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Pasó ya el examen PAU, y desde hoy se pude consultar ya en esta página web: examen de PAU de junio de 2016 de Historia de la filosofía, Universidades de Castilla y León. Platón y Ortega tendrán el honor de ser los últimos autores preguntados en la PAU de junio. Ya veremos lo que nos tocá dentro de doce meses.
Como tantos otros centros educativos, celebrábamos a finales de enero el Día Escolar de la Paz y la No Violencia. El coordinador de convivencia puso en marcha este año una dinámica nueva: las 1000 grullas de la paz. Para quien no lo conozca (yo hace algunas semanas no tenía ni idea del asunto), dejamos aquí un video explicativo:
Y para quien no quiera ver el video (me molesta bastante esta tendencia que se extiende por la red de obligarte a ver un video cuando sería posible leer un resumen bastante más breve) pues lo contamos en pocas palabras: Sadako Sasaki, una niña japonesa, víctima de la bomba de Hiroshima, contrajo leucemia, y ya en el hospital una de sus amigas le contó que si se desea algo con intensidad y se construyen 1000 grullas de papel ese deseo se cumple. Sadako se puso manos a la obra, pero murió cuando había ya superado las 600 grullas. Desde entonces, la iniciativa de Sadako se ha convertido en un símbolo que se ha extendido por medio mundo y ha servido en muchos centros educativos para conciencia en favor de la paz. Hasta aquí la sustancia educativa. Ahora viene la parte filosófica.
El caso es que días antes de terminar con las 1000 grullas, un alumno de 2º de bachillerato me preguntó por el tema, planteando la siguiente crítica: “Y en vez de poner a todos los alumnos a hacer grullas, ¿no sería mejor darles una charla informativa de los muchos lugares del mundo en los que ahora mismo hay guerras declaradas? La pregunta es totalmente pertinente. Y se pueden dar tantas respuestas como se quiera imaginar. De partida, en esta cultura nuestra dominada por el logos, la alternativa parece más que razonable: montar una buena presentación, con imágenes que nos muevan, con datos objetivos, con argumentos que nos ofrezcan las claves explicativas de las guerras “en curso”. Todo ello condensado en algo menos de una hora, y con un mensaje claro: No a la guerra. Y la toma de conciencia subsiguiente. Frente a esto, el visionado de un video y la actividad frenética y casi mecánica de grullear, incluso durante las horas lectivas y con el beneplácito del profe de turno: todo sea por una buena causa. Al final, claro, objetivo conseguido: más de 1200 grullas que todavía cuelgan en algunos lugares del instituto. ¿Sabemos gracias a esto más sobre las guerras actuales, los intereses que los mueven y los responsables de las mismas? La respuesta es inmediata y rotunda: No.
Pudiera parecer, por tanto, que la propuesta del alumno crítico era preferible a lo que se hizo. Sin embargo, aparecen dudas también al seguir la crítica. Algo que se resume en otra crítica: ¿por qué va a “valer más” o “ser preferible” un discurso expositivo, lingüístico, que una actividad de índole artístico? Las palabras, se nos dirá, las entendemos todos, son ineludibles. La papiroflexia, sin embargo, acoge la ambigüedad y la falta de compromiso. Esta idea, sin embargo, es fruto del prejuicio lingüístico y de una especie de condena al arte por refugiarse en el terreno de lo simbólico. Parece que unos símbolos, las palabras, fuera mejores o preferibes a otros, los icónicos. Precisamente porque nos olvidamos de que también las palabras son eso: simbolos. No encuentro una sola razón por la que haya que preferir la palabra al arte, un símbolo al otro. Porque en último término hay experiencias y sentimientos que a un tipo de símbolos, las palabras, se le escapan completamente, mientras que otros, los artísticos, los expresan con una profundidad indudable. No sé si es mejor un discurso de Bertrand Russell, pacifista confeso, o ver el Gernika. Probablemente sean experiencias distintas. Vivencias distintas. Y no tiene mucho sentido, a mi entender, afirmar que una es preferible o superior a la otra. Los férreos defensores del lenguaje se atribuyen quizás una mayor superioridad intelectual, pero tampoco tengo muy claro si su mensaje cala. Acaso el alumno de 1º de ESO estará en la charla pensando en la chapa que le está cayendo, y deseando que aquello termine pronto. Algo que en el caso de las grullas no fue así: hay una mayor implicación en el proceso y un conocimiento directo de los motivos por los que eso se hace. En último término, en el fondo del asunto, hay otro aspecto terrible de este tipo de celebraciones: ¿Quién se verá afectado en algo por un discurso de datos o por la elaboración de grullas de papel? ¿Quién se acordará de una cosa u otra un mes después del señalado día? ¿Quién dejará de pensar en el examen de mañana, el entrenamiento de la tarde o la quedada del sábado? Rememorar para volver a la vida y dejar morir esa experiencia. Nada cambiar nada.
P.D: si alguien está interesado, puede ver las fotos de las grullas colgadas el pasado mes de enero.
“-Imagina una cueva subterránea, adquirida a bajo precio como suelo rústico, recalificada por el ayuntamiento como espacio dotacional y posteriormente privatizada con sus comisiones correspondientes. Años después del choriceo, terminó la cueva convertida en garito, con fiestas frecuentes y ofertas diarias de 2×1 en toda bebida que no fuera agua o refrescos. Luces de neón cegadoras y música a todo volumen. Un piso por debajo de la barra, y construida sin licencia ni las correspondientes salidas de emergencia, una sala de baile donde se reparte de todo y llena de reservados, en los que es posible comprar cuerpos a bajo precio. El local, en el que ha invertido el concejal de urbanismo, no tiene licencia para servir alcohol ni organizar fiestas por la noche, pero en realidad funciona como un after hours. Allí acuden en manada cientos de prisioneros cada día, que bailan, beben y se divierten como si no hubiera mañana.
-¡Qué extraña escena describes, y qué extraños prisioneros!
-Iguales a nosotros - proseguí - porque….”
