El jueves pasado estuvimos en Agramunt hablando de Carmen Brufau y, en general, de la muy fascinante y azarosa vida de esta familia "agramontina". Digo que estuvimos porque me acompañaba mi mujer y dos buenas amigas, Assumpta Aragall e Irene Rigau. Comimos en el restaurante Atípic. En los cafés se nos unió el alcalde, que ejerció de excelente cicerone mostrándonos la fabulosa iglesia románica de Santa María (si pasan cerca, disfruten de las arquivoltas de su fastuosa portada abocinada y, de paso, échenle una mirada a la Mare de Déu del Castell), el refugio antiaéreo, el Espai Guinovart y, sobre todo, la fábrica de turrones Vicens. Y aquí es a donde quiero venir a parar.
No es fácil reflejar en pocas palabras el entusiasmo del propietario de la fábrica con su empresa. ¡Había que ver el brillo de sus ojos al guiarnos por los detalles de una obra salida de tus propias manos, a la que ha visto crecer poco a poco y, finalmente, triunfar. Como no se conforma con ser lo que es, y el hombre tiene hambre de futuro, se preocupa -no puede ser de otra manera- de innovar. Pero no se le ocurre ni innovar por innovar ni jugar con su patrimonio familiar promoviendo una innovación disruptiva, ni confunde procedimientos con resultados. Tiene detrás una trayectoria de la que se siente orgulloso y no está dispuesto a tirarla por la borda. No olvida tampoco que lo que lo ha traído hasta el presente y le permite mirar con confianza al futuro es la calidad del típico turrón de Agramunt. Sea lo que sea lo que depare el futuro, tiene muy claro que debe encararlo cuidando cada detalle de la producción y la comercialización, extremando la profesionalidad y los rigurosos controles de calidad (la evaluación, vaya).
Para no quedarse con los brazos cruzados esperando lo por venir, ha decidido salirle al encuentro y marcarse un objetivo muy claro: conseguir que el turrón sea un postre habitual en las mesas españolas durante todo el año. Este empeño requiere nuevos diseños, nuevos formatos y la ampliación de la oferta. Así que se han puesto en contacto con Albert Adrià y con el maestro turronero Ángel Velasco para elaborar nuevos turrones: blancos crujientes, a la sal, soufflé... hasta alcanzar las 150 referencias. Pero, insisto, sin olvidar ni el típico turrón de Agramunt ni los controles de calidad.
Como os podéis imaginar, yo iba pensando en la escuela.
Por cierto: poco antes de la conferencia tuve la inmensa satisfacción de saludar a un sobrino de Carmen Brufau, que vino desde Castellserà a escucharme.