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Igual es impopular cuestionar esto ahora,
pero no puedo evitarlo: lo de que «el pueblo salve al pueblo» me suena a
adulación irresponsable, a consuelo sentimental, o peor aún, a consigna
antisistema de los que buscan imponer tumultuosamente el suyo. Lo siento, pero
por dulce que suene a los oídos, no creo que el pueblo se baste a sí mismo para
salvarse.
El pueblo no salva al pueblo, en primer lugar, porque no puede. El arrojo y la solidaridad demostrados por miles de personas, especialmente jóvenes, ha sido y es ejemplar. Pero con esa muestra entusiasta de entrega no basta. Las carreteras, vías, puentes o viviendas no se reconstruyen con escobones y palas. La complejidad de nuestras modernas sociedades (y sofisticadas necesidades) es tal que la intervención del Estado resulta imprescindible no solo para gobernarlas, sino también para reconstituirlas tras cualquier desastre.
Tampoco parece que el pueblo pueda librar al pueblo de aquellos que, parasitando su dolor, lo utilizan para generar odio y caos. Fíjense que mientras que el Estado ha tardado una insufrible eternidad en llegar a las zonas afectadas por la inundación en Valencia, los bulos más burdos (junto a un grupúsculo de demagogos profesionales y hooligans ultras) han proliferado en cuestión de horas.
El pueblo no salva al pueblo tal como nadie se libra fácilmente a sí mismo de sus propias incongruencias. No podemos exigir más recursos, ayudas, infraestructuras y servicios (frente a pandemias, crisis, volcanes o inundaciones) y dejarnos luego seducir por la ola neoliberal que recorta derechos y niega el valor de los impuestos. No podemos exigir estrictas medidas de prevención (por ejemplo, en zonas inundables) para apoyar después a quienes las consideran un obstáculo para el desarrollo económico (o más bien para la especulación urbanística). No podemos cuidarnos del cambio climático y reírle luego las gracias (e incluso votar) a quienes lo ningunean en las instituciones. O una cosa o la otra. Las dos a la vez solo caben en la cabeza de un niño, o en las lenguas de quienes tratan al pueblo como a tal.
A los muertos de Valencia se los ha llevado una monstruosa tromba de agua y la incompetencia de quienes no avisaron ni tomaron medidas a tiempo. Sin duda. Pero la responsabilidad de la irresponsabilidad de esos políticos, junto a muchas de las circunstancias e incongruencias que han rodeado esta catástrofe (y las anteriores y las que estén por venir), son también asunto nuestro, de todos. El pueblo no salvará al pueblo celebrando a sus aduladores o golpeando a sus torpes e inoportunos gobernantes (máxime cuando los ha elegido él), sino dando un paso adelante para participar activa y congruentemente en los asuntos públicos. El pueblo no necesita piropos, salvapatrias ni reyes que les den la mano, sino ciudadanos críticos que, más allá de «clientes» puntualmente indignados con los «servicios» del Estado, se sientan plenamente corresponsables del bien común, animándose a participar en las instituciones y el aparato civil (partidos, asociaciones, ONG…) que las rodea. En otro caso, mucho me temo que la indignación popular se quede en gritos para hoy y olvido e indiferencia para mañana.
Todos tenemos un conflicto permanente con nuestro personaje, esto es, con nuestro yo público, que suele ser también nuestro yo ideal, aquél que querríamos moralmente ser y que, a falta de serlo, procuramos aparentar ante el espejo de los otros. Nadie se libra de ese conflicto entre ser y deber ser, entre la persona real y el personaje que exhibimos. La energía que esa tensión genera nos empuja, cuando es positiva, a perfeccionarnos y, cuando es negativa, a esconder lo que no somos capaces de afrontar.
Un consabido y perverso mecanismo de defensa con el que ocultar esa hemorrágica contradicción interna entre lo que decimos y lo que hacemos, es el de exagerar ante los otros nuestra presunta integridad y fortaleza moral. Y para ello nada mejor que autoerigirnos en sumos inquisidores, esto es: en indignados moralistas consagrados al azote del pecado ajeno.
No hay truco más viejo para pasar por santo (incluso a nuestros propios ojos) que demonizar al prójimo. Mucho más si el linchamiento es colectivo y uno se erige en sacerdote del sacrificio del chivo expiatorio de turno. Hay que desconfiar siempre de estos moralistas furibundos: suelen ser los peores viciosos, tanto que no tiene otra forma de «curarse» de sí mismos que alimentando un siniestro teatrillo de sombras en el que ellos se alzan providencialmente como santo fuego purificador.
Caso de confirmarse, el de Errejón es de justicia poética. Con él, el moralismo impenitente de esa izquierda vigilante y canceladora, azote del capitalismo y el machismo ajenos, parece irse definitivamente por el hueco del inodoro; por el del chalé de Galapagar o por el de los garitos en los que Errejón pillaba cacho en la versión de Mr. Hyde previa e indignadamente vilipendiada por él mismo. La lección es vieja y clara: nunca digas de esta agua no has de beber; sobre todo si eres un machote con la cabeza llena de hormonas disfrazadas de ideología justiciera.
Y lo peor de todo: el recurso al trastorno psíquico, es decir, a la psicologización del vicio, a la conversión de la contradicción moral (que todos más o menos llevamos a cuestas) en una patología que nos exime de hacernos responsables de nada, reduciéndonos a pacientes sometidos a tratamiento (en lugar de agentes capaces de tratar críticamente con nosotros mismos). Al final, lo de considerar a Errejón como un niño grande va a ser algo más que una broma. Un tiránico e inmaduro niño grande al que hemos prestado un poder inmerecido y del que no solo las mujeres, sino también y sobre todo los varones hemos de cuidarnos; probablemente porque aún lo llevamos dentro.
Es otoño. El clima se atempera y el paisaje va poco a poco recuperando color y vida tras el largo y abrasador estío. Es tiempo para el ocre y el amarillo, para roncas y berreas, para setas y castañas, para caminar, hacer deporte, observar las aves o sentarse a comer en familia sobre el verde nuevo de la tierra. Lo que quiera. Pero no olvide nunca llevar un chaleco reflectante y un teléfono cargado con conexión a emergencias.
Porque es otoño y sucede que los señores cazadores (pocas cazadoras hay) tienen copado el campo con la práctica de su deporte favorito, este de acosar, acorralar y disparar a animales, y tan entusiasta es su entrega a tan noble empeño que algunos no se privan de invadir a tiros parques, terrenos comunales, caminos públicos, vías pecuarias y aledaños de zonas habitadas.
Es otoño y el que escribe no habla de oídas. Cada día festivo le hacen saltar de la cama los tiros de los cazadores, algunos a escasos metros de su cama, disparando a troche y moche junto a viviendas, viandantes, ciclistas y quien se aventure a pasar por allí – un camino público, acondicionado y señalizado como cañada real, y en el que, además de casas, se encuentran reconocidos parajes naturales como el complejo lagunar de Mirandilla, en cuyos rústicos bancos de picnic se paran los cazadores a cargar las escopetas y echar un tentempié –.
Es otoño y aunque el cronista tiene ya más de cincuenta primaveras, mantiene una fe insobornable en la razón humana, así que, ni corto ni perezoso, se acerca al cazador más próximo a recriminarle su actitud e invitarle al escrupuloso cumplimiento de la ley, gesto que no provoca más efecto que un encogimiento de hombros y una mirada cómplice con otro montero (hay uno cada veinte metros) que, en la misma cañada, acecha conejos escopeta en ristre sin levantar apenas la cabeza.
Como el asunto parece que va de civismo, el articulista llama entonces a la Guardia Civil, pero allí le dicen que sí, que es otoño, y que a la sola y atribulada patrulla que recorre la zona no le da la vida, porque – le dice una telefonista muy amable – hay otros cazadores pegando tiros allí donde no deben.
El columnista se queda, pues, esperando melancólicamente (es otoño, creo que dije) y, mientras el estruendo de los tiros le estruja el alma, se imagina el día en que uno de esos tiros se incruste por accidente en la sesera de un pastor, de un niño saltarín o de un desprevenido ciclista o caminante. Ya cree oír y ver los llantos, gritos y titulares, las solemnes promesas de las autoridades competentes, las indignadas invocaciones a la ley en curso (tan inútiles como las que se hacen a los santos) para, a los dos días, mirar de soslayo, irse y no haber nada. El articulista vuelve a pensar entonces que este es sin remedio un país de pícaros cervantinos, de sainetes de Berlanga, de La Escopeta Nacional, de La Caza, de As bestas y de Los Santos Inocentes y, agotados el repertorio cinéfilo y la paciencia, coge a la familia y se va a tomar una caña lo más lejos posible.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
España se convierte, quiera o no el gobierno, en un país de propietarios
ricos vs. desheredados viviendo al límite. Desheredados que irán aumentando
conforme acabe de desinflarse la riqueza acumulada por ese asomo de clase media
que brotó en el último tercio del siglo XX, y de cuyo menguante patrimonio
viven todavía hoy, en un quiero y no puedo, gran parte de nuestros jóvenes.
Esta desigualdad en el acceso a la vivienda no es, por cierto, más que uno de los destrozos del huracán especulativo que cruza la península, dejando paisajes rurales desolados (pese a estar repletos de placas solares) o centros urbanos y costas destruidos por la plaga turística.
Este compendio de desigualdad, desolación y destrucción difícilmente va a perjudicar directamente a las generaciones mayores, la mayoría de ellas con la vida resuelta, casas en propiedad, jubilaciones garantizadas y pocas razones para temer los efectos del cambio climático, pero sí, desde luego, a los más jóvenes, cuyo futuro es la moneda con la que se apuesta en el capitalismo de casino que dirige el mundo.
Sin embargo, y a pesar de lo claro que resulta todo esto, una inmensa proporción de esos jóvenes desheredados está siendo descaradamente embaucada con discursos ultraliberales y populistas. Discursos que, a cambio de baratijas ideológicas e identitarias, abducen a los jóvenes para que presten su apoyo a los proyectos políticos que más peligrosamente comprometen su futuro.
Qué la mayoría de jóvenes desheredados o condenados a serlo vote a las derechas, e incluso adopte (en sus opiniones y poses) el estilismo conservador de los dueños del cortijo, responde a un patrón histórico e ideológico muy viejo: aquel por el que las clases bajas y de medio pelo imitan las costumbres e ideas de las idolatradas clases altas, pero con la salvedad de que los jóvenes de ahora deberían estar lo suficientemente educados como para no dejarse engañar de esta manera. ¿Estaremos equivocados en esto?
Luego está la cuestión del victimismo crónico en que chapoteamos todos. Vale con que, tras cincuenta milagrosos años de democracia en este país, creamos estúpidamente que ese es el estado natural de las cosas. Vale que parte de la izquierda se haya transformado en una troupe de curas laicos obsesionados con la moral sexual o los derechos de las minorías. Vale que se esté muy desencantado de la política. Vale con todo eso y más. Pero eso no justifica la inacción y falta de una ambición política coherente por parte de las nuevas generaciones. No vale con estar todo el tiempo quejándose. Los jóvenes son ya mayorcitos para darse cuenta de lo que se cuece. Porque en esa caldera, la carne destinada al sacrificio es claramente la suya.
En una entrevista reciente decía el
filósofo Pascal Bruckner que la pandemia había revelado una alergia al trabajo
en el mundo occidental, y creo que tiene toda la razón. Es un secreto a voces
que parte de la gente vivió con alegría el confinamiento, al menos al
principio: gracias a él se les pagaba por quedarse en casa y disfrutar de un
reposado y ocioso modo de vida. De hecho, la mayoría pudimos vivir bastante
bien (no faltaba comida en los supermercados, ni series en la tele, ni nóminas
en nuestra cuenta bancaria) sin tener que ir a trabajar.
Este milagro económico y político, que volvió a desvelar por un momento (aunque se olvidara enseguida) el papel esencial del Estado, nos ha vuelto más receptivos a la extraña creencia de que podemos reducir drásticamente las horas y días de trabajo, o incluso abolirlo o convertirlo en algo estrictamente voluntario. Las teorías sobre la renta universal, las reivindicaciones en favor de un disminución tajante de la jornada o la edad de jubilación, o las utopías cibernéticas de un mundo movido por androides en el que no tengamos que pegar un palo al agua, crecen como las setas, unidas, además, a cierta conciencia ecológica sobre lo malo que es producir y lo necesario que es «decrecer».
Pero todo esto parece esconder un enorme autoengaño y revelar una monumental hipocresía. El autoengaño es el mismo que el de los niños que lo quieren todo; en este caso producir y cotizar menos, pero seguir ganando y consumiendo al ritmo acostumbrado. Queremos trabajar menos (o nada) pero seguir comprando a capricho, conduciendo un coche, viajando a placer o yendo cada fin de semana al teatro o al restaurante de moda. Es como el sueño liberal de pegar el «pelotazo» y retirarse a los cuarenta, pero en la versión de la izquierda infantilizada, consistente en querer convertirnos a todos en ricos rentistas a cargo del Estado (es decir, de los impuestos de los que – ¡malditos capitalistas! – siguen produciendo para nosotros).
La hipocresía de todo esto no es menos sangrante. Todos nos apuntamos a la idea de un trabajo mínimo o vocacional (la universidad está llena de millones de chicos y chicas que, lógicamente, quieren ser artistas, filósofos, periodistas, arqueólogos…) mientras que la obra, el taller, la barra del bar, el camión de la limpieza o la recogida de aceitunas se lo dejamos a los inmigrantes. Es fácil abolir el trabajo, como decía alegremente el otro día un famoso escritor en este periódico, mientras tengamos una línea marítima de pateras con mano de obra que parasitar a precio de saldo.
El ideal de trabajar lo menos posible sería posible (o al menos consistente) si la gente estuviera dispuesta a vivir de una manera tan austera que, por mucho que se quiera idealizar románticamente, sería insoportablemente triste y desagradable para casi todos. Contrariamente a lo que piensa mucho pijoprogre, los pobres, por mucho que les sonrían cuando hacen «turismo solidario», no son más felices, ni más sabios, ni más libres que ellos. Más bien todo lo contrario. Lo averiguaran de primera mano sus nietos, cuando la ilusión estalle, y haya que ponerse manos a la obra para sobrevivir a la miseria material y moral que les estamos dejando.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Estaba guardando la ropa de verano y las fundas de mis trajes me recordaban las que se usan como sudario para envolver cadáveres. Me pareció ver esas fundas-sudario en la televisión, colgadas de una barra preparada para ir «envasando» púdica y rápidamente los cadáveres de los migrantes devueltos por las olas. Desde entonces no puedo dejar de pensar en las tráqueas embutidas de agua de esos cuerpos amortajados. Ni de imaginarme su agonía. Ni de preguntarme que hubiera sido de mi si hubiera nacido en Senegal, Mauritania, Malí, Marruecos…
Los datos cardinales para explicar la tragedia migratoria están claros: la ruptura del orden mundial (y su secuela de guerras descontroladas); la crisis climática (y su reguero de sequias y desastres); el cierre de fronteras (requisito para la precarización de la mano de obra que llega a los países ricos); y una creciente desigualdad económica global. Vamos con lo último.
Un reciente informe de Oxfam confirma que no más de tres mil familias (un 0,000X de la humanidad) controla el 13% del producto interior bruto mundial, unos 4.666.666.666 (¿será cosa del diablo el número?) por familia, mientras que el 50% de la población, unos cuatro mil millones de personas, subsiste con menos de siete dólares diarios (muchos con menos de dos o tres).
Este grado brutal de desigualdad, fruto de cuarenta años de desregulación económica, lo condiciona todo. El mundo entero se mueve al ritmo de los intereses de la oligarquía que lo provoca. La necesidad de rentabilizar contantemente el capital de esas tres mil familias no solo determina el número y rumbo de las pateras, también condiciona el paisaje campestre, los precios del super, el índice de paro, la deuda nacional, el acceso a la vivienda, la contaminación del aire, las producciones de Hollywood y el curso de las guerras que seguimos, como una serie más, a través del telediario.
¿Por qué nos conformamos con el poder de esta oligarquía de ultrarricos? No es fácil responder. En la Edad Media era Dios quien justificaba las desigualdades. ¿Y ahora? ¿Es por la fuerza? ¿Cómo, si somos ocho mil millones contra casi nadie? ¿Es porque reconocemos sus méritos? Tampoco. Por ingenuamente que nos creamos la fábula meritocráticoliberal, nadie es tan tonto como para creer que esas tres mil familias sean un millón de veces mejores que nosotros (tanto como su patrimonio respecto al nuestro). ¿Entonces?
La respuesta más certera es que ese olimpo de milmillonarios representa el sueño de la inmensísima mayoría, y nadie se rebela contra lo que sueña, por absurdo e irrealizable que sea. Tengan por seguro que, mientras no exista un sueño mejor, esa mezcla de ilusión insensata y codicia será la que siga moviéndolo todo para que nada se mueva; para que lo que para unos son fundas donde guardar la ropa, para otros sea el único y último abrigo que les depara este mundo atroz.
Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Mucho se ha hablado estas semanas del llamado «monstruo de Aviñón», el tipo que
drogaba a su mujer para que la violaran otros hombres. Está muy bien que algo
así genere una repulsa visceral. Pero limitarse a calificar de monstruos al
violador y sus compinches no solo no ataja el problema, sino que invita a una
auto exculpación colectiva que lo oculta y perpetua. Pensemos un poco en el uso
que hacemos del término «monstruoso» para calificar aquello que consideramos
reprobable.
Lo monstruoso es una categoría estética y moral que designa lo informe en todas sus formas: lo extraño y caótico, lo irracional, lo injusto, lo feo… En el ámbito social es una herramienta básica de coacción («¡Qué viene el coco!», le decimos a los niños) y de legitimación de la violencia ( a los delincuentes o a los enemigos se les tilda de monstruos antes de ajusticiarlos o de ir a por ellos); aunque a veces también designa un grado superlativo de bondad («Me lo pasé monstruosamente bien»), o un hecho o talento portentosos («Woody Allen es un monstruo del cine»). Curiosamente, en la mitología de muchos pueblos los monstruos son seres hermanados con los dioses.
En la cultura tradicional lo monstruoso puede representar una cierta liberación estética con respecto al orden establecido; de ahí esa mezcla de seducción y horror que nos provocan los monstruos, los crímenes, las historias macabras, el arte grotesco o el humor negro. En los antiguos ritos de inversión carnavalesca – por dar un ejemplo muy estudiado – la gente se entregaba monstruosamente al desorden, dando rienda suelta a la violencia y a los instintos sexuales hasta que, tras el convenido desahogo, volvían mansamente al redil. Curiosamente, esa vuelta al redil se celebraba mediante el ajusticiamiento simbólico (o no tan simbólico) de la figura que encarnaba el espíritu anárquico y anómico del carnaval: un grotesco rey de burlas, monstruo o chivo expiatorio con cuyo sacrificio se representaba la vuelta al orden instituido (esta ceremonia aún permanece fosilizada en muchas de nuestras fiestas tradicionales).
En cierto modo, el monstruo representado en ese nuevo pseudocarnaval que es el espectáculo mediático – el violador, pederasta, parricida, asesino en serie o terrorista televisivo de turno –tiene un poco de todo esto, especialmente de chivo expiatorio, cuya quema judicial (o ajusticiamiento en directo, como el de la bomba teledirigida sobre el malvado terrorista árabe) simboliza la crónica reinstauración del orden tras esa tímida ruptura virtual – seguida con lascivo morbo por los espectadores – que es la parada diaria de monstruos y sanguinarios criminales.
Pero la contemplación de lo monstruoso no solo parece proporcionar hoy una tibia (aunque continua) experiencia mediática de inversión y redención del orden, sino también una reafirmación estética (es decir: ilusoria) de suficiencia moral. Diríamos, parodiando al gran Kant, que la experiencia estética de lo inconmensurable e informe – es decir: de lo monstruoso– no solo produce impotencia y horror, sino también una cierta conciencia difusa de nuestra superioridad moral, y esto en cuanto superponemos a lo monstruoso un no menos infinito e inconmensurable sentimiento de sublime indignación (ese rigorismo moral que tanto nos pone, sobre todo cuando juzgamos a otros). Esta sublime ilusión estética (junto al entretenimiento carnavalesco) es lo que nos impide ver lo que hay que ver: que a ese monstruo– incluyendo al de Aviñón – lo llevamos dentro, y que solo cogiéndolo por los cuernos y deconstruyéndolo de arriba abajo (de las ideas a los genitales) podremos vencerlo. Si es que podemos, y no es todo esto un monstruoso sueño de la razón.
Me enviaron hace unos días unos vídeos mostrando cómo celebran en algunos colegios el primer día de clase. Era emocionante ver a esos entusiastas maestros haciéndole fiesta a sus alumnos y endulzándoles en lo posible su primer día. ¡Eso es vocación! – pensé— ¿Pero por qué solo el primer día?
Reconozco que yo no sentí nunca una especial congoja – más bien excitación y nervios – al comienzo de curso, tal vez porque que en mi cole, hace tropecientos años, ya nos acogían a los chiquillos con globos, risas y canciones; pero aún hay lugares en que reciben a los peques a pie de pupitre, bajo la triste luz de los fluorescentes y pasando la lista como en un cuartel – con ese eco de hormiguero subterráneo que tienen los edificios oficiales –. Eso sin contar con la angustia de los horarios, las tareas, las normas, las advertencias y las fechas de las pruebas enumeradas puntillosamente en los discursos de bienvenida.
Pero aun alegrándome de esa alegría con que inician algunos el curso, dudo de que esas celebraciones sean más que un melancólico paliativo, ese triste y último juego del domingo al que uno se da sabiendo que detrás vienen los madrugones invernales, las cansinas horas de encierro, las interminables tardes de deberes, el examen semanal, las listas de notas…
¿Cómo podríamos hacer para que la vida escolar fuera una coherente prolongación de la celebración del comienzo, en lugar de esa travesía bronca, desagradable y aburrida que para muchos no solo es, sino que también debe ser el trabajo cotidiano (y en la que por tanto – según ellos – hay que entrenar y curtir a los niños)?
