decadencia nacional” a “los extranjeros y las minorías despreciadas”; todos ellos, componentes básicos del fascismo, según escribía en el artículo. Pero la palabra se utilizaba con tanta ligereza que había perdido su poder esclarecedor. A pesar de las semejanzas superficiales, había demasiadas diferencias. Los primeros fascistas, decía, “prometieron vencer la debilidad y la decadencia nacional a base de fortalecer el Estado y subordinar los intereses de los individuos a los de la comunidad”. Por el contrario, Trump y sus compinches querían “subordinar los intereses de la comunidad a los de los individuos; al menos, los de los individuos ricos”.
(Sin embargo)El 6 de enero fue un punto de inflexión. Para un historiador estadounidense de la Europa del siglo XX, era difícil no ver en la insurrección ecos de los Camisas Negras de Mussolini, que en 1922 marcharon hacia Roma y tomaron la capital, o de la revuelta violenta protagonizada por veteranos de la guerra y grupos de extrema derecha en el Parlamento francés, en 1934, para trastocar la toma de posesión de un nuevo Gobierno de izquierdas. Pero las analogías importaban menos que lo que a Paxton le pareció una transformación del propio trumpismo. “Hubo un giro hacia el uso de la violencia tan explícito, descarado y deliberado que no quedaba más remedio que cambiar la forma de hablar sobre ello”, dijo Paxton. “Pensé que era necesario un nuevo lenguaje porque estaba ocurriendo algo nuevo”.
Un redactor de Newsweek se puso en contacto con Paxton y este decidió anunciar públicamente que había cambiado de opinión. En un artículo publicado en internet el 11 de enero de 2021, Paxton escribió que la invasión del Capitolio “elimina cualquier objeción que pueda tener a la etiqueta de fascista”. Las palabras de Trump que “alentaron la violencia civil para anular unas elecciones traspasaron una línea roja”, continuaba. “Ahora, la etiqueta parece no solo aceptable, sino necesaria”.
Este verano pregunté a Paxton si, casi cuatro años después, se reafirmaba en su pronunciamiento. Con cautela pero franco, me dijo que no cree que el uso de la palabra tenga ninguna utilidad política, pero reiteró el diagnóstico. “Está aflorando desde abajo en aspectos muy preocupantes, de forma muy parecida a los fascismos originales”, contestó. “Es lo mismo, de verdad”.
Llamar a alguien o algo “fascista” es la máxima expresión de la repulsión moral, un impulso emocional al que es difícil resistirse. Pero el fascismo tiene un significado específico y, en los últimos años, el debate se ha centrado en dos preguntas: ¿Es una descripción certera de Trump? ¿Y es útil?
La mayoría de los comentaristas responden sí o no a ambas preguntas. Paxton es, en cierto modo, el único que responde sí a la primera y no a la segunda. “Sigo pensando que es una palabra que caldea más que esclarece”, dijo mientras contemplábamos, sentados, el río Hudson. “Es como hacer estallar una bomba de pintura”.
Me dijo que lo que vio el 6 de enero le sigue afectando todavía; le ha costado “aceptar que los otros son unos conciudadanos con motivos legítimos para quejarse”. Eso no quiere decir, aclaró, que no haya quejas legítimas, sino que la forma política de abordarlas ha cambiado. En su opinión, el trumpismo se ha convertido en algo que “no es obra de Trump, curiosamente. Es decir, lo es, si pensamos en sus mítines. Pero él no ha enviado a gente a que organice estas cosas; han germinado sin más, por lo que yo sé”.
A Hitler no lo eligieron —señaló—, sino que lo designó legalmente el presidente conservador Paul von Hindenburg. “Una teoría”, dijo, “es que, si no hubieran convencido a Hindenburg para que eligiera a Hitler, la burbuja habría estallado y el nuevo canciller de Alemania habría sido un conservador normal y no un fascista. Y creo que esa es una hipótesis verosímil, porque Hitler estaba perdiendo peso”. En Italia, Mussolini también fue nombrado legítimamente. “Lo escogió el rey”, dijo Paxton, “a Mussolini no le habría hecho falta marchar sobre Roma”.