(Platón, Red púnica, Libro VII, pasaje mundialmente conocido como el mito de la taberna)
Empecemos sin rodeos: estoy harto del tópico tecnológico. Cada vez que los medios de comunicación nos adoctrinan sobre temas de innovación educativa aparece uno de los mantras educativos más extendidos de nuestro tiempo: estamos educando en el siglo XXI con la misma tecnología que en el XIX. Alguna de sus variantes aluden a que estamos educando con tecnología del siglo XIX a alumnos del siglo XXI. La frase, como no podía ser de otra manera, levanta inquietud, cuando no indignación: hay que ver cómo son estos profesores. Con lo que ha cambiado del mundo desde el XIXy estos zoquetes siguen enseñando hoy con esa tecnología obsoleta. O son tontos, o no están preparados, o sencillamente incapaces de ponerse al día. Qué duda cabe: quizás sea mucho más inteligente el resto de la sociedad, que tiene muy claro (nótese la ironía) qué es lo que ha de hacer con las nuevas tecnologías. Con todo, el maldito lema me molesta por dos motivos: porque es mentira y porque es una manipulación totalmente pretendida de lo que es educar. Así que utilicemos esta maldita tecnología del blog, que por lo que se ve no usamos ningún profesor, para apuntar un par de críticas a esta presunta progresía pedagógica.
Primero: el tópico es mentira. No enseñamos hoy como en el XIX. Ni siquiera enseñamos hoy como hace treinta años. No es cierto que la tecnología sea la misma. Al contrario: cualquiera que vaya al colegio de su hij@ se da cuenta de que las cosas han cambiado. Hay pizarras digitales, que incluso se usan, y los cañones habitan en no pocas aulas. Es más: cualquier docente sabe que hoy uno de los problemas de los centros no sólo es la dotación tecnológica, sino también la sustitución y conservación de las mismas. Es más: se podría describir una evolución tecnológica innegable: del carro de diapositivas y las transparencias hemos pasado a las presentaciones, los videos y los ejercicios interactivos. Las plataformas virtuales se han extendido también a muchos centros de nuestro país. Y quien diga que esto es mentira, o no pisa los centros simplemente practica la mala fe. Podemos discutir la transformación que se pretende apuntar de fondo: que si la autonomía del alumno, que si al aprender a aprender y todos los principios pedagógicos que se quiera, pero lo cierto es que la metodología de aula hoy ha cambiado. No sé qué intereses o qué deseo de autobombo puede haber detrás de quienes se nos presentan como críticos o renovadores. Pero habría que recuperar esa vieja frase de siniestro total: ante todo mucha calma. Una actitud, la calma, que sería especialmente necesaria para este tema de las tecnologías. Otra cuestión es que no sea compatible con los intereses económicos de las grandes corporaciones tecnológicas que hacen caja con la frasecita de marras.
Punto dos: la tesis es perversa, manipuladora. Educar, enseñar: de esto es de lo que se trata. Y puede que evolucionen mucho las tecnologías. Nuestro SO, nuestra forma de ser, es biológicamente similar a la de hace unos 40.000 años. Somos seres humanos. Y aprender implica un proceso largo, vital, en el que la tecnología es casi algo accesorio, anecdótico. Querer reducir la enseñanza a algo así como la universidad de Youtube es una traición imperdonable. Si educar es que una persona adulta llegue a ser capaz de asimilar y generar información, si queremos que pueda llegar a conocer el universo cultural y simbólico de nuestra civilización, es necesario algo más que tecnología. Necesitamos tiempo, diálogo, aprender a disfrutar con la lectura, maravillarse ante descubrimientos científicos como el de las ondas gravitacionales. Este proceso no es hoy, a buen seguro, muy distinto al que habían de experimentar quienes vivían en tiempos de Homero, Platón, Quevedo o Goethe. La maduración personal y el despertar al pensamiento y la cultura es algo muy alejado de lo tecnológico. Me temo que esa idea podrida va de la mano de la crisis que viven las humanidades en tantos sistemas educativos. Dejar que el lenguaje nos deje su poso, que nos forme: esto es lo que hace la educación desde las más diversas materias. Hacer que una meta tan alta dependa de la tecnología es pernicioso. Y lo que hay de fondo es una ideología muy clara que pone el dinero y la rentabilidad por encima de la formación personal. Vivamos, con todo, como si esto no nos importara y al que se atreva a protestar, por ser profe díscolo, se le castigue como a Bart Simpson: que copie mil veces en la pizarra, a tiza pura y dura como símbolo de tecnología obsoleta, que estamos educando en el siglo XXI con la tecnología del siglo XIX.
Hablar de Descartes es inevitablemente cuestionar la seguridad de nuestro conocimiento. Indagar en la certeza de aquello que damos por verdadero, y que termina vertebrando nuestras vidas, así como la cultura y la vida social. Un sano ejercicio de escepticismo del que Descartes escapa de un modo peculiar: al poner todo en duda, llega un momento en que la única verdad válida, el famoso “pienso luego existo”, es utilizado como trampolín para demostrar la existencia de Dios, que viene a ser algo así como el antídoto del extravagante genio maligno cartesiano. Es este un paso filosófico que habitualmente escandaliza en muchas clases de 2º de bachillerato: cómo es posible que Descartes, el matemático y el físico, el responsable de uno de los mayores acercamientos entre filosofía y ciencia, dé semejante salto o pirueta filosófica. Parece mentira que todo el rigor inicial del método cartesiano se tire por la borda en cuanto aparecen los problemas. Se aprende entonces que la historia no da saltos en el vacío. Tampoco lo hace la de las ideas, y muchos modernos son escolásticos disfrazados. Cuestiones nuevas, enfoques renovadores, inquietudes propias de su tiempo, pero respuestas que suenan a gregoriano. Y es que si la respuesta defrauda, la pregunta de fondo sigue vigente: ¿De qué puedo estar auténticamente seguro? ¿Qué tipo de conocimiento merece que le otorgue verosimilitud, se gana mi confianza?
En estas andábamos hace un par de semanas, cuando me encontré entre l@s alumn@s una actitud cuando menos llamativa. Todo empezó al hablar del genio maligno. Me comentaba uno de los alumnos que él había visto en la televisión cierto documental, en el que se afirmaba que somos experimentos de alienígenas enfrascados en el desafío de encontrar seres vivos con la inteligencia extraesterrestre y los sentimientos humanos. Ni que nos caracterizáramos siempore por los buenos sentimientos, pensé yo para mí… La cosa continuó días después: profundizando en todas estas pseudociencias y mitologías modernas, alumn@s del otro grupo me hablaban de tesis más que discutibles. Con toda naturalidad, defendían la existencia de vida extreterrestre, algun@s le añadían inteligencia e incluso hubo quien me habló de los niños índigo, un tipo de seres humanos superiores al resto, con una serie de características fijas. Todo ello adornado por alguna que otra teoría de la conspiración capaz de explicar prácticamente todo lo que ocurre en nuestros días. La referencia a los “reptilianos” en este apartado me resultó totalmente deslumbrante. Esto que se respira en el aula es quizás uno de los rasgos de nuestro tiempo: en medio del auge del pensamiento crítico, se fortalecen todo tipo de teorías e hipótesis absolutamente indemostrables, pero que ganan mucho crédito social por diferentes medios.