La mayoría de los filósofos han descrito el aprendizaje como una aventura fascinante, no dolorosa por el esfuerzo (¿quién siente como esfuerzo el hacer lo que desea?), sino a lo sumo por lo que desvelamos con ella. Sin embargo, nos resistimos a concebir la educación como una actividad fiada a la actividad y al entusiasmo de esos seres por naturaleza inquisitivos que son los niños, y preferimos imponerles una disciplinada pasividad, recortándoles y organizándoles la curiosidad como quien les ordena el armario de los trastos.
Estoy de acuerdo en que la escuela no ha de servir meramente para entretener (aunque siempre será mejor entretener que violentar), sino para encauzar, sin troncharla, esa inclinación que todos tenemos sin excepción hacia el conocimiento. A la escuela va uno a aprender, no a «divertirse» (en el sentido vulgar de la palabra); pero solo porque no hay mayor diversión posible que la de aprender. El juego es el modo natural de aprender en los animales (y en los niños, decía Platón), pero solo los humanos podemos, además, disfrutar del supremo juego de divertirnos con la cabeza: de enlazar, dividir, estructurar y hacer volar a las ideas en el espacio y el tiempo, de medirlas, de plasmarlas en la materia, de reírnos de ellas… No hay nada más didáctico y «divertido» (en el sentido literal de la palabra) que ese juego con la diversidad de imágenes, palabras, perspectivas, hipótesis y experiencias que supone el aprendizaje. Si aprender en la escuela no es esa fiesta, no tengo ni repajolera idea de lo que es.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Ibiza.
No hay nada peor para hundir a alguien que negarle la palabra, dejársela en la boca, no dirigírsela u oírla como el que oye llover. Diría que hasta es preferible, como mal menor, que te griten o te insulten. Quien te insulta no niega al menos tu humanidad (todo lo contrario: la reafirma como aquello que en un sentido u otro le interpela), mientras que quien te retira la palabra te convierte en un mueble, un espectro, en un cero absoluto a la izquierda.
Prueben a pensar (o a recordar) lo que se siente cuando nos ignoran o marginan en una conversación, nos niegan la posibilidad de explicarnos en asuntos que nos conciernen o nos impiden ejercer el derecho a réplica. La experiencia es humillante, hasta el punto de que uno llega a rumiar durante mucho tiempo el dolor y la rabia por verse ninguneado en algo tan vinculado a la propia identidad como la manifestación pública de lo que se cree o piensa.
Ahora bien, si marginar o ningunear al que desea expresarse nos parece algo tan vejatorio, piensen lo que sería si le prohibieran lisa y llanamente hacerlo. ¿No les parecería algo insoportable? Pues esto mismo es lo que han de sufrir las mujeres afganas tras la última ley de los fanáticos que las gobiernan; una ley por la que se les prohíbe no solo hablar, sino hasta el mero uso de su voz en lugares públicos – a no ser a petición y con el permiso de sus «amos», se entiende –.
Es cierto que para ser individuo basta con hablar con uno mismo, algo que puede hacerse en silencio, pero para ser una persona plena – y no digamos un ciudadano digno – es imprescindible el uso público de la palabra; solo así nos reconocemos mutuamente, analizamos objetivamente los problemas, dilucidamos de forma dialogada los asuntos que nos importan y nos unimos en el desahogo y la risa, la seducción y el goce, la protesta colectiva o la creación compartida… Sea en el lenguaje que sea, sin ese «logos» común – que decían los griegos – no somos más que una célula aislada, un monólogo idiota que no lleva más que a la alucinación y la locura.
Y a esta locura y negación radical de la personalidad es a lo que conduce la última medida de los talibanes, decididos, fetua tras fetua, a convertir a las mujeres en silenciosas esclavas al servicio de los varones. Aunque esto no solo es cosa de talibanes, todo hay que decirlo. Lo que representa de modo radical el régimen afgano puede observarse con menor intensidad (o mayor sutileza) en todos aquellos lugares en los que se margina a las mujeres de los escenarios de representación y decisión colectiva.
Y ante todo esto lo último que debemos hacer es callarnos. Dicen los filósofos que el mal radical es la voluntad de querer la nada; pero no es mucho mejor ese nihilismo depresivo que opta por no hacer ni querer nada. Hay que exigir que se reconozca como crimen contra la humanidad el apartheid de las mujeres en Afganistán, obligar al gobierno talibán a dar cuenta de sus crímenes, y facilitar toda la ayuda posible a las miles de afganas exiliadas. Y hace falta también mirar alrededor en busca de esas otras mujeres invisibilizadas y enmudecidas por violencias mucho más cercanas a nosotros. Y para encontrarlas solo hay que hacer una cosa: dejarlas hablar.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Dice el Papa que el rechazo al inmigrante
es pecado. Y el Banco de España que hacen falta muchos más inmigrantes para
sostener económicamente al país. ¿Entonces? Si la llegada de inmigrantes no
genera más que ganancias (celestiales y terrenales), ¿a qué viene tanto
alarmismo histérico, con invocaciones al Ejército incluidas? La respuesta está clara:
el miedo al inmigrante reporta votos, y hay quienes no tienen el menor
escrúpulo en criminalizar a los más débiles e indefensos para lograr esos
votos.
Hay que recordar de nuevo que la inmensa mayoría de los inmigrantes vienen a este país a hacer los trabajos – los más duros, ingratos y mal pagados – que ya no queremos hacer los nativos. Hablar de deportaciones masivas no solo es, pues, moralmente repugnante, sino de una hipocresía que clama al cielo: ¿quién quiere realmente expulsar a los mismos que cuidan a nuestros padres e hijos, limpian nuestras casas, asfaltan nuestras carreteras, nos sirven en el bar, recogen nuestras cosechas o dan un poco de vida a nuestros pueblos moribundos?
Algunos se empeñan en subrayar que su inquina es contra la inmigración ilegal, pero esto es otra muestra insoportable de cinismo y falta de empatía. La inmigración ilegal (de la que tanto se aprovechan algunos) es producto de la necesidad, no de una malvada elección de los inmigrantes. Todos sabemos que apenas existen cauces practicables para la inmigración legal, y todos sabemos que, de estar en el caso de esos inmigrantes, haríamos exactamente lo mismo que ellos…
Es igualmente confundente la constante alusión a las mafias, como si ellas fueran la causa de la inmigración ilegal y no simples parásitos que se aprovechan de ella. Hablar continuamente de mafias solo sirve para desviar la atención de las verdaderas causas sociales, económicas y políticas del fenómeno migratorio.
Y finalmente está el peor y más peligroso ardid: el de ocultar dichas causas bajo la retórica nacionalista. Así, desde la perspectiva de algunos, la inmigración no va de gente deseosa de prosperar huyendo de la miseria y la guerra (¡como hacíamos nosotros mismos tiempo ha!), sino de extraños que vienen a subvertir nuestras costumbres y a acabar con la cultura patria. Este planteamiento mendaz demuestra, por cierto, el tipo de trabajador que ciertas élites desearían realmente: uno que no solo trabajara por lo mínimo y en condiciones precarias, sino que además se sometiera sin rechistar a las costumbres y creencias de sus «amos».
La llegada de inmigrantes puede ser, en fin, un asunto complejo y problemático, pero que hemos de abordar constructivamente, no solo por razones morales, sino por la cuenta que nos trae, evitando planteamientos demagógicos, hipócritas y falaces, más aún cuando con ellos se juega con la dignidad y el porvenir de personas desesperadas que no vienen más que a trabajar para nosotros. La miseria material no se elige, la moral sí. No seamos moralmente más miserables que los que, en sentido material, no pueden elegir no serlo.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Hace unos días, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, nos recordaba los efectos del cambio climático; efectos que llevarán a miles de millones de personas (las más pobres) a vivir por encima de los 50 grados Celsius. Hasta aquí todo bien (¡bien terrible!). El problema estaba en la atribución de causas. Sostuvo Guterres que el cambio climático era debido a la «adicción humana a los combustibles fósiles». ¡Pésimo «diagnóstico»! No ya por ese funesto vicio de convertirlo todo en una patología (que también), sino porque el político portugués, en la peor tradición liberal, fustiga a los individuos sin dedicar una palabra a las causas estructurales de esa presunta «adicción». Vamos a recordarle algunas.
Desde hace más de dos siglos el capitalismo industrial ha ido obligando a la gente al abandono de las zonas rurales y a vivir en la periferia de las grandes urbes. Desde hace cincuenta años la gentrificación y la especulación urbanística (aceleradas por el negocio turístico) han estado expulsado igualmente a la gente desde el centro al extrarradio. El efecto de este fenómeno global y masivo ha sido, obviamente, la multiplicación del tráfico urbano. Quien vive en los inmensos suburbios de cualquier megalópolis no puede ir regularmente a su trabajo en bici o dando un paseo, privilegio reservado a las élites, que son, cada vez más, las únicas que pueden vivir en el centro.
Desde luego que hay grandes urbes en las que existe una amplia y moderna red de transporte público, pero en la mayoría este es ineficaz e insuficiente. Eso por no hablar de la incomunicación de las zonas rurales o entre pequeñas ciudades de provincia. El desmantelamiento de la red ferroviaria que antaño articulaba el territorio (para invertirlo todo en autovías y unas pocas líneas de alta velocidad) o la deficiencia (o inexistencia) de infraestructuras de comunicación en las regiones más pobres hacen que, para muchísimas personas, la única alternativa sea, invariable y obligatoriamente, el coche.
Así que nada de «adicción a los hidrocarburos», señor Guterres. Para la mayoría de los que no podemos vivir en un ático en el centro el automóvil no es un vicio, sino una necesidad; no tenemos otra forma realista de acudir al trabajo, la escuela, el hospital o el supermercado; ni disponemos de medios para costear (o simplemente para hacer viable) el uso de vehículos que, como los eléctricos, distan mucho de ser prácticos y sostenibles – mucho menos si se comienzan a utilizar en masa –.
Así que, en lugar de echarnos el muerto encima, abogue usted por multiplicar por mil el transporte público, por invertir en trenes que vuelvan a conectar pueblos y ciudades, por cortar de raíz con la especulación de la vivienda en los centros urbanos o por extender el teletrabajo voluntario… Y ya verá, ya, cómo los curritos acudimos en bus al trabajo o, en estas tórridas fechas, nos vamos en tren a Benidorm o Chipiona – y no andando, como tuve que escuchar recientemente a un académico gurú del ecologismo patrio, de esos que hablan y entiendes a la perfección porque la gente vota a Trump, Abascal o Alvise –.
La Niña de la Huerta con Francis Pinto (Peña Flamenca Llerena) |
Los aficionados al flamenco tienen una jerga parecida a la de los palmeros que acompañan y animan el cante (esos que dicen ole y tocan las palmas, que cantaba Montse Cortés en el penúltimo disco de Paco). Y en esa jerga hay una frase ritual para cuando el respetable no lo es tanto: es el «vamos a escuchar», lanzada lapidariamente y en voz alta por un cabal y con la que se invoca el recogimiento y el silencio necesarios para que se geste el cante.
Pues bien, al discurso racional le pasa como al cante flamenco: hay que hacerle sitio, guardarle silencio; no se impone pasivamente, como el reguetón a todo volumen de un macarra motorizado o los bulos de Trump, sino que requiere de una cierta actitud receptiva, de un nivel mínimo de actividad mental, y de algo tan caro en estos tiempos como es la atención.
Diríamos que eso mismo que exige la buena música – y todo lo que es bueno en general– es lo que también exige el debate público: un «vamos a escuchar» colectivo y una actitud constructiva e inteligente – más que pasiva y pasional – en torno a las opiniones de otros. No ignoro que tal cosa sea más fácil de conseguir en el ámbito del arte que en el del debate, en el que se negocian cosas tan delicadas como las identidades personales y colectivas, pero hay que intentarlo. Nos va en ello aquello tan famoso de la regeneración democrática.
Frente a las tendencias «neoluditas» contra las redes, a las que se responsabiliza frívolamente de la polarización y degeneración política, hay que recordar que la ampliación y desjerarquización del espacio público (aun controlado de forma privada, no lo olvidemos) que procuran dichas redes representa, al menos en teoría, un sólido avance democrático. Nunca ha habido tanta gente en condiciones técnicas de intervenir en el debate público y en la conformación de la opinión común. Lo que hace falta ahora es promover las condiciones cívicas e intelectuales que complementen a esas posibilidades técnicas. Y una de esas condiciones es, sin duda, la que representa ese flamenquísimo «vamos a escuchar».
Una buena «ciudadanía digital» no depende tanto de la alfabetización mediática como de la generalización de una ética del diálogo. Una ética por la que cada vez que decimos «yo opino» valoremos más el significado del verbo «opinar» que las implicaciones afectivas e identitarias del pronombre «yo», de manera que resituemos nuestra perspectiva como lo que es (una perspectiva más) y dejemos espacio a la comprensión de la perspectiva ajena. Un buen ejercicio socrático que propondría al respecto es este: no opines nunca sin antes resumir las ideas de tu interlocutor en una formulación que este apruebe; esto demostraría que, como poco, hemos escuchado y entendido su punto de vista. Sin esta escucha no hay diálogo posible, ni interacción humana que no sea simple impostura.
Eso sí: recuerden que hacer el esfuerzo de entender a los demás supone correr el riesgo de ver las cosas de modo tan distinto que uno se pierda, haya de buscarse y salga de ese proceso crecido y transformado. Exactamente igual que cuando escuchas una soleá que te vuelve del revés. Es algo que te saca de tus casillas, pero para dejarte en un lugar más alto. Así que ya saben: vamos a escucharnos, por favor.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Decía Ortega y Gasset que la vida no
tiene más sentido que el de un gigantesco espectáculo deportivo. Vistas «desde dentro», y sujetas
a las reglas que inventamos, las cosas cuadran, existen medios y fines, la
gente se entrega, sufre y goza hasta lo indecible. Visto «desde fuera»,
objetivamente, es algo completamente arbitrario, un simple juego ante el que
cualquier asomo de gravedad o compromiso resulta patético. Pasa como con el
fútbol. Visto «desde dentro» es un grandioso fenómeno cultural, una historia épica llena de
sentido, lucha, triunfo y belleza. Visto «desde fuera» no hay más
que veintidós homínidos dándole patadas a una bola de trapo hasta meterla con
incomprensible alborozo en una red.
Es así. A vuelo de pájaro nuestros afanes diarios, nuestras vidas enteras, parecen insignificantes: una coreografía fugaz y apresurada, puro teatro del absurdo, una broma que nadie entiende. Tal vez sea por esto por lo que a los seres humanos nos gusta tanto jugar. Johan Huizinga, el filósofo que nos describió como «Homo ludens», decía que uno de los rasgos positivos del juego era la creación de un cosmos, de un orden cerrado en relación con el cual era posible el logro de una cierta ilusión de perfección con la que reforzar el orden incompleto e intrascendente de la existencia. Mientras que en el cosmos delimitado del juego uno puede aspirar a dominar, aprender y triunfar, en el universo real, fundamentalmente inconmensurable con nuestros deseos e ideales, no parece que quepa más que una frustración tras otra.
Pero el juego, por perfectamente ordenado e ilusionante que sea, no puede distraernos más que un rato del paso mortal del tiempo. Cuando acaba el juego volvemos de nuevo a la insignificancia, a la conciencia de que todo está condenado al olvido, y de que, por ello, no hay afán o pasión que merezca mínimamente la pena. Por ello hay quien se agarra con desesperación al vicio lúdico, persiguiendo la sombra de sentido que encuentra en él, o quien cambia radicalmente de juego, sustituyendo el pasatiempo deportivo o el juego de azar por el juego religioso, mucho más intenso y penetrante, y cuyo premio explícito es la victoria definitiva sobre la muerte y la nada. Todo juego tiene algo de rito y de vínculo simbólico con lo trascendente; pero la religión convierte esta dimensión en la parte central del espectáculo, exigiendo, además, una entrega absoluta de los jugadores. La apuesta lo merece, pensaba Pascal.
¿Y qué hay del juego artístico o de la especulación filosófica? Estos juegos son, sin duda, menos potentes que el religioso, pero a cambio dan mayor protagonismo al jugador. Y en lugar de una cierta ilusión (como el juego deportivo), proporcionan una ilusión cierta. A saber: la de saber que si todo fuera realmente un cuento repleto de ruido y furia narrado por un idiota, no entenderíamos nada. ¡Pero es un hecho que entendemos! Incluso que entendemos todo lo que no entendemos. Apliquen el viejo método de exhaución y se aproximarán a la cuadratura del círculo. Y si no quieren decir eureka, o evohé… griten al menos ¡gol!
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Se informaba hace unos días, en este mismo periódico, de la creciente y desesperante necesidad de trabajadores que tiene nuestra región. Faltan jornaleros, peones, camareros, camioneros, albañiles, carpinteros, electricistas, profesores, ingenieros, informáticos, médicos... Y no solo en Extremadura. Según un reciente informe, España está en máximos históricos en cuanto a puestos de trabajo sin cubrir, situación que empeorará notablemente en cuanto comience a jubilarse la nutrida generación del baby boom.
Todo esto supone una rémora para todos: para los ciudadanos, que se las ven y desean para contratar ciertos servicios; para las empresas, que no pueden crecer y, a veces, ni mantener siquiera su nivel de actividad; y obviamente para el Estado, cuyos recursos dependen en gran medida de la fiscalización de tales empresas. De esos recursos estatales y de la cotización de los cada vez más escasos trabajadores habría de provenir – no se sabe aún cómo – la enorme cantidad de dinero que hace falta para pagar las pensiones de una población cada vez más envejecida.
¿Soluciones? Dado que por variadas razones (no solo económicas) la tasa de natalidad lleva decenios bajo mínimos, y que, por múltiples factores también (en absoluto económicos), hay trabajos que no queremos hacer los nativos, la solución que se ha impuesto es recurrir a la inmigración. Los inmigrantes son contribuyentes netos a las arcas públicas, y llegan con el suficiente grado de desesperación (el mismo que teníamos nosotros hace 70 o 60 años) como para aceptar los trabajos que ya no queremos hacer los españoles. En cuanto al gasto público que ocasiona su integración, este resulta insignificante en relación con los beneficios que procuran; más aún si lo comparamos, por ejemplo, con el coste del subsidio de desempleo o con el gasto sanitario que supone atender a millones de jubilados.
¿Entonces? ¿Cuál es el problema con la inmigración, del que políticamente vive la extrema derecha – y cada vez más la derecha a secas –? Pues no es fácil de determinar. Desde un punto de vista estrictamente económico el problema real sería que no vinieran inmigrantes. De hecho, uno de los problemas de la economía extremeña es que somos una de las regiones con menos inmigración. Y en España, aunque la población de trabajadores no nacidos en el país ha aumentado notablemente, esta no representa aún ni una mínima parte de todos los que harían falta.
Dicen algunos que la llegada de inmigrantes amenaza nuestro modo de vida. Pero la verdad es que ese modo de vida es complementa insostenible sin ellos. ¿Queremos mantener ese mismo modo de vida y, a la vez, la «pureza» de la civilización cristiana, o de la cultura española, francesa, alemana, catalana, etc., frente a «negros» y «moros», como afirman los demagogos de la ultraderecha? Muy bien. Podemos empezar a convencer a nuestros hijos de «pura raza» para que asfalten autovías, limpien habitaciones de hotel o recojan fresas, volver a convertir a las mujeres en máquinas de tener hijos, y hacer lo necesario para rebajar la esperanza de vida a 65 o 70 años. Es claro que ni aun de este modo lograríamos nuestro objetivo pero, eso sí, seríamos europeos y españoles de pura cepa (es decir, descendientes históricos de «negros y moros»). Y hasta es posible que, legítimamente insatisfechos con ese escaso nivel de vida, a muchos de nosotros nos diera por volver a emigrar, como hacíamos no hace mucho, y como hacen hoy miles de personas jugándose la vida en frágiles cayucos para mejorar un poco su existencia y de paso, y sobre todo, para asegurar la nuestra.
Lo
recuerdo con viveza aunque hayan pasado ya más de cuarenta años. Era una tarde
de Nochebuena y teníamos que recoger a una de mis abuelas, que vivía sola en
una barriada del extrarradio, para llevarla a cenar a casa. Cuando ya nos
marchábamos me llamó la atención la postura encorvada de una anciana que
permanecía sentada en un banco no lejos de nosotros. La luz del crepúsculo
invernal no dejaba ver muy bien, pero cuando logré hacerlo advertí que la mujer
estaba abrazada con todas sus fuerzas, casi fundida, a un perrillo pequeño que
sostenía en su regazo. La figura de aquella viejecilla sola, inmóvil, agarrada
a su perro en mitad de aquel descampado en vísperas de Navidad se me quedó en
la memoria como el más triste retrato de la soledad absoluta.
Hasta que hace unos días me tope con otro igual o más melancólico aún. La imagen, publicada en la prensa, era de otra anciana, sentada en una modesta mesa de cocina, que dejaba caer dulcemente la cabeza sobre el rostro dibujado e inexpresivo de un robot groseramente parecido a un pingüino y que, según se decía más abajo, estaba programado hasta para reaccionar a las caricias. Contaba la mujer que vivía con aquel autómata desde hacía cuatro años, y que este sustituía a la familia, los hijos y a la pareja que no tenía. Si creía que no podía hallar nada más triste a la anciana aquella del perrillo, me equivoqué de plano.
Los filósofos asocian la tristeza a la idea de un mal o disminución. ¿Pero tan malo o imperfecto es que las personas no tengan más remedio que acallar su soledad – o incluso prefieran hacerlo – con un animal o una máquina en lugar de con otro ser humano?
