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Según su Autobiografía (1936), a los 22 años tuvo que enfrentarse a su desafío vital: Chesterton enfrentó una crisis personal y llegó a una serie de conclusiones que quedaron impregnadas en su obra y componen el cuerpo de su pensamiento filosófico. Precisamente, en Lo que está mal en el mundo, aparece una idea clave: «A cada época la salva un pequeño puñado de hombres que tienen el coraje de ser inactuales».
La «inactualidad» en Chesterton hace referencia a quienes son capaces de situar su mirada en la universalidad. Para el autor, el gran don común a todos los seres humanos reside en la capacidad para asombrarnos ante la diversidad de un cosmos complejo, solo desordenado en apariencia y que nos supera en nuestra capacidad de comprensión y de estar en él. Por ese motivo, concluyó que solo la capacidad de asombro puede permitirnos reconocer cuál es nuestro lugar en el mundo. Bajo su mirada de la condición humana, el hombre es un ser extraviado en la inmensidad de un universo tan prolífico como inabarcable. Por eso, cada persona se encuentra en su peculiar pugna por hallar su «hogar» (su lugar en el mundo).
Y, para eso, el asombro debe ayudarnos a reconocer los universales que residen enmascarados detrás del orden de las apariencias. Es decir, debemos aprender a asombrarnos por la belleza del mundo, de la diversidad, de la posesión de salud cuando se tiene, de los dones materiales e inmateriales que cada uno recibe y que en multitud de ocasiones se desprecian al considerarlos parte íntegra de nuestra fortuna.
Aprender a mirar los pequeños detalles que construyen el día a día quiebra el cuento de las diferencias. Cada uno de nosotros formamos parte del mismo engranaje cosmológico y contribuimos a él. Solo cuando se pierde esta visión de lo sencillo nos desviamos de nuestro propio camino interior. Para Chesterton, que existan las diferencias sociales y el revanchista deseo de pugna entre individuos es porque estamos asumiendo un modo de vida intrascendente que ha de consumirse con el caminar del tiempo. De ahí que hiciese hincapié no en la figura del intelectual, del adinerado o de la persona que destaca por una u otra causa o habilidad, sino en quienes, desde la modestia de pretender únicamente ser quienes realmente son, quienes habitan la inactualidad.
Es a través de ese esfuerzo por discernir y aproximarse a lo universal que las ideas, los actos y los frutos de la existencia de las personas que el autor definió como «inactuales» se convierten en la piedra de toque capaz de evitar el colapso de cada época. La decadencia moral que Chesterton observó en los diferentes periodos de la historia siempre estuvo reflejada por un excesivo aprecio a los bienes materiales. Cuando el ser humano olvida su dimensión espiritual y reduce la noción de sí mismo a su cuerpo, su mente y sus apetitos pierde el camino de su propia evolución. También, porque el filósofo observó cómo la sociedad de la primera mitad del siglo XX se entregó a un nihilismo mal asumido, entendido como la liviandad caduca de cuanto existe. Y solo podía ser rescatada, quizá, por personas anacrónicas, enfrentadas a su tiempo, como él mismo se veía respecto a la época que le tocó vivir.
David Lorenzo Cardiel, Chesterton y la búsqueda de trascendencia, ethic.es 31/12/2024
La Ilustración prometió que, a medida que nos desprendiésemos de las formas tradicionales de autoridad, de la autoridad religiosa, de los modos tradicionales de organización, y nos convirtiéramos en criaturas plenamente razonadoras, también nos haríamos libres. Es difícil sostener que alguna de esas cosas nos caracterice hoy en día. Y que alguien, ya sea la izquierda o la derecha, suscriba profundamente esos ideales.
... el mismo neoliberalismo, como orden de gobierno de la razón, desechó la idea de que los seres humanos se liberarían por convertirse en personas humanas educadas, racionales y razonables, y en su lugar comenzó a tratarnos cada vez más a los seres humanos como mejor gobernados por los mercados y la moralidad que no pueden ser equiparados con la fuerza emancipadora de la razón pura. Pero la historia que cuento en el texto que estás leyendo, Las ruinas del neoliberalismo, el ascenso de las fuerzas antidemocráticas en Occidente, también pertenece a un nihilismo en constante crecimiento.
Si entendemos lo que ocurre con la Ilustración, y especialmente con el desafío a la autoridad religiosa y tradicional que supuso, como el desplazamiento de Dios por la ciencia, desató una crisis, narrada por pensadores tan diversos como Friedrich Nietzsche, Fiodor Dostoievski, León Tolstoi y otros. Hay una crisis que se despliega. Lo que la ciencia puede hacer es explicar cómo funcionan las cosas, por qué el mundo es como es a nivel biológico, físico, químico, matemático. Pero no puede hacer decirnos qué debemos valorar, qué es verdad sobre los seres humanos. No puede decirnos qué es lo que hace que la vida merezca la pena. Así, lo que la religión y la tradición proporcionaron durante tantos siglos, no solo en Occidente sino en otros lugares, se desmorona. Su autoridad es desplazada por la ciencia, pero no sustituida. Ese desplazamiento es hacia la naturaleza y el trabajo, y también a lo que algunos llaman nihilismo. Uno de los efectos importantes es que la propia verdad empieza a tambalearse y a temblar. La cuestión del valor comienza a desintegrarse y a diversificarse, de modo que un conjunto de valores ya no mantiene unida a una sociedad, En su lugar, los valores comienzan a multiplicarse. Y aparece una creciente sospecha sobre quién y qué tiene o genera la verdad, y una duda sobre la posibilidad misma de que haya una forma verdadera de vivir. Eso es nihilismo en toda regla. En ese momento, la promesa de la Ilustración, de que la razón nos emanciparía, se convierte en su contrario.
El neoliberalismo simplemente nos reduce a criaturas de los mercados y de la moral sin instalar la razón y una especie de libertad autoelaborada a través de hacer la propia vida. La gran promesa del liberalismo democrático ya no está suscripta por el neoliberalismo. Nos convierte en trozos de capital humano y en sujetos de la moral tradicional. Y luego, por otro lado, un nihilismo que se ha desplegado durante el último siglo y medio, que también socava una promesa emancipadora de la Ilustración. Se trivializaron e instrumentalizaron el valor y los valores, y especialmente la religión, que se convirtió en fuerza beligerante.
El neoliberalismo se está afianzando en Estados Unidos y está demoliendo la seguridad y el futuro de la clase trabajadora, los pobres y la clase media. Y al mismo tiempo, a esa misma población se le dice una y otra vez que la economía no es el problema. El problema es un Partido Demócrata que se dedica a regalar y proteger, no a los blancos, sino a todos los demás. Las feministas se convierten también en parte del problema porque se entiende que están destruyendo la familia, y también que están quitando oportunidades a los hombres, que entonces se sienten emasculados, castrados, débiles, destronados, expulsados de su lugar, del pedestal al que pertenecen. Todo esto allana el camino para una clase media y trabajadora blanca cada vez más enfadada, resentida, rencorosa e inclinada hacia una agenda antidemocrática, antiprogresista y antijusticia social, y reclutada para ello por una organización cultural y política muy eficaz por parte de la derecha.
Técnicamente, el neoliberalismo se opone al totalitarismo. Así se autopercibe. Los intelectuales neoliberales se autoperciben como liberadores del estatismo exagerado y prepotente que supone la socialdemocracia. Así que, técnicamente, antes, el neoliberalismo nace para oponerse a lo que entiende como el totalitarismo rastrero de cualquier esquema de justicia social. Para ellos es rastrero porque cualquier esquema de justicia social implica un plan estatal, una ingeniería social, una idea del bien, en lugar de dejar que el bien surja espontáneamente de los órdenes de los mercados y la moral que el neoliberalismo respalda. Con el neoliberalismo ocurre que se convierte en lo que podríamos llamar una forma “total” de gobierno. Se filtra en todas las instituciones y en todas las prácticas, nos convierte a cada uno de nosotros en trozos de capital competitivo. Tenemos que pensar en todo momento en cómo invertir en nosotros mismos y atraer a los inversores para poder no solo tener éxito, sino seguir vivos. Convierte todo lo que hacemos en una actividad empresarial. Todas las instituciones, incluidas las de enseñanza, o de bienestar social, o de protección, pasan a ser empresas. Todo en el nuevo orden liberal se convierte en marca, en autoinversión, en competir con otros autoinversores y en atraer a los inversores en tu propio capital humano para tu futuro. Eso incluye desde un hospital hasta una universidad, pasando por los individuos.La forma de gobernar que representa algo como el neoliberalismo es una forma de conducir nuestra conducta. Y no hay periodista, ni profesor, ni cuidador de niños que no lo comprenda. Una vez que vemos cómo el neoliberalismo conduce nuestra conducta, lo descubrimos en todas partes, como he escrito. También en nuestra vida social y de pareja, lo vemos en la forma en que criamos a nuestros hijos, en cómo construimos amistades y redes sociales. Esa forma de razón, como dice Foucault, en la que gobernar se orienta sobre todo a la protección y el aumento del capital y, yo añadiría, a asegurar un orden moral tradicional no regulado. Es lo que Foucault nos hace ver como una parte crucial de la neoliberalización de la sociedad. Las conferencias de Foucault sobre biopolítica, cuando da siete conferencias sobre diferentes corrientes del neoliberalismo y diferentes características del neoliberalismo, son textos claves. Hay muchos más detalles de los que he expuesto, pero lo importante, creo, es entenderlo como una forma de razón, una forma de gobernar, una forma de orquestación y construcción de la propia naturaleza de la sociedad, de la relación Estado-sujeto y, sobre todo, una forma de entender al ser humano en relación consigo mismo y en relación con los demás. Es mucho más que economía. Lo que es fascinante es que Margaret Thatcher entendió esto maravillosamente. En un momento dado, dijo que la economía es el método, pero el objetivo es rehacer el alma. Y lo que ella quería decir, creo, era el orden de un Estado social desmantelado, la eliminación de la desregulación de todas las formas de proveer al individuo, pero también todas las formas en las que podríamos proveer a los demás y lanzarnos a sobrevivir o morir. La economía era el método para hacer todo eso, pero el objetivo era convertir a los seres humanos en personas diferentes a las que habían sido en la socialdemocracia. El objetivo era, como decía el socialista, hacer una mujer nueva y un hombre nuevo (y ahora añadiría esa criatura no binaria nueva). El objetivo es personas que se ocupen solo de sí mismas o, como dijo Thatcher en un momento dado, de sí mismas y de sus familias y nada más. Llegaríamos a ser seres humanos no sociales, desocializados o incluso antisociales. Resultaríamos pacíficos, cooperativos, competitivos, porque nos preocuparíamos de ser responsables de nosotros mismos. Y por supuesto, los franceses introdujeron una palabra para esta responsabilización, que luego circuló por casi todas las lenguas. La tarea, la forma de neoliberalizar el alma y no solo la conducta económica era responsabilizar al individuo para hacerlo totalmente responsable de cada rasgo de su existencia. Y eso también es algo sobre lo que habló Foucault. Y se ve en líderes como Thatcher e incluso Emmanuel Macron hoy, una apreciación de esa dimensión foucaultiana del neoliberalismo.
La desigualdad no es algo inevitable ni inesperado. Los neoliberales honestos sabían que lo que pretendían era una sociedad en la que la desigualdad sería el resultado. La entendían como la consecuencia absolutamente natural del capitalismo no regulado. Lo frankensteiniano del neoliberalismo realmente existente es la cantidad de líderes demagógicos capaces de movilizar a las masas afectivamente energizadas y ávidas de una forma de solidaridad social y de poder social. Lo que los neoliberales tenían en mente era una ciudadanía completamente pacificada y neutralizada porque se responsabilizaría, estaría ocupada cuidando sus propios jardincitos individuales, y lo que tenían en mente eran Estados no dirigidos por demagogos, por locos, no dirigidos por neofascistas, sino más bien dirigidos por aquellos que apreciaban que el papel del Estado en un orden neoliberal era asegurar las condiciones para los mercados del capitalismo competitivo y los órdenes morales tradicionales. Eso significaba apuntalar esos hervideros y alimentarlos. No es que no hubiera lugar para el Estado, había bastante lugar para él. Ese es uno de los rasgos más importantes del neoliberalismo, la importancia del estatismo. Pero el Estado no estaría interviniendo en esos órdenes. Simplemente estaría asegurando la condición de esos órdenes y participando en la generación de leyes y políticas que aseguraran esos órdenes. Pero lo que tenemos, en cambio, son Estados fuertemente corruptos, a menudo plutocráticos, en los que la conjunción del poder económico y político es justo lo contrario de lo que los neoliberales tenían en mente. Lo que creían que necesitábamos era una separación entre el poder económico y el poder político, que se fundían en las socialdemocracias. Querían separar los mercados de los Estados, asegurar una especie de flujo entre ellos y asegurarse de que los Estados entendieran su papel adecuado, que era asegurar las condiciones económicas de crecimiento y competitividad, por un lado, y asegurar las condiciones del orden moral tradicional, por otro. Hoy tenemos otra cosa: masas con ira, líderes demagógicos, órdenes plutocráticos y Estados en los que las fusiones del poder económico y político nunca han sido mayores.
Margaret Thatcher lo dijo maravillosamente: “No existe la sociedad. Solo hay individuos”. No se puede repetir esa cita lo suficiente porque lo que ella expresó tan bellamente fue el esfuerzo neoliberal por desintegrar literalmente no solo la idea de sociedad, sino la práctica de lo social. En este contexto de nihilismo y valores desvinculados de cualquier fundamento sólido, es imposible no tener tipos de choques en el valor y la instrumentalización del valor, y los objetivos políticos para fines distintos de los que se enuncian. La derecha se viste de Iglesia y de pueblo, obviamente tratando de movilizar a una población en muchos casos para la plutocracia y la corrupción.
