23008 temas (22816 sin leer) en 44 canales
El statu quo quiere estar seguro de que el futuro seguirá siendo básicamente igual que el presente. De aquí que su reivindicación sea «el fin de la historia», es decir, el fin de la utopía, el fin del futuro y del cambio. El utopismo, en cambio, se nutre de la convicción experiencial de que el cambio existe y de que son posibles muchos futuros radicalmente distintos, y esta es una convicción que solo las circunstancias y las condiciones sociales pueden producir. Sin embargo, la parálisis política y la extinción de los partidos políticos revolucionarios sofocan estas condiciones, y también lo hace la globalización, en la medida en que ofrece cada vez menos posibilidades de concretar cualquier iniciativa nacional genuina (la Unión Europea, en la que los Estados nación fueron reducidos a Estados miembro, es un ejemplo excelente de este proceso en marcha).
... sigue siendo útil distinguir entre una política progresista dentro del sistema, es decir, una que deja intacto el marco general del capitalismo, y una política que apuntaría a modificar este marco y que hoy no existe en ninguna parte, como mostró la capitulación de Syriza cuando llegó la hora de la verdad. Pero, ¿no prueba esto que la política utópica sigue siendo la política de ninguna parte, y que debemos buscarla justamente donde es irrealizable? En otros términos, debemos distinguir nítidamente entre propuestas políticas concretas y prácticas y propuestas políticas que son claramente «utópicas» o que apuntan a una satisfacción de deseo irrealizable.
La utopía sigue siendo utópica hasta el punto en que puede ser concretada y traducida en una política práctica. En este punto recae en la política real y deja de ser utópica. ¡No es un argumento muy alentador! Y, sin embargo, parece evidente cuando volvemos a traducirlo a nuestra otra oposición: las políticas comunistas son utópicas siempre y cuando no sean realizadas, y se tornan socialdemócratas tan pronto como vuelven a caer en el mundo real del toma y daca político.
Lo que parece suponer esta idea es el marco, o el sistema, a saber, el capitalismo: las medidas socialdemócratas se tornan meramente políticas reformistas cuando están diseñadas para corregir, fortalecer y reproducir el sistema, o el capitalismo; las políticas comunistas apuntan a transformar el sistema y sustituirlo por otra cosa, a saber, por un tipo de sistema radicalmente nuevo. En este sentido siempre es curioso, en momentos de crisis financiera, encontrar progresistas y hasta socialistas defendiendo el rescate de los bancos y abogando por la restauración del sistema, cuando su premisa era su transformación y su reemplazo. El socialismo de Miterrand es un buen ejemplo: cuando fue elegido en 1981, empezó a aplicar medidas realmente socialistas. Pero después vino una crisis mundial y Miterrand archivó todas estas medidas en favor de otras evidentemente capitalistas y hasta neoliberales, con el argumento de que era temerario intentar construir el socialismo en medio de una crisis. Pero siempre hay una crisis y, de hecho, ¿en qué otro momento se hacen las revoluciones? ¿No nos está faltando algo en este debate?
Recordemos aquí nuestro dilema filosófico: la utopía es una posición de diferencia radical que enfrenta la identidad de lo cotidiano, del statu quo. Pero lo que es radicalmente distinto de nosotros es precisamente aquello de lo que no podemos tener ninguna experiencia, aquello que por definición cae fuera del rango de nuestra imaginación. De nuevo, en la escala de lo cognoscible y lo incongnosible, es virtualmente y por definición lo incognoscible incognoscible. Y, por supuesto, esta es también la fuente del miedo a la utopía y de la resistencia que despierta: para conocer la utopía, deberíamos deshacernos de todo lo que es significativo en nuestro presente, junto con todo lo que este tiene de repugnante y de detestable. Es el salto al vacío de Kierkegaard, y una pérdida de todo aquello con lo que estamos familiarizados que no nos promete nada a cambio. Incluso esta experiencia, no de la utopía, sino de la misma idea de la utopía, implica un acto de autodistanciamiento. Por lo tanto, está claro el rol que tiene que jugar el partido en esta conversión. El partido reúne a los entusiastas, representa a las personas que en un sentido u otro pueden reivindicar haber tenido un contacto con esta experiencia, con el éxtasis de lo político, y debe tener la autoridad y la legitimidad, si no de transmitir este éxtasis, sí el de manifestar hasta cierto punto su sensación, su promesa íntima.
Usé la palabra conversión. Es evidente que la analogía con la religión termina imponiéndose, pero esto amerita una explicación y cierta cautela. Porque muchas veces se dijo que el marxismo era una especie de religión, y generalmente, con cierto desprecio o casi como un insulto. Pero lo que suele pasarse por alto es que este juicio, que tiene cierta validez, funciona en las dos direcciones. También podríamos decir que las religiones son anticipaciones supersticiosas que intentan representar una unidad-de-la-teoría-y-la-práctica que no estaba disponible en las sociedades en las que emergieron, y que el marxismo es su realización secular en la primera sociedad —el capitalismo— en la que su verdad —el universalismo, la salvación, la justicia, la existencia del otro— pudo por fin empezar a ser comprendida como una posibilidad realista. Por lo tanto, las religiones ofrecen efectivamente un primer modo en el que la experiencia de la utopía (o su idea) podría ser captada de forma tan tenue como inadecuada. O, en nuestro contexto actual, como un modo en el que la misión de la revolución cultural podría empezar a ser formulada.
Digamos que la revolución cultural es una superestructura de la que el partido es la infraestructura. ¿Por qué no? La fórmula es útil siempre que incluyamos en ella toda la historicidad que requiere, la naturaleza concreta de nuestra situación histórica presente, sus límites singulares, la naturaleza de los obstáculos, no solo de la tradición, sino también del aquí y ahora, y también los defectos inevitables de los intelectuales llamados a jugar su papel en lo que debe ser un experimento histórico y político radicalmente nuevo.
Tal vez convenga decir algo más sobre la religión. Para Badiou, la aventura histórica del cristianismo (pero la tesis vale en el caso de otras religiones «grandes» o «importantes») radica en su universalismo, en su éxito político a la hora de movilizar a masas de personas y crear a su alrededor sus propias superestructuras, su propia revolución cultural. Aunque estoy de acuerdo en que estos ejemplos son impresionantes y enormemente instructivos, también pienso que no pueden tener la misma eficacia en el mundo secular.
También estaría de acuerdo en que el marxismo, o, si uno prefiere, el socialismo, debería emular este universalismo para acceder al suyo propio, como pareció estar cerca de hacer durante la Guerra Fría. Sin embargo, Wallerstein tuvo mucha claridad cuando argumentó que la Guerra Fría no era la lucha entre dos sistemas, sino más bien la lucha entre el sistema dominante del capitalismo y lo que él denominaba fuerza o movimiento «antisistémico», del que el socialismo no era el único elemento.
Ahora bien, la religión dejó de ser viable en el mundo secular, salvo como una ética —la oposición entre creyentes y no creyentes— y un ritual de consumismo. En este caso, la tarea de la imaginación utópica pasará por encontrar un sustituto para la ética en la política, y en encontrar un sustituto del consumo como estetización de la vida (tema sobre el que Marcuse y Paolo Virno escribieron páginas brillantes).