Yo creo que sí. Que proliferen mascotas o engendros mecánicos en sustitución de personas en hogares, asilos u hospitales me parece algo intrínsecamente perverso. No niego sus ventajas prácticas (por ejemplo, económicas), pero no es menos innegable que sustituir interacciones humanas, por simples que puedan ser, por otras más primarias o mecánicas, por complejas que puedan parecer, representa la pérdida de algo esencial, y algo, por tanto, objetivamente triste.
Tal vez lleguemos a acostumbrarnos a la extraña conversión del objeto (la máquina) en sujeto, no digo que no. Quizás esto tenga relación con la cada vez más intensa instrumentalización del mundo y del prójimo a la que parecemos abocados (si de forma cada vez más infantil concebimos a las personas que nos rodean como instrumentos, ¿por qué no vamos a dejar de considerar a los instrumentos como personas?). Es posible que el progreso sea esto: una absoluta experiencia de unión con un «otro» a medida, con un mundo en que ya nada nos sea indomesticable o ajeno. Pero a mí, más que una supresión de lo ajeno lo que todo esto me parece es una completa enajenación colectiva. Esa por la que probablemente vamos a perdernos de nosotros mismos, ahogados, como Narciso, en un líquido mundo de apariencias. Consúltenlo con su androide más cercano.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
A
esto se suma el problema de que en estos saberes no siempre es fácil separar el
grano de la paja. De hecho, si en loca «sinergia» mezcla
usted palabras como «innovación», «creatividad», «empatía», «resiliencia», «complejidad» y otras por el estilo, y añade expresiones como «enfoque
socioafectivo», «pensamiento crítico», «experiencia vivencial» o «inteligencia colectiva», le aseguro que,
por desestructurada y superficial que sea su cháchara, se le simulará escuchar
con toda la seriedad que la circunstancia exija.
Ahora bien, de todos los lugares comunes de la retórica pseudopedagógica (nada que ver con la pedagogía de verdad, donde las palabras antes citadas tienen realmente sentido), el más preocupante es aquel que dice que hay que «poner las emociones en el centro» del proceso educativo. ¿Qué significa esto? ¿Se han de anteponer las emociones a cualquier otro criterio? Eso querrían, desde luego, los publicistas, los políticos populistas y todo tipo de tiranos y fanáticos. ¿Pero es algo que debamos querer también los docentes?
La educación emocional, más necesaria que nunca, no consiste en enaltecer o expresar sin más nuestras emociones, sino en comprenderlas, apreciarlas en lo que valen y aprender a controlarlas sujetándolas a criterios de mayor entidad moral. No es la emoción lo que debe «estar en el centro», sino la razón, la reflexión y los valores más estimables. Las emociones son un sistema primario y tosco de evaluación, relativamente útil (aunque no siempre) en determinadas situaciones y que, sin una educación precisa, suele depender de prejuicios, valores e ideas poco conscientes. A lo único que conduce el obedecer a los «impulsos del corazón» es a hacernos esclavos de esas pasiones y prejuicios, incluyendo los más destructivos.
Situar a las emociones en el centro del proceso educativo, en lugar de al servicio de los más nobles valores y principios, y de las razones que nos permiten vislumbrarlos (y someterlos a crítica), es sentar las bases para convertir la educación en un instrumento potencialmente integral de manipulación. Incorporar la dimensión socioafectiva en el aprendizaje es algo más que necesario, sin duda alguna; pero hay que saber hacerlo con delicadeza quirúrgica y exquisita asepsia ideológica, y, desde luego, tras haber vacunado a los niños con dosis masivas y diarias de raciocinio, sentido crítico y reflexión ética. Es decir, con mucha, buena y verdadera educación emocional.
Según un
reciente artículo de prensa, la Escuela de Estudios Orientales y Africanos
de la Universidad de Londres ha impulsado un conjunto de propuestas para «descolonizar» y hacer más «inclusiva» la enseñanza
universitaria de la filosofía, reemplazando el
programa centrado en pensadores occidentales clásicos (Sócrates, Platón,
Aristóteles, etc.) por otro con una mayor variedad de autores no occidentales.
Aparte de algunas tonterías, como considerar que los exámenes son una manera «colonialista» de evaluar (¡cuando los popularizaron los chinos!), o que emplear blogs o podcasts es más adecuado a una pedagogía no eurocéntrica (¡cuando son perfectas herramientas de colonización occidental!), la propuesta de esta Escuela es librar a la filosofía, o a cualquier otra manifestación cultural supongo, de sesgos eurocéntricos o racistas; algo la mar de loable. De hecho, sería bueno extender este movimiento a otras culturas (siempre que, rizando el rizo, esta extensión anti-etnocéntrica, tan occidental ella, no fuera considerada también una práctica etnocéntrica…).
Ahora bien, una cosa es el provechoso ejercicio de la autocrítica, o la no menos loable universalización de la mirada a que nos aboca la perspectiva no-eurocéntrica (algo que, por cierto, ya nos enseñaron los viejos filósofos griegos, que acostumbraban a viajar y aprender de los sabios de otras culturas y latitudes), y otra muy distinta el incurrir en la relativización absoluta de los conceptos o en los sesgos ideológicos.
Así, alguien podría pensar que, dado que la filosofía se caracteriza desde sus orígenes como una alternativa crítica y dialéctica a las creencias tradicionales, es difícil justificar que el magnífico caudal de sabiduría de muchos pueblos pueda considerarse otra cosa que un compendio ancestral de preceptos prácticos y creencias sobre el mundo que, aunque dé mucho que filosofar, no sea estrictamente hablando «filosofía». Es claro, por ejemplo, que la teosofía hindú o la tradición confuciana tienen mucha profundidad filosófica (igual que la tienen la teología católica, la escolástica marxista o el psicoanálisis), ¿pero responden realmente a una especulación filosófica libre de dogmas y sometida a una duda radical?
Pasa algo parecido con algunos de los intelectuales erigidos como candidatos a «filósofos no eurocéntricos»: que parecen científicos sociales admirablemente aplicados a deconstruir y explicar la cultura a partir de un determinado paradigma (el del anticolonialismo, el del género, el del antirracismo, etc.), pero no tanto filósofos o filósofas dispuestos a cuestionarlo radicalmente todo, empezando o terminando por su propio marco de interpretación. Admito que la distinción no es fácil, como casi ninguna en filosofía, pero no que sea irresoluble o dé pábulo a un relativismo irrestricto.
En cualquier caso, me parece digno de reflexión que todas estas consideraciones decolonialistas se dirijan casi siempre a saberes como la filosofía o la historia del arte, y casi nunca o significativamente menos a la ciencia. No entiendo bien por qué todo el mundo exige diversidad cultural o paridad de género en el ámbito filosófico o el artístico, pero no, por ejemplo, en el de la física o la medicina. Mucho me temo que cuando vamos a tratarnos a un hospital o a matricularnos en una Facultad de Física, solo exigimos que los médicos, profesores y autores a estudiar sean los mejores en su campo, independientemente de su color de piel, cultura o género.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Este sistema de castas y odios entrecruzados es alimentado además por una estructura igualmente incomunicada de medios de comunicación que solo tienen en común el odio feroz al «enemigo». Esto explica el ascenso masivo de un candidato político (Alvise Pérez) del que muchos no sabían nada. Lógico. Vivimos en burbujas informativas (o desinformativas). Y en burbujas de burbujas, como la de los medios tradicionales (la tele, la radio, los periódicos) y los nuevos medios (las redes sociales y sitios web), ignoradas respectivamente por la otra mitad de la población.
La situación es implosiva y solo la salva de momento una situación económica relativamente estable. Mientras tanto, la confusa tentación de acudir a líderes salvadores que nos saquen del marasmo y generen cierta apariencia de consenso (aunque no sea otra cosa que gregarismo) es más alta cada día. Si ha pasado en Italia o Argentina, y parece a punto de pasar en Francia y en buena parte de Europa, ¿por qué no íbamos a merecer un Abascal o un Alvise Pérez en España?
La democracia es pluralidad y conflicto, es cierto; pero no disgregación y polarización absoluta. La pluralidad es democrática cuando se representa en un lenguaje y un escenario común, que es donde tiene lugar el diálogo entre distintas opciones y la ceremonia de la conformidad con la que es temporalmente elegida. Si ese escenario (que es institucional, mediático y tiene su reflejo en el debate público) se rompe, el juego democrático se acaba.
Y reparar esa quiebra del espacio público no es fácil. Entre otras cosas porque la disgregación y la polarización interesa a muchos: enriquece a las empresas que han privatizado ese mismo espacio público; mata a la política y favorece el avance de un mercado sin reglas; abre oportunidades infinitas a estafadores y déspotas; y proporciona generoso «opio del pueblo» a una ciudadanía que se siente aburrida e irrelevante.
Solo sobrevive un espacio público desde donde intentar reconstruir lentamente un tejido social resistente a la disgregación, el odio y la tentación totalitaria. Ese lugar es la escuela (pública, claro: una escuela igual de disgregada que la sociedad no serviría de nada). Para muchos jóvenes la escuela es hoy el único referente social y cultural estable desde el que afrontar un mundo cada vez más líquido y del que no se salva ni la propia familia. Hay que agarrarse a ello y convertir las escuelas en un último reducto de convivencia democrática, educando con fe y firmeza en el uso de aquellas competencias que puedan librarnos de la ceguera fanática y de la incapacidad para pensar y dialogar con los demás.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
En la tiranía extraña y próxima que retrató George Orwell en la novela «1984» (escrita en 1950) andaban ya pululando todos los estigmas de nuestro tiempo: la vigilancia de las pantallas, la manipulación extrema del lenguaje, las noticias falsas, la polarización como mecanismo de control… Pero hay uno que siempre me ha llamado la atención y que entronca también excepcionalmente con nuestra época: el de la estandarización completa de la creación artística.
Como tal vez recuerden, en la inquietante distopía orwelliana el siniestro Ministerio de la Verdad contaba con máquinas que componían novelas, obras de teatro, películas y canciones para consumo de las masas. Para ello bastaba con introducir en el mecanismo ciertas variables temáticas (pasiones y decepciones amorosas, sexo, sucesos morbosos…), aplicarles un «versificador» automático (esto solo para la poesía y las canciones), y organizarlas bajo estructuras narrativas o musicales simples. Los «proles» (que es como se llama en la novela a las clases populares) se volvían locos por estos engendros.
¿No les suena esto familiar? Si alguien observara con distancia el prolífico y vertiginoso mercado editorial o musical actual, podría sospechar que hay por ahí detrás cientos de máquinas como las imaginadas por Orwell produciendo libros, películas y canciones en serie para consumo masivo. Es cierto que esto de producir maquinalmente romances, folletines o espectáculos comerciales no es algo nuevo; pero la capacidad industrial y tecnológica para hacerlo es hoy tan increíblemente potente que hasta podría prescindir completamente de agentes humanos. ¿Por qué no va a poder componer una novela, una canción o una película de éxito una aplicación de inteligencia artificial (IA) como ChatGPT? Piensen en la mayoría de los best sellers que han leído y en lo que se parecen entre sí; o en las tropecientas mil canciones pop recreadas de nuevo cada temporada; o en las cientos de películas románticas o de machotes justicieros, completamente previsibles, que ofertan las plataformas de streaming. ¿Qué hay en todo ello que no pueda hacer una máquina?
Algunos dirán que esos productos no son realmente obras de arte, y que estas sí que son imposibles de crear por sistemas de IA, pero esto es poco más que un brindis retórico al sol. ¿Alguien sabe, acaso, qué es y qué no es «arte» y por qué no puede escribir una máquina algo como, por ejemplo, el Ulises de Joyce? Si se trata de combinar información según ciertas estructuras narrativas a partir de intuiciones estéticas provenientes del entorno cultural, tan preparado podría estar James Joyce como un programa bien entrenado de IA. ¿Quién notaría la diferencia?
A todo esto los más románticos luditas solo saben oponer el viejo arcaísmo del aura: hay «algo», un «no-se-qué» fetiche y mágico en la obra humana. A esta extraña e invisible «cosa», si no les diera vergüenza, le podrían volver a llamar «alma». Y quizás tuvieran razón. Pero entonces habría que pasar de la pregunta por el arte a la no menos mistérica y magnífica sobre el alma… ¿Quién se atreve con ellas?
Hace unos días se hicieron públicas las
imágenes del telescopio espacial Euclid, lanzado hace casi un año para
captar el universo más lejano y oscuro. Las imágenes son espectaculares, pero
el asunto ha pasado sin pena ni gloria por el saturado escenario mediático.
Parece que la gente tenía mejores cosas que ver. ¿No es increíble?
Tal vez no tanto. Seguramente la mayoría de las personas tenemos un concepto de lo real más exigente que el que supone el universo de los científicos, e intuimos que casi cualquier otra cosa o imagen (una serie de ficción, un conflicto diplomático, las canciones de una artista pop o los estertores de un niño machacado en Gaza) es más real y merece más atención que las lejanas galaxias fotografiadas por un telescopio.
La cosmovisión actual es, de hecho, una de las más pobres que ha parido la historia. No solo carece de encanto mitológico, sino de profundidad filosófica. Describir el mundo como un evento espaciotemporal surgido inexplicablemente de la nada y compuesto en un 95% de una materia desconocida no parece especialmente interesante. Si a eso sumamos la incapacidad congénita de la ciencia para comprender las cosas que más nos importan (la felicidad, la justicia, la conciencia, el propio conocimiento, la razón de ser del mismo cosmos…) tenemos una explicación plausible de por qué a la gente le importan relativamente poco las fotografías del Euclid.
Es posible que hace siglos, aún sin telescopios ni imágenes detalladas a todo color, la gente estuviera mucho más pendiente del cielo. Y no porque no hubiera otros estímulos distractores (realmente los había y, a escala, seguro que tan absorbentes como los de hoy), sino porque entonces el cielo era parte de una realidad poblada de elementos trascendentes (míticos o racionales) que explicaban el mundo, lo relacionaban con nuestra condición existencial y hasta parecían útiles para orientar nuestras decisiones vitales.
Ahora, la gente no ve en el cielo más que imágenes psicodélicas, parecidas a las que puede generar cualquier ordenador, asociadas a una montaña de datos que pocos comprenden y que, en el fondo, no sirven más que para inventariar el aspecto más superficial (visible, cuantificable) de una ínfima parte del mundo.
Alguien dirá que esta cosmovisión desencantada que nos trae la ciencia nos libra al menos de dogmatismos irracionales (más allá de los dogmas consustanciales a la propia ciencia, claro). Es cierto. Pero promueve, por el contrario, un nihilismo huero (y no menos irracionalista). Tampoco dudo que la ciencia moderna, ciega para los problemas metafísicos, epistemológicos, existenciales, morales o estéticos, pero esforzadamente precisa para todo lo demás (si es que queda algo), pueda seguir generando nuevos y sorprendentes ingenios que, si no nos matan antes, sirvan para proporcionarnos una vida más cómoda y longeva. Pero ¿para qué querríamos una vida tan larga y ociosa si no se nos da la más repajolera esperanza de saber qué diablos pintamos aquí?
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario EL PAIS.
Hace unos días se reunieron los miembros de la Red de Asesores en Política Educativa del Consejo de Europa para dar forma al proyecto de implantación de un “Espacio Europeo para la Educación para la Ciudadanía”, una estrategia cuyo objetivo es reforzar una educación en valores comunes y en cultura democrática que ponga en el centro la capacitación del juicio crítico del alumnado. Estaba previsto que la reunión se celebrara en Tbisili, Georgia, pero la situación política de aquel país (vecino de Ucrania) lo desaconsejó ―a la par que hacía patente la pertinencia de fortalecer la educación democrática y en derechos humanos en toda la UE―.
Lo que el Consejo de Europa promueve como una necesidad para evitar lo que lamentablemente ocurre en muchas partes de Europa y del mundo, fortaleciendo el conocimiento de las instituciones democráticas, la asunción racional de valores comunes, y el desarrollo del espíritu crítico frente a la desinformación y los discursos de odio, consiste en consolidar contenidos similares a los de materias como la vieja Educación para la Ciudadanía, que hubo de retirarse de los currículos de nuestro país debido a la feroz e incomprensible resistencia del Partido Popular.
Es precisamente este mismo partido, empeñado desde hace años en borrar la educación cívica del mapa, el que, según la prensa, pretende proponer ahora una proposición no de ley para instar al Gobierno a incluir la enseñanza de la Constitución y los valores democráticos en la Educación Primaria y Secundaria. No sería esta rectificación una mala noticia si no fuera porque tales enseñanzas están ya amplia y profundamente implementadas en la ley educativa actual. Y no de modo transversal, como alega el Partido Popular, sino como parte de los contenidos y competencias específicas de varias áreas y materias de carácter troncal.
Así, si uno acude a los reales decretos que establecen los contenidos y competencias que rigen los planes de estudio de todo el Estado, podrá comprobar (solo hay que leer el BOE) la obligación de que el alumnado, a través del trabajo en áreas y materias concretas, conozca y analice los valores constitucionales y los procedimientos e instituciones democráticas (por ejemplo, en la nueva materia de Educación en Valores Cívicos y Éticos, tanto en Primaria como en Secundaria); o que reconozca los derechos y deberes constitucionales (en la materia de Geografía e Historia); o que realice un análisis comparado de los distintos regímenes políticos y sus constituciones para reconocer el legado democrático de la Constitución de 1978 como fundamento de nuestra convivencia y garantía de nuestros derechos (en la asignatura de Historia de España). Recordemos, además, que el currículo tradicional de esta última asignatura se modificó, dando más peso al estudio de la época contemporánea, justo para ―entre otras cosas― poder tratar con detalle de las diversas constituciones de nuestro país, desde la Constitución de Cádiz hasta la actual.
¿Qué más pretende el Partido Popular? Desde luego, es digno de reconocimiento que en la propuesta difundida por el PP se incida en la necesidad de garantizar la capacidad crítica, el inconformismo y la autonomía de juicio de las nuevas generaciones. Este es, de hecho, uno de los objetivos clave de la nueva ley educativa, y no, de nuevo, de forma «transversal», sino como parte de los contenidos curriculares de materias muy concretas (la ya citada Educación en Valores Cívicos y Éticos, la Filosofía, que vuelve a ser troncal en todo el Bachillerato, la Lengua y Literatura, la Historia, etc.). Lo que no parece coherente es que en la propuesta del PP se exija promover una formación crítica y, a la vez, transmitir los artículos constitucionales de forma «práctica» y sin necesidad de acompañarlos de explicaciones de fondo ni de fundamentación alguna, como se desprende de la información disponible. ¿En qué quedamos entonces? Porque promover el inconformismo y el espíritu crítico enseñando los artículos de la Constitución como si fueran la tabla de multiplicar, sin explicaciones de fondo ni fundamentación alguna, son intenciones claramente opuestas. No se enseña al alumnado a ser crítico ni a comprometerse con la Constitución haciéndole memorizar y repetir sus artículos como si fuera un loro, sino ofreciéndole razones y argumentando con él acerca de su valor y pertinencia.
Parece en fin que la iniciativa del Partido Popular viene a reivindicar la orientación hacia la educación cívica, crítica y en valores democráticos que inspira justamente a la Lomloe y a las más recientes recomendaciones europeas en política educativa; orientación que es exactamente la misma que la que informaba a la vieja y perseguida Educación para la ciudadanía… La lástima es que el PP no haya estudiado antes la ley vigente, ni analizado la consistencia de su propuesta.
Asistí hace unos días a
un encuentro en el Ateneo de Cáceres junto a su presidenta, M.ª Ángeles López
Lax, y a su presidente de honor Esteban Cortijo – cuyo reciente libro sobre la
historia del Ateneo he tenido el honor de prologar –. La cosa iba sobre el
futuro de una actividad tan aparentemente anacrónica como la de promover el
encuentro y el debate entre ciudadanos, así porque sí, de cuerpo presente y sin
ser pretexto para pasar la tarde en un bar, obtener un título académico o
medrar en un grupo político, secta o sección de los Boy Scouts.
Cuando me preguntaron qué ventaja específica podría tener hoy – en la época de Internet, del consumo pasivo de cultura y del individualismo global – esto de acudir a un ateneo, la respuesta me vino como un resorte: dialogar con gente distinta y participar de un fenómeno cultural vivo, austero si quieren, pero libre del mercado, del tiesto administrativo, del espectáculo mediático y del elitismo vetusto y críptico (que no crítico) de la academia.
Solo por lo primero, por el encuentro con ciudadanos con creencias, ideologías y conocimientos diferentes, merece mil veces la pena acudir a lugares como el Ateneo de Cáceres (o a las actividades de la Sociedad Científica de Mérida que organiza el profesor Rufino Rodríguez, otro reducto de pluralidad y convivencia en nuestra Comunidad). No hay nada más opuesto a una parroquia o a un seminario universitario – en donde se discute, desde luego, pero de manera tan hiperespecializada que (por motivos diferentes a los de la parroquia) se pierde la noción de realidad –.