El poder de Trump, sugiere Paxton, parece diferente. “Da la impresión de que el fenómeno de Trump tiene una base social mucho más sólida”, dice. “Una base que no tenían ni Hitler ni Mussolini”.
Elisabeth Zerofsky, ¿Es Trump un fascista?, El País 03/11/2024
Se culpa ahora al feminismo del machismo de un político de la “nueva izquierda” como si la lucha por la igualdad solo estuviera en los partidos y fuera patrimonio exclusivo de los posmoalternativos. Pero fueron ellos quienes cometieron el grave error de ir a por lo que bautizaron como “feminismo clásico”. Porque decían que era del PSOE cuando era y es de todas las españolas. Atacaron sin complejos a figuras destacadas y activistas y despreciaron a las bases. Primero tildándolas de blancas privilegiadas colonizadoras (será que las que están en la cúpula de estas organizaciones son unas pobres obreras negras, será que no tienen chachas limpiando en casa mientras ellas cambian el mundo). Luego nos intentaron colar el oxímoron del feminismo islámico, como si la misoginia de Mahoma fuera mejor que la de la Curia Vaticana, como si a las moras nos encantara taparnos y convertirnos en trad wifes multicultis. Eso les daba una nota de color que disimulaba su racismo. Un racismo que llevó a una de sus más destacadas figuras a contarme a mí lo que significa ser mujer, inmigrante, musulmana y trabajadora de una fábrica y a tildarme de reaccionaria por afirmar que quiero igualdad de derechos.
Luego nos vinieron con la regulación de la prostitución. Ada Colau dio subvenciones tanto a islamistas como a entidades que daban cursos de prostitución. Pablo Iglesias elevó a los altares a una actriz porno. A ellos debemos la propagación de la idea de que los niños pueden decidir sobre su sexualidad sin el amparo de los padres. Nos presentaron lo que antes se consideraban perversiones como prácticas subversivas que desafían el orden establecido. Nos contaron que no había nada más revolucionario que maquillarte y ponerte falda y zapatos de tacón. “Feminismo es cuidar”, sentenció Pablo Echenique. Incluso nos expulsaron del “sujeto político del feminismo”. No, nunca nos representaron y prueba de ello son todas las veces que el movimiento señaló sus traiciones a la agenda por la igualdad. También intentaron convencernos de que no existen los sexos y no se sabe lo que es una mujer (Errejón parece que lo tiene claro). Teníamos que aceptar ser tildadas de mujeres cis o progenitoras gestantes o menstruantes. Ninguno de ellos se definió nunca por sus secreciones, ellos estaban por encima y dictaban lo que tenía que ser y cómo tenía que ser el feminismo. Fue una apropiación indebida, un intento de sustitución parasitaria. El feminismo está donde siempre estuvo: en pie por la igualdad con la agenda en la mano.
Najat el Hachmi, No son el feminismo, El País 01/11/2024
En la mayoría de las personas, el proceso mental del lenguaje tiene especial dominancia en el hemisferio izquierdo del cerebro. En el lóbulo frontal de ese hemisferio —en la llamada área de Broca, en honor al neurólogo que fue su descubridor— se hallan las neuronas ejecutoras del habla, las que organizan las secuencias o trenes de palabras y frases y llevan a la laringe y demás centros vocales periféricos las órdenes para emitirlas. Es el cerebro que nos permite hablar, el cerebro del habla, propiamente dicho, mientras que el cerebro que nos permite comprender el significado de las palabras y las oraciones se encuentra en el lóbulo temporal del mismo hemisferio izquierdo —la llamada área de Wernicke, igualmente en reconocimiento al neurólogo que fue su descubridor—. Simplificando, pues, podemos decir que el área de Broca contiene las neuronas que nos permiten hablar, y el área de Wernicke las que nos permiten comprender el habla, el significado de lo que hablamos y de lo que hablan las demás personas.
Pero esa simple dualidad parece ahora complicarse al entrar en juego la corteza prefrontal, región del cerebro humano implicada en las más altas funciones mentales, pues parece contribuir también significativamente a la esencia lingüística de las palabras, es decir, a su significado cognitivo. Hasta ahora, los análisis de imágenes del flujo sanguíneo cerebral habían permitido establecer mapas del significado de las palabras en pequeñas regiones cerebrales. Pero ahora, el neurocirujano Ziv Williams y sus colaboradores de la facultad de medicina en la Universidad de Harvard (EE UU) han ido más allá, poniendo de manifiesto que en la corteza prefrontal hay neuronas individuales que codifican en tiempo real el significado específico de las palabras. Es un importante descubrimiento para saber cómo el cerebro las almacena.