Sobre la «estética» en tanto tal, está claro que hoy podemos afirmar que, al igual que todas las otras disciplinas especializadas, por ejemplo, la filosofía, es letra muerta. Sin embargo, Benjamin se opuso a la estetización en el contexto del triunfo fascista en Europa. Los marxistas de la posguerra utilizaron la estetización como contrapeso del productivismo, y como una salida de lo que percibían como la camisa de fuerza de la teoría y la práctica marxista del Este.
Pero me parece que la estética puede incluir ambas: es un productivismo por derecho propio, y muchas estéticas modernistas insistieron en el proceso de producción (energeia) en oposición al producto inerte (ergon) como la verdad fundamental del arte. Por otro lado, la estética brinda la posibilidad de un mundo-objeto, un mundo humanamente producido, una época humana, como solía denunciar con gusto Wyndham Lewis, en la que es imposible que no nos demos cuenta de que este mundo es nuestra propia producción y nuestra propia práctica. La apuesta utópica aquí sería que, en este mundo, el consumo en su forma adictiva, deje de ser necesario y adopte proporciones manejables.
Fredric Jameson, Sobre por qué los socialistas necesitan utopías, jacobinlat.com 10/06/2024Todo lo que ha de saber una hormiga lo trae en su equipamiento de serie. Nace con todas las competencias que le van a hacer falta para los trabajos futuros que, en su caso, con exactamente los del pasado. (...) para las hormigas no hay diferencia alguna entre su vida vivida u su vida pensada.
¡Qué diferencia con los seres humanos! Nosotros nacemos -aunque no nos acordemos de ello- ignorantes y desamparados. Nos enredamos continuamente con necesidades más existenciales que biológicas y hemos de afanarnos por abrirnos paso hacia el futuro trenzando biografías que no son intercambiables.
Las hormigas viven cercadas por lo real; los humanos vivimos abiertas a lo posible.
Gregorio Luri, Prohibido prohibir, editorial Rosamerón 2024
... un síntoma de nuestra cultura es la genuina interiorización de una lógica de la productividad que reconoce que, para ser alguien, para valer algo, uno ha de realizarse: el trabajo, como producción de mérito, se torna la fuente de todas las formas de valor de la subjetividad, de modo que esta nada es, de nada sirve y para nada vale, si no emprende la larga gesta de trabajarse. Como Deleuze y Guattari criticaron en su Mil mesetas, el ser se constituye a partir de una carencia, una negatividad ontológica ("want") que ha de ser colmada o satisfecha a partir de una producción ("work").
Esta es la gran enseñanza que obtuve de mis paseos por el supermercado (...), de mis tardes de horas extra en la oficina y mis días de fitness, antes de encamarme largamente y mirar por la ventana: que era miserable a no ser que contara con un plan para ser o hacer algo, y que más me valía ir moviendo el culo. Mi integridad como ciudadano (...) dependía de mi eficiencia, y de todo lo que trabajara en mi optimización, a cada momento y en todo lugar. Si quería un cuerpo caliente y un Masserati, y cientos de Martinis y un contrato laboral de mil euros, además de una gran mansión y un piercing en la oreja izquierda, y la versión Premium de Spotify y una cuenta pirateada HBO; quería todas esas cosas, y también si no las quería, si no quería nada de nada de nada porque estoy cansado de todo, igualmente me convenía trabajarme, actuar y actualizar, agitar mi cuerpo y, sobre todo, hacerlo mejor que el resto, realizarme mejor que el resto. O no hacerlo mejor, sino creativamente mejor: mover el cuerpo cmo nadie lo había movido nunca, para no competir en movimiento, sino en la originalidad del movimiento. (...) No era cuestión de cumplir con el deber, sino de avivar sin término la llama de lo inigualable. La creatividad, y no la norma, era la condena.
Cualquier registro de nuestras vidas está moldeado por esta íntima logica que combina creación, competencia y productividad (...) comprende la aceptación generalizada de la explotación como autoexplotación y autoalienación, y asi legitima una economía de la violencia que conforma el sujeto y está en juego microfisicamente día tras día, noche tras noche. Este mundo Want-Work en que la plenitud de la vida se conquista con la apoteosis de la sumisión, ese mundo tan nuestro y tan bello en que la subordinación se torna indiscernible de una idea de libertad, es quizá lo que inspiró a Giorgio Agamben a escribir que "el problema ontológico-político fundamental es hoy no la obra, sino la inoperancia. ".
Es por ello que (...) se vuelve urgente ir más allá de un simple elogio popular de la ociosidad (...) y exponer una moral de la vagancia como filosofía pura de la siesta, esto es, como metafísica de las costumbres de la holganza. Pero si en este brete de la razón pura práctica la pregunta esencial ya no es "¿Qué debo hacer?", sino "¿Qué puedo no hacer?"; ya no "¿Qué es el hombre?, sino "¿Qué puede no ser el hombre?", la metafísica de la pereza (...) no puede ser pura, ni universal, ni emprenderse con independencia de toda una antropología particular. Si una metafísica de la pereza ha de liberarnos de lo que somos, y ha de constituir un programa de la deserción que nos brinde modos lucidos y erráticos de articular una política de la resistencia a los imperativos laboriosos, la emancipación de la competitividad generalizada y la torpeza del baile, tal metafísica perezosa habrá que ser impura, híbrida, singular y situadísima. Se desarrollará en el sofá o en la playa, en columpios o en parques.
Si el amor se hace, la pereza se deshace; si el amor todo lo puede, la pereza todo puede no hacerlo. En la metafísica de la pereza, nuestras capacidades no están al servicio del trabajo o de la victoria, sino del abandono y la rendición. Reconoce, con Simmel (...), que "aspirar a la pereza es lo que guía toda evolución superior", y que es un prejuicio grosero de la razón entregarse a la operatividad y tratar de colmar un vacío y saturar un espacio en blanco que, siendo constitutivos de la vida, permanecerán siempre abiertos y ridículos, como una bragueta con la cremallera estropeada.
(...) "Toda actividad no es más que el puente entre dos perezas y toda cultura se afana para hacerlo cada vez más corto", exclamaba Simmel. (...) Pensar es decir no, y la metafísica de la pereza empieza con esta rebeldía: resoplar, bostezar, roncar es decir no. (...) De ahí que sea banal y hasta infraordinaria, y que la impureza sea su oportunidad.
Juan Evaristo Valls Boix, Metafísica de la pereza, Ned ediciones 2022
No hay seres (aunque lo parezca), no hay cosas ni objetos. No hay identidades. La lógica es una farsa. Sólo hay experiencias, experiencias que son procesos en movimiento y transformación. Los elementos de lo real no son pasi- vos o inertes, sino elementos de experiencia: percepción y deseo. Quedémonos con esta pareja: percepción y deseo. Con ella puede dibujarse una cosmología
A esa pareja puede unirse otra, que implícitamente la contiene. La experiencia es percepción y deseo, pero también memoria y lenguaje. Sin la memoria no habría de- seos, sin el lenguaje no se podría identificar el objeto del deseo. Tenemos pues, cuatro elementos de lo mental: percepción, memoria, intención (deseo) y lenguaje. Los cuatro construyen una «mente extendida», que no se encuentra confinada en el cerebro, que no es un producto del cerebro, pero con la que el cerebro juega y sintoniza.