Como no podía ser menos, la discusión se alargó durante días. A las primeras búsquedas en Internet me enteré de que la existencia de los índigo es una de las creencia de la New age, y por la red tampoco faltan incluso fotos de estos niños o de los reptilianos (reptiloides devuelve búsquedas más acertadas). En clase yo señalé lo que me parecía una cierta contradicción: desarrollamos, con buen criterio, críticas filosóficas fundadas contra los intentos de demostración de la existencia de Dios, pero comulgamos (no se me ocurre otro verbo mejor en este contexto) con todo tipo de paraciencias, pseudociencias y creencias indemostrables. La respuesta de l@s alumn@s no dejó de sorprenderme: mientras que para la gran mayoría la existencia de Dios tenía una probabilidad cero de ser cierta, pues nadie lo había visto nunca, la existencia de vida extraterrestre resultaba más probable, si tenemos en cuenta el tamaño y la edad del universo. Cualquier intento por mi parte de englobar todo este tipo de proposiciones en el ámbito de la creencia quedó condenado al pasado. Me ocurrió a mi lo que les ocurre a l@s alumn@s con Descartes: a ellos les decepciona que el autor francés termine siendo un escolástico. A mi me decepciona que el racionalismo o el cientificismo de este inicio de siglo otorgue cierto crédito a todas las paraciencias, cuartos milenios y demás que por el mundo han sido. Con cierto simbolismo: los viejos púlpitos no tienen ya audiencia. Ahora lo peta discovery max.
Si ayer salía por aquí la presencia del método en la vida cotidiana, hoy nos vamos a centrar en otro de sus rasgos: la duda metódica. Se podría decir que con esta propuesta Descartes inaugura un recurso que tendrá largo recorrido en filosofía: el experimento mental. Es algo en lo que conviene incidir: ni por asomo se angustiaba el filósofo francés con la imposibilidad de distinguir la vigilia del sueño, o con la rocambolesca hipótesis de que haya un genio maligno dedicado a engañarnos a todos. De lo que se trata es de encontrar el modo de dar respuesta a este tipo de desafíos, es decir, de aceptar las reglas del juego y estar dispuestos a buscar una posible respuesta a quien nos planteara tales objeciones. Estamos, por tanto, ante una idea mucho más sútil: vamos a ver cómo es posible fundamentar lo que sabemos. Estar seguro de que aquello que damos por cierto realmente lo es. Antes este tipo de enfoques, la reacción más habitual es la perplejidad. Se hace difícil concebir cómo es posible que todo vaya a ser falso, que hayamos vivido en el error durante un tiempo, sea mucho o poco, y no nos hayamos podido dar cuenta. Sin embargo, volvamos hoy a la vida cotidiana: no es difícil encontrar ejemplos cercanos, en las que esta experiencia del error, de la duda o la desconfianza termina convirtiéndose en protagonista.
El terreno de los sentimientos y las relaciones humanas está especialmente abonado para este tipo de vivencias. Es sencillo encontrar casos que terminan siendo dramáticos, en los que la verdad, por dolorosa, no se afronta. El ser humano prefiere vivir engañado antes que asumir circunstancias que no desea vivir. Ocurre, por ejemplo, en el caso de la infidelidad o cuando alguien querido empieza a comportarse de una forma no querida. Cuántas veces se escucha aquello de “nunca pensé que mi hijo…” o “no creía que iba a ser capaz de”. No necesitamos de genios malignos: somos nosotros mismos los encargados de engañarnos, de mirar para otro lado cuando la realidad no nos gusta. La estrategia de la avestruz es innegablemente cartesiana y a la vez invierte los términos de la pregunta: no se trata tanto de cómo asegurar que lo que sabemos es verdadero, cuanto de cómo garantizarnos que seremos capaces de no engañarnos a nosotros mismos, de no caer en el error permanentemente sin necesidad de que nadie nos conduzca al mismo. El error como experiencia humana es tan antiguo como nuestra propia especie: vivimos precisamente gracias a que nos equivocamos y a que nos hemos equivocado muchas veces a lo largo del tiempo. El pensamiento de Descartes nos invita precisamente a algo tan cotidiano como a aprender del mismo o, mejor dicho, a buscar entre todo lo que sabemos aquello de lo que no podemos dudar.
Descartes no es un escéptico, pero a su modo sí es un filósofo del desengaño (valga la expresión). A este respecto, no está de más apuntar que este es precisamente uno de los temas centrales de todo el siglo XVII. Aparece una y otra vez en el barroco, lleno de espejos, de cosas que no son lo que aparentan. El arte barroco nos recuerda también la mentira de la vida, lo feo de la belleza y el sueño de la realidad. Algo que también pasó al teatro, convertido en una de las obras claves de todo el teatro español. Una experiencia, por cierto, que está bastante lejos de lo que vivimos hoy. En absoluto somos cartesianos. Ni por asomo cuestionamos nuestro conocimiento o nos planteamos la posibilidad de intentar construirlo desde cero. El error o el engaño se destierran de una sociedad que valora la exactitud, la autenticidad o la sinceridad, sin reparar un momento en las trampas o la cara oculta de estos conceptos. La duda, se nos dice, es mala, y siempre son preferibles las certezas, la seguridad. Al margen de que todo sea un trampantojo, o de que forme parte del escenario de eso que llamamos vida, obra inconmensurable en la que cada cual juega su papel. Hasta que el amante fiel se descubre a sí mismo como cornudo, o el padre entregado se ve obligado al amargo trago de aceptar que su hijo no es el que él quiso educar. Es entonces cuando nos acordamos del pobre Descartes, del genio maligno y, sobre todo, de los tontos que hemos sido por no querer ver. Por no querer pensar.