Jorge Fontevecchia, entrevista a Wendy Brown: "El paso siguiente del neoliberalismo puede ser la ultraderecha o un liberalismo moderado con preocupación social", perfil.com 27/11"021
Los demagogos son, de hecho, una enfermedad autoinmune de la democracia, como señaló por primera vez el sociólogo alemán Max Scheler hace más de un siglo. Para decirlo en pocas palabras, la demagogia no solo es sintomática del fracaso de las instituciones democráticas a la hora de responder eficazmente a desafíos antidemocráticos como el aumento de la desigualdad social, las expectativas defraudadas y el envenenamiento de las elecciones por el dinero sucio. Los demagogos inflaman y dañan de forma autodestructiva las células, los tejidos y los órganos de las instituciones democráticas. La demagogia se asemeja a un cáncer del cuerpo político conocido como democracia.
Para un médico, por supuesto, las comparaciones con la biociencia pueden ser solo retóricas. Pero la idea central está clara: como las democracias se enorgullecen de las garantías de “una persona, un voto” y de las promesas de dignidad y bienestar para todos, se buscan problemas cuando permiten que las desigualdades políticas, las injusticias sociales y las quejas de los ciudadanos arraiguen y se multipliquen. Estos fracasos de la democracia engendran en los ciudadanos sentimientos que se conocen como resentimiento (que Friedrich Nietzsche definía como un sentimiento de hostilidad envidiosa hacia lo que se percibe como fuente de las propias frustraciones). Se vuelven celosos y furiosos, nostálgicos de un pasado glorioso imaginario –que a menudo incluye las posesiones perdidas del imperio– y esperanzados por lo que consideran un retorno a la grandeza en el futuro. Esta decepción y esta amargura, mezcladas con la envidia y la esperanza, son graves patologías de la democracia. Son los desechos –los excrementos político-fecales sin tratar– en los que se incuban los demagogos.
Los demagogos en campaña tienen olfato para el resentimiento. Al olfatear el descontento generalizado de la población, se hacen cargo de un partido político o de una coalición que dice tener una línea directa con los descontentos. Con dinero, rebosantes de confianza narcisista en sí mismos, haciendo buen uso de los derechos públicos de reunión y de las libertades de los medios de comunicación, aspiran a ganar las próximas elecciones. Lanzan tranquilizadoras proclamas de moderación. Construir cabezas de puente verbales con los oponentes, empujar sutilmente los límites de lo que se puede decir, “entrelazarse con el enemigo” y parecer “inofensivo” son prioridades. Hay promesas de gobierno responsable y momentos en los que parece que nunca hubieran roto un plato. Pero, a medida que la campaña se endurece, surgen apelaciones toscas al “pueblo”.
La retórica del demagogo sobre “el pueblo” está diseñada para movilizar a sectores de la población y confirmarles quiénes son: El Pueblo. La demagogia es demolatría (el culto al pueblo en lugar de a los dioses). La demagogia es ventriloquia. Millones de votantes descontentos encuentran atractivas las promesas del demagogo. La emoción aumenta a medida que se acerca el día de las elecciones. Con la ayuda de montones de dinero, determinación en abundancia, una participación decente y una pizca de buena suerte, es oficial: el demagogo se hace con la victoria.
Hay alabanzas y odios en las redes sociales, tertulias interminables, rumores y cotilleos por doquier, y alegría en las calles. El demagogo Gran Redentor está encantado. La victoria en nombre del Pueblo es dulce. El demagogo dice que es un gran triunfo de la democracia. Después de todo, ¿qué podría ser más democrático que una victoria electoral sobre los oligarcas de la empresa y el gobierno, los partidos centristas con sus cárteles, y los políticos corruptos que engañan y disimulan a favor de los poderosos y ricos? ¿No es la democracia un modo de vida fundado en la autoridad del “Pueblo”? ¿No es la movilización de la esperanza, la insistencia en que las cosas pueden ser diferentes y en que todos los ciudadanos deben esperar algo mejor lo que confirma el espíritu nivelador de la democracia?
Los antiguos demócratas griegos utilizaban un verbo (ahora obsoleto), dēmokrateo, para describir cómo los demagogos que gobernaban en nombre del pueblo solían aliarse con aristócratas ricos y poderosos para acabar con la democracia.
Eso es exactamente lo que ocurre en nuestra era de demagogos.
¿Y ahora qué? El partido del demagogo en el poder, ayudado por las astutas tácticas de los medios de comunicación y el comentario incesante sobre una oposición corrupta y poco fiable, se prepara para las próximas elecciones. Se llega al punto en que las papeletas se utilizan para arruinar la democracia con la misma efectividad que las balas. Las elecciones se convierten en algo más que elecciones. El “despotismo electivo” (como lo denominó Thomas Jefferson) está a la orden del día. Las elecciones parecen plebiscitos alborotados, rituales públicos, carnavales de seducción política o celebraciones del imponente poder del Estado, refrendado por los votos de millones de fieles seguidores.
En nuestros tiempos turbulentos, lo que se necesita para contrarrestar la demagogia no es solo una mayor participación ciudadana en la vida pública –lo que se ha denominado “democracia deliberativa”–, sino formas más sólidas de bloquear el poder depredador, creando redes e instituciones de vigilancia con dientes afilados capaces de hacer retroceder el poder estatal y corporativo irresponsable, proteger la vida en nuestro planeta y, en general, fomentar el espíritu de una mayor igualdad social entre los ciudadanos que valoran las elecciones libres y justas, acogen con satisfacción la diversidad de los medios de comunicación y se sienten totalmente cómodos en compañía de aquellos diferentes a los que no se trata como “enemigos”, sino como socios, desconocidos competidores, ciudadanos y amigos.
Pero si se producen pocas o ninguna de estas reformas, la demagogia está abocada al triunfo. El democidio en nombre de la democracia se convierte en la nueva realidad. La mariposa de la democracia abierta y de poder compartido se convierte en la oruga de un nuevo y extraño tipo de sistema político controlado por el gobierno en el que la mayoría de la gente siente que tiene poca o ninguna influencia sobre las grandes decisiones que dan forma a sus vidas. Triunfa una versión corrupta, una falsa democracia. Se hacen fortunas empresariales. Los ricos se convierten en superricos. Se celebran elecciones con regularidad y se habla constantemente del “pueblo”. Pero la democracia se parece ahora a una máscara fantasiosa en el rostro de adinerados depredadores políticos.
El final del juego es un tipo de despotismo extrañamente nuevo: un Estado corrupto gobernado por un demagogo, respaldado por oligarcas gubernamentales y corporativos con la ayuda de periodistas dóciles y jueces sumisos, una forma de gobierno de arriba abajo asegurada por la fuerza combinada del puño y la servidumbre voluntaria de millones de súbditos, a veces gruñones pero en última instancia leales, dispuestos a prestar sus votos a un Líder que les promete futuros beneficios materiales a cambio de su obediencia como “pueblo” ficticio. Una democracia fantasma.
John Keane, Como los demagogos destruyen las democracias, Letras Libres 01/1172024
... el perfeccionismo, entendido como la búsqueda constante de estándares excepcionalmente altos, se ha convertido en una moneda de doble cara. Mientras que puede ser un motor para la superación personal y profesional, también puede ser una carga insoportable que erosiona el bienestar emocional. Vivimos en una época que premia el resultado y celebra la excelencia, pero que, al mismo tiempo, castiga sin piedad los errores que se cometen.
Como señala el doctor Andrew P. Hill, director de un grupo de investigación en la York St. John University, «aunque el perfeccionismo puede impulsar el rendimiento, también lo hace al precio de una mayor vulnerabilidad ante la ansiedad, la depresión y el agotamiento».
Otros expertos, como los psiquiatras norteamericanos Gordon Flett y Paul Hewitt, han estudiado cómo el perfeccionismo socialmente prescrito, es decir, la presión de cumplir con las expectativas externas, ha aumentado significativamente, sobre todo entre los más jóvenes, en la era de las redes sociales y de la hiperconectividad, intensificando la presión por proyectar una imagen impecable. Así, vivimos atrapados en una paradoja: mientras la tecnología amplifica las oportunidades de expresión individual, también nos somete al escrutinio colectivo, a menudo implacable.
La cultura de la hiperexigencia se filtra en todos los ámbitos de la vida, desde el trabajo hasta las relaciones personales. Sin embargo, es crucial preguntarnos: ¿qué estamos sacrificando en esta carrera hacia la perfección? La búsqueda de lo perfecto, como advierten los expertos, puede ser un camino hacia la insatisfacción crónica.
Brené Brown, académica, escritora e investigadora en la Universidad de Houston, lo sintetiza de así: «El perfeccionismo no es lo mismo que esforzarse por ser mejor. Es la creencia de que, si somos perfectos, evitaremos el dolor del juicio y la vergüenza».
En lugar de ensalzar la perfección, deberíamos redescubrir el valor del error como espacio de aprendizaje, de la imperfección como motor de creatividad y de la autenticidad como el verdadero núcleo de nuestras relaciones y proyectos. Quizás ha llegado el momento de aceptarnos con más comprensión, hasta indulgencia. Y aceptar que los errores y las imperfecciones nos humanizan.
Antoni Gutiérrez-Rubí, La peligrosa perfección, gutierrez-rubi.es 07/06/20265
En 1817, el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge escribió sobre el proyecto “Baladas líricas” que debía centrar su trabajo en personas y personajes sobrenaturales capaces de generar un interés tal, que pudiera suspender momentáneamente la incredulidad de los lectores y activar la “fe poética”.
Se refería a ese esfuerzo por hacer realista lo irreal o lograr que la historia cautivara tanto a las personas que estas la aceptaran, aunque tuvieran que sacrificar el realismo y, en ocasiones incluso la lógica y la credibilidad a favor de la diversión.
Ese fenómeno no se aplica solo a la literatura, también se extiende al cine, el teatro, el ilusionismo, la política y, por supuesto, a la vida misma.
Como resultado, la suspensión de la incredulidad es un fenómeno psicológico que se produce cuando “apagamos” nuestro sentido crítico. Implica la decisión – más o menos voluntaria – de pasar por alto los hechos, lo que conocemos o la propia razón.
La incredulidad es una especie de escudo ante la ceguera intelectual. Nos empuja a dudar, impidiéndonos aceptar cualquier cosa sin cuestionarla. La incredulidad es lo que nos invita a reflexionar, buscar pruebas y evitar caer en dogmas que podrían limitarnos.
La capacidad para preguntarnos “¿y si no fuera cierto?” también es una herramienta crucial para no dejarnos manipular. El juicio crítico nos empuja a mirar más allá de las apariencias, buscando explicaciones y significados más profundos que, muchas veces, nos permiten comprender mejor el mundo.
Sin embargo, las creencias también pueden ser un motor que nos ayude a avanzar. Creer en nosotros mismos, en nuestras capacidades o en un propósito más grande puede darnos la fuerza que necesitamos para acometer determinados proyectos. Al mismo tiempo, las creencias dan sentido y coherencia al mundo, reduciendo la incertidumbre.
Al mismo tiempo, necesitamos creer en los demás. La confianza es el cimiento invisible que sostiene cualquier relación interpersonal, ya sea de amistad, amor o trabajo. Creer en el otro implica asumir que sus palabras, intenciones y acciones son genuinas, que no esconden malas intenciones. Sin esa confianza, cualquier interacción se vuelve frágil, marcada por la sospecha, por lo que al final acaba desgastándonos.
El crítico literario Norman N. Holland propuso una teoría neurocientífica para explicar la suspensión de la incredulidad. A nivel neuronal, cuando nos ensimismamos en una narrativa de ficción, nuestro cerebro pasa por completo a un “modo de percepción”, lo que reduce nuestro pensamiento crítico o la capacidad de planificación.
Cuando las historias nos “transportan”, no mostramos escepticismo ante, por ejemplo, Spiderman saltando entre rascacielos. Como norma general, preferimos disfrutar de lo que estamos viendo que realizar un análisis detallado de su verosimilitud – que probablemente nos arruinará la diversión.
Jennifer Delgado Suárez, Suspensión de la incredulidad, ¿por qué creemos en lo improbable?, Rincon de la Psicología
“Criamos hombres sin pecho y esperamos de ellos virtud y espíritu emprendedor. Nos reímos del honor y nos escandalizamos al encontrar traidores entre nosotros”.
-C.S. Lewis “Hombres sin pecho”
Acabo de volver de España, donde participé en un seminario sobre La derrota de Occidente, el último libro del famoso historiador francés Emmanuel Todd. Ya sea que uno esté de acuerdo con toda, parte o ninguna de sus tesis (yo me encuentro en la segunda categoría), se trata de una lectura muy sugerente que, en el estilo único de Todd, se avala de una combinación de teorías demográficas, antropológicas, religiosas y sociológicas para estructurar su argumento.
Dado el tema del libro y el demostrado don de pronóstico de su autor (fue uno de los primeros estudiosos en anunciar el futuro colapso de la Unión Soviética), se pensaría que en los EE.UU, esta nación que tanto le gusta presentarse al mundo como el corazón palpitante de Occidente, un libro como este sería objeto de animada especulación.
Pero hasta ayer no estaba disponible todavía en inglés, casi un año después de su publicación en Francia. Y, salvo un breve artículo en Jacobin y otro de Christopher Caldwell en el New York Times, no había obtenido ninguna atención sostenida dentro de las clases pensantes ni de la izquierda o ni de la derecha de Estados Unidos, un destino que parece confirmar uno de los muchos puntos excelentes surgidos del libro: una de las características más sobresalientes de las sociedades que han iniciado su pronunciado descenso hacia la decadencia cultural es su enorme capacidad para negar la existencia de realidades palpables.
Para Todd, la decadencia está vinculada de manera inexorable al nihilismo cultural, esto es, a un estado de existencia definido por la ausencia generalizada de estructuras morales y éticas consensualmente reconocidas en el seno de la sociedad. Como Weber antes de él, Todd considera que fue el ascenso del protestantismo, con su énfasis, insólita hasta aquel entonces, sobre la responsabilidad personal y la probidad en los comportamientos públicos, el que catalizó el ascenso de Occidente. Y, por tanto, considera que la expiración definitiva, ética y social, de la raíz religiosa entre nosotros y entre nuestras élites ha sellado el fin de nuestra indiscutida preeminencia cultural en el mundo.
Se puede aceptar o no que fueron los atributos particulares de la mentalidad protestante los que, más que cualquier otra cosa, lanzaron a Occidente a su reinado de hegemonía mundial durante los últimos 500 años.