¿Qué hay entonces de la materia? La materia es una experiencia de la percepción y un objeto del deseo. El cuerpo y su alimentación, el refugio, todas esas materias son objeto de nuestros intereses y son fundamentales para nuestra supervivencia. Si llamamos «mente» a esa pareja (percepción y deseo), podemos dar el siguiente paso y decir que la materia es una experiencia mental. Este plantea- miento es lo que llamo, «empirismo radical». Se descarta cualquier tipo de explicación o justificación de lo que ocurrió. Se descartan todos los neolíticos y todas las teorías sobre el origen de la vida, el origen del universo, el origen de la materia y el origen de la condición humana. Se descarta la indagación sobre el origen. Quién produce a quién. ¿La materia crea la mente o es la mente la que crea la materia? Todas esas cuestiones no interesan al empirista radical. Lo que interesa es saber qué hacer. En el ahora está todo. Y ahora me veo percibiendo y deseando. A partir de esa percepción y ese deseo empezamos a construir una cultura mental.
Este nuevo mapa del mundo se sostiene sobre la premisa de que todo el universo, de alguna manera, percibe y siente. Desde el átomo, capaz de absorber y emitir luz, hasta el cometa o la galaxia, que gira sobre sí misma y se ovilla como el embrión o la oruga. Se difumina la línea que separa lo inerte de lo vivo. Toda realidad promueve la sensación y es sentida. Ser es percibir. La diferencia es sólo de velocidades, el mineral es más lento que la tortuga. En esta visión todo son organismos, guiados por la sensación y la aspiración. Ellas guían las transformaciones del mundo.
El empirismo radical considera que la percepción no sólo es la consciente. Debemos incluir también aquello que vemos sin ver, ese resto fugaz que retenemos inconscientemente, esos procesos de apropiación y entrega que acaban aflorando en sueños o en decisiones que no sabemos a qué obedecen.
Al ser la materia una experiencia mental, se la percibe viva, respirando luz. Los átomos absorben y emiten partículas de luz. Un universo pulsante que recupera el primer motivo de la filoso- fía: «Todo está lleno de dioses», dicen que dijo Tales de Mileto. La materia, que durante parte de la época na fue mecánica, inerte e impenetrable, vuelve a ser sensible a la luz, creativa y espontánea. La materia deja entonces de carecer de valor o propósito, deja de ser algo a merced de las relaciones externas, deja de ser inerte o exterior al yo que percibe y siente. La materia se incorpora a la experiencia de la mente, a la experiencia del deseo y la per- cepción. Un planteamiento que supone una verdadera revolución para la Física. Una revolución que se inició a principios del siglo xx y que todavía no ha sido asimilada.
La realidad es mutante, un conjunto de experiencias en transformación, un proceso continuo de ser otra cosa. Lo que la filosofía ha llamado Ser es, en realidad, un proceso. Un metabolismo incesante de ideas, deseos, alimentos y percepciones. Una comunión universal que ningún puritanismo y ninguna dieta podrá evitar. Nuestro lugar natural no es el hogar de la identidad (que sirve para cargos, premios y fiscalidades), sino el polvo de los caminos y la incertidumbre de la navegación. En ese itinerario, la acción conjunta del deseo y la percepción tiene como resultado un vector creativo. Lo real es un proceso de fusión de pluralidades y esa mezcla es innovadora. La flora que reside en un organismo sería un buen ejemplo, también la respiración, los afectos o la atención. Un diálogo perpetuo y fecundo con otros seres y cosas, de cuyo fondo creativo surge una segunda categoría: lo explicativo. Nuestro modo de entender esa naturaleza mutante, proteica. Esa explicación toma la forma de un determinado lenguaje, mediante el cual en- tendemos y nos entendemos. No nos interesa, como empiristas radicales, si el lenguaje es un destilado del deseo y la percepción o a la inversa. Simplemente observamos que van juntos, que se acompañan, que se explican mutuamente. Sin lenguaje difícilmente habría deseo o percepción (no podríamos identificar al objeto del deseo), y sin deseo y percepción difícilmente podría haber lengua- je. Ambos se encuentran entrelazados.
Juan Arnau, La meditación soleada, Barcelona, Galaxia Gutenberg 2024
En què consisteix l'experiment de John Rawls?
Cal situar-se en el que ells anomena posición original, una situación hipotética fora del temps i l'espai en què, coberts per un vel d'ignorancia, desconeixem quina será la costra vida en aquest nou estat: si ric o pobre, home o dona, heterosexual o homosexual, blanc o negre ... Posem el nostre futur en mans de la fortuna.
En no saber quina serà la nostra vida en aquest nou món, si som racionals quin criteri utilizarem per dissenyar aquest ordre social desconegut?
Segons Rawls, el criteri seria el del nostre propi interès: es tractaria d'organitzar la nova societat al voltant de la no discriminació (hem de pensar en negatiu, en el pitjor dels escenaris possibles: podries néixer dona i pobre en Afghanistan, per exemple si no apliquem aquest criteri), per evitar qualsevol maltractament si la sort no ens fos favorable.
Si nos ceñimos a la capacidad de desenvolverse bien en el entorno humano, el perro tiene más destreza y adaptabilidad en ese terreno que el gato. De hecho, los canes llevan más milenios domesticados (alrededor de 40.000 años) que los felinos (5.000 años), lo que les ha permitido desarrollar una inteligencia muy bien adaptada para convivir con las personas. “Hemos tenido tiempo de moldearlos, seleccionando su genética, para potenciar determinadas características, como su carácter o su fisionomía, mientras que los gatos han conservado más su parte indómita y salvaje”, explica López-Cepero ...Los tutores de los animales pueden contribuir al desarrollo de su inteligencia enriqueciendo su entorno con estímulos acordes a su naturaleza: “Poniéndoles retos parecidos a los que encontrarían en su medio natural, como permitirles que huelan, persigan o cacen”, añade el especialista. “La idea es que los perros y los gatos desarrollen su naturaleza, no que actúen como las personas. No debemos esperar que hagan lo mismo que nosotros, al igual que tampoco podemos tener las mismas habilidades que ellos”, apunta quien considera un error pensar en términos de inteligencia humana para determinar o clasificar la de otras especies.
Pero, ¿qué entendemos por inteligencia? “Además de la capacidad de respuesta ante las dificultades, implica la habilidad para adaptarse al entorno y a las circunstancias para sobrevivir y hay que tener en cuenta que, a lo largo de la historia, los animales han sido capaces de solucionar muchos inconvenientes para salir adelante en sus ecosistemas”, explica Stefania Pineda, especialista en medicina del comportamiento animal ... (...) “Por ejemplo, la visión del perro y el gato son muy diferentes. En el primer caso, de noche es escasa y, sin embargo, los felinos la tienen muy desarrollada, porque son depredadores y cazadores nocturnos”, apunta la experta.
Otra de las inteligencias de estos animales es la interpersonal o la capacidad de relacionarse con las personas. “De hecho, los expertos contemplamos la posibilidad de que los perros sean capaces de ponerse en los zapatos del otro, gracias a las neuronas espejo”, destaca Pineda. Hay otros tipos de inteligencias, como la artística o la lógico-matemática, que son más cuestionables fuera del ámbito humano. Aunque, ¿quién no ha visto relajarse y dormir plácidamente a su perro o gato cuando escucha música? En cuanto a la capacidad lingüística, las personas la asociamos al tipo de comunicación verbal humana. Sin embargo, se trata de un área con más posibilidades si la aplicamos a perros y gatos: “Los sonidos, los olores o los gestos. Por ejemplo, el perro es un gran comunicador, porque entiende muy bien a su círculo humano y también es capaz de hacerse comprender. Otra cosa es que se ignoren las señales comunicativas del animal y se produzcan malentendidos”, asegura la especialista.