Apuramos estos días de enero las últimas ideas de Descartes. Algo muy propio: estos días de frío, que acabaron con el autor francés en su día, son el marco más adecuado para entender su pensamiento de estufa y habitación. Se intenta, en la medida de lo posible, que no se le perciba como un autor extravagante y que sus propuestas sean entendidas siempre en el marco en el que fueron formuladas. Así ocurre, por ejemplo, con el tema del método. La propuesta cartesiana tiene valor en si mismo, aunque solo sea por el hecho de señalar el del método como uno de los principales problemas con que ha de enfrentarse el conocimiento humano y la ciencia. Junto a importantes precedentes como Bacon, Descartes nos advierte de lo que ya nos decía en su día un anuncio de neumáticos: la potencia sin control no sirve de nada. El caso es que las famosas cuatro reglas (evidencia, análisis, síntesis y comprobación) resultan chocantes a quien se acerca al asunto por primera vez. Por qué cuatro reglas y no cinco o tres, o por qué exactamente esas reglas. Y sobre todo: no se tiene una intuición clara de que estas reglas recojan nuestra forma de conocer. En fin, que nos dedicamos a ir por la vida sin método algno, y no reparamos en los famosos cuatro pasos cartesianos.
La cuestión es que en realidad somos más cartesianos de lo que pensamos. O dicho en otras palabras: el autor francés no se sacó de la manga sus reglas, sino que seguramente se fijó en la ciencia de su tiempo. Y la ciencia, en definitiva, es también experiencia cotidiana refinada, sometida a un ejercicio de depuración. Nada hay más cartesiano que el niño que coge un reloj de su casa y lo desmonta pieza a pieza. Qué duda cabe que de punto de partida hay un desafío: saber cómo demonios se mueven esas manecillas, o cómo funciona el juguete que se va a desmontar. Laborioso y paciente, termina por sujetar entre sus manos un montón de piezas sueltas, tuercas y engranajes, carentes de significado y de función sin estar conectados entre sí. Comienza entonces el auténtico desafío: ahora que ya sabemos de qué piezas consta el aparato en cuestión, hay que ser capaces de volverlo a montar. Nada produce más orgullo que la restitución completa oa la reintegración a pleno rendimiento. Lo hemos vuelto a montar y funciona. Y así somos de por vida: hay quien se atreve a quitar piezas del coche o quien tira de destornillador y algo de tiempo para aislar las piezas de un ordenador personal o sustituir las que puedan estar defectuosas. Y nadie pondrá en duda que en todo este proceso hemos logrado aumentar, y mucho, nuestro conocimiento. Cartesianismo puro y duro.
El ejemplo tecnológico no es muy distinto al que se puede vivir en cualquier cocina. Supongamos que nos ponen un pollo, pelado y sin plumas, encima de la mesa, junto a una tabla y un buen cuchillo. ¿Qué haría un buen cartesiano? Sin lugar a dudas: despiezar el pollo en menos de cinco minuto. Hacer los cortes por el lugar adecuado, sin necesidad de romper los huesos más allá de donde se juntan con otros huesos. Sacando cada una de las piezas limpias y listas para poner a dorar en la sartén. Siendo capaces de convertir cada una de las pechugas en cinco o seis filetes para poner a la plancha. El carnicero cuenta con un conocimiento analítico innegable: su capacidad para hacer cortes limpios es el fruto de años de experiencia, pero también de la búsqueda permanente de las partes más simples del animal y del conocimiento exhaustivo de las mismas. El divide y vencerás que funciona hasta en la guerra está instaurado también en muchos de nuestros hábitos sin que reparemos en ello. El valor de la filosofía cartesiana, como el de toda filosofía, reside precisamente en sistematizar y conceptualizar una práctica tan humana como la investigación analítica, y poner esta forma de conocimiento como una de las bases de la ciencia. Conocer es separar, refinar. Y a partir de ahí volver a recomponer. Este es uno de los motores de la ciencia y de no pocos procederes humanos.
Circula entre los que gustan de la filosofía una frase de Walter Benjamin, en la que se nos recuerda que no hay un solo documento sobre la civilización que no lo sea a la vez sobre la barbarie. El tema se nos ha puesto de actualidad, otra vez, a raíz de los atentados del pasado mes de noviembre. El debate está en la calle, por aquello de la campaña electoral, pero se podría decir que estamos ante una de esas pocas veces en las que el problema alcanza dimensiones globales. Sin distinción de ricos o pobres, de primeros o terceros mundos, ha habido un pronunciamiento internacional sobre cómo luchar contra el fanatismo religioso. Algo por otro lado impensable hace unas décadas, quizás porque Internet esté haciendo el mundo cada vez más pequeño, o quizás porque los atentados se extienden por muchos países, afectando a países de terceros en un (des)orden internacional que día a día genera más interdependencias. Y como tendemos muy poco a la polarización, el debate está servido: civilización o fanatismo.
Curiosamente, puede que no sea descabellado trasponer la frase de Benjamin: no hay signo de civilización que no lo sea también de barbarie. Cruzados los ha habido de muchos tipos a lo largo de la historia. Muchos de ellos por motivos religiosos, pero tampoco faltan los cruzados de la economía o la política. No se ha logrado la democracia por medio de la civilización, la cultura o la educación: nuestro pasado está lleno de momentos en los que el motor del cambio no ha sido otro que el fanatismo o la barbarie. Valores como la libertad, la igualdad o los derechos sociales, tienen una buena cantidad de muertos a sus espaldas. Con esto, nos pretendo equiparar un sistema democrático con una teocracia fanática e intolerante, pero sí rebajar las expectativas que cualquier ciudadano occidental puede tener sobre sí mismo. Viendo nuestro pasado es más que dudoso que podamos convertirnos en modelos a imitar, pues también en él encontramos momentos en los que la sinrazón y la barbarie se han puesto al servicio de valores pretendidamente democráticos o “civilizadores”.
A partir de aquí, toca introducir una sana y necesaria autocrítica, y elaborar un nuevo discurso, que no es fácil de encontrar en las últimas décadas. No es aceptable la imposición de nuestros criterios, valores o instituciones si no somos capaces de pasarlos por el filtro del pensamiento crítico. Pero tampoco podemos caer en una especie de confusión total, y situar la democracia al mismo nivel que los actos de terrorismo, buscando justificaciones extravagantes o reflexiones que terminan haciendo más daño que beneficio. La violencia y el terror no se pueden aplacar solo con palabras o ideas utópicas, pero esto no convierte a ningún país occidental o a cualquier alianza militar en el gallo del corral o el “sherif” del poblado. Un enfoque complejo e inteligente nos exige diferenciar los atentados de la religión la cultura que los reclama y a la par requiere que seamos conscientes de que nuestra civilización es también producto de la barbarie. Sólo de esta manera, sin buenos y malos, es posible dar una respuesta adecuada al fanatismo y la barbarie. Algo muy difícil de conseguir, pues implicaría una respuesta política acompañada por los medios de comunicación e incluso diversas instancias culturales. Lo fácil, y más en tiempos de campaña, es jugar al pim pam pum. Pero eso no quiere decir que sea la respuesta más adecuada. Darnos cuenta de la barbarie ajena precisa también de una toma de conciencia de nuestra propia barbarie.