Pero creo que es más difícil negar su argumento más amplio: que ninguna sociedad puede llevar a cabo grandes empresas humanas e humanistas sin que albergue en su seno un acuerdo implícito, a la vez ampliamente reconocido, sobre un repertorio de imperativos morales provenientes de una fuente supuestamente trascendente de poder y energía.
Dicho de otra forma, sin un conjunto de normas sociales modeladas por nuestras élites, que nos alienten a sentir reverencia ante la condición de estar vivos, los seres humanos volverán inevitablementea sus impulsos más crudos y vulgares, algo que desencadenará a su vez interminables rondas de luchas internas en la cultura y, a partir de ahí, su eventual colapso.
Después de decir eso podría lanzar una larga diatriba sobre cómo, durante los últimos doce años, el partido Demócrata, con sus numerosos cómplices en los medios, la academia y el Estado Profundo, ha trabajado conscientemente para destruir este impulso humano inherente hacia la reverencia, y todo lo que se deriva de él, centrando sus esfuerzos de manera aún más criminal en los espacios habitados por los jóvenes. Y ningún elemento de esa posible diatriba sería falso o engañoso.
Pero al hacerlo, estaría incurriendo en el tipo de mentira y autoengaño que estos mal llamados “progres”, con los cuales solía identificarme, hacen con tanto tino.
La verdad es que estos llamados progresistas han estado trabajando en un terreno bien abonado, cuidadosamente cultivado por los neoconservadores tras el 11 de septiembre de 2001 con el arado del miedo, la azada del ostracismo social y, sobre todo, el apestoso estiércol de las falsas dicotomías diseñadas para terminar toda conversación cívica mínimamente seria y detallada.
Promoviendo, por ejemplo, intercambios, como este.
Persona 1: “Me preocupa la campaña para destruir Irak, matando y desplazando así a millones de personas, cuando Saddam no tuvo nada que ver ni con Bin Laden ni con el 11 de septiembre.th.
Persona 2: “Ah, ya veo que eres uno de esos tipos que odia a Estados Unidos y que ama a los terroristas y que quiere que nos maten a todos”.
O cosas como la brutal cancelación de actos de figuras intelectuales y mediáticas de peso, como Susan Sontag y Phil Donahue, que se atrevieron a cuestionar la sabiduría de destruir deliberadamente un país que no había tenido nada que ver con el ataque a las Torres Gemelas.
El pensamiento conceptual de los seres humanos está delimitado en gran medida por el repertorio de recursos verbales que tenemos a nuestra disposición. Quién tiene más palabras, tiene un reportorio más rico de conceptos. Y cuanto más conceptos tenemos a mano, más grandes son nuestras capacidades imaginativas. Por el contrario, cuanto menos palabras y conceptos tengamos a nuestra disposición, menos rico serán nuestras capacidades imaginativas.
Los que controlan nuestros medios de comunicación al servicio de las super-élites son muy conscientes de estas realidades. Sabían, por ejemplo, que era perfectamente posible estar en contra de lo que se hizo en Nueva York el 11 de septiembre y no estar en modo alguno a favor de castigar a Irak por sus pecados.
Pero también sabían que permitir que ese concepto tuviera cabida en nuestra economía verbal complicaría enormemente su plan preconcebido de rehacer el Oriente Próximo a punta de pistola. Por eso utilizaron todos los poderes coercitivos a su disposición para hacer desaparecer esa posibilidad mental de nuestra vida pública, empobreciendo deliberadamente nuestro discurso público para lograr sus fines. Y por lo general funcionó, allanando el camino para el uso de exactamente las mismas técnicas, pero con una dosis muy fuerte de crueldad añadida, durante la operación Covid.
Los estadounidenses somos un pueblo bien marcado por su espíritu transaccional. Y acabamos de elegir a un presidente conocido precisamente por su tendencia a resolver los problemas en términos de acuerdos supuestamente pragmáticos.
Yo no tengo nada en contra de los enfoques transaccionales para la resolución de ciertos problemas. De hecho, en el ámbito de la política exterior, creo que a veces pueden ser muy útiles. Si, por ejemplo, Trump pudiera acabar los planteamientos ideológicos, a priori, que tanto nublan la visión de nuestras elites a la hora de intentar relacionarse con el mundo, como por ejemplo la necesidad de vernos a nosotros mismos como inherentemente diferentes y mejores que todos los demás colectivos de la Tierra, él nos estaría haciendo a nosotros y al mundo entero un gran favor.
Sin embargo, el transaccionalismo tiene un gran inconveniente en relación con la tarea de restablecer lo que antes describí como “acuerdo implícito, pero a la vez ampliamente reconocido, sobre un repertorio de imperativos morales provenientes de una fuente supuestamente trascendente de poder y energía”. Y no es nada pequeño.
El transaccionalismo es por definición el arte de manipular lo que reconocible es, y así, generalmente indiferente, cuando no abiertamente hostil, al proceso de definir lo que queremos ser o queremos lograr en el futuro desde un punto de vista moral y ético.
¿Estoy diciendo que Trump no tiene una visión positiva del futuro de Estados Unidos? No. Lo que estoy sugiriendo, sin embargo, es que su visión del futuro parece bastante limitada y plagada, además, de contradicciones que pueden hundirla a largo plazo.
Por lo que veo, su perspectiva gira en torno a dos grandes conceptos positivos (en medio de un mar de otros negativos, diseñados para deshacer o bloquear iniciativas promulgadas por sus antecesores, por ejemplo, el cierre de la frontera abierta por Biden). Son un retorno a la prosperidad material y un renovado respeto por los militares, la policía y todos los demás funcionarios que llevan uniformes. Un tercer concepto positivo, expresado de manera mucho más vaga y confusa, es el de transformar a Estados Unidos, el instigador de guerras por excelencia, en un gran artífice de la paz.
Por supuesto, recuperar la prosperidad material es un objetivo noble que, de lograrse, aliviaría gran parte de la ansiedad y la miseria de los ciudadanos norteamericanos más precarios. Pero no resolverá por sí solo el problema del nihilismo cultural que, según Todd, es el meollo del problema de la decadencia social que sufre el Occidente y, por ende, los Estados Unidos. De hecho, hay buenas razones para creer que el fortalecimiento de nuestra obsesión con las ganancias materiales, a expensas de objetivos más trascendentes, podría acelerar nuestro descenso por la pendiente de decadencia.
Y utilizar a los militares como el principal sustituto de aquello que nos mantiene unidos plantea otra serie de problemas. Uno de los objetivos claves de quienes planearon la respuesta mediática y cultural a los ataques del 11-S fue transformar un campo de ejemplaridad social bastante amplio, poblado de “héroes”de varios oficios y de varias clases sociales, en un espacio bastante cerrado, abierto sólo a los militares y la policía. Esto, por supuesto, favoreció los planes autoritarios y belicosos de los neoconservadores que montaron esa campaña de propaganda.
Pero, al mirar hacia atrás, podemos ver que esto no sólo le impuso una carga moral indebida y poco realista a nuestros militares (cuyo negocio principal es, a fin de cuentas, el de matar y mutilar), sino que condujo a un peligroso estrechamiento del discurso, central para la creación y el mantenimiento de toda cultura saludable en la historia, sobre lo que significa ser una buena persona y vivir la “buena vida”.
En cuanto a la persecución de la paz, es difícil defender la idea de manera convincente cuando está claro que la clase dirigente estadounidense, incluida la facción que está a punto de entrar en la Casa Blanca, se ha demostrado totalmente indiferente ante la espantosa matanza de decenas de miles de niños y mujeres asesinados, mutilados y dejados sin techo en Gaza, Cisjordania, Líbano y Siria.
No, limitar en gran medida nuestro repertorio de ejemplaridad a aquellos que matan y a aquellos que se enriquecen, con unas dosis adicionales de elogios para deportistas famosos y mujeres jóvenes que exhiben una “belleza” quirúrgicamente mejorada, realmente no remediará el problema grave que nos diagnostica Emmanuel Todd.
No tengo una solución a mano.
Lo que sí sé es que problemas como el dramático debilitamiento y vaciamiento de nuestros discursos públicos de ejemplaridad social nunca podrán repararse si no los analizamos y los hablamos con frecuencia y con seriedad
¿Cuándo fue la última vez que hablaste en profundidad con un joven sobre lo que significa vivir una vida buena y exitosa tal como se concibe fuera de los parámetros de la ganancia económica o el juego de recoger fichas de capital social a través de la adquisición de títulos académicos y otras credenciales?
Me atrevo decir que para la gran mayoría de nosotros la respuesta será algo así como “hace más tiempo de lo que me gustaría admitir”. Y tengo la sensación de que gran parte de nuestra reticencia frente el tema se debe al hecho de que muchos de nosotros hemos sido desgastados, por la abrumadora presión en nuestras culturas, para presentarnos siempre como personas “pragmáticas” que no “pierden tiempo” pensando en grandes preguntas como “¿Por qué estoy aquí?” y/o “¿Qué significa vivir una vida interiormente armoniosa y espiritualmente satisfactoria?”.
Tom Harrington
I
La vida es lo que te pasa de largo mientras tú te estás preguntando por el sentido de la vida.
II
Josep Pla: ¿Sentido de la vida? Aquí lo tienes, el sentido de la vida… ¡Ármate de tu zurrón y de tu escopeta de caña y sal a la caza de las melodías de este mundo, que cada vez vuelan más altas.
En su escrito de juventud Verdad y mentira en sentido extramoral, así como en otros textos suyos, Nietzsche expuso la lógica de la formación de los conceptos. Pensemos, por ejemplo, en los géneros de las cosas. El árbol es masculino, la planta es femenino. Una clasificación del todo arbitraria. Los diferentes idiomas, dice Nietzsche, muestran que con las palabras no se llega nunca a la verdad, ni siquiera a una expresión adecuada, "pues de lo contrario no habría tantos". "Creemos saber algo de las cosas mismas", sigue diciendo Nietzsche, "cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores, y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas, que no corresponden en absoluto a las esencialidades originarias." Hay una ruptura entre el lenguaje y el mundo. Las palabras no pueden dar cuenta de la originalidad y de la singularidad de las cosas, porque los conceptos se forman "igualando lo no igual". El concepto "hoja" se ha creado "prescindiendo arbitrariamente de esas diferencias individuales, olvidando lo que las diferencia, lo que suscita la idea de que en la naturaleza, además de hojas, hubiese algo que fuese la "hoja", una especie de forma primordial, según la cual todas las hojas hubiesen sido tejidas" (íbid.)
La "verdad", al modo de la metafísica clásica, platónica y cristiana, como una correspondencia entre el lenguaje y el mundo, está ahora tocada de muerte. A partir de este momento nada será lo mismo. Porque seguimos creyendo en la gramática, no nos hemos liberado de Dios, escribirá Nietzsche en Crepúsculo de los ídolos. La verdad es el resultado de las relaciones humanas que han sido adornadas retóricamente y que, después de un prolongado uso, nos parecen fijas, canónicas. Pero, además, Nietzsche señala que la cuestión acerca de la verdad no es solo epistemológica, también es moral. No se está penando únicamente contra el platonismo y el cristianismo; también contra la moral kantiana, contra el imperativo categórico, que es un "atentado contra la vida." (El Anticristo)
Los humanos someten su obrar como seres racionales "al señorío de las abstracciones", y esa es la diferencia con los animales, la facultad de crear esquemas, conceptos, omitiendo lo desigual y, en consecuencia, la capacidad de construir un "orden piramidal" y de fabricar un mundo de leyes, privilegios y delimitaciones, un nuevo mundo que se contrapone al otro, al viejo, al intuitivo, al de las primeras impresiones. Ese mundo de los conceptos (o de las ideas) pasa a considerarse "lo más firme, lo más universal, lo más conocido y lo más humano, y, por ello, lo regulador y lo imperativo". Preso del lenguaje conceptual, el mundo parece alejarse irremisiblemente. A algunos no les molesta en absoluto, así no tendrán que preocuparse de buscar sentido, pero, para otros, el silencio se percibe como algo terrible, aterrador, porque no hay manera de hacerle frente. (42-43)
Joan-Carles Mèlich, La fragilidad del mundo, Barcelona, Tusquets editores 2021
I
Hace un par de años escribí una obra de teatro sobre sor María Jesús de Ágreda. Consciente de mis límites como dramaturgo, la guardé en un cajón. Pero hace unas semanas, pensando en el viaje a Tel Aviv, propuse hacer allí una lectura de la obra.
II
Ayer me contestaron: «Hay varias traducciones al árabe de la obra de sor María Jesús en manuscritos pertenecientes a bibliotecas cristianas de Alepo. Es curioso observar de qué manera este tipo de obras llegaban a manos de los cristianos orientales, en pleno corazón del Imperio Otomano, por medio de traductores locales o de misioneros jesuitas o franciscanos".
Emocionado, se lo cuento inmediatamente a José Ángel González Sáinz, y acabamos emocionados los dos.
III
Estas casualidades -los azares amigos- son la sal de la vida.
I
Carmelo, de quien hacía muchos años que no sabía nada, me llama sorpresivamente por teléfono. Mi alegría es enorme. Le ha dado mi número mi hermana que, como era de esperar, me ha puesto por las nubes.
II
Hay muchos seres estrambóticos, raros, desmedidos, excéntricos... en el mundo, pero ninguno de ellos se puede comparar con una hermana. Siempre fueron raras, pero a medida que la edad se despliega en lo desconocido, parecen haber ido cargando sobre sus espaldas todos los cariños que nos ha ido arrebatando el tiempo (la muerte) y al final se convierten en monstruos amorosos.
III
Creo que la única cosa que mi hermana ve en mí como un defecto grave es que aún no haya conseguido ser, a la vez, el papa de Roma y el presidente de los Estados Unidos, pero me parece que en su interior permanece viva la esperanza de que tarde o temprano solucionaré esta lamentable dejadez y me pondré a la altura de sus expectativas.
IV
Como la edad, con las canas te va liberando de prejuicios, ahora puedo decirles que el hiperbólico amor de una hermana, tomado a pequeñas dosis, sabe muy rico.