Carolina Pinedo, ¿Son más inteligentes los perros o los gatos?, El País 16/01/2025
Durante la mayor parte de su existencia, los humanos vivieron ante la intemperie de la enfermedad y al borde de la inanición constante, en la oscuridad más completa. Prometeo, el titán de mirada astuta, sintió compasión de ellos, sumado a su natural recelo ante los dioses olímpicos a los que en su día había apoyado. Un día, observando desde las sombras cómo Hefesto trabajaba en su fragua, dejó que en sus pupilas brillara el resplandor del fuego, esa fuerza primordial que permitía a los dioses dominar el mundo. Para los mortales, sin embargo, ese poder permanecía prohibido. Zeus había decretado que los hombres debían vivir en la oscuridad, sumidos en la dependencia de los dioses. Pero Prometeo no podía aceptar aquella injusticia. Sabía que el fuego no era solo calor y luz; era la chispa del progreso, la herramienta que permitiría a los humanos construir, crear y soñar.
Con una audacia que rozaba lo suicida, Prometeo se escabulló en la noche hasta adentrarse en la fragua de Hefesto, después de haber pasado por los aposentos de Atenea para robar sus artes. En un acto desafiante, encendió una antorcha con las llamas sagradas y descendió a la tierra para entregarla a los hombres. Aquella ofrenda divina no solo trajo calor a las frías noches, sino que encendió la imaginación humana. Con el fuego, los mortales aprendieron a moldear metales, a erigir ciudades, a navegar los mares, a contemplar las estrellas. Y, especialmente, a transmitir este conocimiento haciéndolo perdurable. Pero Zeus, furioso por este acto de rebelión, ordenó un castigo ejemplar. Prometeo fue encadenado a una roca en las montañas del Cáucaso, donde cada día un águila desgarraba su hígado, solo para que este se regenerara durante la noche. Su tormento era eterno, un recordatorio de que desafiar a los dioses tenía un precio inimaginable.
Javier Jurado, Un viejo tecnosueño, Ingeniero de letras 04/01/2024
Somos animales cívicos, ζῷον πολιτικὸν (zoon politikon) que decía Aristóteles, animales sociales que se han hecho humanos socializando. Fue el chismorreo, al decir de Dunbar, el que amplió nuestro círculo de cooperación: El lenguaje muy probablemente surgió de esta interconexión cotilla entre nuestras gargantas y nuestros oídos. Desde entonces, hemos socializado con fruición, compitiendo o cooperando. Pero siempre interaccionando en la plaza pública, para la siembra o la cosecha, la conquista o la defensa, la manifestación o la protesta. Sin embargo, en los últimos tiempos, estamos demostrando, en palabras de Haidt, que no estamos a la altura de esa reputación. Aunque nuestro ocio, particularmente en países mediterráneos y latinos, todavía sigue muy vinculado a los demás, nuestro tiempo de calidad en común ha ido menguando.
El progreso indudablemente nos ha acomodado, desincentivando incurrir en el coste del encuentro con otros. En ocasiones de forma obscena. Aunque fuera de EEUU las tendencias se filtran por el matiz cultural, conviene observarlas porque muchas veces anticipan lo que nos viene. Y este artículo es elocuente recopilando datos y tendencias: El porcentaje de comida a domicilio ha crecido enormemente, hasta dejar vacíos muchos restaurantes que, sin embargo, no dan abasto con los pedidos a domicilio. Los cines cierran, y las plataformas como Netflix siguen creciendo. Las tiendas de barrio echan la persiana, mientras que aumenta la compra online. No es sólo el trabajo lo que hacemos en remoto. Es cada vez más la vida en remoto.
Existe molestia en desplazarnos físicamente, en exponernos a la fricción con otros, en tratar con extraños cara a cara. La tecnología solo ha mediado para facilitar una apetencia pujante, ofreciendo una sensación de anonimato y control que reduce la vulnerabilidad emocional. Su intermediación nos protege con un perfil artificial que fabricamos y controlamos, y eso nos intimida mucho menos que mostrarnos en la impredecible interacción natural. La tecnología ha ido facilitando ese distanciamiento que hace que la comunicación digital tienda con frecuencia a la superficialidad y sea emocionalmente menos vinculante. Las cajas de autoservicio en los supermercados no son solo una forma de ahorrar en gastos de personal. Muchos clientes prefieren pasar inadvertidos a contactar con otros humanos y exponerse a la incertidumbre de una interacción que no puedan apagar de un botonazo.
La pandemia fue ciertamente disruptiva. La experiencia de confinamiento aumentó o desató la sensibilidad a los riesgos y peajes exteriores. Pero la tendencia viene de antes y se ha acelerado: en los últimos veinte años el tiempo en casa ha aumentado sistemáticamente.
Porque, en realidad, especialmente en el mundo más desarrollado, en el momento en el que nunca jamás tanta gente pisó a la vez este planeta, hoy en muchos países pasamos menos tiempo con otras personas que en cualquier otro período desde que se tienen registros. Y en eso destacan especialmente los más jóvenes, tecnológicamente más intensivos, y al mismo tiempo más vulnerables, que incluso en los últimos años han acelerado su aislamiento. Un hecho social tremendamente relevante en lo que llevamos de siglo XXI, clave para hablarnos del futuro.
Pero ¿no era la cooperación social nuestro signo distintivo? ¿No éramos el animal social por excelencia, que tenía grabado en su ADN después de decenas de milenios la necesidad de estar en contacto con otros? Durante mucho tiempo esta socialización nos mantuvo amalgamados en grupos razonablemente estáticos. La tribu, la pandilla, la parroquia, el barrio, el pueblo. Todos compartían unas prácticas, unos símbolos, unas conversaciones.
Habitábamos mundos imaginarios compartidos. Una cultura, en suma, que esculpíamos cara a cara. Todo un país podía hablar del programa de la televisión del día anterior cuando sólo había un canal y nos reencontrábamos en la plaza o en el bar. Pero ya con esa televisión o esa radio, la gente comenzó a dedicar cada vez más tiempo a quedarse en casa en lugar de salir. Hoy, apuntan los expertos, vemos siete horas de pantalla por cada hora que pasamos con alguien fuera de casa.
El caso ahora es que esa tecnología que reducía la distancia, en realidad, parece haberla hecho crecer en cierto sentido: y se han ido enfriando las conversaciones, y las hemos ido sustituyendo por audios enlatados, mensajes de texto, acrónimos, emojis. Grupos de Whatsapp que sólo sirven para felicitar cumpleaños. Hasta llegar al aislamiento de los cascos, de las gafas, del silencio. Ese silencio en el que nuestras horas se escurren por el desagüe mientras pasamos el rato ante scrolls infinitos y maratones de series personalizadas a cada perfil individual.
Pasamos cada vez más tiempo solos porque no nos sentimos solos. Esa capacidad evolutiva de vivir en mundos imaginarios compartidos está cada vez más plegándose sobre sí misma, en una realidad interna a la que solo nosotros podemos acceder. Sólo esporádicamente brota en nosotros un malestar que evidencia esa soledad acumulada de forma abrupta e inexplicable. Pero como es costoso, emocional y económicamente hablando, sostener relaciones humanas enriquecedoras, familias incluso, los sustitutivos crecen por doquier. Basta observar el crecimiento de los animales de compañía.