La exploración experimental que realizaron esos investigadores consistió en implantar electrodos en el cerebro de 10 pacientes sometidos a cirugía para determinar el origen de sus convulsiones epilépticas. De ese modo, registraron la actividad individual de alrededor de 300 neuronas de cada paciente en la corteza prefrontal del hemisferio izquierdo, el dominante para el lenguaje. Así, registraron las neuronas que se activaban y el momento en que lo hacían cuando los pacientes oían múltiples frases cortas de unas 450 palabras. Lo que observaron fue que para cada palabra se activaban dos o tres diferentes neuronas y que las palabras que activaban al mismo grupo de neuronas pertenecían a categorías similares, como acciones (verbos) o personas.
Igualmente, observaron que las palabras que el cerebro podía asociar entre ellas como “pato” y “huevo” activaban algunas de las mismas neuronas, y las que tenían un significado similar como “rata” y “ratón” originaron patrones similares de actividad neuronal. También hallaron neuronas que respondieron a conceptos menos precisos o abstractos como “detrás” o “encima”. Impresiona especialmente el que los investigadores fueran capaces de determinar, por los registros de su actividad, no solo las neuronas que correspondían a cada palabra y su categoría, sino también el orden en que fueron pronunciadas. Aunque no podían recrear las frases con exactitud, podían saber, por ejemplo, que una frase contenía un animal, una acción y una comida, por ese orden. Todo ello, como decimos, en base exclusiva a la actividad de las neuronas registradas.
Los investigadores afirman que las neuronas de la corteza prefrontal distinguen a las palabras por su significado, y no por su sonido, pues cuando, por ejemplo, una persona oye la palabra inglesa son (hijo en español) se activan las neuronas asociadas con la palabra familia, lo que no ocurre cuando la palabra es sun (sol en español), a pesar de que su pronunciación es la misma en inglés.
Aunque las observaciones se limitaron a una pequeña parte de la corteza cerebral prefrontal, la principal conclusión de este importante trabajo, publicado recientemente en la prestigiosa revista Nature, es que los significados de las palabras están agrupados del mismo modo en todos los cerebros humanos, los cuales utilizan las mismas categorías estándar para clasificarlas y dar sentido a los sonidos. Todo ello es un paso importante para saber cómo el cerebro almacena las palabras y sus significados. Más allá de eso, siempre sobrevive la incógnita de cómo el cerebro convierte la actividad de las neuronas (materia) en conocimiento semántico (imaginación).
Ignacio Morgado, Así almacena el cerebro las palabras: agrupándolas por significado, El País 28/10(2024
... ¿para qué sirve el periodismo?
El culto a la inmediatez y a la productividad, agravado por los ritmos vertiginosos de las redes sociales y el delirio del clic, ha transformado el periodismo hasta volverlo irreconocible. Mejor dicho: lo que ha cambiado, de forma más profunda y dramática, es la forma en que la sociedad entiende el periodismo y cómo los ciudadanos se acercan (o no) a él. Mientras que las redacciones libran batallas múltiples para ofrecer a sus lectores un espacio crítico y de calidad, la falta de recursos y el demérito de la verdad (por parte de un mercado que no parece ver en ella mucho más que un soporte para mensajes publicitarios) van ganando terreno y quemándolo a su paso.
El problema es a la vez económico y cultural. Nuestros ojos, hiperactivos y cansados por el exceso de estímulos, toman parte del periodismo como un outlet de entretenimiento más; sucumbimos al tic nervioso que nos lleva a abrir el teléfono y consultar a toda prisa el portal de un diario. El giro digital no solo ha acelerado los tiempos de redacción, sino también de lectura. Impera el consumo de contenidos superficiales, la acumulación de titulares y notificaciones de última hora sin una narración meditada que los contextualice o trascienda. Acercarse a la prensa en internet a menudo significa entrar en una rueda de hámster enfermiza: satisface una pulsión a corto plazo, aplaca momentáneamente la adicción a la información, pero no logra profundizar en la función principal del periodismo: fomentar el espíritu crítico, y democratizarlo. La necesidad de saber, de estar al día desplaza la voluntad de preguntarse, de reflexionar, incluso de empatizar con los otros sobre los que se lee.