V
Me llama J.J. desde Panamá. Es diplomático y me asegura que le gusta estar en primer línea en los conflictos candentes. Hablamos de Trump y de Venezuela. Yo, pobre ciudadano de a pie, desde que acepté que en el poder la inteligencia es siempre escasa y que no hay Maquiavelos al timón (no por falta de ganas, sino de astucia) miro lo que ocurre y me espero cualquier cosa. La tontuna de los poderosos ha arruinado mi capacidad de sorpresa. Me invita a ir una semana a Costa Rica. A ver si consigo ordenar mi calendario.
Imagine que curioseando en una librería
de viejo encontrara una biografía anónima titulada con su nombre, y que al
leerla comprobara, atónito, cómo describe no solo cada detalle de su vida, sino
también el infarto que le da justo el día en que encuentra una extraña
biografía titulada con su nombre y acaba por comprobar que su muerte estaba
escrita…
¿Es verosímil esta historia? ¿Sería posible encontrar un libro así? En un fabuloso cuento de Borges (La biblioteca de Babel), el autor imagina el universo entero como una inmensa biblioteca en la que los humanos andan peregrinando en busca de «El Libro» que les explique su propia vida. Tal vez sea imposible, porque la biblioteca parece infinita, pero tal vez no, porque si en ella están todos los libros posibles, ha de estar también aquel que describe exactamente cada una de nuestras vidas (y muertes), todas encerradas en esa misteriosa secuencia que va de la A a la Z.
¿Todo está, entonces, escrito? No es nada fácil contradecir esta hipótesis. Si todo en el universo está regido por leyes, como presume la ciencia, cada una de nuestras acciones podría predecirse tal como se prevé el paso de un cometa por el firmamento. O, como diría un teólogo: tal como prevé un dios omnisciente. Y no hay ateísmo ni probabilismo al que agarrarse aquí: si la libertad fuera hija del azar tampoco seríamos libres, o no más que la ruleta de un casino…
Pese a todo, difícilmente vamos a renunciar a la creencia en el libre albedrío. ¡Imagínense! ¡Tendríamos que echar abajo todo nuestro sistema legal y moral! ¿A qué malvados íbamos a juzgar y castigar si nadie pudiera hacer más que lo que está escrito? ¿A qué mantener Iglesias y consultorios psiquiátricos si no existieran la culpa y el remordimientos? ¿A quién íbamos a dar medallas si la voluntad no fuera libre para hacernos «triunfar» o «fracasar»?
Eso sí: de esa libertad a la que nos agarramos como lapas no tendremos nunca más que una sensación esquiva, un sutil olor, una canción pegadiza o un anuncio televisivo, como el de esos coches que cruzan el atardecer por milagrosas carreteras solitarias, o esos perfumes que incitan a volar como pájaros (como si los pájaros no fueran presa de su instinto) o a bailar como bacantes (como si ser presa de una pasión tuviera algo que ver con ser libres). Lo dicho: si quieren saber lo que es la «libertad», pregúntenle a un publicista. Así debe ser como está escrito.
I
El año comienza con un magnífico regalo. Mi querido y muy admirado José Antonio González Sainz, un clásico de nuestro tiempo, me envía este mail: "Organizamos en el CIAM de Soria para los días 23-24 de julio un Congreso internacional en conmemoración del 150 aniversario de Machado. ¿Te apetecería tener una ponencia sobre las ideas pedagógicas de Mairena-Machado?"
II
No sé lo que pensarán ustedes, pero me da igual. Yo tengo la firmísima e irrefutable convicción de que lo peor del día de Reyes son los folletos con las instrucciones de funcionamiento de los aparatos que recibes de regalo. Un martirio que te anima a declararte republicano simbólico.
III
Ando intentando comprender bien lo que Rorty y Derrida tienen contra Platón y cuanto más lo intento, más me convenzo de que cuando de Rorty y de Derrida no se acuerde nadie (para lo cual no falta mucho), Platón seguirá allí. Ya les contaré.
IV
Estoy empeñado en escribir un panfleto, algo de unas 70 u 80 páginas, no más, intentando demostrar que la posmodernidad es un cuento chino, fruto de un idealismo exacerbado que lleva a los posmodernos a ignorar aquello en cuyo nombre supuestamente hablan, el mundo de la vida.
Publico aquí la carta que m'adreça Ignacio Castro Rey com a resposta al meu article "Un elogio del nihilismo"
Carbón de Reyes y elogios del sistema
I
Solo recuerdo haber tenido una noche de Reyes en mi primera infancia. No volví a tener otra hasta los ocho años (un juego de construcciones). Y eso fue todo.
II
Que los Reyes te trajeran zapatos nuevos -marca El gorila, que venían con una pelota de goma- era una humillación.
III
Aprendí a escribir relativamente pronto, y con mala letra e innumerables faltas de ortografía mi primer escrito fue una carta clandestina a los Reyes en la que pedía lo que me parecía que era lo más maravilloso del mundo: una pluma estilográfica. Puse la carta en un sobre. Escribí "Para los Reyes Magos" y la eché al buzón de correos. No me hicieron caso.
IV
En Navidad me gustaba recorrer con otros niños los escaparates de las dos o tres tiendas del pueblo que mostraban juguetes. Competíamos entre nosotros por lo que nos habíamos "pedido", sabiendo que los Reyes no nos tomarían en serio.
V
En casa no había para más.
VI
No viví la pobreza como una desgracia, porque si en una Noche Buena cenas sopas de ajo, no tienes ni idea de qué estarán cenando los demás y, por lo mismo, no eres consciente de la diferencia.
VII
Iba todas las Navidades a la "novenica del Nino Jesús". Cada día me daban un número para una rifa de juguetes. Nunca me tocó ninguno.
VIII
Esto ha salido demasiado melancólico, pero no considero que fuese infeliz en mi infancia. Creo que tuve una infancia, cosa que dudo que tengan mis nietos. La escuela era liviana, no había deberes, y la asignatura que más me gustaba era la Historia Sagrada, que era también la que más le gustaba a mi maestro. Teníamos todo el campo, la ribera del Ebro y el monte para nosotros y bien que explorábamos todo con una imaginación aventurera. Mi regalo fue mi paisaje y el caballo de labranza, que me concedía la categoría de gran jefe de los Sioux nada más subirme a él.
IX
Mi primer regalo fue un libro con dibujos. Yo aún no sabía leer. Pero había un niño cabalgando una libélula, una casa de ratones en un árbol llena de comodidades, etc. A mi me parecía todo tan elementalmente creíble que buscaba libélulas por los campos con la esperanza de encontrar a algún niño cabalgándolas y que de alguna manera consiguiera que yo pudiera acompañarlo.
La filosofía se distingue de la ciencia y de las matemáticas. A diferencia de la ciencia, no se apoya en la experimentación o la observación, sino sólo en el pensamiento. Y, a diferencia de las matemáticas, no tiene métodos formales de comprobación. La filosofía se hace únicamente planteando preguntas, razonando, poniendo prueba ideas y pensando en posibles argumentos en contra de las mismas, y reflexionando en cómo funcionan realmente nuestros conceptos.
El principal interés de la filosofía es cuestionar y entender las ideas más comunes que todos usamos a diario sin pensar en ellas. Un historiador puede preguntarse qué ocurrió en algún tiempo pasado, pero un filósofo preguntará: "¿Qué es el tiempo?" Un matemático puede investigarlas relaciones entre los números, pero un filósofo preguntará: "¿Qué es un número?" Un físico puede preguntar de qué están hechos los átomos o qué explica la gravedad, pero un filósofo preguntará cómo podemos saber que existe algo fuera de nuestras mentes. Un psicólogo puede Investigar cómo aprenden un lenguaje los niños, pero un filósofo se preguntará: "¿Qué hace que una palabra signifique algo?" Cualquiera puede preguntar si es malo entrar furtivamente en un cine sin haber pagado, pero un filósofo preguntará: "¿Qué hace que una acción sea buena o mala?" (8)
No podríamos arreglárnoslas en la vida sin dar casi siempre por sentado las ideas de tiempo, número, conocimiento, lenguaje, bueno y malo; pero en filosofía investigamos estas cosas de suyo. El objetivo es hacer un poco más profundo nuestro entendimiento del mundo y de nosotros mismos. (9)
Thomas Nagel (1987), ¿Qué significa todo esto? Una brevísima introducción a la filosofía, Mèxico D.F., Fondo de cultura económica, primera reimpresión 2003)
El dualismo es aquella idea de que un ser humano consta de cuerpo más alma, y de que la vida mental se da en el alma. El fisicalismo es la idea de que la vida mental consiste en procesos físicos del cerebro. La otra posibilidad es que la vida mental ocurre en el cerebro, pero todas esas experiencias, sentimientos, pensamientos y deseos no son procesos físicos del cerebro. Esto significaría que la masa gris de miles de millones de células nerviosas en tu cráneo no es sólo un objeto físico. Tiene muchas propiedades físicas (allí se da gran actividad química y eléctrica), pero en ella ocurren también procesos mentales.
La idea de que el cerebro es sede de la consciencia, pero que sus estados conscientes no son sólo estados físicos, se llama teoría del aspecto dual. Se le nombra así porque significa que cuando muerdes una barra de chocolate, ello produce en el cerebro un estado o proceso con dos aspectos: un aspecto físico, que implica diversos cambios químicos y eléctricos, y un aspecto mental: la experiencia gustativa del chocolate. Cuando tiene lugar este proceso, un científico que mire tu cerebro podrá observar el aspecto físico, pero tú mismo experimentarás, desde dentro, el aspecto mental: tendrás la sensación de saborear chocolate. (…) Podríamos redondear esta opinión diciendo que no eres un cuerpo más un alma: que eres sólo un cuerpo, pero tu cuerpo, o al menos tu cerebro, no es simplemente un sistema físico. Es un objeto con aspectos físicos y mentales: se le puede disecar, pero además tiene un cierto interior que la disección no puede revelar. (31)
Si pudiera identificarse a la conciencia con alguna clase de estado físico, estaría abierto el camino para una teoría física unificada de la mente y el cuerpo, y en consecuencia tal vez para una teoría física del universo; pero los argumentos contra una teoría puramente física de la conciencia son lo bastante fuertes como para hacer imposible una teoría física de la realidad toda. La ciencia física ha progresado excluyendo a la mente de lo que trata de explicar, pero en el mundo puede haber algo más de lo que dicha ciencia puede entender. (33)
Thomas Nagel (1987), ¿Qué significa todo esto? Una brevísima introducción a la filosofía, Mèxico D.F., Fondo de cultura económica, primera reimpresión 2003)
Polanyi estudia el efecto de que las instancias que gobiernan la sociedad no sean políticas, sociales, familiares o religiosas, sino que sea el mercado. Eso genera disfunciones, y el lado comunitario de la sociedad trata de defenderse. El fascismo, según Polanyi, es una reacción que sacrifica la democracia para defenderse del mercado. Es una salida regresiva y autoritaria, y creo que tiene que ver con lo que pasa ahora.
Siempre ha habido mercados, no es algo que haya inventado el capitalismo, pero tenían un lugar acotado dentro de otras instancias sociales que decidían para qué queremos producir lo que producimos. Decía Aristóteles que un crecimiento ilimitado de la riqueza como fin de la sociedad sería absurdo, porque, en ese caso, no es el ser humano el que decide para qué utiliza la riqueza, sino la riqueza la que utiliza al ser humano para crecer. El griego veía esto ridículo y pensaba que no sucedería nunca. Pero el capitalismo es eso: no decidimos lo que queremos hacer con nuestras vidas, nuestras calles, recursos naturales… Lo decide el capital.
Nos lleva a una situación de desamparo, donde ni siquiera tenemos cosmovisiones religiosas o de valores que den una explicación, eso ya no nos sirve. Una salida es mirar al pasado y pensar que ahí tuvimos todo lo que ahora echamos en falta: valores, familia, una clase, una patria, una identidad… Así, la única salida sería repetir el pasado.
Un pasado que, efectivamente, no fue así porque la humanidad lleva anhelándolo desde el principio: ya en la Antigüedad se extrañaba una Edad Dorada previa. Y, sobre todo, que no puede repetirse porque los problemas que enfrentamos ahora son otros.
La Modernidad hizo la apuesta optimista de que, aunque fuéramos animales desnudos, teníamos la Razón, de la que salían ideas de libertad, de emancipación, de ciencia, que daban sentido a la Historia. Ahora la idea de que estamos en el ocaso es ya parte de la cultura de masas, y tiene que ver con unas posibilidades de destrucción que antes no existían: guerra nuclear, colapso ecológico, pandemia… La confianza moderna en el Progreso se ha perdido: la angustia por la pérdida del origen se une a la falta de fe en el futuro. ¿Qué fines nos marcamos en la ausencia de esos grandes relatos?
Hay que construir un nuevo sentido colectivo. Ya no puede ser el gran relato moderno del progreso de la Razón, pero tampoco la vuelta a cosmovisiones compactas y cerradas premodernas, que es la solución que hoy proponen muchos.
Sergio C. Fanjul, entrevista a Clara Ramas: "Todos somos niños a la intemperie deseando que nos arropen", El País 02/08/2024
¿Cuánto sabes realmente sobre lo que sucede en cualquier otra mente? Es indudable que sólo observas el cuerpo de otras criaturas, incluida la gente. Miras lo que hacen, escuchas lo que dicen y demás sonidos que producen, y, ves cómo reaccionan a su ambiente (qué cosas les atraen y qué cosas les repugnan, qué comen, y así por el estilo). También puedes abrir otras criaturas y mirar sus interioridades físicas, y tal vez comparar su anatomía con la tuya.
Mas nada de esto te dará acceso a su experiencias, pensamientos y sentimientos. Las únicas experiencias que realmente puedes tener son las tuyas propias: si crees algo respecto a la vida mental de otros es a base de la observación de su construcción física y comportamiento.
Tomemos un ejemplo simple: ¿cómo sabes, cuando tú y un amigo están comiendo helado de chocolate, si le sabe a él igual que a ti? Puedes probar el helado de él, pero si te sabe igual que el tuyo, eso únicamente significa que te sabe igual a ti: no has experimentado cómo le sabe a él. Parece que no hay forma de comparar directamente las dos experiencias gustativas.