La premonición de la película Her (2013) que enamoraba a su protagonista de su sistema operativo, se hace cada vez más realidad. Otra vez la ciencia ficción. Millones de usuarios encuentran en ciertas plataformas basadas en agentes artificiales las mejores relaciones personales que han tenido nunca. No te engañan, no te critican, no tienen un mal día. Si resulta espeluznante pensar en tener una relación emocional con una tecnología, pensemos en los numerosos amigos y familiares que existen en nuestras vidas principalmente como palabras en una pantalla. ¿No es esa soledad autoimpuesta una sublimación de aquel narcisismo que comenzó publicando perfiles adornados y fotos con filtro en redes sociales? ¿No traerá la IA un reflejo de nosotros mismos que nos resulte tan sugerente que nos aísle aún más hasta anegarnos como le sucedió a Narciso en el mito?
Javier Jurado, Epidemia de soledad, Ingeniero de letras 18/01/2024
Hubo que esperar hasta 1944 para ver lanzada desde la izquierda la primera ofensiva teórica de gran magnitud contra el corazón mismo del legado de la Ilustración. En efecto, en esa fecha Theodor Adorno y Max Horkheimer, pensadores judíos alemanes de tradición marxista refugiados en Estados Unidos, publicaron en Nueva York Dialéctica de la Ilustración.
El libro en su conjunto atribuye a la razón en tanto que tal, y solo a ella, la responsabilidad de las catástrofes contemporáneas (...) Las recurrencias del irracionalismo, del fanatismo y hasta de los prejuicios son consideradas en último análisis como productos de la razón que ahora lo "ilustra todo". Lo esencial del texto está dedicado a profundizar en la paradoja de una Aufklärung que se destruye a sí misma, sin que ninguna pista clara se desprenda para salir de la encrucijada. En una fórmula muy provocativa, se dice incluso que la Aufklärung es "totalitaria": su espíritu de sistema la lleva a "someter todo aquello de lo que trata", pues tiene como ambición abarcar todo, poner todo al desnudo, explicar todo para utilizar todo. De este modo, empobrece lo real, que sólo considera una materia homogénea, cuantificable y previsible, y lo pliega a sus exigencias.
La razón ha perdido, por tanto, su poder emancipador: la mejor prueba se proporciona en el excursus del primer ensayo, que trata sobre la relación entre Aufklärung y moral. Tiene por personaje central a Juliette, la heroína de Sade, cuyos principios de conducta se comparan con los de la moral kantiana. Aquí los autores apuntan precisamente hacia la Ilustración francesa y alemana del siglo XVIII. Pero esta ilustración tiene también el rostro gesticulante de la razón instrumental que mutila la vida, el pensamiento y la naturaleza. Se presenta bajo su aspecto más sombrío.
Todo el esfuerzo consiste aquí en relacionar la moral de la Juliette sadiana y la de Kant, reduciendo finalmente la segunda a la primera. La argumentación se basa en la idea de que Kant considera la razón como el único fundamento de la obligación moral. Pero, según Adorno y Horkheimer, es imposible deducir cualquier obligación moral de la razón sola, que se resume en procedimientos formales y en un objetivo de sistematicidad. En tanto que tal, la razón formal puede ser puesta al servicio de "no importa qué interés natural": la búsqueda sistemática del bien no es más que una posibilidad entre otras, y la búsqueda del mal, explorada por Sade, es otra, igual de compatible con las existencias de la moral de Kant. Esta crítica vitriólica desemboca en una conclusión inapelable. La "moral ilustrada" y humanista, la de las Luces europeas, es sólo una ilusión; lleva en sí la posibilidad de los crímenes más odiosos, ya que, de manera paradigmática e incluso profética, Juliette contempla con entusiasmo la destrucción de toda la humanidad. La continuación de la historia lo prueba: Juliette es la verdad de Kant, y del imperativo categórico a Hitler la consecuencia es acertada.
La irracionalidad evidente de la mística nacionalista de los nazis y su odio a la ilustración y a la revolución francesa no son objeto de ninguna atención especial por parte de Adorno y Horkeheimer. En general, el irracionalismo y el rechazo del razonamiento científico, típicos de la tradición conservadora, no son criticados en ninguna parte. Al contrario, la proximidad de las tesis de la Dialéctica de la ilustración a las de la reacción intelectual alemana de principios del siglo XIX es perceptible en toda la obra, y además es parcialmente reivindicada por los dos autores que citan favorablemente, Nietzsche y Ludwig Klages. Indican igualmente en varias ocasiones su interés por el pensamiento de Joseph de Maistre. Este interés por el pensamiento reaccionario no es nuevo: en 1938 Adorno rindió un encomiable homenaje en una conferencia radiofónica a Oswald Spengler, figura eminente de la revolución conservadora. (29-31)
Stéphanie Roza, ¿La izquierda contra la Ilustración?, Pamplona, Editorial Laetoli 2023
... la felicidad de esta vida no consiste en la serenidad de una mente satisfecha; porque no existe el finis ultimus (los propósitos finales) ni el summum bonum (el bien supremo) de que hablan los libros de los viejos filósofos moralistas. Para un hombre, cuando su deseo ha alcanzado el fin, la vida resulta tan imposible como para otro cuyas sensaciones y fantasías estén paralizadas. La felicidad es un continuo progreso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la consecución del prime- ro no es otra cosa sino un camino para realizar otro ulterior. La causa de ello es que el objeto de los deseos humanos no es gozar una vez solamente, y por un instante, sino asegurar para siempre la vía del deseo futuro. [...]
De este modo señalo, en primer lugar, como inclinación general de la humanidad entera, un perpetuo e incesante afán de poder, que cesa solamente con la muerte. Y la causa de esto no siempre es que un hombre espere un placer más intenso del que ha alcanzado, o que no llegue a satisfacerse con un moderado poder, sino que no pueda asegurar su poderío y los fundamentos de su bienestar actual sino adquiriendo otros nuevos.
Thomas Hobbes, Leviatán, capítulo 11
Bueno y malo son nombres que significan nuestros apetitos y aversiones, que son diferentes según los distintos temperamentos, usos y doctrinas de los hombres. Diversos hombres difieren no solamente en su juicio respecto a la sensación de lo que es agradable y desagradable al gusto, al olfato, al oído, al tacto y a la vista, sino también respecto a lo que, en las acciones de la vida corriente, está de acuerdo o en desacuerdo con la razón. Incluso el mismo hombre, en tiempos diversos, difiere de sí mismo, y una vez ensalza, es decir, llama bueno a lo que otra vez desprecia y llama malo; de donde surgen disputas, controversias y, en último término, guerras.
Thomas Hobbes, Leviatán, capítulo 15
Allí on trobem una moral, trobem també una avaluació i una jerarquia dels instints i dels actes humans. Aquestes avaluacions i aquestes jerarquies són sempre l'expressió de les misèries d'una comunitat i d'un ramat: allò que és profitós en primer lloc -com també en segon lloc i entercer lloc- és també el criteri suprem per al valor de tots els individus. Amb la moral l'individu és instruït en el sentit de ser funció del ramat i d'atribuir-se valor només com a funció. Com que les condicions de la conservació d'una comunitat han estat molt diferents de les d'una altra comunitat, també hi ha hagut morals molt diferents. Alhora, atès que encara es produiran en endavant transformacions essencials dels ramats i de les comunitats, dels estats i de les societats, pot profetitzar-se que encara hi haurà morals molt diferents. La moralitat és l'instint de ramat en l'individu.
