Los valores no valen nada. En sí mismos, son gratis. Para que tengan valor, hay que ponerlos en valor, es decir, hay que enseñar a valorarlos. Lo importante del valor no es lo que vale, sino cuánto lo valoramos.
El valor del valor se mide, como el de las lechugas, en la plaza pública, que es el lugar donde tienen que acudir los valores para competir. Los valores están expuestos a las leyes del libre mercado. Precisamente por eso los políticos listos saben muy bien que su tarea consiste en poner en valor determinados valores, es decir, en hacerlos apetecibles.
La disputa entre valores (que es una disputa por la supervivencia del más fuerte) es, en realidad, una disputa entre valoraciones. De ahí que la escuela sea políticamente tan decisiva.
Ya que hay tantos valores, no hay manera de defender un valor sin despreciar a otro valor. La manera políticamente más eficaz de hacerlo es presentar el valor que queremos valorar como nuestro valor y el valor competidor como un valor ajeno y, por eso mismo, un contravalor. De esta forma se fomenta el narcisismo colectivo en torno a determinados valores, que es la manera más corta de conseguir mayorías parlamentarias.
A veces el narcisismo colectivo empapa el ambiente de un almíbar pegajoso.
Pero el ciudadano siempre necesita azúcar en la sangre. Se siente desnudo cuando no se ve a sí mismo como portador de valores valiosos: de valores cotizados en la plaza pública.
El azúcar es el opio del pueblo.
Lo demás es cuento.