Y ojo que con lo de «parroquia» no me refiero solo a la iglesia, sino a todas aquellas congregaciones escolásticas (empezando por las de los adeptos al laicismo) cuyo principal objetivo es celebrar que tienen las mismas ideas y que están encantados de conocerse (o de agarrarse unos a otros de los pelos – como un Barón de Münchhausen colectivo –, no vayan a incurrir en el error de pensar y hundirse en la ciénaga de las dudas). Conozco algunas de estas «parroquias», tanto de derechas como de izquierdas; en ellas la programación es tan previsible y uniforme como los gustos, gestos, opiniones y discursos de quienes acuden regularmente a ellas a comprobar que, al menos en su particular burbuja, todo sigue en orden…
Frente a ese espíritu sectario, acomodaticio y entontecedor del que no quiere arriesgar ni saber nada que no confirme (o a lo sumo matice) sus ideas, del que deja de leer un periódico o se marcha de la sala porque se ha dado voz a quien no piensa como él, o del que hace escrache al «enemigo» para que no pueda ni hablar (¡no vaya a ser que le convenza!), está el espíritu ateneísta y cívico del diálogo y hasta la amistad – la más interesante y provechosa – con el que difiere, incluso hasta las antípodas, de nuestra visión del mundo, y que es el único que en el fondo puede confirmarnos en (o librarnos de) nuestras inciertas certezas. Vayan pues al Ateneo, y piensen en esos pobres bienaventurados que lo tienen todo claro, porque – como decía el maestro Serrat– de ellos es el reino… de los ciegos.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
El número de falacias e iniquidades que acumula el gobierno y el Estado israelí en relación con la masacre de Gaza empieza a ser enciclopédico: la falsa dicotomía (el conmigo o contra mi), el tomar la parte por el todo («no hay civiles inocentes en Gaza», dijo hace meses el presidente Herzog), la creencia de que el fin siempre justifica los medios, la acusación de terrorista o antisemita a todo el que hace la más mínima crítica, el matar al mensajero (más de cien periodistas muertos, según la ONU), la confusión entre la justicia y la venganza…
Esto último no es nuevo. La práctica del escarmiento (por la que se arrasa el pueblo de un presunto culpable con todos sus habitantes dentro) es muy vieja, pero el Estado israelí la ha llevado a su máxima expresión, encerrando y machacando sin contemplaciones y durante meses a más de dos millones de gazatíes. Le ha pasado lo mismo con la vengativa Ley del Talión, que solo obliga al ojo por ojo, pero que Netanyahu la ha versionado para asesinar a treinta civiles palestinos – de momento – por cada civil asesinado por Hamás (ya sabemos que en el mercado de la justicia la carne del paria no vale lo mismo que la de uno de los nuestros, ¡pero treinta veces menos! ...).
Pese a todo, algunos intelectuales y políticos, especialmente de la derecha más necesitada de atención, declaran que lo de Gaza no es un feroz escarmiento destinado a convertir definitivamente a Palestina en un solar, sino una noble lucha entre la democracia y el fanatismo islámico. Es increíble que no hayan reparado que en Gaza hay cientos de miles de personas no radicalizadas por Hamás (aunque Netanyahu no pare de darles motivos), o que el actual gobierno israelí está controlado por fundamentalistas religiosos no muy distintos de los ayatolás iranies. En cualquier caso, ¿de verdad piensan estos intelectuales y políticos que es asumible sacrificar a treinta y cinco mil civiles (más de la mitad niños) para defender los valores occidentales de los que se ríen en la ONU los diplomáticos israelíes? ¿De verdad alguien cree que vamos a hacer más tolerantes y amantes de los DD. HH a los palestinos bombardeándolos y matándolos de hambre?
No se debe dejar de insistir en esto: casi veinticinco mil niños y adolescentes muertos y heridos (según la pérfida UNICEF), algunos con la cabeza partida en dos por francotiradores, otros (agonizantes, quemados, amputados) sin un mal analgésico que llevarse a la boca, otros deambulando solos y muriéndose de hambre por las calles, y otros – todos los que tengan la mala suerte de sobrevivir – incapaces para siempre de olvidar lo que han visto, sufrido y perdido… ¿De verdad que alguien cree que es ese el modo de defender la democracia israelí? ¿No habría que defenderla, más bien, de aquellos que la defienden? ¿Habrá alguien más antisemita que el propio Netanyahu y sus retorcidos apologetas?
Qué hoy vivamos especialmente envueltos en una nube de «noticias» falsas es una «noticia» falsa o, cuando menos, cuestionable. Desde los albores de la historia han existido mitos, cuentos chinos e «información» al servicio de intereses políticos, económicos o bélicos. Unas más que otras, apenas hay sociedad humana que no se haya fundado sobre bulos y creencias irracionales – no hay más que escuchar el discurso de cualquier nacionalista –. Es cierto que los bulos se difunden ahora más rápida y masivamente que antes, pero también las culturas eran antes más pequeñas y estáticas, por lo que los bulos venían a cundir lo mismo.
Con esto no quiero decir, ojo, que los bulos no sean peligrosos. Lo son, y mucho. Ante todo, porque lastran el desarrollo pleno y libre de las personas y las sociedades, manteniéndolas en un estado de inopia, idiotez y minoría de edad.
Ahora bien, igual que el efecto más pernicioso de los bulos se da en las personas, la causa de su éxito intemporal está también en ellas. Es innegable que a la gente le gustan las «noticias» falsas; y la razón es que estas son aparentemente más interesantes, emocionantes y psicológicamente placenteras, especialmente si están hechas a medida de nuestros prejuicios. Es siempre más cómodo y satisfactorio aceptar «información» objetivamente dudosa, pero acorde con nuestras ideas e intereses, que arriesgarnos a cambiar de opinión (o de forma de vivir). En cierto modo, los bulos llaman al agradable e irresistible autoengaño de tener razón a toda costa (nos va mucho en ello). Por eso, para vencerlos no bastan las leyes, ni el celo de los periodistas, ni el conocimiento de los poderes que controlan a los medios. Hace falta, más que nada, incidir en la educación de la gente.
Es por ello que la OCDE ha propuesto introducir en los planes de estudio contenidos dirigidos a la «alfabetización mediática e informacional»; y que algunos países, como Finlandia, o recientemente España, incorporan dichos contenidos de manera transversal en diversas materias y etapas educativas. Pero con esto tampoco basta. Aprender cómo se elabora un bulo o cómo se manipulan datos estadísticos es insuficiente cuando la gente está decidida a creerse lo que le hace más feliz. Es necesario algo más drástico: es preciso rescatar el espíritu filosófico y la actitud inquisitiva y crítica que (algunos mitómanos) suponemos en la raíz misma de nuestra cultura.
Sócrates pensaba que una vida sin reflexión no valía la pena. Platón nos enseñó a distinguir entre opinión y conocimiento. Los grandes filósofos modernos (Descartes, Hume, Kant…) tuvieron a la «duda sistemática» como condición de todo desarrollo intelectual y moral. En general, la filosofía nos impele a priorizar la búsqueda de la verdad sobre la mera satisfacción psicológica o el interés privado, y nos muestra que lejos de esa búsqueda no es posible una vida digna y plena. Si una buena porción de la población estuviera convencida de todo esto, los bulos tendrían mucha menos acogida.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Todo el mundo critica el irrespirable ambiente político del país, pero nadie propone medidas concretas para mejorarlo. Y el violento «diálogo» de sordos que protagoniza la vida pública, y que es similar en las instituciones y en la sociedad, no parece que vaya a detenerse.
Es cierto que exigir a los políticos que debatan en un tono más mesurado y constructivo parece ingenuo. Al fin, lo que ocupa a la mayoría de ellos es la lucha por el poder, y entre esto y el servicio a consignas, intereses y fidelidades partidistas, poco tiempo y capacidad les queda para debatir de forma objetiva y desinteresada sobre los asuntos públicos.
¿Pero qué pasa con el resto de la sociedad? Los ciudadanos que no hacemos carrera política no tenemos que pelearnos por el poder, ni servir a nadie, ni repetir medias verdades o argumentarios ad hoc; podemos, pues, dialogar de forma honesta, independiente y racional. Si es verdad que cada sociedad tiene los políticos que se merece, ¿por qué no hacemos algo como sociedad para merecer unos políticos mejores?
Ahora bien, para conseguir que proliferen socialmente pautas de comportamiento más edificantes es imprescindible adoptar medidas educativas de calado. Medidas que hasta la fecha nadie se ha tomado muy en serio. Enseñar a los más jóvenes a dialogar racionalmente, a argumentar con corrección, y a analizar con profundidad y sin prejuicios los problemas éticos y políticos que conforman el debate público, es esencial para generar una ciudadanía madura e inmune al espectáculo de la trifulca partidista.
Leo en la prensa que, desde el último informe PISA, a las familias les preocupa que sus hijos no reciban una enseñanza de calidad y estén en desventaja en un mundo global, tecnológico y ultracompetitivo. Pero ese mismo mundo podría irse al garete si, además de matemáticas, informática o idiomas, no enseñamos a los futuros ciudadanos todo aquello que garantiza una convivencia pacífica y democrática: la educación en valores comunes, la reflexión ética, el desarrollo de la capacidad argumentativa y dialéctica, el pensamiento crítico frente a la multiplicación de bulos y falacias…
La democracia es un caldo de cultivo perfecto para la controversia. Esta es su mayor virtud, pero también su mayor debilidad. Para que sea más virtud que debilidad es imprescindible educar para afrontar esa controversia; esto es: para formar una ciudadanía capaz de compartir, comprender, analizar y enjuiciar puntos de vista diferentes sin tener que darse de garrotazos. ¿Comprenderemos esto antes de que el proceso de descomposición social en que estamos inmersos sea irreversible?
Aquí, la interesante conversación con Alejandra Herrero en Uniminuto Radio a propósito de la compleja relación entre ética y educación cívica y en valores. Siento la aureola mística que nimbó mi intervención; no era el sol de la verdad, sino un atardecer primaveral especialmente incisivo. :-)
Aquí, por cierto, el artículo que se comenta en la entrevista.
C. Monet leyendo y fumando en pipa (Renoir 1872) |
Gran Bretaña es el primer país que, más allá de informar de lo malo (para la salud) que es fumar, prohibirá completa y gradualmente la venta de tabaco a partir de 2027. A las escasas protestas frente a esta medida (probablemente celebrada por mafias y traficantes) el gobierno británico replica que, dado que los fumadores no son dueños de su voluntad, lo mejor es que el Estado les impida hacer lo que no son capaces de evitar por sí solos.
El argumento es terrible. Implica que los ciudadanos son incapaces de decidir libremente sobre su salud y que, por ello, hay que protegerlos de sí mismos privándoles de esa misma libertad. Es el mismo razonamiento que se hace con los niños y los locos, pero aplicado a toda la ciudadanía (a los fumadores y a los que podrían elegir serlo). A este paternalismo humillante se añade el dogma moral que antepone la salud a cualquier otro valor, como el placer o la libertad misma. Que un individuo elija correr el riesgo de vivir menos por mor de vivir como él entiende que es mejor es un anatema. Y de nada sirve que se fume solo, sin perjudicar a nadie, o que se pague una fortuna en impuestos (el 80% o 90% del precio de cada cigarrillo) para costear futuros y probables gastos sanitarios; da igual: el gobierno nos obliga a morir puros, sin vicios y sanos como robles.
Y cuidado que si tragamos con esto no habrá nada que objetar a futuras prohibiciones en nombre de nuestra salud o seguridad. ¿Cuál será la próxima: la del alcohol, el juego, la promiscuidad sexual… todos ellos vicios adictivos (de buenos que son a quienes le gustan) y poco «saludables»?
Yo, si fuera uno de estos nuevos monjes inquisidores, muchos de ellos expertos en salud (pero ignorantes en ética), iría pensando en envolver con advertencias y fotos dantescas – destinadas a asustarnos como a niños – no solo los paquetes de tabaco, sino también los botellines, los décimos de lotería o los condones. Y ya puestos, también los móviles, los coches, los contratos de trabajo, los televisores, las tarjetas de crédito o las crampones de alpinista… ¿O es que Internet, los accidentes de tráfico, el estrés laboral, la teletienda o los deportes de riesgo no son también adictivos y/o peligrosos para nuestra salud?
Kant, el filósofo cuyo tricentenario celebramos este año, pensaba que la peor y más peligrosa adicción era dejar – por cobardía, gregarismo y pereza – que otros pensaran y decidieran por nosotros. Claro que Kant – uno de los padres de la ética y la idea moderna de libertad – era un pertinaz fumador de pipa. ¿Qué iba a saber él de lo que de verdad conviene a las personas?
Una versión de este artículo fue publicada por el autor en El Periódico Extremadura.
La poesía siempre ha sido tremendamente
útil. No sé si como arma cargada de futuro, que decía Celaya, o como
instrumento para cargar de futuro a las armas, como se muestra en la antología
de poemas que, según el diario hebreo Haaretz, han publicado las Fuerzas
Armadas israelíes para motivar a la tropa, insuflándoles poéticamente deseos de
venganza y justicia bíblica.
¿Es censurable que se utilice la poesía
para legitimar la guerra o el fanatismo religioso? Antes de responder a la
ligera conviene recordar que la poesía occidental se gestó en torno a las
gestas bélicas de aqueos y troyanos; y que el fragor de las batallas, muchas
religiosas, o la glorificación de guerreros y mártires, han sido tema universal
de versos, pinturas, sinfonías u obras teatrales.
De hecho, podríamos decir que el orbe estético en general – y no solo la poesía – nace, crece y se desarrolla como instrumento de dominación al servicio de los protagonistas y beneficiarios de las guerras (sacerdotes, reyes, oligarcas…). Al fin, el arte ha sido casi siempre un rito político o litúrgico, un oficio cortesano, un negociado de la Iglesia o el Estado al servicio de la ideología dominante (o de una entretenida y catártica inversión ficticia de la misma para recreo programado de quienes la sufren).
¿Y hoy? ¿Sigue siendo la poesía un arma de alienación masiva? Ni lo duden. Y no solo por el caso comentado del ejército israelí, que no es excepcional: no hay cuerpo armado que no tenga sus himnos y rimas enervantes para mejor matar y morir; y cuenta Ernst Jünger que durante la I y II Guerra Mundial todos los soldados alemanes llevaban en el macuto una antología de Hölderlin... Al fin, la ficción estética sigue siendo el modo más seductor para convencer y conformar -- y también, que duda cabe, para «liberar» de ese modo vicario y ficticio que tanto gusta a los poderosos y a los que no tenemos fe suficiente en el mundo terrenal --.
Cierto que la verdadera poesía, la que conserva su función política y social, ya no suele construirse con hexámetros o endecasílabos, sino con las imágenes, ritmos, recursos y efectos del universo audiovisual. Pero es lo mismo: sea en la voz del rapsoda, grabada en tinta o proyectada en una pantalla en forma de serie, videoclip, perorata de influencer u homilía de estrella mediática, el efecto conformador es fundamentalmente idéntico.
Y desengañémonos: no hay una poesía – ni un arte – efectivamente inconformista, ni dentro ni fuera de los medios. «Fuera», porque allí nada existe; tampoco esa poesía libresca y onanista, marca de prestigio para los vástagos sensibles de la burguesía, y que ya nadie lee. Y «dentro», porque, como decíamos, todo estética de la subversión es mera subversión estética, destinada, como todo en arte, a producir ilusiones, incluyendo aquella por la que los más entusiastas creemos romper el espejo de la cuarta pared y remover durante más de un imaginario instante los cimientos ocultos del escenario.
Tenía programada desde hacía meses una
visita a Granada. No por placer, aunque la ciudad bien lo merece, sino para
participar en un curso. Como la institución que me invitaba me rogó que no
fuera en coche, y uno anda concienciado con lo del cambio climático, me empeñe
en ir en tren, así que compré los billetes con toda la antelación posible (que
no es mucha) y me resigné a pasarme el día en un vagón (el viaje desde Mérida
dura unas siete horas, casi el doble que en automóvil) …
El camino a través de Tierra de barros y la Campiña no estuvo mal. Las ventanas, pese a la suciedad, dejaban ver un paisaje rutilante y florido, y el tren, aun vetusto y ruidoso, corría sobre los rieles. Hasta que tuvo que pararse de golpe en la estación de El Pedroso. Según se nos dijo, el mercancías que venía en sentido contrario apenas podía avanzar debido a que la lluvia había mojado los raíles y las ruedas resbalaban (¡), hasta el punto de que el maquinista tenía que bajarse a echar tierra para facilitar el agarre (sic). Suena a película cómica de principios del siglo pasado, pero era la cruda realidad: ochenta minutos de retraso, cinco horas para llegar a Sevilla en un tren, además, sin cafetería ni máquina dispensadora (que, como es habitual, no funcionaba).
Por descontado, al llegar a Sevilla el tren que, según mi billete, habría de llevarme a Granada se había esfumado sin esperarme. Reclamé en una atestada oficina y la única solución que me dieron era trasladarme a Málaga y desde allí llegar, con dos horas más de retraso, a Granada. No sé cómo describir el desopilante diálogo con el empleado que me atendió: él asegurándome complacido que la compañía me aseguraba llegar sí o sí a Granada, y yo repitiéndole ojiplático que mi objetivo no era llegar algún día a Granada (cosa que, creo que ya he dicho, la ciudad bien merece) sino solo estar allí antes de que desesperasen o muriesen las personas que me esperaban. Sin nada que echarme al coleto tuve que correr, pues, para coger el tren a Málaga, engullir allí un sándwich plastificado y esperar para tomar el tren definitivo a la ciudad de la Alhambra; tren que llegó, por cierto, con otros cuarenta minutos de retraso, algo habitual, según me decían con la paciencia metida en el alma algunos de los pasajeros que lo tomaban a diario…
No sé qué les ha parecido la odisea, pero si Ulises hubiera tenido que volver de Troya con RENFE dudo que hubiera llegado a Ítaca todavía. ¡Qué les voy a decir que no sepan! Si persisten como yo en usar el tren para, por ejemplo, ir a la capital del reino, verán que el más rápido y madrugador te deja allí al mediodía, lo que impide casi cualquier actividad laboral; y eso en el caso, no del todo corriente, de que no pase nada por el camino. Les confirmaría que, para más inri, la política de abonos a viajeros frecuentes excluye a los extremeños que viajamos en trenes a larga distancia, pero la página web de RENFE está, como tantas veces, «temporalmente no disponible», incluso en las propias estaciones (en la de Mérida ya he intentado en dos ocasiones, tras la cola de costumbre, y sin éxito alguno – «el sistema no funciona» –, que atiendan mi reclamación).
¿No es terrible que un servicio tan representativo de la solvencia de un país como es su red nacional de ferrocarriles funcione tan increíble y rematadamente mal, sin que a nadie parezca importarle un higo? ¿Cómo es que no se habla de algo tan esencial para la vida cotidiana de tanta gente, para la supervivencia de comarcas enteras o para afrontar la crisis climática? Hoy mismo se anunciaba que la llegada del AVE a Extremadura se retrasa por vigésimo quinta vez (no es broma, porque ya no da ni risa), ahora a 2032. ¿Qué interés, lobby o extraña conspiración diabólica hay contra este y otros servicios públicos en este país en general, y en esta región en particular?
No es extraño que seamos la Comunidad con más usuarios de BlaBlaCar. No porque seamos más extrovertidos y nos encante compartir coche con extraños, sino porque no tenemos más narices que hacerlo. Nuestra región sigue comparativamente tan mal comunicada y aislada como hace siglos. No hay ni trenes, ni buses ni mucho menos aviones para llegar a una hora decente casi a ningún lugar. Intentar trabajar fuera sin abandonar la región es un suplicio. Y venir aquí a hacerlo puntualmente es para pensárselo.
Así que sí, por más que nos pese los extremeños tenemos que coger el coche para todo y contribuir, sin quererlo, al incremento de las emisiones de CO2. Situación de la que no nos librará ningún portento (y gigantesco negocio) tecnológico, como el coche eléctrico (caro, insostenible, y necesitado de una infraestructura que ni existe ni se la espera), sino una apuesta sólida y bien planificada por el transporte público. ¡A ver si logramos que la mejor infraestructura de comunicaciones de Extremadura no sea, definitiva y vergonzosamente… el BlaBlaCar!
Si me pidieran que diseñara una prueba definitiva para certificar la competencia de un profesor o profesora, creo que sería esta: le pondría delante de un grupo de alumnos de la ESO, todos con el móvil en la mano, y le pediría que les contara una historia. Nada más que eso: una historia cualquiera relacionada con su área de conocimientos. Si lograra que los alumnos se olvidaran del móvil y se metieran en la narración, escuchando y participando de ella, estaría contratado. No haría falta más. La competencia científica se le supondría (nadie puede contar una buena historia sin saber de lo que habla), y todo lo demás, si hiciera falta, se aprendería después
¿Les parece una prueba imposible? Pues no lo es en absoluto. No hay público más dispuesto a dejarse seducir por una buena historia que un niño o adolescente. Es lo que buscan también en las demonizadas pantallas: historias; historias cortas como las de Tik-Tok y largas, como en los juegos de rol, o como las de esos videos en los que un youtuber cuenta su vida o narra durante horas lo que sucede en un juego tal como si un poeta épico narrara una batalla. Como todo el mundo, los chicos saben casi sin saberlo que el más insignificante concepto vale más que mil imágenes, y solo acuden a estas (¡y bien mezcladas con palabras!) cuando no otean nada digno de narrar o de ser oído en el horizonte...
Viene todo esto a cuento de algún estudio reciente que confirma que contar cuentos, historias o teorías de manera ordenada y bajo una lógica o estructura narrativa es una forma de enseñar y aprender tan eficaz o más que las metodologías más manipulativas o «prácticas» (iba a decir más «activas», pero dudo que haya nada más activo que recrear o interpretar mundos e ideas en la mente). Sé que esto es como descubrir América y la pólvora juntas, pero no está mal insistir: los cuentos e historias despiertan la atención y el interés, ayudan a comprender asuntos complejos, fijan contenidos en la memoria (los trucos nemotécnicos suelen ser de naturaleza narrativa) e integran la comprensión de ideas o prácticas con el aprendizaje de actitudes, valores y aptitudes estéticas.
Al fin, el ser humano es el animal que cuenta cuentos. En eso consiste toda nuestra cultura, y también nuestra manera específica de ser. Tenemos un yo narrativo: somos la historia que nos contamos acerca de quienes somos; la primera persona del relato con que damos cuenta de nuestra vida, hilvanando memoria y proyectos de la forma más coherente posible. Por ello, la falta de dominio del lenguaje, el no saber expresarse ordena y coherentemente, o la dificultad para comprender y narrar historias, no solo son incapacitantes para un aspirante a maestro, sino para cualquier ser humano. Sin ese dominio del lenguaje, de la narración y el diálogo interno, no hay dominio de sí, ni vida interior que valga para certificar que somos seres humanos, y no loros o aplicaciones de IA.