Bueno, tú podrías decir que puesto que ambos son seres humanos, y ambos pueden distinguir entre sabores de helado (por ejemplo, ambos pueden diferenciar el de chocolate y el de vainilla con los ojos cerrados), es probable que sus experiencias gustativas sean similares. Pero ¿cómo sabes eso? La única conexión que has observado desde siempre entre un tipo de helado y un sabor es en tu propio caso; así, ¿qué razón tienes para pensar que otros seres humanos tienen correlaciones similares? ¿Por qué no es igual de coherente con toda evidencia que el chocolate le sepa a él como la vainilla te sabe a ti, y viceversa? (20-21)
La correlación entre estímulo y experiencia puede no ser exactamente la misma de un individuo a otro: puede haber ligeras diferencias de matiz entre las experiencias de sabor o de color de dos personas, del mismo tipo que con el helado. De hecho, dado que las personas difieren unas de otras en lo físico, eso no nos debería sorprender. Pero, podrías decir, la diferencia en experiencia no puede ser tan radical, o, de otro modo, nos daríamos cuenta. Por ejemplo, el helado de chocolate no puede saberle a tu amigo como a ti el de limón; si así fuera, frunciría la boca al comerlo. (22)
El único ejemplo de correlación que has observado directamente desde siempre entre mente, comportamiento, anatomía y circunstancias físicas eres tú. Aun si otras personas y animales no tuvieran experiencia alguna, ni vida mental interna de ningún tipo, sino que fueran sólo elaboradas máquinas biológicas, tú los verías igual. Por tanto, ¿cómo sabes que eso no es lo que son? ¿Cómo sabes que todos los seres que te rodean no son autómatas sin mente? Nunca has visto el interior de sus mentes (no podrías), y el comportamiento físico de ellos podría ser producido por causas puramente físicas. Quizá tus parientes, tus vecinos, tu gato y tu perro no tengan ninguna experiencia interna, De ser así, no hay modo de que puedas descubrirlo.
Ni siquiera puedes apelar a las pruebas de su comportamiento, incluyendo lo que dicen, porque eso presupone que en ellos el comportamiento externo se relaciona con la experiencia interna como sucede contigo; y eso es precisamente lo que no sabes.
Considerar la posibilidad de que nadie de los que te rodean pueda estar consciente produce un sentimiento de inseguridad. Por una parte, tal posibilidad es concebible, y ninguna prueba que pudieras tener la descartará definitivamente. Por otra, no es algo que en realidad puedas creer posible: tu convicción de que hay mentes en esos cuerpos, vista en esos ojos, audición en esos oídos, etc., es instintiva. Pero si su fuerza viene del instinto, ¿realmente es conocimiento? Una vez que admites la posibilidad de que la creencia en otras mentes sea un error, ¿no necesitas algo más confiable para justificar el aferrarse a ella? (23)
La mayoría de la gente cree que las plantas no están conscientes; y casi nadie cree que lo estén las rocas, los pañuelos desechables, los automóviles, los lagos de montaña o los cigarrillos. Tomemos otro ejemplo biológico: la mayoría de nosotros diríamos, si pensáramos sobre ello, que las células individuales que forman nuestro cuerpo no tienen experiencias conscientes.
¿Cómo sabemos todo esto? ¿Cómo sabes que un árbol no sufre cuando se le corta una rama, únicamente porque no puede expresar su dolor, porque no puede moverse? (O tal vez le encante que les poden las ramas). ¿Cómo sabes que las células de tu corazón no sienten dolor o excitación cuando subes corriendo una escalera? ¿Cómo sabes que un pañuelo desechable no siente nada cuando te suenas la nariz con él?
¿Y qué decir de las computadoras? Supóngase que éstas se desarrollan hasta el grado de que se les pueda usar para controlar robots que por fuera parezcan perros, reaccionen de manera complicada al ambiente y se comporten en muchos aspectos precisamente como perros, aunque por dentro no sean más que una masa de circuitos electrónicos y pedazos de silicón. Si tales máquinas estuvieran conscientes ¿tendríamos modo de saberlo? (24)
Si no es un organismo natural, es radicalmente distinto de nosotros en su constitución interna; pero, ¿qué bases tenemos para pensar que sólo las cosas que se comportan en cierta medida como nosotros y que tienen una estructura física visible más o menos semejante a la nuestra son capaces de tener experiencias de algún tipo? Quizá los árboles sienten las cosas de un modo totalmente distinto del nuestro, pero no tenemos manera de saberlo, ya que carecemos del medio para descubrir en su caso las correlaciones entre la experiencia y las manifestaciones o condiciones físicas observables. Sólo podríamos descubrir tales correlaciones si pudiéramos observar tanto las experiencias como las manifestaciones externas a un mismo tiempo; pero no hay manera de que observemos directamente las experiencias, excepto en nuestro propio caso. Y, por la misma razón, no hay forma de que podamos observar la ausencia de toda experiencia, y por tanto la ausencia de dichas correlaciones en cualquier otro caso. (…)
De modo que la pregunta es: ¿qué puedes realmente saber sobre la vida consciente en este mundo, más allá del hecho de que tú mismo tienes una mente consciente? ¿Es posible que haya mucha menos vida consciente de la que supones (ninguna excepto la tuya), o mucha más (incluso en cosas que consideras inconscientes)? (25)
Los demócratas acababan de sufrir una aplastante derrota en las elecciones intermedias de 1994 cuando el muy liberal secretario de Trabajo del presidente Bill Clinton, Robert Reich, se aventuró en territorio hostil para emitir una advertencia profética.
Los trabajadores en dificultades se estaban convirtiendo en “una clase ansiosa”, dijo al centrista Consejo de Liderazgo Demócrata, dos semanas después de que los republicanos liderados por Newt Gingrich obtuvieran 54 escaños en la Cámara y ocho en el Senado. La sociedad se estaba separando en dos niveles, dijo Reich, dejando atrás “unos pocos ganadores y un grupo más grande de estadounidenses, cuya ira y desilusión son fácilmente manipulables”.
“Hoy en día, los objetivos de esa rabia son los inmigrantes, las madres que reciben asistencia social, los funcionarios gubernamentales, los homosexuales y una contracultura mal definida”, advirtió Reich. "Pero a medida que la clase media continúa erosionándose, ¿quiénes serán los objetivos mañana?"La España de la actualidad dista mucho de los Estados Unidos de finales de los setenta. No tenemos una inflación de dos dígitos, en 2024 se ha creado otro medio millón de empleos, situando la cifra de cotizantes a la Seguridad Social en más de 21 millones, y nuestra economía se muestra como una de las más dinámicas de Europa. Sin embargo, algo recuerda al clima de desconfianza de entonces.
Existen dificultades ciertas para la clase trabajadora, principalmente porque el disparatado precio de la vivienda se come el menor incremento de los sueldos. Pero el ambiente enrarecido no proviene de la indignación por estos escollos de la vida diaria, sino de la percepción de que todo está peor de lo que realmente está, así como de la reacción hostil frente a quien enuncia topes a las viejas jerarquías.
Carter hizo patente, a los adultos criados en el optimismo laboral y sentimental de la América de los años cincuenta, que existían las vulnerabilidades y que la felicidad no dependía del consumo desaforado. Dos hechos que no deseaban escuchar. En el presente, una época de inestabilidad que comienza en la Gran Recesión de 2008 y que tiene una dura réplica en la pandemia de 2020, la incertidumbre es materia cotidiana.
La extrema derecha se ha hecho fuerte magnificando los temores y prometiendo una vuelta a los viejos buenos tiempos, una idealización de “la España feliz” situada en el mejor de los casos a mitad de la década de los noventa, cuando el país estaba sufriendo una recesión y un bache de legitimidad institucional a causa de la corrupción. En el peor se reivindica de manera desacomplejada el franquismo de Cine de Barrio, no el de las cartillas de racionamiento y las fosas en cunetas.
Es pueril, pero funciona. Tanto como la apelación por parte del populismo derechista a un mundo sin normas: frente a las mascarillas, las cañas; frente a la ecología, el exceso; frente a los derechos de la mujer, la libertad para ser un tirano. Aquel enunciado de éxito en el 15M, “seremos la primera generación en vivir peor que sus padres”, tiene hoy un reverso tenebroso que en vez de buscar una solución social aspira a una salida egoísta.
A la izquierda, crítica por naturaleza, se le está dando mal surfear esta ola en la que tiene que equilibrar lo bueno conseguido con la reivindicación de lo que se busca lograr, un horizonte que conlleva fronteras éticas y económicas. La respuesta progresista debe manejar el miedo y los límites sin arrogancia ni desdén. Primero, restituyendo la confianza en una democracia que se demuestre útil para todos. Segundo, afirmando que los límites son decisiones colectivas y no imposiciones individuales. No es sencillo poner a bailar al optimismo con nuestra realidad, pero es más necesario que nunca.
Daniel Bernabé, El mundo y los límites, El País 05/01/2025
La pose pesimista es tan frívola como el síndrome de Pollyanna, pero es innegable que algo se ha roto en nuestro tiempo y nos ha marcado la cara con una mueca de permanente escepticismo. ¿Pero de qué se trata? ¿Y cuándo ocurrió la ruptura? Es verdad que en los últimos años hemos asistido a una transformación radical de nuestra relación con la realidad, pero no todo el mundo la siente de la misma forma; y el concepto de posverdad, que irrumpió en nuestros intentos por explicar el mundo en 2016, es ya para muchos un lugar común, un cliché de columnas de opinión. Nos hemos acostumbrado incluso a lo que esa novedad explicaba: la manera en que la razón ha sido reemplazada por la emoción como herramienta para juzgar lo que pasa. Uno recuerda casi con nostalgia la idea de “hechos alternativos” que presentó una funcionaria trumpista para defender lo que en el mundo de los demás parecía ser simplemente una mentira. No estaba citando sin querer a Nietzsche (para quien los hechos no existen, solo las interpretaciones); estaba repitiendo más bien lo que dijo Alexander Dugin, el ideólogo de Putin: que la verdad es cuestión de fe.
Esta relación inestable con la verdad, la sensación de no saber qué es la realidad común, lleva una década ocurriendo, pero sería un error creer que hace una década comenzó todo. Los que nos preocupamos más de lo saludable por estos asuntos recordamos un artículo del año 2004: Ron Suskind, periodista del New York Times, contaba allí su iluminadora conversación con un funcionario importante del gobierno de George W. Bush, y, aunque no daba el nombre del funcionario, se ha aceptado que se trataba de Karl Rove, uno de los más cínicos de esa administración de cínicos. Rove o quien fuera se estaba permitiendo una crítica de los periodistas como Suskind, esa gente que vive convencida de que “las soluciones emergen del estudio juicioso de la realidad discernible”. El mundo ya no funcionaba así, explicó Rove o quien fuera. “Nosotros ahora somos un imperio”, dijo. “Y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad”. Aquel funcionario anónimo no hubiera podido imaginar la forma en que las nuevas tecnologías, que por entonces apenas comenzaban a nacer, se iban a convertir en los mejores artífices de ese anhelo. La diferencia, claro, es que ese imperio decadente que es Estados Unidos ya no tiene ni siquiera que crear una realidad: le basta con repetir una mentira, la que sea, y sabe que cuenta con la credulidad del rebaño.Ninguna tecnología (ninguna innovación, de hecho ninguna acción humana por sí sola) es capaz de perdurar y producir efectos notorios, acaso siquiera llegar a funcionar, sin envolturas. Llamamos así al entorno material, técnico, tal vez social, que hace que esa tecnología prospere, se entrevere con los demás componentes del nicho técnico y cultural y genere transformaciones. Tipos de envolturas diferentes harán que las trayectorias tecnológicas se orienten en direcciones.
Las envolturas son las que permiten que las bases materiales de la cultura den lugar a transformaciones en lo espacial, temporal y cultural de las sociedades. Veremos numerosos ejemplos a lo largo del curso. Pensemos en la interacción entre los cereales y la arcilla: los forrajeadores, cazadores y recolectores, podían dirigirse a un campo y recoger las hierbas de mijo, cebada o trigo salvaje bien arrancándolas, bien cortándolas con una hoz, tal vez de sílex o bronce. Esas espigas tal vez ya no dejaban caer semillas en el suelo y los cazadores comenzaron a usar una parte de los granos para sembrar en campos apropiados. La fabricación de vasijas grandes de barro cocido abrió la posibilidad de almacenaje para el futuro. Así el tiempo en futuro se insertó en el acto de recolectar y creó la disponibilidad de un excedente que tal vez fue instrumento de intercambio por objetos valiosos de otros grupos: cuentas, ornamentos, animales, herramientas de metal tal vez. O quizás algunos grupos aprovecharon para ocultar excedentes y en tiempo de escasez crear deudas de alimentos, pues no los repartían, de modo que se fue produciendo una jerarquía, que en algún momento comenzó a ser violenta y el almacenaje se comenzó a realizar mediante impuestos. Muchas posibles trayectorias que dependen de cómo se entrelacen los materiales, las prácticas, los espacios y tiempos y, por supuesto, los artefactos imaginados y realizados y, en general, las técnicas y tecnologías.
Nos importa en especial el tipo de envolturas que delimitan los sentidos de la temporalidad: la envoltura de la socialidad en la que la muerte fue parte de la vida del grupo; la envoltura de los primitivos dispositivos de orientación hacia el sol y las estrellas, que amplió el tiempo a los ciclos anuales y permitió prever la cercanía de las estaciones. Envolturas que transforman la experiencia de lo temporal. Estos sensores del tiempo afectan al cuerpo y a la vida social. Consisten en ensamblamientos híbridos de prácticas, instrumentos y creencias. Generan marcos donde ubicar tanto la propia vida como la de la comunidad y la sociedad. El caso más conocido: el reloj y el tiempo del capitalismo. Un capitalismo primero podría contratar el trabajo por obra, pero no un capitalismo industrial donde el producto final es un híbrido de personas y máquinas El único modo de distinguir el capital constante ( máquinas) del capital variable (trabajo aasalariado) es mediante un equivalente universal que solamente puede ser contabilizado por el reloj mecánico. Envolturas que se hacen más estrechas cuando el reloj te incorpora al cuerpo y construye ritmos corporales nuevas (horarios que rigen la vida cotidiana)
Fernando Broncano, Envolturas de la temporalidad, El laberinto de la identidad 04/01/2025
Hay otra respuesta, muy diferente al problema (del conocimiento de la realidad externa). (…) El argumento es que un sueño, por ejemplo, tiene que ser algo de lo que puedas despertar para descubrir que has estado durmiendo; una alucinación tiene que ser algo cuya inexistencia otros (o después tú mismo) puedan percibir. Las impresiones y apariencias que no corresponden a la realidad; de otro modo, el contraste entre apariencia y realidad es irrelevante.