Aristos social club. La idea había surgido entre las risas de algunos y la indiferencia de la gran mayoría. Nadie querría participar en un club donde te exigían pagar por lo que era gratis para todos. Empezaron con servicios sociales básicos: educación, sanidad, desempleo, jubilación. Pero muy pronto tuvieron excedente de dinero, porque el estado ya cubría todo esto. Así que con una cómoda cuota mensual (o al menos así lo vendía el anuncio) fue creando toda una red de centros deportivos, y de actividades culturales. Destinadas, por supuesto, solo a los socios. Los que no lo eran tenían que pagar bien cara su entrada. El negocio fue cobrando fuerza en lo que inicialmente era una organización social, y los balances positivos se sucedían año a año. No obstante, la gran mayoría de la sociedad lo seguía viendo como una rareza: para qué pertenecer un club que ha sido creado para ofrecer los servicios propios del estado.
Sin embargo, 133 años después de su creación, se generó una junta extraordinaria de Aristós. Tal y como astutamente habían previsto los padres fundadores, el estado ya no daba más de sí, y había llegado el momento de invertir todo el dinero en los fines propios del club: sanidad, educación, subsidios. En un primer momento, se utilizarían los fondos ahorrados a lo largo de los años y solo si era necesario se comenzaría a vender las diversas propiedades adquiridas, renunciando a actividades que se habían convertido en señas de identidad de Aristós.
En el transcurso de la asamblea, surgió una cuestión inesperada: qué ocurriría con los familiares de los socios. Prácticamente todos los socios tenían hermanos, primos, sobrinos o nietos que no pertenecían al club. En opinión de algunos, deberían ampliarse las coberturas, para que también ellos tuvieran acceso a los servicios básicos. En tiempos de pobreza como los que se avecinaban, la solidaridad era una actitud imprescindible para la sociedad.
No obstante, el presidente no lo tenía tan claro: si se ampliaba el número de beneficiarios, se tardarían muy pocos años en agotar todo el capital de Aristós, que bien gestionado podría llegar para las necesidades de todos los socios actuales durante al menos tres décadas, tiempo más que suficiente para la reconstrucción del estado. Además esa ampliación obligaría a vender inmediatamente instalaciones deportivas y centros culturales que aún eran viables para los socios si se hacían las cosas bien. Había, en último lugar, un argumento legal: los estatutos contemplaban que solo los socios serían beneficiarios de las prestaciones. Y todo el mundo sabe de sobra lo que cuesta cambiar unos estatutos. ¡Pero esos estatutos se escribieron hace 130 años, cuando la situación actual era absolutamente imposible de predecir! ¡Aristós nació para la protección de las clases medias, y toda la parafernalia deportivo-cultural había sido posible solo por la sobreabundancia de recursos! Esto es lo que decían las voces críticas. Tras mucho debatir se acordó someter a votación la propuesta: ¿Debía Aristós social club ampliar sus coberturas a los hermanos, primos, nietos y sobrinos de los socios?
La filosofía, como saber actividad humanos, no está exenta de caer en trampas, de cometer errores del dicho y el hecho. Algo que hemos de tomarnos con cierto sentido crítico y sobre todo con sentido del humor. Ahí van cinco bulos filosóficos, cinco ideas que podemos encontrar en la propia tradición filosófica y que, examinadas a fondo, nos resultan más complejas de lo que a primera vista hubiéramos podido pensar.
Bajo la aparente tranquilidad del inicio de curso de la que se pavonean los responsables educativos, son unos cuantos l@s docentes que viven estos días con una inquietud poco habitual para las fechas en que estamos. Tradicionalmente en los meses de septiembre y octubre se iba organizando la programación de cada departamento. Este año el plazo de envío de se ha ampliado un mes, detalle de que quizás la normalidad lomciana de que se presume no es tal. Y es que la gran novedad es un artefacto conceptual que se ha dado en llamar “estándar de aprendizaje”. La idea es que los criterios de evaluación logren un nivel mayor de concreción ofreciendo pistas sobre cómo aplicar cada uno de ellos en el aula. En lo que se ha convertido es en una ristra de procedimientos de evaluación que, llevados a la realidad de aula, harían casi imposible cualquier proceso educativo: ahora lo importante es, por lo visto, evaluar. Mucho más que explicar o aprender. El tufillo de fondo es una amenaza que se cierne sobre el mundo educativo desde hace años: enfocar la educación como si fuera un proceso de fabricación, no sé si industrial, con indicadores de calidad que puedan llevarnos en último término, a evaluaciones externas, etc.
Ahora resulta que no sabemos enseñar o eso parece sugerirse. Varios años de experiencia no son suficientes si no se pueden concretar en los puntillosos estándares. Poco importa que l@s alumn@s salieran bien preparad@s o que los resultados fueran aceptables en pruebas como la PAU o la prueba de diagnóstico de segundo de secundaria. Los departamentos de idiomas vienen presentando estudiantes a las pruebas oficiales (FIRST, DELF, etc) desde hace años, pero en sus programaciones no aparecían los estándares. Y esta es una de las grandes novedades de esa ley que pretende mejorar la calidad y que pasará a la historia por ser la más breve y deficiente de nuestra democracia. Una ley aprobada por un partido que, según dicen por ahí, ni siquiera está de acuerdo con muchas de las medidas que ha introducido. Así que los buenos docentes, que los hay, ven cómo tienen que emplear su tiempo y esfuerzo es satisfacer las demandas legislativas y burocráticas de una administración educativa poco práctica y con cierto grado de hipocresía: la Consejería de Educación saca pecho cuando se publican los resultados de PISA, pues no dejan en mal lugar a l@s alumn@s de la comunidad. Llegan incluso a enviar cartas a los centros felicitando a l@s profesor@s. Y esta es la misma administración que parece cuestionar la manera de enseñar y que considera que el proceso burocrático administrativo ha de concentrar todos los esfuerzos y atención durante los dos primeros meses de curso. Imposible dedicarle más tiempo a la programación, pues todo parece indicar que la ley que incorpora esta gran aportación a la historia de la educación puede ser derogada a finales de diciembre.