Maximizar la velocidad de la información a costa de la reflexión reduce la verdad a una cuestión binaria: o sí o no, o falso o cierto, o malo o bueno. Su único fin es resolver un problema, zanjar una cuestión. Se pierde el valor más profundo de la verdad: su búsqueda. Es cuestionándonos cuando activamos nuestras ideas y percepciones, y alcanzamos un mayor entendimiento de cuanto nos rodea.
Amanda Mauri, La esperanza según Teresa, El País 28/10/2024
No es el preguntar por el ser un preguntarse vacío; no es discutir sobre si una persona en particular es «buena» o «mala» (en sentido moral), sino que es superar estas concepciones con tal de dotarnos de una profundidad de pensar y de sentir mucho más elevada. En definitiva, la pregunta por el ser no es más que la pregunta por lo más esencial de la existencia. Soy existente precisamente porque me muevo en el ser.
Y es que sería cuanto menos un insulto al pensamiento filosófico occidental si se ignorara a los hombres que, a partir de la sorpresa, indagaron en la pregunta que estoy planteando en el presente trabajo; hombres gracias a los cuales Aristóteles puso sobre la mesa la pregunta por el ser, oscura y densa, por cierto; y gracias a todos ellos se ha intentado seguir filosofando debidamente, a excepción de algunas épocas en las que nos alejamos de aquello esencial.
El asombro, la sorpresa y, en cierta manera, la angustia que genera la grandeza de la realidad es lo que nos da el empujón a preguntarnos por el más allá. Y no es un «más allá» en un sentido cristiano o teológico. Es más bien, como diría Edmund Husserl (1859-1938): «volver a las cosas mismas». ¿Por qué hay cosas que son como son y no son de otra manera? ¿Por qué esta cosa es esta cosa y no otra completamente diferente? ¿Qué es lo que hace que esta cosa haya llegado aquí, justo para que la perciban mis sentidos? Si tenemos estas cuestiones en cuenta: ¿hacia dónde debería tender la humanidad, y cómo deberíamos relacionarnos con el ser? Antes de todo: ¿qué es, o podría ser, el ser?
Ya Parménides abrió la puerta hacia el preguntar la pregunta por el ser y la Verdad (sin moralina). Y, tal y como nos enseñó, la Verdad jamás se dejará encontrar con facilidad. De hecho, aunque intentemos forzar su aparición, es improbable que ésta aparezca como si de una flor en primavera se tratase. Aunque, quién sabe; habrá que «darle vueltas» al asunto.
Ahora que se ha «preguntado la pregunta» por el ser, se puede empezar a indagar en él; a tratar de iluminar la pregunta más oscura y nebulosa de la filosofía.
Marcos Castells y Giménez, ¿Qué es preguntar la pregunta por el ser?, jotdown 26/10/2024
En la serie de televisión Vórtice, un policía que investiga un suceso en una playa con la ayuda de la realidad virtual descubre lo impensable. En un momento dado, y a causa de un error del sistema, el protagonista entra en contacto con el tiempo pretérito en el que su mujer fue asesinada. Por esa rendija temporal puede trasladarse a entonces y tratar de descubrir qué sucedió. Al poco de empezar su investigación se da cuenta de que las decisiones que toma en ese pasado para descubrir lo sucedido afectan irremediablemente a su presente. Las consecuencias, insospechadas e indeseadas, le afectarán no solamente a él. Al tratar de reconducir y modificar el pasado para evitar que su mujer vuelva a ser asesinada, va modificando también las vidas de los demás. Habrá personas que nunca llegarán a conocerse, amantes que no se entrelazarán, hijos que no llegarán a nacer y vivos que tampoco fallecerán. Todo por cambiar una coma del pasado.
Miquel Seguró, El tiempo no solo es oro: por qué intento ser puntual, El País 26/10/2024