Friedrich Nietzsche, La gaia ciència (1882), Barcelona, Editorial Laia 1984
Muy europeo, el libro de Todd es también un largo alegato contra la hermandad que ha sido yugulada entre nosotros. Pero el miedo físico a la delación, incluso a la socorrida acusación de negacionismo, quizá explican la ausencia de debate, en España y en otros países. Todd sitúa ya en la ausencia total de debate en Inglaterra y Francia ante el discurso de Putin del 24 de febrero de 2022, donde anunciaba la entrada de tropas en Ucrania en una «Operación Militar Especial» e intentaba explicar la invasión de Ucrania, un completo descrédito de la democracia. ¿Estamos ante un libro cancelado? Frente a tal censura, algunos intentamos en un debate reciente en Galicia abrir un espacio de libertad dentro del actual ambiente de vigilancia y censura. Acaso aquello fue sólo una primera cala en la naturaleza intrincada de lo que actual y realmente somos, incluyendo en esto las implicaciones progresistas y minoritarias con la hostilidad genocida que practica Occidente. Es posible que la clave de estos tiempos esté menos en la crueldad extrema de nuestros malvados oficiales, admirados o denostados, que en el silencio multitudinario de los justos.
Es conveniente no olvidar, para enfocar este libro provocador y difícil, lo que Nietzsche llamaba platonismo: la decidida voluntad occidental de elevarse por encima del común devenir terrenal, una «aversión contra el tiempo y su ‘fue'» que constituye la clave, no sólo de todos los símbolos cuasi religiosos del Progreso occidental, sino también de sus giros conceptuales, nuestra progresiva preferencia por esquemas, conceptos y modelos, en detrimento de la presencia viva de las cosas mortales. Sin la aversión puritana que funda la carrera occidental, fenómeno implícito a La derrota de Occidente, no se entendería ni el inmenso esfuerzo de despegue antisemita del III Reich ni el actual asco democrático ante Rusia, convertida en el negativo de nuestros ideales. Y el problema, para el Nietzsche que Todd no cita, no estriba en la mera existencia del concepto, relativo a una multiplicidad de cosas y útil para ordenarlas y catalogaras, sino en que poco a poco, como es esencial a la modernidad, el concepto acabe sustituyendo a la experiencia física en estado bruto. En ese caso estamos ante una sacralización de lo que nació como un instrumento, en una elevación ficticia donde la realidad desaparece a manos de la organización social. Toda la ardua investigación de Weber sobre el espíritu «platónico» del capitalismo parte de esta intuición nietzscheana, omnipresente en el libro de Todd y, a la vez, apenas mencionada.
Para Todd es la liquidación de la energía religiosa, en una variante autista de lo que los escritores rusos del XIX llamaban nihilismo, lo que explica la impotencia de Occidente ante el mundo multifocal que actualmente se abre. El uso de la violencia en Ucrania, en Gaza y medio mundo –incluida la violencia suicida del mass killer– es la expresión de un agotamiento de los recursos morales, ideológicos y religiosos. El declive demográfico y de las estructuras familiares vendría de una crisis religiosa a manos de eso que se llamó nihilismo, que ahora Occidente, en el grado cero de su religión, quiere convertir en una especie de nuevo dogma, aunque carente de verdades comunes y vinculantes. Cuando el nihilismo se convierte en el sustrato social, insiste hasta el final Todd, todo es posible; cualquier cosa, incluido lo peor.
A la manera de un antropólogo maduro, Todd se sitúa muy lejos de nuestra actual obsesión laica de encontrar una inmanencia correcta que nos salve del reto y la dificultad de lo trascendente. Un extraño y reciente Manifiesto conspiracionista, un libro mucho más agresivo que éste, pero también menos creyente en la posibilidad de corregir el curso antes de que sobrevenga la catástrofe, sostenía una tesis similar: mientras no aceptemos la trascendencia ínsita a cada ser, Occidente está condenado al fracaso cultural ante los mundos exteriores. De ahí el redoblamiento de una violencia genocida, que según Todd ha encontrado en el nihilismo de relevo ucraniano un combustible fatal.
La constante obsesión de este ensayo es estudiar lo grande, la sociedad y sus grandes emblemas, desde «lo pequeño»: lo comunitario, las estructuras familiares, las discretas prohibiciones y rituales que se repiten bajo las revoluciones culturales y sociales. Nuestra cultura normativa es destripada desde una oculta cultura antropológica: la sociedad (Gesellschaft), analizada desde una oculta comunidad, una más o menos enterrada Gemeinschaft. No hay referencias a Tönnies, pero es continuamente latente en estas casi trescientas páginas. Fijémonos en un caso que podría parecer nimio: ¿qué significa el avance de la incineración frente a las prácticas tradicionales del enterramiento? En suma, qué significa hacer desaparecer los cadáveres, que no quede rastro de la muerte y que esta no pueda tomar cuerpo en una tumba, un lugar donde mirarla de frente? Lo mismo con el matrimonio homosexual o las prácticas de transición sexual. En ningún caso se trata, en este francés laico de origen vagamente religioso, de una vuelta nostálgica a valores tradicionales, sino de estudiar –por ejemplo- qué significa antropológicamente que una sociedad haya de santificar, contra natura, un matrimonio completamente desligado de la descendencia? O una elección de sexo completamente desarraigada del cuerpo real, de la herencia natal. Al margen de una ideología reaccionaria o progresista, el pensamiento de Todd no tiene ningún problema en analizar ontológica y antropológicamente los signos de nuestra deriva hacia la moralidad cero, la cultura cero, la religión cero; también, por cierto, un paralelo humor cero (p. 154).
En ningún momento, sea con la religión tradicional o con su declive, esa furia religiosa –de religión cero- llamada nihilismo, Todd deja de poner en el centro de nuestra tribu el papel clave de las creencias. Y tampoco deja de analizar cómo ellas, en su crisis nihilista, han taponado lo que había que ver y oír, los signos reales a los que había que atender para que fuéramos más inteligentes ante la complejidad real que vuelve, después de décadas de predominio de cierta ficción ilustrada. Aunque no se llega a hablar de Ilustración activa, zombi y cero, es normal que el ciudadano medio español, italiano o francés se enfade con este libro –cosa que se vio también en el seminario de O Picón-, al fin y al cabo en él nos están tocando la religión laica del consumismo en la que hemos trasmutado una vieja pasión religiosa, inevitable en todas las etnias. La humanidad siente miedo ante un exterior que no cesa, así que es normal que se defienda como puede. La religión es clave en ese punto, aunque sea en la forma de un nihilismo furioso. La decisión de oponerse o silenciar este libro es también la vieja furia inquisitorial en negar que tenemos miedo al demonio del afuera, que el rey está desnudo o que la tierra se mueve.