No obstante, todo marcha mientras las clases sigan adelante. L@s docentes, como es sabido, no tiene motivo de queja: ya se sabe que trabajan pocas horas semanales y que además las vacaciones justificarían todo tipo de exigencias burocráticas. Y así está la cosa, con una cantidad nada despreciable de trabajo que no se ve, pero que la administración exige y revisa y que en último término se tiene en cuenta en diferentes momentos del curso. No es la primera vez que una reclamación de una nota llega a buen puerto por “defectos de forma” de la programación, aunque a todas luces la argumentación de la reclamación atacara los mínimos criterios del sentido común. Enseñar y aprender es algo que difícilmente se refleja en porcentajes y criterios, como para dejarse llevar por esta obsesión positivista y soñar mundos en los que educar se convierte en algo prácticamente mecánico. Todo ello sin dejar de lado otra crítica que no se puede olvidar: más idiotas somos l@s profesor@s que elaboramos curriculums imposibles de asignaturas, con decenas y decenas de criterios y estándares que en ocasiones están totalmente alejados de un aula de secundaria. Es lo que tienen los “equipos de expert@s”: a veces saben tanto que se olvidan, si es que alguna vez lo supieron, de a quién están dirigidas las asignaturas. Así están las cosas y no nos queda más que una opción: elaborar nuestra programación. Un material que más de una vez he publicado por aquí, y que no tengo inconveniente en volver a compartir: no para que haya algún cara que se conforma con copiar y pegar. Pero sí para echar una mano a compañer@s que puedan estar ahora inmersos en el proceso y puedan tomar una referencia para, en la medida de lo posible, mejorarla y adoptarla a su centro. Por compartir, que no quede…
Es más que probable que esté ante la última vez en la que presento en las clases de 4º de ESO conceptos tan básicos como el de moral, ética y política. Con este último estábamos hace unos días, hablando sobre la conveniencia de que un político mienta o no a la población. Intuitivamente, todos daríamos la misma respuesta: un político no debe mentir, y de hecho debería sancionarse el engaño en caso de producirse. A veces dar clase de filosofía es ponerse en la piel del diablo: ¿qué pasa si la mentira es algo obligatorio y necesario en cualquier democracia? Tenemos ejemplos de unos y otros: pensemos por un momento en aquellas elecciones de 2008 en las que el presidente y todo su partido logró engañar a la sociedad española. Por entonces estaba prohibido pronunciar esa palabra maldita: crisis. Era algo que nunca iba a llegar a nuestro país. Se nos vendió el país de las maravillas y la cosa coló. Gracias a una mentira masiva, auspiciada por ciertos medios, el partido del gobierno logró conservar el poder. Y el ejemplo de 2015 no es muy distinto: la palabra crisis sigue siendo maldita, o en todo caso ha de pronunciarse como un asunto del pasado. Ahora toca hablar de recuperación. La maquinaria de la propaganda ya está en marcha, y la cuestión a dirimir a inicios de la navidad, pocos días antes del sorteo de la lotería, es si los españoles comulgan, o no, con la rueda de molino de la recuperación.
Mentían unos y, si nos atenemos a los números, mienten ahora los otros. Parece ser que la misma crisis que ha barrido gobiernos de todos los colores en los países de nuestro entorno ha venido para quedarse. Se pueden leer por ahí análisis de quienes no tienen compromisos con partido alguno, y que afirman que la mejora económica va a ser tan pequeña y tan lenta que tendremos la sensación de que la crisis dura para siempre. Recuperación, sí, pero a ritmo de caracol. Crecimientos de décimas, descensos del paro de apenas unos miles de trabajadores en cuatro años. Es lo que toca en estos tiempos, y parece que la acción de los gobiernos tampoco puede cambiar mucho en este sentido. El capitán del barco que se presenta a sí mismo como un maestro de la navegación en aguas tranquilas es un embaucador. Y aquel otro al que le toca navegar en medio de tempestades tampoco es responsable de cuantos daños sufra el barco. Hablaba Maquiavelo de que para gobernar hace falta el concurso de la fortuna y parece ser que les ha faltado a los líderes de medio mundo en los últimos ocho años y que les seguirá faltando al menos otros ocho. La cuestión entonces ante la campaña electoral es la siguiente: ¿Podría un partido político, el que sea, presentarse con un mensaje pesimista, anunciando otra década de crisis, de crecimientos pírricos y de descensos del paro prácticamente insignificantes, con un aumento de la pobreza y una mayor desigualdad? ¿Cuántos votos tendría un partido que nos pinte este panorama?
Enfrentados a esta situación la mayoría tendremos a responder de una forma tan intuitiva como aquella con la que negábamos la mentira en política: no se puede vender cenicismo y mal rollo a la sociedad. Cada cual en su registro tiene que vender progreso económico, igualdad creciente, mayores ayudas sociales. En el mercado de los votos ningún puesto soporta el realismo. Pintemos pues la realidad de mil colores. Vendamos nuestros productos a quien consideremos el mejor cliente: el empresario del IBEX, el currito o el funcionario. Vendamos operaciones, servicios públicos y prometamos lo que haga falta a cambio de cada voto. Ya Zapatero, cuando no pensaba ser presidente, prometió un portátil a cada profesor y debo ser de los pocos que no recibió el suyo. Votar entonces antes de la lotería es la mejor de las coincidencias posibles: comprando un boleto de lotería tiramos 20 euros a la basura con una probabilidad cercana a uno. Votando a tal o cual partido tiramos nuestro voto a la basura a cambio de una ilusión de cambio que no se verá confirmada por la realidad. Las elecciones son el tiempo de la ilusión, de la sonrisa ante un cambio. Otra cosa es lo que pase después del sorteo, después de las elecciones. Tras la ilusión de comprar el boleto, llega el desengaño porque no toca. Y siempre queda, nos dicen, el consuelo de la salud y de seguir jugando al próximo año. Votar a tal o cual partido es lo mismo que jugar a la lotería: depositamos la ilusión en una papeleta y cuando llega el desengaño, que no suele tardar 100 días, nos queda el consuelo de la salud y de volver a jugar. Nos llamarán de nuevo a las urnas, para vendernos optimismo, dentro de cuatro años. ¡Viva la democracia!