Según este punto de vista, la idea de un sueño del que nunca puedas despertar no es en absoluto la idea de un sueño: es la idea de la realidad, del mundo real en el que vives. Nuestra idea de las cosas que existen es sólo nuestra idea de lo que podemos observar. (Este punto de vista recibe en ocasiones el nombre de verificacionismo). A veces nuestras observaciones son erróneas, pero eso significa que pueden ser corregidas por otras observaciones (como cuando despiertas de un sueño o descubres que lo que te parecía una serpiente no era más que una sombra sobre la hierba); pero sin cierta posibilidad de que haya un punto de vista correcto (sea tuyo o de algún otro) sobre cómo son las cosas, el pensamiento de que tus impresiones del mundo no son ciertas carece de sentido.
Si esto es correcto, entonces el escéptico se engaña a sí mismo si cree poder imaginar que lo único que existe es su propia mente. Se engaña, porque no podría ser cierto que el mundo físico o existe en realidad, a menos que alguien pudiera observar que no existe. Y lo que el escéptico trata de imaginar es precisamente que no hay nadie para observar ésa ni cualquiera otra cosa (excepto, claro, el escéptico mismo, y todo lo que puede observar es el interior de su propia mente). Así, el solipsismo no tiene sentido. Trata de sustraer el mundo externo de la totalidad de mis impresiones; pero fracasa, porque, si se sustrae el mundo exterior, dejan de ser meras impresiones, volviéndose percepciones de la realidad. (17)
¿Sirve de algo este argumento contra el solipsismo y el escepticismo? No, a menos que pueda definirse la realidad como lo que podemos observar; pero, ¿de veras somos incapaces de entender la idea de un mundo real, o un hecho acerca de la realidad, que no puede ser observado por nadie, humano o no? (17)
Nuestra percepción del mundo externo es instintiva y poderosa: no podemos librarnos de ella mediante argumentos filosóficos. No sólo seguimos actuando como si la demás gente y las cosas existieran: creemos que existen, aun después de haber examinado los argumentos que parecen mostrar que no tenemos razones para dicha existencia.
Si una creencia en el mundo exterior a nuestras mentes nos es tan natural, quizá no necesitemos fundamentos para ella. Podemos dejarla como está y esperar estar en lo cierto. Y de hecho eso es lo que la mayoría de la gente hace tras abandonar el intento de probarla: aun cuando no puedan dar razones contra el escepticismo, no pueden tampoco vivir con él; pero esto significa que nos aferramos a la mayoría de nuestras creencias comunes sobre el mundo, a pesar de que a) podrían ser completamente falsas, y b) no tenemos bases para descartar esa posibilidad. (18)
Thomas Nagel (1987), ¿Qué significa todo esto? Una brevísima introducción a la filosofía, Mèxico D.F., Fondo de cultura económica, primera reimpresión 2003)Si reflexionas acerca de ello, verás que el interior de tu propia mente es lo único de lo que puedes estar seguro.
Todo aquello en lo que crees (sea respecto al Sol, la Luna y las estrellas, la casa y el vecindario en que vives, la historia, la ciencia, otra gente, incluso la existencia de tu propio cuerpo) se basa en tus experiencias y pensamientos, sentimientos e impresiones sensoriales. Eso es todo lo que tienes como punto de partida (…) Las experiencias y pensamientos internos son lo más cercano a ti, y alcanzas todo lo demás sólo través de ellos.
Por lo común no tienes dudas sobre la existencia del suelo que pisas, del árbol que está frente a la ventana, o de tus propios dientes. De hecho, casi nunca reparas en los estados mentales que te hacen consciente de esas cosas: pareces estar consciente de ellas directamente; pero, ¿cómo sabes que realmente existen? ¿Te parecerían diferentes las cosas si de hecho existieran sólo en tu mente, si todo lo que creíste que era el mundo real externo no fuese más que un gigantesco sueño o alucinación de la que nunca despertarás? (11)
Pero ¿no podrían ser todas tus experiencias como un sueño gigantesco sin ningún mundo externo fuera de él? ¿Cómo puedes saber que no es eso lo que ocurre? Si todas tus experiencias no fueran más que un sueño con nada fuera, entonces cualquier prueba que trataras de usar para demostrarles la existencia de un mundo externo sería parte del sueño. Si golpearas la mesa o te pellizcaras, oirías el golpe y sentirías el pellizco, pero eso no sería más que otra cosa que sucede dentro de tu mente, como todo lo demás. Es inútil: si quieres saber si lo que está dentro de tu mente da una idea de lo que está fuera de ella, no puedes confiar en lo que la cosas parecen (desde el interior de tu mente) para responderte.
Pero entonces, ¿en qué se puede confiar? Toda tu evidencia sobre cualquier cosa tiene que pasar por tu mente (sea en forma de percepción, testimonio de libros y de otras personas o por el recuerdo), y es por completo consecuente con todo aquello de lo que estás consciente: que nada en absoluto existe excepto el interior de tu mente. (12)
Incluso es posible que no tengas ni cuerpo ni cerebro, puesto que crees en su existencia sólo a través del testimonio de tus sentidos. Nunca has visto tu cerebro (sólo das por sentado que todos lo tienen), pero aunque lo hubieras visto o pensaras haberlo visto, ello no sería más que otra experiencia visual. Tal vez tú, el sujeto de la experiencia, eres el único que existe, y no hay mundo físico (ni estrellas, ni Tierra, ni cuerpos humanos). Quizá ni siquiera haya espacio. (12-13)
Si tratas de argüir que debe haber un mundo físico externo, pues de no ser así no verías edificios, gente ni estrellas, a menos que hubiera allí cosas que reflejaran o enviaran luz hacia tus ojos y te causaran así experiencias visuales, la respuesta es obvia: ¿cómo sabes eso? No es más que una pretensión sobre el mundo externo y tu relación con él, y tiene que basarse en la evidencia de tus sentidos. Pero sólo puedes confiar en esa prueba específica sobre cómo las experiencias visuales tienen lugar sólo si puedes confiar, en general, en que el contenido de tu mente te informe sobre el mundo externo; y eso es precisamente lo que se cuestiona. Si tratas de demostrar la veracidad de tus impresiones, apelando a tus impresiones, estarás razonando en un círculo vicioso y no llegarás a ninguna parte.
La conclusión más radical que se puede sacar de lo anterior sería que tu mente es lo único que existe. Este punto de vista se llama solipsismo. Es una idea muy solitaria: no mucha gente la ha sostenido. Como podrás inferirlo de este comentario, yo tampoco la sostengo. Si yo fuera solipsista, probablemente no habría escrito este libro, pues no creería que hubiese alguien más que lo leyera. (13)
No puedes saber, basándose en lo que hay dentro de tu mente, que no hay mundo fuera de ella. Tal vez la conclusión correcta sea más modesta: que no sabes nada más allá de tus impresiones y experiencias. Puede haber un mundo externo o no, y si lo hay, puede ser o no ser completamente distinto de como te parece. No hay forma de que lo sepas. Este punto de vista se llama escepticismo acerca del mundo exterior. (14)
Thomas Nagel (1987), ¿Qué significa todo esto? Una brevísima introducción a la filosofía, Mèxico D.F., Fondo de cultura económica, primera reimpresión 2003)I
Llega un momento en que, por mucho que te guste la Navidad, pesa. Se añoran entonces las comidas frugales y las rutinas habituales. Por eso me pregunto si la finalidad de la Navidad no será poner en valor la prosa de los días laborables.
II
Tarde de compras en una gran superficie. Agotadora. Los hombres, al menos los de mi edad, no estamos programados para eso. Lo comprobamos cuando se cruzan nuestras miradas y sin decirnos nada notamos la inconfundible empatía.
III
Sueño extraño. Estaba en Pamplona y era más joven. Tan joven que eran los tiempos en los que quedábamos para estudiar en el bar Niza. Estudiábamos poco, pero, ciertamente, quedábamos para estudiar. Era consciente de que se me estaba haciendo tarde y de que me quedaría sin autobús para ir a algún sitio, no sé el cual, al que era imprescindible ir. Pero algo me retenía en la mesa del Niza, no sé si la compañía o mis apuntes. Entonces me veo a mí mismo pasar al otro lado de las ventanas del bar. Intento decirme que me dé prisa, pero no hay manera de decirme algo a mí mismo. No me puedo oír.
IV
Cada año hay algún psicólogo progre que arremete contra los Reyes Magos porque dice que con ellos engañamos a los niños. ¿No debiera, entonces, arremeter contra la inmensa mayoría de la literatura infantil?
Què faria Martha Nussbaum davant una plaga de porcs senglars?
L’enfocament de les capacitats i la nostra relació amb els animals.
Abans de respondre a aquesta pregunta caldria saber què són els drets. Tenir un dret no és el mateix que ser ros o parlar anglès. Aquests dos exemples fan referència a fets que podrien ser reals. Tenir dret a la vivenda o dret al treball no són realitats, són desitjos que els humans tenim i que voldríem que fossin respectats per part dels altres, o el que és el mateix, que fossin reals per tenir una vida millor. Per això, si un grup humà considera que és allò important per a la seva vida cal que els seus integrants es posin d’acord per intentar fer-lo efectiu, real. I una altra cosa, quan es signa un acord normalment es fa entre iguals, amb l’objectiu que el resultat en sigui beneficiós per a tots els signants. Estem parlant del mateix en el cas dels humans i els animals? Beneficia a tots aquest acord? Obliga als lleons a no menjar-se les zebres? Als ximpanzés a no envair els terrenys de caça d’altres ximpanzés? Obliga als humans a intervenir per evitar que els animals es facin mal entre ells? I si som nosaltres els agredits, algun animal està obligat a salvar-nos?
Per tant, si els animals tenen drets depèn de l’interès per part d’alguns humans perquè els tinguin, no serà el resultat d’un acord entre humans i animals, ni entre animals entre si, sinó d’humans entre humans, els quals alguns es presenten com a portaveus dels “desitjos” animals.
Aportant un seguit de raons, Nussbaum ens vol convèncer que l’acceptem com una representant dels animals. Pensa que no hi ha res substancial que diferenciï la injustícia comesa a un animal o a una persona. Afirma: “Em sembla que la idea de cometre una injustícia amb un animal té intuïtivament sentit de la mateixa manera que té cometre una injustícia amb un ésser humà: tant el primer com el segon poden experimentar un dolor i un dany, i tots dos estan intentant viure i actuar, objectius que poden ser indegudament frustrats. La noció de justícia està conceptualment lligada a la idea de patir un dany o una frustració, o així ho crec jo.” (pàgines 187-188)
L’emoció moral consisteix a compadir-se del patiment dels altres, incloent els animals. Segurament la major part de les persones estaria d’acord. Tanmateix, d’aquesta emoció es desprèn necessàriament la conclusió que estem obligats a no causar cap tipus de dany a cap ésser d’una altra espècie en cap moment ni sota cap circumstància?
La mateixa Nussbaum reconeix que la noció de justícia que ella defensa té unes limitacions davant el que significa les nostres obligacions envers el nostre entorn natural. Afecta només a l’individu animal viu. No afecta, per tant, al regne vegetal ni als ecosistemes ni a l’espècie animal a la que pertany. Sembla que tallar un arbre, carregar-se un ecosistema o extingir tota una espècie no mereixen consideracions morals, ja que ni l’arbre ni l’ecosistema ni l’espècie, no experimenten sensacions ni expressen un clar desig de mantenir-se vius, quan possiblement, em pregunto, faríem més per l’individu animal respectar els que són les condicions necessàries per la seva existència que respectar una vida animal concreta?
La filòsofa nord-americana valora les aportacions que des de l’utilitarisme i del kantisme s’han fet en el debat sobre el tracte dels animals, però creu que el seu enfocament suggereix millors solucions.
Quines serien les mancances del plantejament utilitarista? Segons Peter Singer, el més conegut dels utilitaristes actuals, el patiment és un mal i s’ha d’evitar sigui qui sigui el subjecte que pateixi, animal o humà. El patiment només està justificat quan el benefici obtingut a llarg termini compensa o supera la pèrdua (per exemple: una operació per eliminar un tumor maligne).
En síntesi, el que Nussbaum addueix contra l’utilitarisme és que redueix l’animal a un mer receptacle de sensacions de plaer i dolor, quan, a més de ser criatures sensibles, també tenen la capacitat de voler continuar vivint el millor possible, com els humans (és a dir, han de rebre la consideració d’agents). Per aquesta mateixa raó, el mal causat és justificable si es produeix un bé superior. Per exemple: es podrien sacrificar milers de vides animals si això significa un augment significatiu del benestar d’altres espècies, entre elles l’espècie humana.
Quines són les deficiències del plantejament kantià? Segons la filòsofa kantiana Christine Korsgaard, els éssers humans compartim un seguit de característiques amb els animals. Si la nostra obligació moral és mostrar respecte per qualsevol persona, és a dir, tractar-la com un fi en si mateix, també ho és per aquells éssers amb els que compartim bona part d’allò natural que ens constitueix.
Nussbaum critica el kantisme de Korsgaard pel seu antropocentrisme excessiu, perquè la raó per la qual un animal mereix el nostre respecte no és allò que ens separa, sinó exclusivament allò que ens uneix.