Otro asunto bien conocido es el del poder motivador de los cuentos e historias. Y no me refiero única ni fundamentalmente al ámbito educativo. Los cuentos han servido siempre para cohesionar sociedades y existencias. La gente hace lo que hace, vive, muere o vota en función de la suma de «cuentos» (míticos, religiosos, políticos, científicos, filosóficos…) que pululan y combaten en su cabeza; por eso hay que cuidarse de promover el espíritu crítico en relación con ellos (cosa muy distinta de censurarlos, como hacen esa suerte de antimaestros que son el inquisidor o el comisario político). Y para promover ese espíritu está el complemento perfecto de la historia narrada: el diálogo vivo con el que exprimimos, deconstruimos y nos apropiamos críticamente de su contenido ideológico…
Por cierto, las requetemal entendidas «situaciones de aprendizaje», una herramienta didáctica especialmente destacada por la nueva ley educativa, tratan justamente de esto: de generar estructuras narrativas y dramatúrgicas (con sus retos, escenarios, roles, actividades enlazadas, desenlaces y ejercicios de reflexión) en las que introducir al alumnado para que aprenda de un modo más natural, pleno, profundo y crítico lo que se le quiere enseñar. Tampoco esto es nuevo, claro. Todo buen docente ha sabido siempre que la mejor manera de enseñar algo es echándole cuento y teatro, planteando problemas, inventando situaciones hipotéticas, envolviendo a los alumnos en la metáfora, juego, historia y diálogo que mejor y más conscientemente los comprometa con lo que han de aprender. Es probable que solo así, entramándolo como un capítulo más de la historia y la obra dramática que somos, pueda ser el aprendizaje un verdadero acontecimiento con sentido y una aventura realmente transformadora.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Más o menos todos tenemos un ramalazo
místico, un cierto gusto por lo mistérico y sacro, por lo que creemos o
sentimos que nos trasciende y nos permite soñar que somos algo más que barro y
tiempo. Y esto no solo atañe a las personas religiosas. Lo místico se busca de
múltiples maneras: a través de la contemplación intelectual, en la abnegación
moral, mediante la experiencia estética…
El correlato estético de la vivencia mística es el sentimiento de lo sublime. Según los filósofos, lo sublime es aquello que sentimos ante lo infinito, lo incomprensible, lo inconmensurablemente poderoso… Decía uno de ellos, Edmund Burke, que lo sublime genera un terror placentero, y al leerlo no puedo dejar de recordar el miedo (a la vez que la curiosidad) que de niño me producía la Semana Santa: el denso y lúgubre olor del incienso, las filas de fantasmagóricos penitentes portando cruces y hachones, y sobre todo los pasos, esos tétricos galeones que navegaban sobre la multitud con sus bamboleantes ídolos cargados de un misterioso y grandioso poder ante el que uno solo podía sentir temor y culpa.
Lo sublime y lo místico son también el elixir mágico del poder político. No hay época o cultura en la que el poder no se haya sustentado en una representación sublime de sí mismo. Recuerden a los faraones y emperadores antiguos, a los caciques tribales o a los monarcas absolutos. Ninguno de ellos tenía o tiene una capacidad excepcional para coaccionar a la gente; ni argumentos suficientes para demostrarles la legitimidad de su poder; su principal recurso para imponerse es y era el de provocar esa experiencia mística y sublime que nos horroriza a la vez que nos encanta y subyuga.
Es por esto por lo que las figuras de poder humano se representan a sí mismas envueltas en un halo de misterio y a través de ceremonias religioso-teatrales en las que no solo se atemoriza a la gente, sino que se la persuade del sentido trascendente y sobrehumano del orden social y del poder que lo rige. ¿Cómo no reconocer la potestad y autoridad de un emperador, un jefe tribal o un rey absoluto cuando se nos presentan imbuidos (y semiocultos) en sus fastuosos trajes ceremoniales, observándolo todo sobre un imponente trono, o rodeados por la temible y emocionante coreografía de un desfile militar?
En algunos ritos teatrales del poder, como el de nuestra Semana Santa (creada durante la contrarreforma como expresión propagandística de un poder político plenamente sustentado en la creencia religiosa), se busca generar una ilusión múltiple: la de la trascendencia del «statu quo», haciendo desfilar a las distintas instancias y jerarquías sociales junto a las imágenes sagradas; la de la sacralidad del poder terrenal, emparentándolo con la omnipotencia, eternidad, unicidad y justicia divina – recuerden a Franco bajo palio – ; la de la validez universal de los valores comunes; o la de la relevancia existencial del individuo, haciéndole partícipe, aun solo como figurante, de un entramado sublime, terrible y mágico a la vez, que colma de orden y sentido su vida.
¿Y hoy? ¿Qué ocurre en nuestra época aparentemente secularizada? ¿En qué resortes ideológicos y estéticos se sustenta hoy el poder de los poderosos? El poder político carece desde hace mucho de esa aura de misterio y sacralidad que lo volvía incontestable hace siglos. ¿Entonces? ¿Cómo hace para generar conformidad y obediencia?
Antes de responder a esta pregunta conviene hacer una distinción entre el «poder nominal» (el de los políticos que nos representan en el parlamento, los partidos, los jueces, etc.) y el poder más real, el gran poder que rige globalmente el mundo, y que parece constituido por una suma desorganizada de intereses y designios de grandes corporaciones financieras, tecnológicas y mediáticas.
Es este último el que parece presentarse hoy de ese modo misterioso y omnipotente, místico y sublime, con que legitimaban su suprema autoridad los emperadores y reyes de antaño. Un poder oculto que escruta todos nuestros datos, nos chantajea con las infinitas baratijas del mercado y nos mantiene seductoramente entretenidos a través de las vidas virtuales ofrecidas por redes y pantallas.
Parte de ese entretenimiento es, por cierto, el del «show business» de la política tradicional, ese pobre y triste teatrillo decimonónico en que los parlamentarios, a modo de grotescos bufones, parecen mantener la ilusión de control democrático y marcar la diferencia con ese otro poder, terrible e inconmensurable, que gobierna el mundo sin que, alucinados y subyugados por él, queramos poder hacer nada por evitarlo…
Cuentan que Tales de Mileto – el primer filósofo conocido –,
harto de que le tildaran de bobo por no preocuparse de los asuntos materiales,
decidió dar una lección a sus vecinos. Y luego de haber previsto, gracias a sus
conocimientos astronómicos, una cosecha desmesurada de aceitunas, compró todas
las prensas de Mileto para alquilarlas después a precio de oro. Tales demostró
así que los filósofos pueden ser ricos si lo desean. Otra cosa es que no
quieran, y que su ambición los lleve por otros derroteros…
¿Pero qué otros derroteros? ¿Los hay? Pues aunque parezca extraño, sí. Diga lo que se diga, hay mucha gente que no tiene una especial predilección por ser rico. Y es normal. La psicología nos enseña que, una vez cubiertas las necesidades vitales, las personas aspiramos a satisfacer otro tipo de deseos, todos ellos relacionados con uno, genérico y fundamental: el de que nuestra vida tenga valor y sentido.
Pero este deseo de dar significado a la vida no se sacia rodeándose de lujos, ni con un aprecio o reconocimiento interesado. Todos queremos tener amigos o amores verdaderos; «ser alguien» por nosotros mismos, y no por lo que poseemos. El sentido, el valor, el aprecio de los demás no se adquieren por Amazon, sino demostrando que se es capaz de contribuir de alguna manera a mejorar el mundo y a las personas que nos rodean.
Decía Platón que el mayor deseo de los seres humanos es vencer a la muerte – lógico: no hay cosa más insignificante que estar muerto –. Es por eso por lo que se tienen hijos, se realizan proezas memorables o se escriben libros inmortales. «Ser alguien» también quiere decir dejar huella. Y para esto es fundamental tener un oficio, saber hacer algo, conformar un trocito de mundo en orden a nuestros mejores proyectos… Recuerdo haber conocido a un viejo y notable encofrador, sencillo y humilde salvo cuando paseaba con sus hijos y presumía sin reparo de los edificios que había ayudado a moldear con sus propias manos e ideas. Para ese hombre, su oficio no solo era una manera de mantener a su prole, sino también de realizarse, de ser alguien importante, de dar ejemplo a sus hijos…
Cuento todo esto a propósito de la retahíla recurrente de personajes corruptos que, como cartas de su inacabable partida por el poder, se van sacando de la manga nuestros políticos (¡no sé cómo ni cuándo encuentran tiempo para otra cosa!). Una jugada engañosa e hipócrita como pocas, porque el problema no es solo que haya unos pocos sinvergüenzas que defraudan al fisco o se aprovechan de un cargo público; el problema más grave es que para gran parte de la gente esa sinvergonzonería forma parte indesligable de las virtudes de un modo de entender la vida que, aunque dañino para todos, se ha vendido siempre como la repera, al menos desde los tiempos de Tales: el del hombre de negocios…
Casi diría, sin miedo a exagerar, que el gran problema de la humanidad radica en toda la gente que se ha dedicado exclusivamente a obtener beneficios sin dar nada a cambio y parasitando para ello al resto de la sociedad. Fíjense que, a diferencia de las personas con un oficio, que producen un bien o servicio a cambio de una compensación económica, los que se dedican al puro y crudo beneficio no reportan bien alguno a los demás, no crean ni añaden valor a nada, se dedican únicamente a intermediar, a comprar y vender sin otra función que la de especular y ganar más dinero para sí mismos.
Puede sonar fuerte, pero a mi juicio esta actividad es fundamentalmente inmoral, tanto para los demás como para quien la práctica. Además de parasitar el trabajo ajeno y corromperlo todo, denota una incapacidad insana por superar los deseos más primarios y una ignorancia supina de todo aquello que puede dar verdadero sentido a la vida – nada de lo cual se puede adquirir con dinero –.
Y sin embargo ahí están los grandes negociantes y especuladores, encumbrados tras sus fondos de inversión, capaces de trastocar lo que haga falta (negociar con mascarillas o vacunas en mitad de una pandemia, avivar conflictos bélicos, hundir precios y sectores productivos, esquilmar recursos naturales, arruinar países enteros…) y, pese a todo, admirados como prohombres por millones de pobres émulos que, de vez en cuando, asoman en los periódicos como tristes chivos expiatorios de alguna trifulca política y no menos patética.
No hay cultura más abocada a la nada que aquella en la que el más prestigioso modelo moral o laboral no es ya el del sabio, el santo, el artista, el profesional reconocido o el industrioso empresario… sino el del simple intermediario, el especulador, el bróker, el estafador a lomos de un Maserati... No hay otra figura más acorde con nuestro nihilismo moral y nuestra irreversible decadencia que la de esa gente sin oficio, pero con todo el beneficio, que ha acabado por tomar las riendas del mundo.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
La trágica historia del mito de Narciso no consistió – como se cree – en que se enamorara de sí mismo, sino en que se encandilara con una imagen (sin saber que era la suya) en lugar de con algo real; esto es: que se dejara llevar por el engaño y la apariencia. Podemos decir en este sentido que todas las culturas – y no solamente la nuestra – son profundamente narcisistas, o lo que es lo mismo, fatalmente subyugables a través de imágenes.
Decimos que lo son «fatalmente» porque ese engaño narcisista es parte consustancial de toda realidad social. Desde la época de las cavernas a la de nuestra caverna mediática, el orden político se ha instituido y mantenido mediante la gestión de un extenso imaginario de apariencias (mitos, símbolos, ritos, ceremonias, obras de arte) dirigido a conformarnos irracionalmente con él.
El motivo está claro. Dado que para mantener dicho orden social no suele bastar con la coacción (faltarían vigilantes y quien los vigilara), ni tampoco con la convicción (faltarían razones y justicia en que sustentarlas), el poder ha tenido que recurrir siempre a la seducción, es decir, al juego teatral con las imágenes, ya fuera mezclándolas con la religión, cultivándolas artísticamente por sí mismas, o constituyendo con ellas el universo mediático que confundimos hoy con lo real.
Además, y como sabemos, el poder opera en esto de dos maneras distintas y complementarias: directamente, a través de imágenes que magnifican y celebran el orden (piensen en una procesión religiosa, un palacio barroco o una película propagandística), o inversamente, a través de representaciones que critican y subvierten dicho orden de forma estética y ritual (piensen ahora en un carnaval, en una obra bufa o en el arte «comprometido»). Esta segunda manera es enormemente efectiva, pues genera la ilusión de un contrapoder que no existe, pero cuyo solo reflejo o apariencia nos basta, como a todo buen narcisista, para creer que nos prendemos de «lo otro» sin dejar, en el fondo, de conformarnos con «lo mismo»…
Vayamos ahora del arte a los museos de arte. Los museos, igual que los Ministerios de Cultura, las Academias y otras instituciones similares, brotan en la modernidad como soporte de un Estado que, divorciado ya de la Iglesia y sus imaginarios sacros, ha convertido al arte en la nueva religión al servicio del poder. Los museos en concreto, surgidos en muchos casos de las galerías reales (el rey ya no es investido de realeza solo por Dios, sino también por el buen gusto), son los encargados de custodiar y celebrar, a través de ciertos rituales laicos, el segmento más culto o elitista del imaginario común, tanto de manera directa, exhibiendo el patrimonio patrio, como de forma inversa, cediendo espacio ritual a la más rabiosa vanguardia, al grafitero más salvaje, a la instalación más provocadora… o a esa suerte de exquisita «meta-performance» que es la «descolonización» del propio museo por parte del Estado (tendencia europea a la que se ha sumado recientemente nuestro ministro Urtasun).
Esto último es interesante de analizar. Que la representación de la contrición «descolonizante» ocurra propiamente en ese territorio explícitamente consagrado a la ficción instrumentalizada por el poder que es el museo tiene su miga, y es difícil no interpretarlo como una manera barroca y estetizante de confesar que esa descolonización solo puede ser imaginaria y que, en el fondo, nadie querría (ni siquiera desde la izquierda) pagar la inmensa deuda que supondría adoptar una política real de descolonización.
Porque descolonizar de verdad, y no en el museo, supondría desmantelar hasta casi los cimientos nuestras naciones y nuestro bienestar, devolver toda la riqueza expoliada (esa con la que se han levantado ciudades, palacios, teatros, iglesias o… museos), integrar y resarcir a millones de migrantes, compensar todo el trabajo no pagado, todos los crímenes no juzgados, todas las humillaciones recibidas… Algo, en suma, impensable. Y justo para no pensarlo es que se nos ocurre devolver generosamente unos cuentos frisos, momias y objetos artísticos a gente que, por otra parte, los entiende como tales objetos «artísticos» gracias a que fueron instruidos en ello por los mismos colonizadores… ¿No es… soberbio?
Porque además, y ya que estamos en modo irónico, ¿no se han preguntado ustedes si toda esta mala conciencia anti-etnocéntrica que nos lleva heroicamente a la descolonización de museos o el derribo de estatuas de turbios conquistadores, arriesgándonos al acoso tuitero o a llegar tarde a cenar a casa, es también, no ya solo una pose estetizante con la que apaciguar nuestro indomable espíritu revolucionario, sino una exhibición no menos etnocéntrica y narcisista de paternalismo y superioridad moral ante pueblos y culturas que, si no han hecho aún lo mismo (expoliar a sus vecinos para gozar de sus riquezas) es porque no han podido? Piénsenlo al salir del museo. De uno previamente «descolonizado», por favor.
Justo Gallego, constructor de la "Catedral de Justo" |
Vamos a ver. Si usted cree que el universo es todo cuanto hay, ha de creer también que todo está continuamente cambiando. Lo dice la física. Ahora bien, si todo estuviera continuamente cambiando nada sería lo mismo de un instante a otro: ni usted, ni yo, ni el gobierno, ni España, ni la diferencia de género, ni las leyes físicas, ni nada de nada. No es ya que nadie se pudiera bañar dos veces en el mismo río; es que no habría sustancia ni para una. Es lógico. A no ser que la lógica también cambie a cada instante, en cuyo caso no podríamos… ni pensarlo.
Ahora bien, si ya es difícil (o mejor: imposible) mantener que el mundo sea como dice la física, y que, a la vez, usted, yo, o las cosas seamos lo mismo que somos, imaginen que hablamos, no ya del ser, sino del deber ser; esto es: no de las cosas que creemos inexplicablemente que hay, sino de las que ni siquiera las hay, pero soñamos o afirmamos muy serios que debería haberlas. ¡Ya decía el gran Kant (el filósofo, no el emperador mogol) que nuestra capacidad metafísica para ir más allá de este mundo insustancial no tiene límites!
¿Y en qué basamos entonces nuestras extrañas ideas acerca de lo que son y deben ser las cosas? En la ciencia ya hemos visto que no: ni esencias ni valores son cosas que existan en el tiempo o en los laboratorios. Valdría la religión, que, como saben, postula realidades eternas y separadas para buenos y malos. El problema es que los modernos no somos ya (¡aparentemente!) muy amigos de los dogmas de fe.
Una dificultad añadida es que algunos no nos conformamos con una moral de andar por casa, fundada en consensos más o menos coyunturales, sino que aspiramos a una moral universal que nos comprometa a todos y que, por así decir, quepa «tallar en piedra»; o dicho de otro modo, una ética de valores universales que nos permita pensar a lo grande, poniendo en práctica lo que el filósofo Roman Krznaric llama el «pensamiento catedral».
El pensamiento-catedral es el modo de pensar y actuar «sub specie aeternitatis» que se tenía en otras épocas, como en el medievo, en las que la gente se embarcaba en proyectos (como la construcción de catedrales) cuyos hipotéticos frutos solo eran visibles a muy largo plazo. Este pensamiento-catedral es justo el que necesitaríamos ahora para afrontar problemas que, como el de la crisis climática, exigen sacrificios presentes para garantizar la vida y el bienestar futuro. Ahora bien: ¿está a nuestro alcance un pensamiento de esta talla? ¿Podríamos nosotros, tan apegados al «carpe diem» y a la visión materialista del mundo, sostener masivamente un compromiso moral así? ¿Por qué íbamos a asumir sacrificios para lograr algo que no íbamos a ver ni a disfrutar nunca?
La respuesta no es fácil. De entrada, aquí no funciona el recurso al miedo. ¿Qué más nos da lo catastrófico que pueda ser el futuro, si no vamos a estar en él? (algunos han propuesto creer en la reencarnación para que esto funcione, pero no cuela). El filósofo Hans Jonas propuso en su día acudir a una suerte de amor paternofilial (o maternofilial) universal como fundamento emotivo del compromiso moral con las generaciones futuras, pero esto también es discutible: el amor por los hijos ni es universal (¿qué hay de quienes no los tienen?), ni eterno, ni creo que dé para tanto.
Una opción recurrente es volver a la religión. De hecho, desde la órbita de la ecología profunda se promueve una suerte de religión pagana en torno a la Naturaleza y al supuesto deber de mantener su Esencia, sin cambiarla ni destruirla (¡como si la naturaleza no fuera un proceso indefinido de cambios y de continua creación y destrucción de sí!), pero, salvo por la fe, esta creencia es igualmente insostenible…
¿Entonces? ¿Qué nos obliga a subordinar nuestra vida (que es única, breve, etc.) a fines morales que la trasciendan? Es seguro que algo así daría sentido a la existencia, pero solo si antes lo tuviera en sí mismo. ¿Y lo tiene?... A los constructores de catedrales les sostenía la creencia en que, si no en este mundo, verían el fin y la recompensa de su obra en el otro. ¿Pero y los que no creen más que en lo que creen que ven? ¿En qué habrían de fundar su sentido moral? ¿En las emociones, en la cultura, en la racionalidad práctica…? ¿Pero qué extraña entidad habrían de tener estas cosas para no estar también sujetas al cambio y la disolución, como el resto de los seres que rebullen en este sindiós de partículas que parece la realidad?
Sin una profunda reflexión, en fin, sobre la trascendencia, toda nuestra cultura está moral y materialmente abocada a un callejón sin salida, amén de vendida a todo tipo de fundamentalismos. Solo asumiendo que las cosas mantienen una cierta esencia resistente al tiempo, y que la realidad entera responde a un orden y un fin por descubrir, tendría sentido lanzar mensajes como los que invitan al compromiso con esas «catedrales» que son las agendas mundiales, las revoluciones pendientes o los valores eternos.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Oí una vez que la función principal de los espejos es dulcificar la percepción del tiempo. Si uno solo viera reflejado su rostro ocasionalmente, en lugar de hacerlo cada día, se pegaría unos sustos morrocotudos. ¿Quién diablos es ese tipo que me está mirando, pensaríamos frente a la imagen repentina de nuestra vejez?
Algo similar nos pasa a los que abandonamos hace mucho el lugar en que crecimos y volvemos a él de tarde en tarde. Al no percibir los cambios de esa manera amable y gradual que presta la rutina, la ciudad, barrio o pueblo al que retornamos nos parecen a veces lugares desconocidos. Tanto, que podemos llegar a sentirnos como extranjeros recorriendo las viejas calles familiares sin reconocer nada ni a nadie.
Esto es normal. Los lugares y las generaciones se renuevan, y ni la vejez ni la melancólica sensación de ser el rebalaje de un ola, sin reconocerte en la que viene, son cosas nuevas o evitables. Pero hay algo extraño e inédito en todo esto. La extrañeza de la que hablo ya no se produce al comprobar como los más jóvenes nos sustituyen, llenando de savia nueva los lugares en los que crecimos (¡ojalá fuera eso!), sino al salir a la calle y no ver más que el ir y venir de turistas anónimos, ese reciente espécimen humano que, sin ser ciudadano, vecino, ni tener vínculo generacional con nosotros, se ha convertido en el nuevo habitante de nuestros pueblos y ciudades.