Todd no se extiende en esta categoría de lo religioso como empalizada de defensa, pero analiza nuestras pasiones laicas –el tamaño, el dinero, el espectáculo, el miedo al otro- como un resultado distorsionado de la centralidad de lo religioso. La tribu tiene miedo a los monstruos del pantano, así que es normal que distorsione todo lo que le recuerde a un exterior anómalo. Y sin embargo, dentro de su relativo pesimismo, La derrota de Occidente parece creer continuamente en la posibilidad de que los herederos de Cristo despierten de su letargo, se liberen del velo estadounidense de furia y oscurantismo y consigan hacer pie en otra comprensión del mundo. Aunque los BRICS aparezcan muy tardíamente, aunque el paradigma de Israel nunca sea radicalmente cuestionado y el universo árabe apenas sea mencionado, los otros –con el nombre preferente de rusos– no dejan nunca de representar la posibilidad de otro Occidente y otra Europa, más atentos a una trascendencia que parece pedir la misma tierra.
La insistencia en el nihilismo que estaría detrás de nuestra decadencia, incluso económica, sigue significando la insistencia en poner en el centro las creencias. La última religión laica occidental, y esto nos enfrenta a casi el entero resto del mundo, significa apostar de continuo por una nada segura (Nietzsche) frente al algo incierto de la existencia. Hasta en los muertos tememos ese algo incierto, por eso es necesario de tapar la lenta muerte propia con multiplicando los cadáveres destrozados de los otros. Entre nosotros hay que tapar la muerte haciendo desaparecer el cadáver del ser querido en la incineración. Nada que recuerde a una presencia viva de lo otro, en este sagrado grado cero de nuestras creencias, es tolerable nuestro tiempo lanzado, en una velocidad de escape (0/1) que se multiplica precisamente con un cero limpio, muerto. El cero no existe, pero es precisamente la base de una cultura empeñada en despegar de la naturaleza
Todd también insinúa que Occidente ha encontrado en el recambio perpetuo, en la movilidad continua, en la obsolescencia programada de toda certeza una forma de esquivar la realidad, cualquier relación con la verdad. Religión cero también significa moralidad cero y verdad cero. En un mundo donde basta que un hombre puede sentirse mujer para hacerse mujer, o viceversa, ¿qué queda de cualquier referente. Por ejemplo, ¿cómo creerse que un pacto con Irán no puede violarse al cabo de tres meses? En general, ¿qué lugar puede ocupar alguna noción de verdad en un mundo invadido de narcisismo, individual, nacional y «global»?
Todd no es para nada un reaccionario, pero ve el cero del nihilismo en el descenso drástico de la natalidad; en la incapacidad para descender, apearse del supremacismo urbano-ilustrado y bajar a tierra. La conquista del matrimonio igualitario, donde la descendencia es imposible, nos iguala a todos en el cero. Desgajados de las raíces naturales, de la singularidad natal, personal y de género, se nos condena a flotar en la ficción un espacio virtual. Es el nihilismo llevado hasta los extremos suicidas de la intervención en el cuerpo.
En esta economía libidinal y nihilista el mismo Estado, frente al mercado, o la derecha frente a la izquierda, dejan de tener otro sentido que el meramente escénico. Igual que las diferencias entre los ciudadanos woke y los anti-woke, pues todo es intercambiable en este fondo de indiferencia que nos arma. Es en este panorama antropológicamente transgénico donde los verdes alemanes pueden apoyar con argumentos de izquierda el sionismo y donde el ardor bélico feminista –al estilo Kaja Kallas- se ha convertido en una fuerza nueva para las iniciativas armadas de un Occidente en estado terminal. Sin el racismo progre que ha alimentado la endogamia occidental, la indiferencia ante la matanza de Gaza sería incomprensible. Tanto en Israel como fuera, lo que asombra hoy, y hace a Occidente moralmente inferior, no es la sevicia de los malvados, sino el silencio de los justos y la ausencia de debate. RT está prohibida en Europa.
El capítulo VII, «Del feminismo al belicismo», no deja de ser la crónica de una versión perversa de la consigna «Lo personal es político». Ya hace mucho que los argumentos sensibles de la mujer tienen un papel impresionante en nuestro ardor guerrero, antes de Golda Meir y Margaret Thatcher. Después de Condoleeza, Madeleine Allbright y Hillary, Kamala Harris, Sanna Marin, Úrsula y Kaja Kallas, la Viceministra europea que pidió, en nombre de los derechos humanos, partir a Rusia en trocitos. Esa ha sido nuestra estrategia «feminista» con los estados y las culturas incómodas: balcanizar y fragmentar; devolver a la edad de piedra del enfrentamiento tribal y después, si acaso, confederar. Después de las bombas de fragmentación, McDonald’s para reunirse. El progresismo vigilante aporta en el actual capitalismo sensible, no weberiano (p. 164), la fuerza que a la sola derecha le faltaría. Donde no llega Nancy Pelosi llegan Trudeau, Bono o Tarantino. Pensemos en Harari como modelo anglobal: joven y guapo, judío y progresista, homosexual y vegano, es ideal como fuerza «moral» de apoyo a la incesante campaña de Occidente sobre el exterior atrasado, despótico y heterosexual, del mundo eslavo o árabe. Evidentemente, los tiempos están cambiando. Aunque no en el sentido que pensamos en los años sesenta, pues hoy un progresismo minoritario dirige la violencia militar de un capitalismo atomizador.
Verdad cero. ¿Qué sentido tiene mentir sobre la posibilidad de cambiar un par de cromosomas XY por otro XX? (p. 202). Si todo se puede elegir, ¿en qué queda la más mínima obligación de verdad? Si lo común tiende a cero, también lo harán la sexualidad, la seducción y el amor. ¿No es este panorama poshumano de nihilismo, donde el otro es sólo una punta estadística de nuestro capricho narcisista, donde se extiende el cultivo de mascotas como avatares ideales, gemelos de uno mismo? La libertad de expresión individualista ha pulverizado la igualdad, la fraternidad, y también la relación corporal y anímica con uno mismo. En este panorama, Todd pone a Rusia como el índice exterior de un iceberg fatal que nuestro Titanic masivo ha creado. Entiendo que en la invitación que hace este libro de atender a Rusia se nos está invitando primeramente a atender de otro modo a los pueblos, a la alteridad infinitamente minoritaria que constituye a las mayorías.
La descripció de Hitler com a comunista ha sorprès. Però no és cap novetat. En 2010, la revista neoconservadora nord-americana Commentary ja va titular "Hitler thr Communist" una ressenya de Hitler's First War, en què l'historiador Thomas Weber insistia en le afinitats del jove Hitler amb el socialisme revolucionari, i reblava un clau que Rainer Zitelmann havia començat a clavar als vuitanta. Zitelmann és un personatge inevitable si es vol entendre l'evolució del revisionisme històric amb què s'ha volgut legitimar la incorporació a la política alemanya de la nova dreta nacionalista. A diferència d'Ernst Nolte, que intentava blanquejar el nazisme com una reacció anticomunista, fa 40 anys que promou una interpretació que el presenta com un règim revolucionari socialista parent del comunisme concordable amb la de Hayeka Camí de servitud (1944), que feia de la planificació i de l'intervencionisme econòmic l'arrel comuna dels règims totalitaris. No és estrany , per tant, que, just des prés de la conversa de Musk amb la candidata de l?AfD, Zitelmann fe una publicació a X amb l'etiqueta #MuskWeidel en què enllaçava la pàgina d'Amazon que ven l'edició anglesa del seu llibre Hitler's National Socialism com una obra que mostra que les idees anticapitalistes van tenir en el nazisme "un paper mot més important del que s'havia suposat" i que, "amb el temps, Hitler es va convertir en un admirador de l'economia planificada de Stalin".