Emplatonados como estamos estos días, solemos repasar algunas de las circunstancias vitales del que, con permiso de Aristóteles, es el filósofo más importante de la antigüedad. Todo ello con el dramatismo y la exageración que la propia acción de educar conlleva: ¿quién se interesaría por el pensamiento de un personaje insulso? Tampoco es que se mienta: entre las pinceladas de la vida de Platón que aparecen en clase está el impacto de la muerte de Sócrates, y también el intenso empeño de Platón en acudir a la corte de Siracusa, invitado por Dión, el cuñado del tirano local, Dionisio I. Allí hablaba Platón, según se dice, de la virtud y la justicia y de los peligros que acechan a todo tirano. Hay una manera “bienintencionada” de ver el asunto: Platón, el filósofo, estaba convencido de la posibilidad de implantar en Siracusa su modelo de estado, que perfila después en la República, y por eso no tenía inconveniente en acudir a la ciudad para presentar sus teorías. Quién sabe: quizás pudiera ser Siracusa el punto de partida para una implantación progresiva de esa utopía de justicia que Platón discute en su diálogo más citado. Esta explicación, que nos muestra a Platón como una persona comprometida e implicada en política nos puede encajar para el primero de sus viajes. Pero como todos sabemos, la cosa no salió como se esperaba. Platón es expulsado de la ciudad y en el transcurso de su vuelta termina vendido como esclavo. Tras tan grata estancia, ¿quién desearía volver a Siracusa?
Pues uno puede creerse lo que nos cuenta el propio autor en la famosa carta VII. Que si me volvió a llamar el hijo del tirano, que si mi amistad con Dión, el cuñado de su padre… Y allí tenemos de nuevo al fundador de la academia, tratando de instruir en la dialéctica al nuevo tirano. Y otra vez que le tocó salir por patas, esta vez con la promesa de volver si era requerido, como de hecho sucedió. Hubo pues un tercer viaje, esta vez ligado incluso a la integridad de Dión. Y a la tercera fue la vencida: Platón tuvo que escapar de Siracusa para no volver jamás y centrarse a extender sus enseñanzas en el marco nada despreciable de la academia. No obstante estos viajes siempre estarán rodeados de dudas: cómo es posible que alguien de la inteligencia de Platón cayera en el mismo error, no una, sino dos veces. Cómo es posible que arriesgara su vida después de la mala experiencia de su primer viaje. De partida, el primer error de Platón fue el primer viaje: quizás no era la suya una intención puramente formativa o académica. Quién sabe si deseaba arañar algo de poder y jugar en Siracusa a implantar una idea tan sencilla como revolucionara que le rondaba la cabeza: que gobiernen los sabios. Algo que traducido al lenguaje más vulgar podría sonar un poco interesado: “quítate tú pa ponerme yo”. Y claro, cuando el confrontamiento es entre el argumento (o no se sabe bien qué tipo de sabiduría) y la espada, pues todos sabemos quién tiene las de perder.
Puede que Platón, aceptémoslo a modo de hipótesis teórica, viajara a Siracusa porque quería gobernar. Porque deseaba dar el salto de la teoría a la práctica. Porque quería ser reconocido como aquel que había implantado en Siracusa un modelo de gobierno absolutamente justo, una utopía basada en principios filosóficos irrefutables. Porque deseaba ser escuchado y alabado. Y si repitió en su aventura es posible pensar que nunca perdió la esperanza de ser alguien realmente influyente e importante en su tiempo aunque después, fracasado ya su tercer viaje, se consolara pensando en los ideales nobles que reflejó en su carta VII. Por qué no imaginar un Platón vanidoso que desara dominar en el plano intelectual pero también en el político. Y quizás su experiencia sea una constante histórica: los engolados filósofos tienen su Siracusa particular, pensando que las sociedad de su tiempo debe estar bien atenta a sus palabras, seguros de que sus palabras y sus ideas deben ser atentamente escuchadas por quienes se dedican también al pensar, convencidos de que el mundo educativo se está perdiendo algo importantísimo si no se les atiende conveniente. Y así anda la filosofía, desnuda por completo: aferrada a la idea de que lleva un suntuoso traje que todos deben apreciar, pero sin nada que ponerse porque hace tiempo ya que perdió, si es que las tuvo, las vías de comunicación con la sociedad. Platón tuvo su Siracusa particular, y al margen de cuáles fueran sus motivaciones, esa mala experiencia debería servirnos a todos para detenernos a pensar al respecto.
P.D: un buen resumen de los viajes de Platón a Siracusa podemos encontrarlo aquí.
Siempre fueron buenos tiempos para los sofistas. Ya no solo porque de facto, en el mundo real, hayan venido ganando sistemáticamente la partida, sino porque incluso el discurso filosófico de las últimas décadas viene a reivindicar su figura frente a la del decadente Sócrates. Es este uno de los temas que habitualmente ocupa las primeras clases de Historia de la Filosofía en segundo de bachillerato. En esto andábamos estos días, comentando cómo la oratoria y la retórica ya no bastan para persuadir. La imagen es hoy, para lo bueno y para lo malo, uno de los principales vehículos de comunicación. Bien lo saben los publicistas (y por cierto, justo ayer me enteraba de la publicación de un nuevo libro didáctico en esta linea: Pensar (en) imágenes. Filosofía en la publicidad, pero también los comunicadores, periodistas, abogados, empresas y, como no podía ser de otra manera, los políticos. Vivimos de imágenes. Su prestigio y valor social convertiría a un sofista de las palabras en un mero principiante. Alguien con aspiraciones, pero poco más. Con todo, no basta sólo con la imagen: de un tiempo a esta parte la red ha irrumpido en nuestras vidas de un modo determinante: ser es hoy, y de un modo primordial, ser en la red. Hasta el punto de que quien no está deja de existir en cierto sentido.
En la red se juega hoy el poder y el dinero. Por eso está tan en boga esa expresión inglesa que vemos por doquier: community manager. Si los sofistas enseñaban cómo ser un ciudadano influyente en la Atenas de hace 2500 años, el “gestor de la comunidad” es hoy un ingrediente indispensable para cualquier tipo de campaña. La oratoria y la retorica han pasado al segundo plano frente a la vigencia de la imagen y de la creación social de opiniones y tendencias. Las clases de bachillerato afrontan desde hace décadas una pregunta: ¿quién es el sofista hoy? Y la respuesta del 2015 tiene que incluir, de una forma u otra, al community manager: poco importa cómo sean las cosas en realidad. Lo que realmente cuenta es cómo eso se extiende en la red, cómo se valora y qué se opina al respecto. Esta virtualidad nuestra que es tan real, en cuanto a sus efectos, como el mundo material que veníamos llamando realidad, tiene sus propias reglas y el dominio de las mismas nos sitúa en nuevas luchas de poder, en las que el posicionamiento en google va de la mano con los “me gusta”, los RT y los FAV. Esa vieja virtud que pretendía enseñar los sofistas se reviste hoy de trending topic, meneos, y comentarios en la web. Los cursos y masteres varios difícilmente podrán esquivar la tendencia sofista que se esconde detrás del oficio.