Fíjense que de un tiempo a esta parte, ni tan rápido como para que nos alarmemos, ni tan lento como para que nos hagamos a la idea, los centros de nuestras históricas y hermosas localidades han cambiado la vida de sus calles, la alegre familiaridad de sus tabernas, el recuento vecinal de las plazas, y el tiempo meloso y lento de novios, niños, ancianos y pandillas, por el vagabundeo frenético de visitantes macilentos, o forzadamente entusiastas, ejercitando el cansadísimo oficio de hacer turismo; ese simulacro de aventura consistente en fotografiar monumentos, comprar souvenirs, estragarse en restoranes, consumir espectáculos y volver agotado el hotel tras completar el circuito completo.
Y hay que recalcar que se trata de turistas, no de viajeros o visitantes con los que quepa confraternizar y hacer vida en común. El viajero o visitante se integra allí donde va; el turista se limita a cumplir con el programa, sin necesidad ni tiempo de conocer nada, ni más relación social que la que tiene con sus proveedores de información, entretenimiento y baratijas. Los viajeros habitan el lugar y nos dejan el poso de sus vidas y, a veces, de su obra; el turista, ocupante fugaz de casas y calles, carne de franquicia y espectáculo a granel, es pieza intercambiable de un engranaje industrial que los expulsa, exprime y retira cada fin de semana, sustituyéndolos por otros idénticos a los que se fueron.
Miren, si no, como van convirtiendo los centros históricos de Barcelona, Madrid, Sevilla, Cádiz, Granada, Cáceres, Mérida, o los pueblos más bonitos de la Vera o el Jerte (por no hablar de comunidades enteras, como Baleares o Canarias) en inmensos parques temáticos plagados de pisos turísticos y habitantes de opereta en los que, definitivamente, nadie conoce ya a nadie, y en los que, por cierto, cada vez será más frecuente pagar por simplemente dar un paseo, como pretenden hacer en la Plaza de España de Sevilla.
No sé a ustedes, pero a mí me parece vivir en un mundo de gente cada vez más profundamente desarraigada (antes que nada de sí misma). Un ejército de muertos de aburrimiento que van y vienen sin cruzarse ni dejar huella en ningún sitio, ni fuera ni dentro de sí, limitándose a acumular simulacros de vitalidad de los que al cabo de un mes se acordarán tan poco como de la penúltima película que vieron en Netflix.
Y no es esto una simple expresión de «turismofobia» (esa razonable manía que le tiene la gente a la especulación urbanística, la imposibilidad de descansar o la locura de levantar casinos o campos de golf en mitad de una dehesa), sino de algo más profundo: de la constatación de la enorme impostura en que, sin un espejo o reflexión que la delate, nos vamos sumiendo todos. La distopia de un mundo en que nadie parece estar ni en sí mismo ni en ningún sitio, y donde todos, obligados a simular una vitalidad que no tenemos, nos empeñamos en movemos aparatosamente de aquí para allá para que nada (salvo esa inmensa nadería que es el dinero) se mueva realmente hacía ningún lado.
Frente a este cosmopolitismo de cartón piedra que es el turismo, y su cultura de folleto satinado, siempre acabo por recordar a sir James Frazer, y lo que disfruté viajando por las páginas de La Rama dorada. En esta obra suya, que se convirtió en un hito de la antropología cultural, describía e interpretaba, con todo lujo de detalles, una incalculable y fascinante cantidad de ritos, mitos, relatos y costumbres de todos los lugares de la Tierra. Y todo ello sin apenas salir de la de la biblioteca de su universidad. Yo no creo que haya un solo turista, por vueltas, selfis y destinos exóticos que se haya marcado, que tenga, ni por asomo, más mundo que el que tuvo sir James.
El pasado sábado, y tras varios años de parón involuntario, volvimos a las andadas y celebramos la III JORNADA DE DIDÁCTICA DE LA FILOSOFÍA en Mérida. Y como en las dos ocasiones anteriores, volvió a ser un reencuentro intenso y entrañable entre compañeros y compañeras de varias generaciones. Aquí os dejo una fotos, todas ellas de nuestro amigo Fergus. Infinitas gracias a Paco Molina por todo el trabajo de organización, al diligente director del CPR de Mérida, Fernando Diaz Suero, que nos atendió inmejorablemente (y contrató un catering exquisito), al director general de Personal Docente, David Moreno Rego, que tuvo la amabilidad de madrugar un sábado para inaugurar la Jornada, a Miguel Ángel Muñoz, que nos dio cobertura mediática a través de El Periódico de Extremadura, y a todos los ponentes y asistentes, en especial al maestro Jesús Zamora Bonilla, que se desplazó desde Madrid para impartir una ponencia magistral sobre Inteligencia artificial, a César Tejedor, que también se desplazó desde Madrid, a Paqui Calle, a Carmen Pérez, a Catalina López, a Marisol Casado, a Ricardo Hurtado, a Raúl Hernández-Montaño y a Ramón Besonías que, por un problema de salud, no pudo finalmente asistir. Y, sobre todas las cosas, a los profes y profas que pasasteis el día con nosotros, participando, enseñándonos y compartiendo ideas, proyectos, alegrías y dificultades. Lamento no tener fotos de los talleres (Fergus se tuvo que ir antes). Os enlazo el material con mis intervenciones y la presentación de la fabulosa ponencia de Paco Molina, espero que el resto se anime también a compartirlo por aquí (o a través del CPR, enviándoselo a Fernando). Muchas gracias y hasta pronto!!!
Lo comentaba el otro día con un amigo y
colega de fatigas docentes: ¿Qué hacemos con el alumno o alumna que se toma en
serio la encendida defensa del pensamiento crítico que hacen las leyes
educativas? ¿Pueden ser críticos también con sus profesores o sus padres, o
solo con sus iguales, los influencers de Youtube o las letras de
reguetón? Cuando pienso en la de veces que he visto alabar al alumno dócil y calladito,
y denostar al que mostraba una mínima actitud crítica, me entran las dudas… «¡Cuidado,
que ese es de lo que te contestan!» – he escuchado en multitud de
ocasiones—; o de «los que te lo cuestionan todo» – he oído otras tantas –…
En ocasiones he tenido que confesar a mis alumnos que por mucho que en los temarios se diga que hay que desarrollar la competencia crítica, el esforzarse en ello no siempre acarrea el premio merecido… Diga lo que se diga (les digo), a muy poca gente le agrada la crítica. Y en esto casi da igual que esta sea argumentada, respetuosa y constructiva, o furibunda e insultante (como las que abundan en las redes). ¡Casi diría que puede ser peor la primera, pues obliga a tomarse la crítica en serio y, a veces, a algo tremebundo: a cambiar públicamente de opinión!
Algunos compañeros más sabios, y quizá escarmentados, me dicen que a los alumnos hay que enseñarles también a diferenciar lo ideal de lo real: lo ideal es que sean críticos y lo cuestionen todo, pero la cruda realidad es que en ocasiones, y si no quieren problemas, «estarán más guapos con la boca cerrada». Como consejo no está mal. El problema es que en el ámbito de la filosofía esto de lo ideal y lo real no está tan claro. Platón, por ejemplo, decía que hay que tender a lo ideal y no cejar en la crítica razonada, cueste lo que cueste (¡qué se lo digan a Sócrates!). Y Kant, otro filósofo que se enseña en clase, decía que la ética consiste en actuar según principios, y no movido por ningún cálculo de costes y beneficios. ¿Entonces? ¿Animamos a los chicos a ser siempre críticos? ¿O solo cuando conviene?
El propio Kant esbozó una sugerente teoría política al respecto. Él pensaba que una nación sería cada vez más justa e ilustrada si en ella se enseñaba a los ciudadanos a criticar libre y públicamente lo que quisieran, siempre que se guardaran de hacerlo durante el ejercicio de su función o cargo profesional. Así, un militar, un profesor, un inspector fiscal, etc., deberían poder criticar libre y razonadamente como ciudadanos (fuera de su horario laboral por así decir) a las instituciones para las que trabajaran, siempre que en el desempeño de su cargo cumplieran fielmente sus obligaciones y se ajustaran a la doctrina imperante (y mientras esta no fuera totalmente contraria a sus principios, claro). Esto permitiría que la sociedad progresara – gracias a la actitud crítica de la ciudadanía – sin que peligrara el orden social.
Kant solo hacía una excepción a su regla. Había un solo oficio en que el Estado debería permitir la misma crítica sin restricción que se permitía en el ámbito cívico: el de filósofo. La razón es que este oficio es el único que consiste, justamente, en cuestionarlo todo. Kant pensaba que un régimen que quisiera ser ilustrado habría de tolerar, e incluso desear, ese grado radical de crítica interna. Un régimen fundado en la razón solo podría legitimarse permitiendo que se razonara sobre y desde sí mismo.
¿Qué les parece? Reparen, por cierto, en que Kant publicó estas revolucionarias ideas allá en la Prusia del siglo XVIII y bajo la monarquía de Federico el Grande, quien parece que se mostraba de acuerdo con el filósofo («Razonad sobre todo lo que queráis, pero obedeced» era su lema, según Kant). ¡Ya quisieran los iranies, los chinos o los rusos actuales (que se lo digan a Alexéi Navalni) vivir en un régimen como el de este déspota (ilustrado) de hace tres siglos!
¿Y en cuanto a nosotros? ¿Qué respuesta deberíamos dar a la pregunta del principio desde nuestras modernas democracias liberales? ¿Deberíamos empeñarnos en enseñar a niños y adolescentes a ser ciudadanos libres y críticos?... Parece obvio que sí (más aún si el Estado, como es nuestro caso, ha dispuesto a la filosofía como materia troncal del sistema educativo). Esos alumnos y alumnas criticones y respondones deberían ser, pues, el modelo a imitar (y no a denostar), los primeros de la clase, los hijos e hijas a exhibir ante las visitas…
Tal vez por ese camino llegáramos algún día a vivir en democracias plenas, en las que no solo los filósofos (y sus alumnos) tuvieran el privilegio de criticarlo constantemente todo, sino también, y sin más límites que los de su saber o ciencia, el resto de intelectuales, científicos, periodistas... Aunque para ello tuvieran que ser algo parecido a funcionarios. No habría gasto mejor justificado para un Estado que el de tener en nómina (y a salvo de los gobiernos de turno) a aquellos tábanos encargados de mantenernos despiertos a todos…
Menudo cambalache, que dice el tango. Los pequeños y medianos agricultores clamando contra lo mismo que puede salvarlos de las garras del mercado y los efectos del cambio climático, mientras la derecha, copromotora de los tratados de libre comercio, de los privilegios de las distribuidoras y del reparto injusto de las subvenciones, subiéndose al tractor a ver qué cae en las urnas gallegas y europeas…
Las quejas de los agricultores y ganaderos contra las exigencias medioambientales son desconcertantes, pues es de tales exigencias de lo que depende precisamente su futuro. Por muchos controles que se apliquen, los productos de los países extracomunitarios, cuya mano de obra puede ser hasta cinco o diez veces más barata, serán siempre más competitivos. Es por ello por lo que hay que proteger el único valor añadido de nuestra agricultura y ganadería: su calidad y la garantía que ofrecen para la salud (la nuestra y la del planeta, que vienen a ser la misma); algo que supone, obviamente, someter a más controles la actividad agropecuaria. Es eso, junto a la educación de la ciudadanía en las virtudes de un consumo sostenible y responsable, lo único que puede salvar el campo europeo. Eso o cerrar fronteras, reivindicar la autarquía e irse a Davos a gritar con los ecologistas y la izquierda alternativa contra los males de la globalización…
Y un apunte sobre la burocracia: los agricultores y ganaderos europeos están entre los más protegidos del mundo. Entre pagos directos y ayudas al desarrollo rural la UE invierte casi el 40% de su presupuesto en un 4.5% de la población, generadora de apenas un 1.6% del PIB, siendo España el segundo país receptor de estos fondos. Se pagan subvenciones y ayudas públicas frente a todo tipo de contingencias, algo impensable en casi ningún otro lugar del planeta. Y es obvio que a todos nos parece esto muy bien. Pero este gigantesco esfuerzo económico – que proviene de nuestros impuestos – implica trámites burocráticos, que no se imponen para torturar a nadie, sino para asegurar que los fondos llegan sin corruptelas a quienes lo necesitan. Y para cuidar de la seguridad alimentaria de todos, no se nos olvide. ¿O es que nadie se acuerda ya de cuántos desastres sanitarios han estado relacionados con la relajación del control burocrático sobre productos agrícolas y ganaderos? ¿Se acuerdan del aceite de colza, de la enfermedad de las vacas locas, de la peste porcina, del coronavirus…?
Otro tiro disparatado de los agricultores es el que apunta a la Agenda 2030, una relación de objetivos liderados por la ONU en la que se apuesta literalmente por duplicar la productividad agrícola, aumentar los ingresos de los productores de alimentos a pequeña escala y apoyar a los agricultores y ganaderos familiares. ¿Nos subimos a un tractor para poner a parir un proyecto que viene a subrayar el valor de nuestra agricultura y ganadería tradicionales frente al avance imparable de las macrogranjas y el monocultivo industrial controlado por grandes corporaciones? Eso no hay quien lo entienda.
Si los indignados autónomos y pequeños empresarios agrícolas y ganaderos quieren tomar un rumbo coherente deben dirigir sus quejas y tractores (como excepcionalmente hacen) a otro sitio: a las multinacionales de la distribución, a los fondos de inversión que especulan con la tierra y los precios, o a las sedes de aquellos partidos políticos que defienden sin condiciones los tratados y convenios bilaterales de libre comercio. Denunciar esos tratados, exigir la aplicación estricta de la Ley de la Cadena Alimentaria o demandar medidas para que no sean los grandes propietarios quienes arramplen con el 80% del dinero que llega desde la UE, son algunas de las cosas concretas por las que sí que tendría sentido cabrearse y sacar el tractor a la calle.
Es cierto que exigir medidas regulatorias y de control del mercado son cosas de esos malditos rojos de la izquierda (al menos, de la que no está entretenida con las bobadas de la guerra cultural), pero ¿quién sino la izquierda habría de defender a los que están abajo alimentando los beneficios astronómicos de los de arriba – esos que, más que urbanitas o gente de pueblo, son nativos de islas privadas y paraísos fiscales –?
Mientras no se entienda todo esto, me temo que lo recorrido y bloqueado no habrá servido para casi nada, salvo para que se suban al carro, disfrazados de salvapatrias, aquellos que no tienen otro propósito que el de liberalizar aún más el sector primario, aunque eso suponga reconvertir y vaciar del todo la España rural.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Más vale ser temido
que amado, aconsejaba Maquiavelo
a los que quisieran obtener o conservar su poder. Siempre me ha contrariado
esta idea. ¿No es más eficaz el poder fundado en el amor que en el miedo? El
que tiene miedo obedecerá contra sí mismo; el que ama te obedecerá como a sí
mismo. ¿Entonces? ¿Por qué esta insistencia en la política del miedo y el odio?
¿Será por esa alegría entusiasta que parece liberar el amor? Un poco de
entusiasmo – decía también Maquiavelo – está bien, pero en exceso… ¡Quién sabe
dónde puede llevarnos!
Hago esta digresión a propósito del espectáculo político y mediático al que asistimos casi a diario desde hace años. No recuerdo un momento de nuestra reciente historia democrática en que se haya apostado más por la estrategia del miedo y el odio para disputarse el poder. Hasta el punto de que cuando alguna fuerza política se ha empeñado en reivindicarse con alegría, constructivamente y en positivo, como hizo Sumar y, parcialmente y en sus inicios Podemos (cuando no era el agrio escuadrón suicida en que se ha convertido hoy), esta ha sido objeto de las burlas más vitriólicas y quevedescas – porque en otra cosa no, pero en ingenio verbal al servicio de la mala leche los españoles somos, sin discusión alguna, potencia mundial –.
Así, mientras que la actual oposición al gobierno se muestra incapaz de enunciar apenas otro mensaje que no sea el del miedo a la desarticulación de España y la denuncia moral (cuando no el odio descarnado) al diabólico Sánchez, acusándolo de hacer lo mismo que cualquier otro líder democrático (negociar para mantener su poder y lo más sustancial de su proyecto político), la izquierda en el gobierno se ve forzada a adobar su expediente de logros (que no son pocos) con el miedo y el odio a la ultraderecha montaraz de VOX. Y así llevamos casi ni me acuerdo.
Esta insistencia en el discurso del miedo tiene, desde luego, raíces psicológicas y morales muy antiguas, y proyección en casi todos los ámbitos de la cultura. Los estrategas políticos saben que el miedo, como muchas otras pasiones, genera un fervor intenso que puede despertarse en el momento conveniente (el del voto) para dejarlo luego al ralentí, convertido en apatía cívica. Poco que ver con la acción transformadora y constante que genera una voluntad amorosamente erigida...
Reparen por otra parte en cómo nuestro sistema moral, de fuerte impronta religiosa, permanece aún fundado en el miedo, la culpa y el odio a nosotros mismos (ese ser fatalmente autosegregado de Dios que, según varios libros santos, somos los humanos). Es increíble que nos escandalicemos por el acceso de los menores al porno y no hagamos lo propio cuando los dejamos inertes ante las imágenes y discursos del miedo y la culpa (no hay más que entrar en cualquier iglesia). Son sintomáticas a este respecto las críticas al cartel de la Semana Santa sevillana de este año: para escándalo de muchos, en él se muestra un cristo que no sufre y que, en lugar de generar culpa o miedo (murió por nuestro mal obrar, nos puede castigar…), provoca – ¡qué horror! – alegría y deseo.
Más allá, este entramado moral se transmite a todos los ámbitos de la vida. Por ejemplo, al trabajo, que poca gente concibe como deseable, sino como algo necesariamente odioso (si lo deseas y disfrutas «no es trabajo», ni quizá mereces que te paguen por ello), o a la educación, donde la mayoría todavía concibe que sin coacción y miedo los niños no son más que una panda de vagos, y que la vieja pedagogía del placer y el amor al conocimiento no es más que una chaladura buenista e inútil.
La misma estrategia late también de forma taimada bajo los hábitos de consumo, más fundados en el miedo (a no tener bastante, a no aprovechar la ocasión, a no poseer lo que se dictamina como deseable…) que en un deseo positivo; y se impone en la difusión de los relatos ideológicos de nuestro tiempo, tanto de izquierdas como de derechas, igualmente sustentados en pasiones negativas: el terror al apocalipsis climático, el odio y la cancelación del disidente, el apaleamiento de la víctima propiciatoria, la persecución del inmigrante pobre, la guerra al hereje, la aversión al oponente (al Estado, al capital, al facha, al nosequéfobo…)…
Y sobre todo esto, me temo, sobrevuela el miedo atroz a perder el miedo, a edificar una sociedad de personas tan plenamente activas y libres que necesiten cada vez menos, no solo de un poder político externo, sino también de la congoja y la autocoacción interna. El miedo, en fin, a la libertad: tan tremendo que él mismo nos genera un miedo insuperable a superarlo. ¡Qué vértigo vivir sin órdenes, sin miedo, sin culpa, y sin tener que odiar a nada ni a nadie para poder ser o parecer algo!
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Según las últimas bobadas para solaz de medio ricos ociosos y terapeutas en busca de clientes, sufrimos bastante de «FOMO», una nueva patología cuyo siglas (por supuesto en inglés; quién iba a pagar si no por tratarse de algo así) significan «temor a perderse algo». El presunto síndrome estaría relacionado con la angustia que experimentamos al ver por las redes sociales todo lo que nos perdemos en la farra, concierto, bautizo u evento vario al que uno dejo intencionadamente de acudir. Nada del otro jueves, con la diferencia de que antes te lo imaginabas (que no sé si es peor) y ahora lo ves por Facebook.
El temible «FOMO» estaría relacionado, además, con la se supone que malsana tendencia a compararnos con otros, amplificada hoy por la posibilidad de ver a todas horas lo que la gente exhibe en las dichosas redes, y que, como todos sabemos, no suele ser exactamente la vida real, sino una superproducción teatralizada para que esta parezca todo lo intensa, exitosa y bella que no es.
Pues bien: la alarma que, sin duda, ha despertado esta nueva enfermedad psicológica (novedad que durará poco, porque cada día amanecemos con catorce o quince trastornos psicológicos más), nos obliga a ocuparnos aquí de ella, con objeto de comprenderla o, al menos, de reírnos un poco, terapias estas – la de la comprensión y la risa – infinitamente más eficaces que la que puedan ofrecerles todos los coaches, gurúes y psicotrainers juntos. Veamos; que igual la cosa tiene miga.
La inclinación a sentir dolor y tristeza por lo no vivido es, como decíamos, muy vieja, y fue tratada con profusión por los filósofos existencialistas. En su raíz se encuentra el angustioso problema de la libertad. El ser humano, decía Sartre, está condenado a ser libre y, por tanto, a tener que decidir cada paso que da. Ahora bien, dado que nuestra existencia es finita en tiempo y fuerzas, cada decisión nos obliga a renunciar a innumerables posibilidades, tan inmaculadamente hermosas como la hierba que brilla a lo lejos y tan platónicamente idealizables como los besos que nunca dimos.
En cierto modo, elegir es renunciar a la plenitud de tenerlo o serlo todo. Tal vez por ello nos gusta tanto permanecer en ese estado de procrastinación ensoñadora en el que imaginamos hacer esto y lo otro sin decidir ni hacer realmente nada. Pero esta experiencia imaginaria de totalidad se acaba cuando uno tiene inevitablemente que actuar; esto es, pasar del estado estético al ético. Toca entonces delimitar el campo de lo posible y definir nuestro camino, tarea que es siempre compleja y angustiosa; por la infinitud de lo que perdemos y por el miedo al error: ¿no nos estaremos equivocando fatalmente, subiéndonos el «tren» equivocado y dejando pasar aquel que realmente nos convendría tomar?