Les aportacions que l’enfocament de les capacitats al problema del tractament dels animals són quatre, al meu parer:
La primera afecta a la concepció de la dignitat de l’altre. Segons Nussbaum no es pot utilitzar de la mateixa manera aquest concepte com s’ha de fer entre humans per tractar els animals. No podem fer servir una noció de dignitat indiferent a les singularitats de cada animal. Però, si bé és l’animal individual qui mereix el tracte digne, no podem ignorar allò propi de cada espècie, perquè d’aquest coneixement pot dependre que la nostra relació amb ell sigui respectuosa o no. Tampoc es pot perdre de vista la consideració de l’animal com un agent, és a dir, com una criatura amb capacitat d’escollir. Tanmateix, la pròpia Nussbaum acaba reconeixent que amb els animals és més convenient fer servir “una mena de paternalisme sensible”, (similar al que els adults apliquen amb els seus fills menors d’edat?).
La segona afecta al concepte de “llibertat vigilada”. Quan parlem de “deixar en pau els animals que viuen en llibertat o en el seu hàbitat” no ens adonem de la situació en la que viuen realment aquestes criatures suposadament “lliures”, ens diu Nussbaum. No existeix un hàbitat incontaminat, no existeixen espais naturals que no hagin estat colonitzats per la presència i l’acció humanes. Fins i tot, la l’existència animal i el desenvolupament de les seves capacitats depenen en última instància de decisions humanes. Els parcs naturals on trobem animals “salvatges” en el fons són grans zoos que exigeixen la intromissió contínua humana. Nussbaum aconsella que aquestes intromissions han de ser prudents, mesurades. Per exemple: què fem quan una espècie esdevé una plaga? Una alternativa pot ser la contracepció, una altra la introducció d’espècies predadores (no és la millor opció, segons la filòsofa nord-americana). I la caça selectiva, podríem afegir, tal com es fa amb el porc senglar en algunes contrades del nostre país? Tot plegat, qualsevol de les solucions preses transcendirien el concepte de “paternalisme sensible”.
La tercera és la conclusió i la formulació del seu principi animalista: “tots els animals tenen dret a un mínim nivell llindar d’oportunitat per a viure una vida característica de la seva espècie” (pàgines 191-192). Si aquest principi s’apliqués als animals destinats a l’alimentació humana, quines conseqüències tindria? Es demanaria una moratòria d’aquesta pràctica? O, seria del tot admissible una mort indolora si aquests animals han viscut raonablement bé? No hi ha encara una resposta definitiva. Per a Nussbaum, és una qüestió que demana un debat seriós.
La quarta és la necessària superació d'eleccions tràgiques (enfrontament a una elecció entre dos mals).
Primera elecció tràgica: el problema de les investigacions que utilitzen animals per millorar la vida d’animals i persones
Segona elecció tràgica: el problema de l’obligació de consumir aliments provinents de carn d’animals que han de ser morts.
Solució a la primera elecció tràgica: es poden fer aquestes mateixes investigacions mitjançant programes de simulacions informàtiques
Solució a la segona elecció tràgica: s’està fabricant carn artificial, hi ha hamburgueses que estan fetes amb carn sintetitzada provinent de cèl•lules mare.
Tant el primer com el segon problema tenen una solució tecnològica. Significa que Nussbaum creu que bona part dels problemes que tenim amb els animals passen per posar en mans de la tecnologia la solució?
Manel Villar
Barcelona, 4 de gener de 2025
Buena parte de los fracasos de las transformaciones pretendidas por el sistema político proceden de un desconocimiento del sentido de estas resistencias. Hablando de la crisis climática, por ejemplo, se da a entender con frecuencia que se trata de un problema de voluntad política porque disponemos del saber y los instrumentos de gobierno necesarios, pero eso no es del todo cierto porque, además de conocimientos científicos, nos hace falta también el saber acerca de cómo gobernarla, sus consecuencias económicas y sociales, el modo de distribuir los costes, la comunicación de la crisis, etcétera. El saber del que estamos seguros se complica en cuanto aparecen las implicaciones sociales y políticas del asunto.
Es asombroso que haya quien se asombre de que no seamos capaces de hacer lo que es evidente, correcto, urgente. El asombro de los convencidos solo se explica por un escaso conocimiento de cómo funciona la sociedad. Todavía hay quien se sorprende de que los demás no lo vean todo tan claro, de que los intereses sean tan obstinados y tan ciegos. Hay demasiados actores que manejan con un exceso de seguridad las evidencias en relación con lo que debería hacerse: los activistas se desesperan al comprobar lo poco que inquietan sus causas a la gente, y esta interpreta como fanatismo el empeño de aquellos; los pacifistas denuncian como falta de voluntad la incapacidad de detener una guerra; escandaliza que haya quien no se movilice con las evidencias del antifascismo y el antipopulismo; los asesores se desesperan de la falta de voluntad política de los políticos, y estos lamentan que quienes les asesoran no terminen de comprender las limitaciones de la política; las élites no entienden que el pueblo no entienda lo que hay que hacer, y los populistas no entienden que las élites no entiendan la voluntad popular.
Para transformar la sociedad hay que empezar pensando de otro modo el concepto de transformación. Cuando se trata de acabar con una guerra, cambiar de modelo productivo, combatir el cambio climático, revertir la crisis demográfica, eliminar la desigualdad, gestionar el flujo migratorio, digitalizar la sociedad, modificar los roles de género o configurar una gobernanza global no basta con la buena voluntad. Las soluciones no se decretan. Al mismo tiempo hay que entender a qué son debidas las resistencias. No sirve de nada quejarse de la poca disposición al cambio o de las resistencias expresas contra la transformación (lamentarse de lo conservadores que son los conservadores, resolverlo todo con un discurso antifascista o interpretar toda resistencia como el producto de una mentalidad perversa).
La acción transformadora suele sustituirse por el discurso edificante acerca de lo necesaria que es la transformación. No es una cuestión de exhortaciones del tipo “otro mundo es posible”, que solo sirven para generar buena conciencia y dejar las cosas como están. La sociedad es indiferente a los buenos discursos. La razón de esta ineficacia de los discursos es que las dinámicas sociales que generan agregaciones negativas y crisis tienen un carácter estructural y no moral; por eso no se pueden reconducir con llamadas a la conversión personal, sino mediante mecanismos que estabilicen una determinada dirección que las corrija.
Cuando se trata de gestionar sistemas no triviales (como una sociedad), no basta con apretar un botón, dar una orden, hacer una ley o prescribir un medicamento. La eficacia limitada de medidas de este tipo tiene que ver con el hecho de que suelen ser intervenciones puntuales sobre sistemas en los que no se ha actuado suficientemente para proporcionarles el vigor y la estabilidad necesarios. Se podría resumir el núcleo de la dificultad señalando que, en el fondo, es imposible cambiar una sociedad desde fuera o desde arriba; la transformación es autotransformación; la sociedad no es transformada como un objeto, sino, dicho paradójicamente, el sujeto que realiza la transformación es aquella sociedad que no existe antes de la transformación. La acción de gobernar es una acción en la que el gobernado no es propiamente un objeto, sino quien realiza esa actividad.
Hay que salir también de la clásica contraposición entre la responsabilidad individual y las condiciones generales. En última instancia se trata de favorecer la capacidad individual de cambio mediante disposiciones colectivas que, por un lado, descargan a las personas de asumir toda la responsabilidad y, por otro, distribuyen con equidad esa responsabilidad. Los cambios sociales profundos no se llevan a cabo mediante decisiones individuales (como piensan los liberales), sino a través de regulaciones que los individuos puedan considerar como equitativas y que, al mismo tiempo, no desfiguren los mecanismos de la competencia económica.
A diferencia de una planificación, la transformación es un proceso con resultado abierto. Cómo se apropiará finalmente la sociedad de las acciones de gobierno encaminadas a tal fin es algo en parte imprevisible. Las transformaciones digital y ecológica son buenos ejemplos de ello. Las transformaciones sociales puestas en marcha por la hiperconectividad digital no están predeterminadas por esas tecnologías, sino que emergen de los modos en los cuales dichas tecnologías y las prácticas que se desarrollan en torno a ellas son entendidas culturalmente, organizadas socialmente y reguladas legalmente. Muchas de las transiciones fallidas se han debido, en este y otros ámbitos, a una aplicación mecánica y vertical de los nuevos requerimientos sin pensar suficientemente sobre la diversidad de los sujetos destinatarios y sin incluirlos en el proceso. El caso de la transición ecológica y las protestas de los agricultores pone de manifiesto la difícil conciliación entre lo que debe hacerse y la implicación de un sector especialmente afectado. Los fallos en las transformaciones se deben a no haber sido capaces de desarrollar suficientemente un proceso de negociación que llevara a una solución sostenible y satisfactoria para todos. La resistencia al cambio no debe interpretarse como un perverso boicot, sino que en muchas ocasiones evidencia que quien promueve ese cambio no ha conseguido facilitarlo, negociarlo y hacer creíbles sus ventajas para todos.
Daniel Innerarity, Año nuevo, ¿sociedad nueva?, El País 02/01/2024
I
Aquí estamos, entrados ya en un año nuevo, el 2025.
II
Esto de medir el tiempo es una manera de disfrazar la ferocidad del tiempo, su hambre insaciable, que todo lo devora, especialmente a sus hijos.
III
Cada año más es un año menos.
IV
Volviendo muy atrás, a mi infancia: recuerdo la primera vez que calculé los años que tendría cuando llegase el año 2000. Estaba en la cama. Era una mañana muy fría, quizás de enero. Me parecieron muchísimos, pero el 2.000 estaba tan lejos que no había que preocuparse por ello.
V
Ahora me pregunto dónde se han metido los años intermedios, los que transcurrieron entre aquel niño que imaginaba el tiempo y este que lo recuerda. ¿Qué pasó en 1986? ¿Y en el 2007? ¿Existió el 2013? ¿No se nos olvidó de contabilizar el 1994?
VI
Lasa horas pueden ser largas, pero los años, vuelan.
VII
Dicen que Satán está condenado a intentar retener el tiempo, encerrarlo en una jaula. Pero el tiempo pasa y sólo él y Dios permanecen. Satán no puede escuchar el sonido de una flauta sin ponerse a llorar. ¿Y Dios, para el que el tiempo es un eterno presente, podrá escuchar a Mozart?
VIII
Cedo el paso a nuestro mejor pensador del tiempo, Quevedo:
Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, Yace, donde reinaba el Palatino; Solo el Tíber quedó, cuya corriente, ¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura |
A principios del siglo pasado, y a partir de las teorías de la relatividad de Einstein, la ciencia se afilió a la antiquísima tesis filosófica de que el tiempo no existe como realidad objetiva, sino solo como ilusión subjetiva. La idea es rara de narices, pero ahí sigue, imperturbable y ajena al tiempo, como si le diera igual que la pensáramos o no.
Si para Platón el tiempo no era más que una ilusión (una «imagen móvil de la eternidad», decía), para el más prosaico Aristóteles era «la medida del cambio». Aunque antes de él, un inspirado Parménides había demostrado (¡en verso!) que el cambio era lógicamente imposible: ¿cómo puede acabarse un año y empezar otro? ¿Adónde va el que muere? ¿De dónde viene el que nace? Que las cosas desaparezcan y aparezcan (o como dijo grácilmente el filósofo poeta: que «lo que es no sea» o que «sea lo que no es») parece cosa de locos o de brujos.
Fíjense, para mayor confusión, que por el tiempo nunca pasa el tiempo. Cada hora es idéntica a la siguiente (¿serán la misma?), y no hay una sola fecha – la de su cumpleaños, pongamos por caso – que no sea por los siglos de los siglos la misma que es. Es como si, al dividir el tiempo, no encontráramos ni un solo gramo de lo que parece que contiene…
Pero además de en sus partes, reparemos en su «figura», en aquello que lo delimita. Fíjese: si el tiempo tuviera límite y hubiera comenzado en algún momento, tal como un cronómetro que empezara a contar desde cero, «antes» de ese momento no habría tiempo, lo cual es extrañísimo (¿Qué habría entonces? ¿Nada? ¿Un Relojero eterno?). Y si el tiempo fuera ilimitado o infinito, y no hubiera comenzado nunca, jamás habríamos llegado ni a 2025 ni a ningún otro momento posible. ¿Cómo llegar a ningún sitio si empezamos a correr desde el infinito?
Algunos sabios actuales piensan, en fin, que esto del tiempo es cuestión de perspectiva. Así, si nuestras campanadas de fin de año «suenan» en el pasado a quien nos estudia desde el futuro, a quien nos imagina desde el pasado le «suenan», seguro, a cosa de ciencia ficción. La idea de fondo es que realmente todo ocurre a la vez, y si no lo experimentamos así es porque – limitaditos que somos – necesitamos comprender las cosas en perspectiva y una tras otra. En cambio, desde la perspectiva de la no perspectiva (es decir: de la verdad completa), un conocedor perfecto lo experimentaría todo como presente; como un presente tan uno y cohesionado como lo es para nosotros el espacio, al que percibimos unitariamente, sin distinguir sus distintas dimensiones.
Dicho todo esto, y aunque el tiempo no exista, nosotros vamos a celebrarlo igual, y a hacer promesas y proyectos como si no hubiera un mañana escrito. Ahora bien, si quiere usted dar la campanada este año, brinde también por el «no» año nuevo. Igual marcamos tendencia y volvemos a poner de moda la eternidad, que es donde parece que se vislumbran, fugaz y brumosamente, las cosas que de verdad importan.
I
Agradecer que tengo una zona de confort. Tengo, repito, una zona de confort. No me puedo imaginar cómo sería mi vida sin ella.
II
Cuidar de mi zona de confort como de un jardín de invernadero. A ser posible, mantenerla siempre en floración, para hacerla aún más habitable. Sé que la seguridad de disponer del refugio de mi zona de confort me permitirá salir de vez en cuando a la intemperie.
III
Mantener viva mi relación con mis amigos de la República Dominicana, de Costa Rica, de Uruguay, de Argentina, del Perú, de Chile, de Ecuador, de México y, por supuesto, con B. Porque todos ellos son como estancias de mi zona de confort que tengo repartidas por el mundo.
IV
Agradecer cada día el maravilloso hecho de que disponga de muchas más ideas que tiempo de llevarlas a cabo.
V
Aceptar que seguirán las despedidas, las previsibles y las inesperadas, aceptarlo si hace falta entre lágrimas, pero sin aspavientos, entendiendo que gracias a la muerte hay vida.
VI
Celebrar que hay quien me quiere conociendo todos y cada uno de mis defectos, que no son pocos (y a pesar de ellos).