La propia expresión de “gestor de la comunidad” tiene sus propias connotaciones y trampas. Da por supuesto, por ejemplos, que los incautos internautas somos miembros, voluntarios o no, de una comunidad que necesita ser gestionada. La misma red que se nos vendió en su día como un espacio para la libertad termina transformada en un nuevo contexto para la manipulación. Community manager, nos dicen en un inglés que nos deslumbra. Pastor de ovejas, puede ser la forma rústica de interpretarlo. Todas ellas con su teléfono inteligente y su tableta, sus cuentas en cuantas redes sociales que en el mundo han sido. Pero ovejas al fin y al cabo. Sujetos que no necesitan que nadie los dirija, miembros de una comunidad que idealmente no requiere de lideres ni mecanismos que nos dicten qué pensar, qué decir. Quizás sea otro punto de vista, el de empresas, asociaciones, partidos políticos o instituciones, el que precisa de este enfoque, el que se aprovecha de que existan infinidad de trucos para subir en posicionamiento, para ganar protagonismo. En definitiva: para imponerse y ofrecer una imagen que quizás no siempre se ajuste a la realidad. En este mundo que cada es menos real, la sofistería se mueve como pez en el agua, e incluso logra presentarse como una actividad necesaria para quien se precie y quiera existir en la red. Protágoras y Gorgias nos darían buenos consejos, sin duda, sobre cómo gestionar nuestra comunidad.
Aquí estamos: lomceando en modo beta. Como conejillos de indias educativos, las comunidades gobernadas por el partido del gobierno se han decidido a implantar la ley educativa más discutida de las últimas décadas, con unas expectativas de futuro más bien escasas. Cambios organizativos sustanciales que posiblemente sean revocados a partir de las próximas elecciones generales. Estamos implantando un sistema que seguramente habrá caducado ya. La valoración política no puede ser otra: el curso ha comenzado con normalidad. Faltaría más. No podía ser de otra manera: todos lo que no sea revuelta callejera y ruido parece caer dentro de eso que se llama “normalidad”. El abismo entre las declaraciones políticas y la vida real vuelve a afirmarse en este caso. Veamos algunos ejemplos de la “normalidad” que he podido percibir en este mes que todavía no ha terminado. Normal debe ser que, como consecuencia de una ley, las editoriales estén entre dos sillas y mal sentados y dejen vendidos a los centros y las familias. Así ha ocurrido con varios libros de texto. A finales del curso pasado los padres solicitaron que el cambio de libros fuera gradual, para que el esfuerzo económico de las familias fuera más repartido. Las editoriales se comprometieron a servir stock de ediciones antiguas. Y ocurrió “lo normal”: departamentos que no cambiaron sus libros por ayudar a las familias han visto cómo las editoriales se han negado a servir libros de años anteriores.
Otro gran detalles de normalidad: la estructura del sistema educativo. Ya es casi de broma que la consejería correspondiente sacara los diferentes currículums en el mes de mayo. Nada extraño: sus altos cargos llevan tanto tiempo alejados de las aulas que no son conscientes de lo que implica cerrar un curso y programas otro. Desde la información a las familias a las previsiones de alumnos, etc. Así se trabaja en CyL: se publica la ley hacia el 8 de mayo y se piden previsiones para el nuevo curso para el 20. Como si entre medias no hubiera que organizar estructuras de asignaturas, explicar los cambios a los alumnos, etc. Todo esto importa más bien poco para quien no tiene contacto con los problemas reales de la educación. Pues bien, se da la circunstancia de la LOMCE estatal prevé para los alumnos de 3º de ESO tres optativas: francés, iniciación a le empresa y una tercera de libre configuración autonómica. Los sesudos diseñadores del currículum castellano y leonés, clavaron el decreto, pero parecen haberse “olvidado” de esta asignatura de libre configuración autonómica. Francés o iniciativa: esta es la riqueza de optatividad que ofrece la LOMCE a los alumnos de CyL. Aquellos alumnos que puedan tener un perfil más técnico o que no hayan cursado francés en los dos primeros cursos de la secundaria, se ven obligados a coger la optativa de iniciativa. Bravo por los legisladores y responsables educativos.
Podríamos comentar, a mayores, el espectacular aumento de la matrícula en religión, asignatura que ha logrado más alumnos en bachillerato que la de cultura científica. Todo un signo de los tiempos y algo a analizar en profundidad. Pero hay “anormalidades” todavía más llamativas: permitir que los alumnos escojan en 3º de ESO dos de tres asignaturas (Plástica, Música y Tecnología) es quedar totalmente vendido a la hora de configurar los grupos. Por mucho que se intente compensar para lograr agrupaciones equilibradas, terminan saliendo aberraciones educativas como clases de plástica o de francés con más de 30 alumnos. Y de partir estos grupos por la mitad ni hablemos: ya sabemos cómo están las plantillas de los centros: la cacareada recuperación económica ha pasado de largo por el mundo educativo y las plantillas se deciden de un modo puramente matemático, alejado de las necesidades reales de los centros. Esta es la ley de la mejora de la calidad educativa. Estas son sus “normalidades” en apenas unas semanas de desarrollo real, no el ideal que se imaginan algunos al redactar leyes. Y esta es la responsabilidad de un gobierno que aprueba una ley de calado en la mayor de las soledades parlamentarias. Lo que es normal es que destituyeran al anterior ministro. Y de chiste que el su sustituto afirmara a los pocos días de su designación: “No sé mucho de educación”. Lo malo de todo esto es que en medio de esta marea y este caos, a algunos nos haya tocado en suerte un gobierno autonómico seguidista y continuista. A ver qué pasa en las elecciones. Se verá si realmente los partidos cumplen su promesa de derogar la LOMCE ante cualquier propuesta de pacto o victoria electoral. En todo caso, sirva esta anotación para recordar aquello de las barbas y los vecinos. Allá donde llegue la LOMCE, se aplicará con “normalidad”.