En esta agónica situación es donde interviene decisivamente la comparación con los otros. Compararse con los demás no solo es necesario, sino bueno y virtuoso. Las decisiones y modelos de existencia que representan otras personas son la fuente de inspiración y el espejo donde buscamos contrastar y corroborar lo acertado o no de nuestras propias elecciones. Por ello nos interesa tantísimo contemplar la vida de la gente (en las novelas, la tele, las plazas, las revistas o las redes). Nadie se «hace a sí mismo», y hasta los más individualistas lo son por imitación y aprendizaje de otros. Medirnos con esos otros, imitarlos, juzgarlos y juzgarnos en relación con ellos son las herramientas fundamentales para aprender a ser humanos, para orientar nuestras decisiones, para conocernos, para afirmarnos y, por supuesto, para corregirnos y perfeccionarnos.
Decía el sabio Protágoras que el ser humano es la medida de todas las cosas. En lo que esto tenga de cierto, el mensaje es claro, sobre todo si eliminamos el antropocentrismo y el relativismo que la máxima encierra: para evaluar con la máxima objetividad y certeza lo que queremos y debemos ser, no hay otra que comparar nuestro juicio con el de los demás. Esta comparación es el diálogo, el externo y el interno (al que llamamos pensar). Se miente a sí mismo quien crea que no está continuamente comparándose y dialogando con otros, con lo otro, con lo que le reta y aún no comprende como parte suya…
El «tratamiento» contra el FOMO no es, en fin, el llamado «JOMO», otra memez en inglés cuya siglas significan «la alegría de perderte cosas». Nadie quiere perderse las cosas realmente interesantes, que suelen ser muy pocas. Lo que hay que hacer es aprender a reconocerlas, evitando espejismos y angustias injustificadas. Y para ello, nada mejor que aprender de los demás (¿de quién si no?), contrastar tus ideas y andarte con los mejores. Afinar el juicio de valor, evitar el narcisismo infantiloide (fruto de esta sociedad cada vez más psicologizada) y sobrellevar con buen ánimo esa cadena atroz que es la libertad precisan, pues, de la comparación constante con los otros. Y si las redes promueven tal cosa, benditas sean.
Hay dos condiciones necesarias y casi suficientes para que alguien aprenda algo mínimamente complejo, tanto en la escuela como fuera de ella: (1) que tenga necesidad o ganas de hacerlo, y (2) que comprenda e integre en su propio hacer y pensar aquello que se le enseña, generando así una experiencia más lúcida y gratificante de la realidad. No hay más (los premios o la obsesión por las calificaciones escolares no dan necesariamente para aprender sino, a lo sumo, para «aprobar», que es otra cosa, a menudo bien distinta).
Suelto este discurso a propósito de las medidas anunciadas por el gobierno para mejorar la puntuación de los alumnos y alumnas españoles en el informe PISA, un indicador muy relativo (y discutible) de la eficacia del sistema educativo, pero que gracias a la bola que le dan los medios (y su efecto en los votantes), condiciona cada vez más las decisiones gubernamentales en este y otros países.
Una de las múltiples razones para relativizar el valor del informe PISA es que en él apenas se miden más que dos competencias: la lingüística y la matemática, olvidando a todas las demás y, por ello, la relación íntima que hay entre ellas, y sin la cual ni el aprendizaje de la lengua ni el de las matemáticas tienen sentido alguno, al menos en un contexto escolar (y dudo que en ningún otro).
Es por esto por lo que, si se quiere realmente mejorar los resultados en matemáticas y lengua, las medidas no deben limitarse a esas dos competencias, olvidando que para aprender (lo que sea) es imprescindible comprender la necesidad de lo que uno aprende, tanto en el orden práctico como en el teórico, integrándolo con el resto de competencias y saberes.
¿Quieren de verdad que los niños y niñas no se espanten de las matemáticas? Pues déjense de sumar horas y desdoblar aulas. Somos ya el país con más horas lectivas de Europa, gran parte de ellas dedicadas en exclusiva a las matemáticas. Y el rechazo y la ansiedad que provoca esta disciplina es bastante común, por lo que no se precisa de una atención a la diversidad mayor que en otras materias. El problema de las matemáticas no es de «cantidad» (mayor o menor de horas o de alumnos) sino de «calidad». Yo al menos no recuerdo ningún docente de matemáticas que me explicara ni la necesidad vital ni los fundamentos teóricos de todo ese mundo abstracto y mecánico que pretendía meterme en la cabeza; ni ninguno que, cuando preguntaba algo al respecto, no esquivara la cuestión o me enviara diplomáticamente a la porra. “Eso son cosas de filósofos”, me decían. Y bien que lo eran. Cuando por fin pude estudiar lógica y filosofía de las matemáticas fue cuando empecé a verle el sentido (y las limitaciones) a la materia, hasta el punto de que empecé a estudiarla por mí mismo, sin obligación académica alguna.
Algo parecido cabría decir con respecto a la comprensión y expresión lingüística, que además de corresponder a materias troncales (todas las lenguas y literaturas, autóctonas o no), constituyen una capacidad transversal que se cultiva en todas las asignaturas. No se trata, pues, de más o menos horas (la lengua es lo que más se trabaja, con diferencia, en cualquier escuela), ni de limitarse a reducir la ratio (si no se enseña bien, casi da igual que tengas veinticinco alumnos que dos). Se trata de demostrar nuestra dependencia del lenguaje (de hecho, todo es lenguaje, empezando por cada uno de nosotros) y de transmitirlo como una herramienta indispensable para entender todo lo demás, entenderse a uno mismo y hacerse entender por los otros. Quien no sabe expresarse, piensa mal y comprende peor. En el dominio de la lengua (de cualquiera) nos va todo, incluyendo el que no nos dominen y atonten los que la manejan con aviesas intenciones.
Los problemas de comprensión o expresión no se deben, pues, como creen muchos, a la cultura digital. Los niños y niñas se concentran perfectamente en aquello que les interesa y amplifica su mundo (sea un videojuego o un libro de Harry Potter); y escriben y se comunican de continuo, hasta el punto de que hasta el más retraído tiene hoy un círculo de colegas de la misma «tribu» (es falso que los adolescentes vivan más aislados que antes, a no ser que reduzcamos burdamente la comunicación a la que se da oliéndole al otro el aliento).
¿Pueden mejorar en esto nuestros alumnos? Por supuesto. Cuanto más comprendan la utilidad del lenguaje (por todos los medios y soportes) para dirigir, digerir y ensanchar su vida, más y mejor lo usarán. ¿Tiene esto algo que ver con prohibir el móvil en los centros? No, nada. La dirección es justo la contraria: aprovechar esa herramienta, ya irrenunciable, para desarrollar las competencias comunicativas. Pero ya saben, ante problemas complejos que cuestionan nuestra forma acostumbrada de entender y proceder no hay nada como buscar un chivo expiatorio al que echar la culpa de todo; así nosotros – salvo quejarnos – no tendremos nada que hacer.
Siento repetirme. Pero es difícil escribir de otra cosa mientras hay un genocidio en marcha sin que nadie mueva un dedo para frenarlo. Solo Suráfrica se ha decidido a llevar al gobierno israelí ante la Corte Internacional de Justicia de la ONU, acusándolo de prácticas genocidas y exigiendo al tribunal que ordene urgentemente un alto el fuego en Gaza.
Lo de la urgencia no es un capricho: según UNICEF, cada día mueren o resultan heridos más de cuatrocientos niños debido al bloqueo y la incursión militar israelí. Y no se trata solo de niños. En total, y solo en Gaza, la cifra de muertos supera ya los 25.000, la mayoría civiles víctimas de ataques aéreos. Esto sin contar los heridos y desaparecidos, o los que mueren más lentamente por no contar con asistencia médica, fármacos o alimentos suficientes.
¿Es esto un genocidio? Pues ustedes verán. Si encerrar a más de dos millones de personas en 45 kilómetros cuadrados, dejarles sin comida, agua o asistencia médica, y bombardearles día y noche durante meses no responde a la intención de acabar con ellos, que venga Dios – incluido el de Israel – y lo vea.
¿Es demostrable la intención genocida? Pues no hay más que escuchar las proclamas del propio Netanyahu, o de alguno de sus ministros o diputados, llamando al ejército a borrar Gaza de la faz de la tierra, incluso con armas nucleares si hiciera falta. Aunque lo más grave aquí es que, más allá de la camarilla de fanáticos supremacistas y ultrarreligiosos que gobierna el país, parte de la población se ha dejado llevar por la creencia de que «los palestinos se lo merecen», y que son la mayoría de ellos, y no solo Hamás, los responsables de los ataques terroristas del 7 de octubre (misteriosamente conocidos, por cierto, y desde hacía meses, por la inteligencia israelí).
A esta tendencia a culpabilizar a todo un pueblo (increíblemente prendida en quienes tantas veces han sufrido de la misma e injusta acusación colectiva) se le suma la idea, exhibida sin complejos, de que los palestinos, salvo como mano de obra barata, ya no pintan nada en Palestina, dado que esta es, definitivamente, la tierra prometida por Dios a los judíos (y no el Estado que les concedieron, por su divina gracia, las potencias coloniales occidentales tras la 2ª Guerra Mundial). De ahí que, además de la masacre de Gaza, se haya incrementado la política de acoso y asesinatos a palestinos por parte de colonos judíos ultraortodoxos en Cisjordania, la otra «reserva india» en que sobreviven confinados los descendientes de los expulsados de sus casas en 1947 para construir la patria judía.
Ante todo esto, la defensa israelí en La Haya ha consistido en esgrimir el derecho a la autodefensa, afirmar que se está haciendo todo lo posible por evitar víctimas civiles, acusar a Suráfrica de tener vínculos con Hamás, y recordarnos que ellos sí que vivieron realmente un genocidio.
Dejando esto último a un lado, y obviando la tramposa frivolidad con que se acusa de antisemita, y poco menos que de nazi, a todo aquel que se atreve a ponerle el más mínimo pero a la matanza de Gaza, el resto de los argumentos son de un cinismo que corta la respiración.
En cuanto a la autodefensa, nadie ha negado el derecho de Israel a defenderse. Lo que se cuestiona es el modo de hacerlo. El derecho a repeler los ataques terroristas de Hamás no implica que se pueda bombardear y matar de hambre a dos millones de personas por si cae algún terrorista en el lote. ¿Se imaginan que ante el acoso reiterado del terrorismo del IRA o de ETA, los gobiernos británico o español hubieran encerrado a la gente del Ulster o el País Vasco, les hubieran dejado sin comida, luz y agua, y les hubieran bombardeado día y noche durante meses? ¿Cuántos «Guernicas», uno detrás de otro, tendría que haber pintado Picasso para denunciar esa masacre? Pues es esto, y no menos, lo que se está perpetrando impunemente en Gaza.
En cuanto a acusar a Suráfrica de tener vínculos con Hamás, tiene gracia que lo haga el país y el dirigente (Netanyahu) que ha defendido personalmente la necesidad de financiar a Hamás como estrategia para mantener divididos a los palestinos e impedir que avanzaran hacia la consecución de un Estado propio.
Así que no. Es una repugnante mentira afirmar que el gobierno y el ejército israelí están haciendo lo posible para evitar víctimas civiles. Están perpetrando una matanza sin paliativos en el campo de concentración en que han convertido previamente a Gaza. Y Occidente entero, salvo la honrosa excepción de Suráfrica, está tapándose los ojos y la nariz ante este hecho. Algo que, por cierto, tendrá consecuencias. Porque tengan por seguro que si algo van a provocar estos crímenes de Estado es más violencia e inseguridad para todos. Denle tiempo al tiempo.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Esta última semana hemos asistido de nuevo a la controversia acerca de si disfrazarse de rey Baltasar sin tener la piel negra es o no una práctica racista. Algunas asociaciones y opinadores de tendencia progresista piensan que sí, comparando el hecho con esa especie de delito moral que es el «blackface» norteamericano (severamente castigado allí con la pena de cancelación). Ahora bien, ¿es esta posición razonable aplicada a nuestros reyes y pajes navideños? Atendamos a los argumentos de la acusación.
El primero y principal es que disfrazarse de negro era común en ciertas operetas decimonónicas en las que se caricaturizaba de forma humillante a los negros, por lo que disfrazarse también ahora supondría una autorización implícita de aquellos viejos y denigrantes espectáculos y un insulto a todo el colectivo. ¿Es este un buen argumento? La verdad es que no. Aceptarlo supone incurrir en la falacia de enjuiciar la totalidad de una práctica (maquillarse de negro) por el uso particular que se hizo originalmente de ella (maquillarse así para burlarse de los negros). Y esto no es muy sensato. Si fuera justo no hacer nada que otros hayan hecho antes con aviesas intenciones, sería injusto hacer casi cualquier cosa. ¿Deberíamos entonces negarnos a llevar un pendiente en la nariz (objeto con que se hacía algo más que burla a los esclavos negros), o dejar de adorar crucifijos (dado que también los usan los fantoches criminales del Ku Klus Klan), o negarnos a interpretar ciertos temas de jazz por haber sido popularizados en aquellos «minstrels» en los que se caricaturizaba a los negros hasta principios el siglo XX? Todo esto no parece lógico: algo puede ser aceptable independientemente de su origen; y quien se maquilla de negro para encarnar al rey Baltasar y su corte de pajes no lo hace hoy para burlarse de las personas negras, sino para encarnar la figura de un rey oriental sabio, justo y generoso.
Otro argumento esgrimido por los que se oponen a la tradición de los baltasares maquillados es que esto invisibiliza o contribuye a marginar a las personas realmente negras, que son las que deberían representar a dicho rey mago en celebraciones como la cabalgata del cinco de enero. Ahora bien, este argumento confunde el rito teatral de la cabalgata con un problema social. Y no son lo mismo. Una cosa es que en un rito festivo haya maquillaje y disfraces, y otra que se discrimine (en ese rito o en cualquier otro ámbito) a quien no sea blanco. Tan lícito es lo primero como inaceptable lo segundo. Maquillarse de negro es tan legítimo como ponerse una barba postiza o una capa real. No conozco ningún criterio estético serio (ni el del realismo más naíf) que impida a alguien representar cualquier papel si lo hace bien, independientemente del color de su piel, su género u otras circunstancias particulares. Y si nadie en su sano juicio pediría que quien hiciera de Melchor fuera realmente un mago venido de Oriente y perteneciente a la realeza, tampoco se debería exigir que quien representara a Baltasar tuviera que ser obligatoriamente negro. Otra cosa, esta sí repudiable, es que se margine o invisibilice a las personas de piel negra, y no se las acepte para representar a Baltasar (o a Melchor, o a Gaspar, o a lo que sea) solo por ser negras, y no por no ser actores o personas relevantes para la comunidad, que son dos de los criterios más frecuentes para escoger a quienes hacen de Reyes Magos en las cabalgatas. En las cabalgatas que conozco, al menos, se escoge a las personas que van a representar a los RR.MM. por su relevancia social, y no me parece mal que esto sea lo que prime por encima del color de piel (al contrario sí que me parecería racismo). Otro asunto, distinto, es que todas las personas, sean del color que sean, puedan aspirar en igualdad de condiciones a esa relevancia social, pero esto, digo, es otro asunto, previo y más trascendental al de quién se disfraza de Baltasar en una cabalgata.
Un tercer argumento es que disfrazarse de Baltasar con maquillaje incluido supone hacer una caricatura insultante que fomenta prejuicios. ¿Pero es esto necesariamente cierto? Piensen que cualquier disfraz implica casi consustancialmente hacer una caricatura o síntesis de aquello que representamos a través del maquillaje, la ropa, los ademanes, etc. ¿Deberíamos entonces prohibir todo disfraz (no solo de negro, sino también de blanco, pijo, ruso, roquero, geisha, obispo, mendigo…), toda vez que siempre podría haber un colectivo acusándonos de estar haciendo una caricatura prejuiciosa de sus rasgos identitarios? Tomen nota, ahora que se acerca el carnaval…
Pero incluso si fuere ese el caso (que dudo que lo sea en el caso de nuestras cabalgatas de Reyes), ¿por qué habríamos de censurar las caricaturas? No veo por qué en una sociedad libre, abierta y plural no se haya de poder caricaturizar todo lo que se desee, siempre que la intención no sea la de agredir o discriminar a nadie, y que se trate del lugar y el momento adecuado (vale en un carnaval o una revista satírica, pero no en un parlamento o aula de enseñanza).
Un cuarto y último argumento es el de que los niños no creen con el mismo fervor en los Reyes Magos si Baltasar no está encarnado por una persona realmente negra. Pero esto me parece francamente ridículo. Los niños no tienen una imaginación necesariamente realista, y son bastante duchos en el juego simbólico: pueden aceptar perfectamente a un actor no negro haciendo de Baltasar (como han hecho siempre) mientras posea los correspondientes atributos simbólicos (entre ellos, la tez morena), y sin que dichos atributos tengan que ser reales (¡para algo son magos!). Igualmente, podrían aceptar un Rey Mago mujer o un Papa Noel asiático, siempre que los personajes portaran dichos atributos simbólicos (corona, barriga, etc.). Si los niños solo pudieran ilusionarse con personajes realistas Disneylandia tendría que cerrar mañana...
Por cierto, y como me las veo venir: con todo esto nadie quiere decir que no haya que luchar ferozmente contra el racismo (como se ha hecho desde esta columna tantas veces), sino solo que hay que ser más sensato y no dar pretextos al enemigo para que ridiculice esa misma lucha – ni motivos a los amigos para que tengan miedo de ella –. Eso es todo.
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Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
¿Es bueno obsesionarse con los planes y propósitos de año nuevo? Por supuesto. Hacer planes tiene muchísimas ventajas. Es útil para fingir que controlas tu vida, para soñar, para entretener el amor, para gozar con los amigos y, sobre todo, para no hacer otra cosa que esa. Hacer planes es algo tan insuperablemente bueno que, de hecho, anula cualquier otra posibilidad de acción.
Que planear sea un bien insuperable es algo que todo el mundo sabe. Por mucho y bueno que sea lo que hagamos, siempre podemos soñar o planear algo mejor. Nuestra capacidad de imaginar es infinita; nuestras fuerzas, no. Entonces, ¿para qué matarse intentando llevar a cabo lo que nos proponemos? ¿No es mejor pasarse el día concibiendo y compartiendo ensueños? ¿Quién quiere ser una alienada hormiga amontonando logros en lugar de la cigarra que los inspira? Los humanos, como decía el poeta, estamos hecho de la materia de los sueños.
Que los seres humanos somos más cigarras que hormigas está claro. Nos define lo que hacemos con la cabeza, no con las manos. Para esto último (y para la parte mecánica de lo primero) ya están las máquinas. De ahí el lógico desprecio a los oficios menestrales y mecánicos que nos deshumanizan, y el gusto por la especulación y el vagabundeo mental. En esto, los católicos latinos siempre tuvimos la razón frente el sombrío culto al trabajo de los protestantes anglosajones. Y que estos hayan impuesto su diabólico mundo de hormigas, consagrado a los peores vicios (esa obsesión por explotar, producir, acumular…), no desdice la superioridad moral de nuestros hidalgos, filósofos y santos, dados al ocio, la contemplación y a una saludable pobreza (que no miseria) material.
Deshágase, pues, la idea de que procrastinar es un vicio. Lo será para algunos bárbaros. Aquí lo reconocemos como una virtud. Y de las mayores. El ser humano se realiza procrastinando, esto es: deseando, proyectando, imaginando y pensando, sin nunca pasar de ahí… Más que nada porque no hay «a donde pasar». Toda realización de lo planeado es por fuerza dolorosa, decepcionante, mortal e inútil. Ya lo decía Oscar Wilde: «cuando los dioses quieren castigar a los hombres les conceden sus deseos».
Un viejo cuento pitagórico afirmaba que de los tres tipos de personas que van a un estadio, solo el espectador hace lo que no puede hacer ningún otro animal: contemplar ociosa y libremente el mundo. El resto – el comerciante, el atleta – no hace más que someterse a la ley natural del interés y el músculo (y que nuestra sociedad idolatre hoy a comerciantes y deportistas ofrece la medida justa del desastre). Es por ello por lo que grandes artistas y pensadores se han dedicado «solo» a idear y teorizar con mayúsculas. ¿Para qué más? (ya vendrían discípulos y escolásticos a hacer lo más minúsculo y degradante). Incluso el protestante Kant reconoció que la libertad y perfección de los humanos solo podían darse en el ámbito etéreo de los fines, y no en el de las acciones mundanas, fatalmente determinado por las leyes físicas.
Así que ya saben: no se dejen tentar por la conformista y mortal tentación del hacer. No hay caricias, versos, amores ni mundos que puedan superar a los que albergamos en nuestra calenturienta sesera. Ni placer más excelso que compartir delirios. Recuerden cuántos castillos en el aire (negocios, viajes, proyectos, teorías salvadoras del mundo…) hemos edificado con amigos y amantes, gozando de cada pieza, y sin necesidad de exponerse al fracaso, contraer deudas, pagar comisiones morales o dejar muertos en las cunetas.
No hay peor pecado que lo que los pobres de espíritu llaman «acción» (y que no es más que triste pasión del alma sometida a lo que ni le va ni le viene). Tenemos el mundo podrido de tanto botarate hiperactivo no dejando infinitamente para mañana lo que se siente torpemente impelido a hacer cuanto antes, sin realmente hacer ni aprender nada. El verdadero sabio aprende de la reflexión, no de la acción (solo el más burro tiene que dejarse caer para descubrir la fuerza de la gravedad). Mientras que el paladín del hacer cosas pierde el tiempo, el que procrastina lo hace. «Hacer tiempo», y no ocuparlo vana y angustiosamente; esa es la clave de una vida buena y feliz.