VII
Saltar de gozo por ver crecer a mis nietos y madurar a mis hijos.
VIII
Bajar el ritmo de trabajo.
IX
Aceptar que no cumpliré con VIII.
X
No perder nunca la fe en el azar amigo.
(Mi contribución al encuentro el Picon del 6 de diciembre de 2024)
I
Igual que el ser, la nada se puede decir de muchas maneras. Así como el sofista Gorgias escribió un Elogio de Helena, lo que pretendo es hacer un elogio del nihilismo.
Hago mía la siguiente definición de nihilismo: lo concibo como una pérdida de confianza en aquello de lo cual emanan valores absolutos, necesarios para dar sentido a nuestra existencia. De lo que se deduce, para evitar confusiones, que el nihilismo no consiste en “creer en la nada”, ni siquiera “creer que todo es nada”, sino que se trata de no creer en algo o en algunas cosas que se suponen tienen valor absoluto.
Se atribuye al nihilismo por buena parte de la intelectualidad, que juzga lo actual con trazos apocalípticos, la responsabilidad profunda de la que derivan todos los males que asolan este mundo.
El filósofo Jesús Zamora Bonilla destaca cuatro malentendidos por los cuales el nihilismo se ha convertido en el concepto al que acude todo aquel que detecta cualquier desajuste o deficiencia en el funcionamiento de nuestra sociedad.
En primer lugar, es el resultado de una cierta pereza intelectual de quien reduce los múltiples factores que pueden explicar lo que ocurre a uno solo. Este reduccionismo, al que no pocos filósofos le han echado en cara a la ciencia se revuelve contra la propia filosofía. Por otra parte, resulta un tanto jactancioso por parte de cierta filosofía otorgarse el mérito en exclusiva de haber revelado el misterio que explica de forma categórica lo mal que va todo.
En segundo lugar, ha sido frecuente asociar nihilismo a violencia y destrucción, posiblemente por su parentesco con el viejo nihilismo ruso del siglo XIX y las resonancias de la frase de Dostoyevski: “si Dios no existe, todo está permitido”. El lobo hobbesiano enseña la patita tras la declaración del apagón celestial. Esta imagen contradice ciertos hechos históricos protagonizados por “sociedades supuestamente no nihilistas”, en los cuales el exceso de celo, no la falta, ha sido la causa más importante del horror y del mal. El nihilismo no es incompatible con tener alguna convicción moral, pero es incompatible con que estas convicciones puedan tener justificantes filosóficos firmes, afirma Zamora Bonilla.
En tercer lugar, no son pocos los lugares donde se acepta sin crítica que la depresión y la desesperación son la consecuencia inevitable de la ausencia de valores absolutos. Justamente esto es lo que mueve al cura protagonista en el momento en el que pierde su fe de la novelita de Unamuno San Manuel Bueno, mártir a redimirse a cuenta de sus parroquianos, porque no concibe una “buena vida” sin fe en algo. “Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que se llama la revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio … Opio … Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe”, declara Manuel Bueno. Al contrario de lo que defiende Unamuno, pienso justamente que una vida sencilla a la que se refiere el escritor vasco justamente por ser sencilla es la que menos necesita de un dopaje trascendente, es suficiente con el “kit” de supervivencia que uno lleva encima, lo mínimo para alcanzar una vida decente y digna. Muchas de las cosas que pasan a nuestro alrededor sin ser demasiado conscientes de ello las vamos cargando de sentido casi desde el inicio de la nuestra existencia, por “insignificantes” que sean, como abrazar a tus hijos, saludar al vecino, ser amable con las personas que te rodean, atarte los cordones de los zapatos o abrigarte porque hace frío. Todo esto y muchas más cosas se consiguen sin cargo a lo trascendente. ¿Y el hecho obvio de que nos vamos a morir, se preguntaría Unamuno, cómo lo podemos llevar? ¿Y si hay algo más? ¿Y si ese algo es la nada? Podemos responder que empezamos a pensar en el final de la vida cuando somos conscientes de que se acerca, cuando nos roza, pero ¿antes?, ¿qué sentido tiene obsesionarse por algo que no sabemos exactamente cuándo ocurrirá? Además, especular sobre algo de lo que nada sabemos, pretender aparentar que algo sabemos sin haberlo experimentado antes, sólo nos puede crear verdadera angustia y falsos temores, de los cuales ya no son los sacerdotes sino los agentes de seguros o los vendedores de alarmas antiokupas los que se aprovechan. Son los vivos los que nos pueden hacer daño, no los muertos. No es la muerte lo que escuece, sino la vida en general, sobre todo un determinado tipo de vida.
En cuarto y último lugar, la hipertrofia de los valores conlleva su objetivación, es decir, su tratamiento como si de una realidad fáctica fuese, cuando en el fondo no dejan de ser dispositivos contingentes y provisionales con los que enfrentarse al mundo y a los demás. Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos, se presenta, olvidando a otros que le han precedido (Hume, por ejemplo), como el primero en señalar que de ninguna manera existen hechos morales, que lo que comparten los juicios morales con los juicios religiosos es que se refieren a entidades no existentes. ¿Por qué, entonces, preocuparse por la nada si de ella nada puede ser? Paradójicamente, los que más advierten de los peligros del nihilismo son los que más se preocupan por (la) nada.
II
El libro de Emmanuel Todd La derrota de Occidente cumple con los cuatro malentendidos citados que ha recibido el nihilismo.
El primer malentendido lo podemos encontrar cuando Todd se considera heredero intelectual del sociólogo alemán Max Weber. Sostiene, siguiendo el camino trazado por su maestro, que “el protestantismo fue realmente la matriz del despegue de Occidente” y “su muerte es la causa de su desintegración y derrota”. Considera que esta “no es una de las claves, si no la clave” que explica esta decadencia.
El segundo cuando Todd describe la dimensión física del nihilismo, caracterizada por ser “una pulsión destructiva de cosas y personas”. El “nihilismo, prosigue, no sólo expresa una necesidad de destruirse a uno mismo y a los demás, a un nivel más profundo, cuando se convierte en una especie de religión, tiende a negar la realidad. Todd lo define como “un amoralismo derivado de la ausencia de valores”.
El tercer malentendido se trasluce cuando describe la existencia del ser humano en el vacío religioso que es la nada y como, sin dejar de existir, experimenta “la angustia de la finitud humana” con graves consecuencias para él: el individuo solo, sin las creencias que le unen a la comunidad, no puede ser grande, está “condenado por naturaleza a encogerse”, a convertirse en un “enano mimético” sin capacidad de razonar por sí mismo y “tan intolerante como los creyentes de antaño”.
Y por último, el cuarto malentendido cuando afirma que la segunda dimensión del nihilismo es la conceptual, en la que “tiende irresistiblemente a destruir la noción de verdad, en prohibir cualquier descripción razonable del mundo”.
III
Según Todd, toda creencia sigue un proceso de decadencia en el que distingue tres etapas o estadios:
Este mismo proceso, pero inverso, es el que me pareció observar en una película recientemente estrenada, aunque despreciada por la crítica más prestigiosa. Se trata de Gladiator II de Ridley Scott. Este proceso tiene que ver con la transformación del protagonista Hano en Lucio Vero Maximus Aurelio.
En una de las primeras escenas, Hano arenga a un grupo de soldados (primera charla motivacional) para defender una ciudad del norte de África: “no temáis morir porque la muerte no es nada, y de la nada nada hay que temer. Lo que quiere decir que solo de lo que es podemos esperar algún bien o algún mal”, un discurso de raíz epicúrea.
Una vez que el ejército africano es derrotado y los supervivientes reducidos a la esclavitud, algunos son enviados a Roma. “Roma está enferma, destruye todo lo que toca. Este esplendor encubre una sociedad decadente”, declara Hano, cuando, junto a otros prisioneros, en un carruaje se acerca a la ciudad. Hano está a punto de revelar su verdadera identidad, o lo que es lo mismo, pasar de la nada al ser, de dejar de ser un “don nadie” a ser un aclamado gladiador, para finalmente acabar siendo el gobernante preferido de la plebe.
Hano ha dejado de ser, o lo que es lo mismo, ha vuelto a ser Lucio Vero Maximus Aurelio, nieto de un emperador e hijo de un prestigioso general. Convertido en cabecilla de una revuelta contra el poder corrupto de Roma arenga (segunda charla motivacional) esta vez a un grupo de aguerridos gladiadores. Ahora no se trata de morir por nada, por casi nada como no sea conservar la vida, sino por algo más, por algo trascendente (metafísico), por algo por lo que vale la pena perder la vida: la recuperación de los valores de la antigua república secuestrados por un mal gobierno. El proceso es el inverso al descrito por Todd porque se trata de una restauración, de la recuperación del ser, tanto en el caso del estado como en el del protagonista.
IV
La película de Ridley Scott reitera todos los malentendidos que arrastra consigo el concepto nihilismo. Sin embargo, una fisura en su trama nos permite vislumbrar una imagen del nihilismo más acorde con la definición que sostengo. La vida de Lucio cuando todavía era Hano, lejos del mundanal ruido de la metrópolis, era una vida que apostaba por lo intrascendente. Gozaba de la confianza de sus compañeros, del amor y de su compromiso con la defensa de la ciudad. Y todo ello sin el mínimo apego a grandes ideales, porque, como decía el ensayista valenciano Joan Fuster, para ir por la vida no hacen falta muchas convicciones. Con estos escasos hilos se puede tejer una existencia digna, pero, es cierto, son insuficientes para edificar un megaproyecto que encandile a un colectivo listo para conquistar el mundo. Toda cruzada empieza tras la santificación de una verdad. El nihilista auténtico tan solo se pregunta qué sentido tiene darlo todo a cambio de nada.
Barcelona, 30 de diciembre de 2024
I
Sigo alimentándome de croquetas... y muy buen vino. Cambio de vino cada día para no hacer monótono el menú. Mi hijo me ha proporcionado un surtido variado y muy rico de botellas, que mantengo en un rincón de mi pequeño jardín, al aire libre, cogiéndole el pulso al tiempo.
II
Voy dándole vueltas al menú de nochevieja. Creo que me decidiré por el pescado. Bacalao con salsa de gambas. Tengo también un excelente surtido de vinos blancos.
IIIHe comenzado El hombre sin atributos. He decidido leerlo muy lentamente, con la intención de saborearlo como si fuera un buen vino.IV
¿Se nota, verdad, que estoy de Rodríguez?
V
Estoy trabajando bastante, ya que el tiempo está a mi entera disposición. Ando merodeando una tentación: un libro titulado «Hermana muerte, que me das la vida». Va totalmente en serio.
Desconfiar del utopismo tecnológico no significa demonizar la técnica. Sólo recientemente, cuando se ha plegado al mito mecanicista, la técnica ha tomado una deriva preocupante que afecta al ejercicio mismo de la libertad. (...) La técnica va en busca de su perfección y, para ello, nos utiliza. (...) Nos utiliza como la flor utiliza a la abeja. Las máquinas se reproducen utilizando a otra especie que se rinde a sus encantos. La técnica nos seduce, nos hace creer que la manejamos a ella, cuando es ella la que acaba definiendo nuestro modo de vida, nuestra jornada, nuestra forma de trabajar.
El utopismo pone la mirada en el futuro. Se distrae del presente. Neglige con él. El imaginario futuro sustrae nuestra atención, la hace selectiva a fines, objetivos y voluntades. El utopismo que quiere llegar a la luna vive ya en la luna, Esa es la magia de lo mental. La sociedad embarcada en la aceleración del progreso técnico es utópica y el material sobre el que trabaja esa utopía ya no es la reforma social, es la perfección técnica.
La esperanza humana se ha tecnificado, se ha deshumanizado. Si observamos el asunto detenidamente, advertimos que sobre el futuro no se cierne el paraíso. Mas bien al contrario. El panorama es cada día más sombrío. Mientras tanto, las redes sociales y los metatarsos, trabajan por una humanidad infantilizada, debilitada u sometida al fetiche de la popularidad.
El desarrollo tecnológico libera el trabajo la persona. Hace posible el ocio y el tiempo libre. Jünger advierte que esta es una idea que no se ha probado en absoluto y que el hecho de repetirla no la hace más verdadera. "Un hombre liberado del trabajo no se vuelve por ello apto para el ocio." Oscar Wilde lo ratifica: no hacer nada es lo más difícil del mundo. "Es ínfimo el número de individuos capaces de asumir el ocio. La mayoría, cuando gana un sobrante de tiempo, no hace otra cosa que matarlo.." (...) En Inglaterra t otros países desarrollados, la clase obrera, hoy liberada y subvencionada por el Estado, organiza su tiempo en torno al pub y el fútbol. (...) El siguiente paso es la depresión, a la que sigue la medicalización. Ese es el modelo. Huxley no andaba desencaminado. Los excedentes de la técnica se invierten en la construcción de hospitales. El nuevo negocio global: la salud, indispensable para una civilización enferma.
Juan Arnau, El hambre y la máquina, La maleta de Portbou, nº 67, noviembre-diciembre 2024
No hay vida sin diálogo. Pero ahora, en la mayor parte del mundo, el diálogo ha dado paso a la polémica. El siglo XX es el de la polémica y el insulto. Ocupa, en las naciones y los individuos, y al mismo nivel que las disciplinas antaño desinteresadas, el lugar que ocupaba tradicionalmente el diálogo reflexivo. Miles de voces, día y noche, mantienen cada una por su lado un tumultuoso monólogo, vierten sobre los pueblos un torrente de palabras embaucadoras, ataques, defensas, exaltaciones. Pero ¿cuál es el mecanismo de la polémica? Consiste en considerar enemigo al adversario, y por consiguiente en simplificarlo, en no querer verlo. Cuando insulto a alguien ya no conozco el color de su mirada ni si se le escapa una sonrisa y de qué manera. Casi ciegos ya por culpa de la polémica, no vivimos en un mundo de hombres, sino en un mundo de siluetas.
Albert Camus, "El testigo de la libertad, en El derecho a no mentir. Conferencias y discursos (1936-1958); Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Debate, 2024 [1948]; página 94).
Byung-Chul Han, El espíritu de la esperanza, ethic.es 05/09/2024