Dicho todo lo cual, y frente a la legión de bandarras que ofrecen cursos para no procrastinar, propongo hacer de la procrastinación (palabra horrible cuya pronunciación dan ganas de aplazar sine die) una suerte de nuevo culto. Lo llamaría «dejadismo» (o algo así), y sería un término medio entre el «hacer todo lo que deseas» del protestantismo triunfante, y el «hacer por no desear nada» del budismo alternativo; su principal y único mandamiento sería este: «limítate a desear». ¿Os parece esto poco? Pues es lo mejor que tenemos. Así que, ya saben: a soñar los mejores planes para este 2024. Con el firme propósito de no cumplirlos.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Me acorde del famoso cuadro de Juan de Valdés Leal, In ictu oculi, mirando un cementerio por la ventanilla del tren. Contemplar aquel lejano y solitario camposanto a través de los furiosos parpadeos de un AVE a trescientos por hora, daba qué pensar (sobre todo a un extremeño acostumbrado al Talgo); pensar en las cosas de este mundo traidor, y en cuán fácilmente se emborronan ante el horizonte de la muerte, el final del juego, el reverso absoluto de todo... No hay tren que no conduzca a esa última estación.
Meditar sobre el fin, como aconsejan místicos y sabios, disuelve vanas preocupaciones, pero nos inunda, a cambio, de una tétrica melancolía. En poco tiempo – pensaba – se apagará la vela de este año sombrío. Como se apaga la luz en la mirada de los niños diariamente sacrificados por el nuevo Herodes-Netanyahu, o en la de los migrantes que se ahogan sin un adiós en el foso de nuestros encastillados paraísos, o en la de tantas mujeres asesinadas o amortajadas en vida en Irán, Afganistán y medio mundo … Luz a extinguir como la esperanza de los que yacen sin remedio en ese infierno sin fechas, trenes ni encuentros que son la guerra, la miseria, la ausencia irreparable, la soledad, la explotación, el abuso…
Cavilaba también en cómo pasa fugazmente todo, menos la muerte (y algunas deudas): contratos laborales, sueldos, amigos, amores, gustos y géneros. Y eso por no hablar de la palabra de los políticos, el barniz democrático de algunos, o la unidad de la izquierda fetén, verdadero paradigma del «tempus fugit». También en como las certezas se disuelven, de boca en boca, en ese patio de vecinos global y virtual que son las redes. O en cómo la inteligencia humana es desbordada por la de sus hijos de silicio. O incluso en cómo este planeta nuestro, acabose de todo aparente pasar, parece condenado a pasar página por la insostenible codicia de unos y de otros…
Sin embargo, pese a tanto pesar y pasar, hay algo – seguía pensando – que se nos debiera haber quedado, vivo y fijo, en el recuento de traviesas de este ardoroso y traqueteante año. A saber: que todo lo que creíamos ilusoriamente seguro (una relativa paz, unas democracias asentadas, la lucha por los derechos humanos, la alerta ante el desastre ecológico y climático…) no lo es ni por el forro. Y que si no queremos descarrilar prematuramente, debemos anclar nuestros más locos y optimistas deseos a algo más fuerte que la vida, tan fugaz y veleta ella. Los artistas y teólogos barrocos señalaban a una justicia eterna y trascendente; la modernidad ilustrada eligió otro tipo de justicia, más inmanente y política, aunque también trascendente (al menos a naciones y mercados): la de un proyecto cosmopolita fundado en derechos y valores universales. Ahora bien: llegar a esa estación implica reconducir un tren que, si nos dormimos, puede llevarnos in ictu oculi – ya saben la cantidad de Trumps, Mileis, Pútines y otros locos ególatras que andan sueltos – al lugar de nuestras peores pesadillas. ¿Seremos capaces de mantener los ojos abiertos?
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y en El Periódico de España
La Navidad no solo es tiempo de cenas y regalos familiares, sino también de benevolencia hacia el prójimo. Toda la estética y la retórica navideña insiste en ese acostumbrado mensaje de fraternidad entre los seres humanos. Ahora bien, ¿puede este mensaje ser algo más que simple retórica? ¿Tenemos alguna razón de peso para comportarnos fraternalmente con los demás? ¿Es cosa de «razones» esto de ser bueno, o es más bien una cuestión emotiva o de pura fe religiosa? ¿Qué podría convertir el sentimental ramalazo navideño de solidaridad universal en principio rector de nuestra conducta?
Es fácil empezar a responder a esto último. Para ser fraternalmente bueno de verdad – y todo el año – solo hace falta tener el deseo sincero de valorar y tratar a los demás como a nosotros mismos. Ahora bien – y aquí empiezan los problemas—, ¿qué pasa si no albergamos per se ese deseo? ¿Por qué habríamos de desear desearlo? ¿Qué nos debería importar a nosotros lo que importe a otros?...
Podemos soñar con que los humanos tengamos una cierta inclinación natural a considerar el interés de los demás con similar cuidado y comprensión que el nuestro, pero esta presunta empatía universal es puesta constantemente en duda por los hechos. Hechos que muestran que la mayoría de las personas, y salvo que pertenezca a su círculo más próximo, solo sienten una empatía fugaz y superficial por la suerte de su prójimo; prójimo del cual no tienen empacho alguno en aprovecharse si con ello ganan algo para sí y «los suyos». ¿Hace falta que demos ejemplos?
Otra respuesta más alambicada (por paradójica) es la que supone que tras el deseo de interesarse realmente por los demás hay una suerte de cálculo egoísta: «si soy genuinamente bueno con otros, ellos también lo serán conmigo». Pero, de nuevo, no parece que esta «ley del egoísmo inteligente» pueda tener rango universal. Tal vez si respeto a mis iguales más cercanos (a mis vecinos, por ejemplo) haya más probabilidades de que ellos me respeten a mí. ¿Pero qué pasa si en vez de «mis vecinos» hablamos de «mis súbditos» o de «mis trabajadores»? La mayoría de los tiranos mueren de viejos. Y es harto improbable que la relación entre patronos y obreros cambie de tal modo que sean estos los que puedan explotar a aquellos. Piensen, por ejemplo, en los niños o mujeres que exprimimos en África o Asia para gozar de productos baratos aquí. ¿Creen que tendría sentido ser buenos con ellos «para que ellos también lo sean algún día con nosotros»?
Tampoco el recurso a las leyes o acuerdos normativos nos libra del problema. La ley por sí misma, desprovista de otros argumentos, no es más que retórica y coacción. Pero la capacidad humana de coacción es limitada. ¿Por qué íbamos a respetar las leyes cuando nadie nos viera, o cuando pudiéramos corromper al juez? Tampoco los acuerdos o consensos sirven de mucho si no hay una voluntad y una convicción firme que los sustente. Ahí tienen las resoluciones de la ONU u otros acuerdos internacionales, convertidos en papel mojado en cuanto dejan de interesar a unos u otros.
Por supuesto, tenemos también a la religión. Las religiones procuran una retórica mucho más poderosa que la política y una coacción ilimitada (Dios lo ve todo, así que no hay escapatoria al que incumple su ley). El problema es que hay que creerse el cuento; y que gran parte de él ocurre en un ámbito trascendente, que es donde realmente cabría una solidaridad y una justicia real.
¿Entonces? Si ni las emociones, ni la utilidad, ni la ley (tampoco la de Dios) ofrecen motivos suficientes, ¿por qué habríamos de comportarnos fraternalmente con el prójimo?... A esta pregunta, la ética puede proporcionar una visión que, sin dejar de ser crítica, recoja, a través de una criba racional, «lo mejor de cada casa». Así, se podría llegar a reconocer que hay un cierto afán natural (aunque insuficiente) por empatizar y cooperar con los demás; que comportarse bien con los de tu especie es bastante útil (aunque no en un sentido estrecho de utilidad); que la conducta moral es intrínsecamente normativa (aunque no solo eso); y que la alusión a lo trascendente acaso sea inevitable (aunque no bajo el lenguaje mítico de la religión) …
Tal vez – y recogiendo todo lo anterior – la clave para ser bueno con el prójimo esté en incluir entre nuestros intereses personales el de habitar un mundo coherente y armonioso, en el que a seres reconocidos como iguales les correspondan propiedades y derechos iguales, y en el que el conjunto de nuestras acciones, tanto en presente como a lo largo del tiempo, adquieran sentido en orden a un marco mayor que trascienda y dote a nuestra particular existencia de valor, belleza y verdad universal… No es fácil, pero sin entender algo como esto la posibilidad de que la retórica navideña nos salve de nuestra discapacidad moral es poco más o menos la misma que la de que nos toque el gordo de la lotería.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Se veía venir y ha venido. La insistente presión de varias plataformas de padres y madres, organizados en frenéticos grupos de wasap y alarmados por el mismo frenesí mediático que creen ver en sus hijos, han forzado a la ministra de educación a cambiar su posición con respecto al asunto del móvil en colegios e institutos. Donde antes se decía, con tino, y de acuerdo con la OCDE, que hay que educar en su uso, ahora se dice que de educar en centros educativos nada, que lo de los padres conectados por móvil contra el móvil es más juicioso, y que donde esté una buena prohibición que se quiten todas las tonterías. ¡Ya aprenderán cuando sean mayores de edad! ¿Dónde? No se sabe. En la universidad, en el curro, en la calle…
Así que ya saben, el Ministerio de Educación, reconvertido en Ministerio del Interior, recomendará que los docentes, en lugar de educar y acompañar, se dediquen – más aún – a vigilar y apercibir. Y ojo que la prohibición no será solo en las aulas (donde ya existía), sino en patios, recreos, pasillos, cafeterías y comedores. No se podrá ir a mandar un mensaje a la/el churri o la madre de uno/a ni a la misma puerta (esa en las que aún se echan el pitillo a escondidas los profes más disolutos).
Y hablando de puertas, nada de ponérselas al campo, como dijo, insegura, la ministra hace unos meses. Para conseguir lo que quieren los padres basta con amenazar un poco más a niños y adolescentes (que, como el papel, lo soportan todo) e instalar inhibidores de frecuencia para que nadie use internet salvo con permiso del director. También sería útil formar brigadas mixtas para requisar móviles en los baños. O tener alumnos infiltrados que diesen información mediante móviles ocultos. Y, por supuesto, instalar cámaras en los pasillos, para que así podamos, como en China, quitar puntos (en nuestro caso con rúbricas, para dar un toque innovador) al alumnado que no se comporte como debe.
Es cierto que algún alumno o alumna podría alegar que está haciendo un uso educativo del móvil (escuchando música, buscando información, mirando un vídeo educativo…), pero ¿quién se va a fiar de ellos? Seguro que la mayoría solo lo quiere para acosar a sus compañeros, ver porno o jugarse al póker el dinero de la merienda. Así que nada, a prohibir su uso recreativo en el recreo. ¡Además, qué a la escuela no viene uno a divertirse, sino a aburrirse y a sufrir! Y si quieren diversión que jueguen al corro de la patata o a pegar balonazos, que es mucho más sano, básicamente porque es la forma en que nos entreteníamos los que tenemos la sartén por el mango para definir lo que es «sano» (es decir, «bueno», pero con ese soniquete científico-médico que epata a los tontos del bote).
Y charrando de tener la sartén por el mango. ¿No deberían los profes y el personal no docente dar ejemplo, y dejar también de utilizar el móvil durante la jornada lectiva? Porque si, como wasapean papis y mamis, y defienden opinadores de toda especie, el móvil resulta tan lesivo para la sociabilidad, la concentración y la pureza moral, ¿no sería mejor promover el control de su uso en salas de profesores, departamentos y dependencias varias? Y ya puestos, y para ser aún más coherentes, ¿no tendríamos que reconvenir también a todos esos ciudadanos que usan «obsesivamente» su móvil por la calle, en el metro, en la sala de espera o hasta en el mismísimo Parlamento (siempre que no esté hablando el jefe)? ¿No dan un pésimo ejemplo a nuestra maleable juventud?
Una juventud a la que, como es habitual, nadie ha preguntado nada, y a la que nos hemos limitado a tachar de adictos, como si por hacer cientos de cosas en el móvil fueses un pobre loco, y por hacer una sola (babear) ocho horas ante la tele, o pasarse el día entero en el bar, el gimnasio o el trabajo, fueras un adulto «sano» y con licencia para prohibir. Pero ya ven, quien manda, manda. Y pese a que los estudios científicos no son en absoluto concluyentes, están llenos de mil matices, y advierten de que la prohibición impide una alfabetización digital crítica, debilita a los niños frente al mundo que les toca vivir, y les obliga a mentir y a usar el móvil a escondidas, las soluciones simples y tajantes enardecen a la gente, siempre necesitada de panaceas y chivos expiatorios.
Así que ya sabéis, niños y no tan niños, los sabios consejeros de todos los reinos, «aplicando una estrategia de bienestar emocional» (lo ha anunciado la consejera de Educación asturiana, pero podría haberlo dicho Xi Jinping o el Gran Hermano de Orwell), van a prohibiros chatear, hablar, jugar, oír música, ver vídeos, informaros, leer, consultar vuestra agenda y revisar vuestros correos, durante vuestro (escaso) tiempo de ocio en los centros, que tendréis que ocupar de manera más «sana» (ya os dirán los «sanatólogos» cómo). Pero tranquilos, que todo será por vuestro bien; algo que esos padres y madres que han torcido la voluntad de la ministra conocen mucho mejor que nadie. Para eso se pasan todo el santo día wasapeando sobre el tema.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
No hay régimen político que dependa tanto de la educación como la democracia. Las razones son al menos dos. La primera es la obligada y constante perfectibilidad de un régimen fiado a una consideración utópica del poder (aquella por la que este pretende distribuirse igualmente entre todos); y la segunda, la obligación de preparar a quienes ostentan idealmente ese poder – es decir: a la ciudadanía – para el ejercicio de su función soberana.
Un régimen como el democrático, fundado en el ideal de elevar la voz de todos a autoridad suprema, exige ciudadanos dotados de determinadas competencias o virtudes que no son innatas ni surgen por ensalmo y que, por lo mismo, requieren de educación. De mucha educación. Uno no nace, sino que se hace demócrata. La pregunta es cómo.
Veamos. Gobernar consiste en juzgar y tomar decisiones. Así que lo primero para educar en democracia sería preparar a la ciudadanía para emitir juicios certeros y ponderados. Un buen ciudadano ha de ser diestro en el análisis crítico de la realidad, del conocimiento de que dispone, y de los valores que subyacen a las opciones entre las que ha de escoger, evitando supuestos infundados, dogmas, sesgos y prejuicios. Y todo esto no cae del cielo, ni se aprende en la barra de un bar…
Lo mismo cabe decir con respecto al diálogo y la argumentación, componentes clave de la vida democrática. La competencia dialéctica no se adquiere viendo las tertulias de la tele, sino a través de un tipo complejo de ejercicio crítico por el que, tras examinar racionalmente todas las opciones (propias y ajenas), se intenta reconstruir colectivamente una tesis común. Es lamentable que a los niños se les enseñe a leer, escribir, calcular o recordar hechos históricos, pero no a dialogar de modo cooperativo, valorando con objetividad las razones del otro y evitando falacias y errores lógicos, habilidades de la que depende esencialmente – mucho más que de todas las leyes juntas – nuestro sistema de convivencia.
A las capacidades para el juicio y el diálogo crítico hay que sumar una buena educación ética. No moral, ojo. Sino ética. La moral inculca valores y nos indica lo que debemos hacer. La ética somete a análisis racional los valores y nos proporciona herramientas y marcos argumentativos para que seamos nosotros los que decidamos lo que debemos hacer. La diferencia está bien clara. Y si bien es deseable que la ciudadanía asuma ciertos valores democráticos, aún es más deseable y democrático que los escoja por sí misma. La moral mínima socialmente exigible no se aprende con homilías laicas, sino por pura convicción, dando y exigiendo razones, si es que las hay…
Por lo demás, no hay forma de inculcar el valor supremo de cualquier democracia – a saber: el de considerar al otro realmente como un igual, y no como un simple medio para nuestros fines– sin esa profunda reflexión ética y filosófica que nos hace entender que entre nuestros intereses más particulares está el de darles sentido en el marco de una realidad, más coherente y armoniosa, en la que quepan los intereses de todos. En esta profunda comprensión de la conexión entre individuo y sociedad está, entre otras cosas, la raíz de actitudes y emociones tan democráticas como la empatía y la fraternidad.
Toda esta educación democrática ha de dirigirse, por último, a todos (el saber, como el poder, ha de ser patrimonio de todos), a través de un currículo único y una escuela pública y plural que refuerce los vínculos comunitarios (no se trata de que haya tantos colegios como opciones ideológicas, sino de que todas las opciones puedan convivir en el mismo colegio, para que sean los propios alumnos quienes puedan elegir entre ellas).
Es una pena, por cierto, que todas estas competencias, principios y características no sean evaluadas y puntuadas en las pruebas PISA. O que en dichas pruebas no se consideren las diferencias entre países más o menos democráticos y totalitarios. Es claro que los segundos pueden concentrarse en una educación técnico-científica, dirigida a satisfacer intereses productivos o estratégicos sin «perder el tiempo» promoviendo el pensamiento crítico, el diálogo, la reflexión ética o el desarrollo integral del alumnado. ¿Pero es eso lo que queremos? La tecnología y la ciencia nos ayudan a vivir, pero es más importante saber – y poder decidir democráticamente – cómo queremos vivir – y convivir— sin equivocarnos más de la cuenta.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Los que han visto El Padrino, la legendaria película de Francis F. Coppola sobre la mafia, recordarán la escena en que los miembros de la familia Corleone reaccionan con ira e incredulidad al saber que uno de ellos (Michael, el hijo menor) se ha alistado para defender a su país en la guerra: no entienden que nadie en su sano juicio cometa la idiotez de anteponer el interés público al de «la propia sangre». Algo parecido he oído muchas veces en mi propio entorno: que lo único importante es la vida privada, la familia, y que el compromiso cívico y político, si no sirve inmediatamente a aquella, carece de valor y sentido. De hecho, todavía se oye exclamar aquello de «yo no me meto en política» como expresión de decencia y buen sentido, dando a entender que el que lo hace es un sinvergüenza o un idiota que descuida sus verdaderos intereses.
Es curioso que este uso del término «idiota» sea el opuesto al que se cree que tuvo originariamente, al menos en una de sus acepciones. En la Grecia clásica «idiota» no se refería al que descuidaba lo privado para ocuparse de lo público, sino al que descuidaba su faceta pública y actuaba como simple particular. Justo lo contrario. Y eso que los antiguos griegos vivían en un ecosistema político parecido al nuestro: democracias más o menos convulsas e inestables rodeadas de amenazantes (y tentadores) regímenes totalitarios. Tan peligroso era el mundo – antes y ahora – que seguro que las abuelas griegas dirían a sus nietos lo mismo que las nuestras: que, hiciesen lo que hiciesen, no se «significaran» nunca. ¿Pero por qué les haríamos más caso los de nuestra generación que los griegos de hace dos mil quinientos años?
A este desprecio de lo político en sentido amplio han contribuido, sin duda, muchos factores: el espectáculo mediático en torno a la corrupción política, el «coste de información» que supone para el ciudadano medio valorar problemas cada vez más complejos, la concepción ultraliberal del Estado como una empresa limitada a asegurar el bienestar particular, o la idea – no menos liberal – de que la democracia no es más que negociación de intereses y que toda invocación a la justicia o a las virtudes cívicas es idiotez o hipocresía.
No obstante, algo parece estar cambiando en todo esto. Hace tiempo que se observa un interés cada vez mayor y general hacia los asuntos públicos. La gente se manifiesta por doquier (especialmente en redes sociales) y se apasiona por la discusión política, frecuente en los medios. Encender la televisión o la radio y encontrarte una tertulia, por sesgada o bronca que sea (en lugar de un desfile, un partido de fútbol o una corrida de toros), es un síntoma de que la democracia mantiene sus constantes vitales. Es cierto que la discusión en redes es a menudo sórdida, pero demuestra que la ciudadanía está deseando participar en el debate público y que, además, lo hace con convicción, sin caer en el prejuicio falaz de que toda opinión es igualmente subjetiva y equivalente a su contraria.
Ahora bien, en este tumultuoso retorno a la actividad cívica no es oro todo lo que reluce. Los medios y redes que promueven el debate fomentan también su polarización extrema, generando burbujas ideológicas que actúan a modo de estructuras familiares (dan y exigen apoyo incondicional, desconfían de los extraños, sirven a objetivos tribales, y promueven autoestimas, identidades y afectos fraternos). Estas «fratrias» o «familias» mediáticas o internáuticas, a las que muchos individuos sienten que pertenecen de modo tácito o anónimo, parecen una forma de conciliar la actividad cívica con algunos de los factores que la dificultan (el esfuerzo de analizar temas complicados, la falta de tiempo, el aislamiento social…), pero acarrean un nuevo tipo de idiotez política, una manera más sibilina de reducir nuestras acciones al ámbito privado, consistente ahora en creer que participas en la vida pública cuando, en el fondo, solo lo haces en tu grupo particular de referencia. Esos universos ideológicos paralelos, cerrados y definidos unos contra otros – y que parecen reproducir ya los propios partidos políticos –, escenifican un estado casi prepolítico de lucha de clanes que no conviene en absoluto a la vida democrática.
¿Cómo librar a la vida pública de esta nueva forma de idiotez? La única manera es demostrar a la ciudadanía que el interés particular es inseparable del general, y que las opiniones o posiciones políticas son, en general, tan contrapuestas como complementarias. Ni la realización plena y moral de los individuos puede prescindir del ejercicio de la ciudadanía (y si viviéramos en una tiranía lo comprenderíamos mejor), ni el desarrollo de una sociedad democrática es posible sin el diálogo crítico, empático y honesto con uno mismo y con los demás, especialmente con aquellos que no piensan como nosotros. Convencerse de esto es la única forma de evitar la idiotez; la política y la otra.