Josep Maria Ruiz Simon, Hitler, el comunista, La Vanguardia 14/01/2024
https://www.facebook.com/watch/?v=373750413220745
Planilàndia: Una novel·la amb moltes dimensions. (traducció de l'anglès Flatland) és una novel·la clàssica de ciència-ficció, escrita l'any 1884 per Edwin Abbott Abbott. Encara avui s'utilitza per a l'estudi de la geometria a moltes escoles i instituts, i es considera una lectura útil per a estudiar el concepte de dimensió. Com obra literària, Planilàndia és una sàtira de l'època victoriana.
El llibre parla sobre un món bidimensional anomenat Planilàndia. El narrador, un humil quadrat, ens guia a través d'algunes de les implicacions de la seva vida en dues dimensions. "Quadrat" té un somni on visita un món unidimensional (Linialàndia), i intenta convèncer l'ignorant monarca de Linialàndia sobre l'existència d'una segona dimensió, que és incomprensible per als habitants del món unidimensional. "Quadrat" rep aleshores, la visita d'una esfera tridimensional, a qui no pot comprendre fins que no arriba a veure la tercera dimensió per ell mateix. Llavors "Quadrat" té un somni on visita Puntilàndia (composta d'un sol punt amb consciència de la seva pròpia existència que ho ocupa tot i no sap de res a part d'ell mateix) i descobreix que no pot rescatar el Punt del seu estat d'autosatisfacció. "Quadrat" aspira a ensenyar als altres a tenir aspiracions. La relació estudiant-alumne s'inverteix quan, després d'obrir la ment de l'esfera a noves dimensions, "Quadrat" tracta de convèncer l'esfera de l'existència d'una quarta dimensió espacial, una cinquena, una sisena i així en endavant. "Quadrat" acaba a la presó de Planilàndia pels seus intents de corrompre el pensament establert sobre les dues úniques dimensions, però tot i així aconsegueix viatjar quan l'esfera el va a visitar per "treure'l" de la segona dimensió.
L'obra reflecteix amb cruesa la rígida estructura jeràrquica de l'Anglaterra victoriana, on els habitants són figures geomètriques. El nombre d'angles i costats determinen d'una manera immutable l'estatus de cadascú, de manera que, els triangles isòsceles són les classes més baixes i els soldats. La classe mitjana està formada pels triangles equilàters, els quadrats els professionals, els hexàgons l'aristocràcia i els cercles representen els sacerdots.
¿Qué se siente al ser un murciélago?, el famoso artículo de Thomas Nagel, publicado en 1974 en The Philosophical Review, es también una excelente primera toma de contacto con los problemas de la conciencia y el problema mente-cuerpo. Rechazando el reduccionismo propio de los fisicalistas, poniendo bajo foco el subjetivismo propio de las experiencias conscientes (que acarrea una imposibilidad de reducción al materialismo, según el autor), Nagel amplía el concepto de conciencia y defiende su naturaleza compartida por el resto de mamíferos, como los murciélagos. Uno de los aspectos más llamativos de los murciélagos es su alta y diferente capacidad sensorial. La ecolocalización, su sonar natural, ya fue señalada por el científico y sacerdote italiano Lazzaro Spallanzani a finales del siglo XVIII. Intrigado por cómo los murciélagos podían desenvolverse tan bien en la oscuridad, descubrió que la audición era lo que permitía a estos pequeños mamíferos manejarse y volar sin problema pese a la falta de visión o de luz. El sonido que emiten vuelve en forma de eco al chocar con otros objetos, y el animal percibe las diferencias, reconociendo las distancias y características existentes, pudiendo así volar y obtener alimento en plena noche. Todo lo anterior descrito, que lo podemos imaginar y entender en teoría, también lo somos incapaces de experimentar, por lo que nunca podremos asimilar completamente la mentalidad de este animal, y, por tanto, su realidad. Sólo sabemos lo que es ser nosotros mismos, lo que nuestra actividad mental nos ofrece desde que estamos en el mundo, lo que nuestro cerebro está diseñado para percibir, pues no hay lugar para la percepción imparcial. Cada ser integra los qualia de una distinta forma, cada conciencia trabaja de manera diferente en la particular experiencia. Nagel pone de manifiesto la limitación humana a la hora de conocer con exactitud cómo funciona otro algo que se encuentra fuera de nuestras fronteras mentales. Si bien podemos imaginar, hacernos ideas, esquemas, estudiar patrones o compartir mecanismos, siempre somos presos de nuestro propio cerebro y nuestra propia experiencia consciente, y es por eso que el irrumpir en una realidad ajena se antoja imposible.
Marcela Fernández-Le Gal, Introducción a los qualia. La información física no es suficiente, hay 'algo más', fronterad.com 02/01/2025
Según Ned Block, filósofo estadounidense, los qualia, plural de quale, se podrían definir como “las propiedades experienciales de las sensaciones, los sentimientos, las percepciones, los pensamientos y los deseos”. Esto incluye las propiedades cualitativas y subjetivas presentes en el largo etcétera de acciones y situaciones que conforman nuestra experiencia consciente en el mundo. Para el reputado neurocientífico portugués António Damásio, autor de libros como El error de Descartes, En busca de Spinoza o El extraño orden de las cosas, los qualia son cualidades sensoriales simples. Esto engloba el tono agudo o grave que produce un instrumento, la intensidad del azul en el color del cielo o del mar y el amargor o la dulzura de un alimento.
Más en la línea de Block, Gerald M. Edelman y Giulio Tononi defienden que los estados de ánimo y los pensamientos también son qualia diferenciables, además de las imágenes y las sensaciones que los desencadenan, y que hay una experiencia diferenciada asignada para cada qualia. Para John Searle, filósofo de la mente y del lenguaje, cualquier estado consciente es cualitativo per se.
David Chalmers, filósofo australiano adherido al dualismo de propiedades, considera los qualia como irreductibles, como fenómenos que no pueden ser explicados desde lo puramente físico. Por su parte, el canadiense Paul M. Churchland, fiel al reduccionismo fisicalista, argumenta que los qualia no dejan de ser fenónemos mentales –y por tanto físicos– que se pueden explicar desde la ciencia como procesos de los que el cerebro se sirve para obtener información, mostrándose escéptico ante el propio concepto de qualia.
En el año 1982, Frank Jackson introduce en el paisaje científico el conocido experimento mental de Mary la científica o El cuarto de Mary, también conocido en inglés como knowledge argument o argumento del conocimiento, a través del artículo Epiphenomenal Qualia.
Mary es una científica excepcionalmente competente que ha vivido siempre encerrada en una habitación, sin poder experimentar colores más allá del blanco y el negro de la propia habitación y de la pantalla de su televisión. Mary dedica su vida a investigar y llega a especializarse en la neurofisiología de la visión, alcanzando a conocer todo lo que es posible conocer sobre la experimentación física de los colores, colores que, sin embargo, nunca ha experimentado. Así pues, según Jackson, en el hipotético caso de que Mary por fin consiguiera salir de su habitación, se encontraría sorprendida al experimentar los colores de los que a priori tenía toda la información física, pues la experiencia directa y subjetiva siempre había estado fuera de su alcance. Jackson intenta demostrar así que la información física no es suficiente, que hay algo más, y ese algo es explicado gracias a los qualia, al ser el fisicalismo insuficiente.
Marcela Fernández-Le Gal, Introducción a los qualia. La información física no es suficiente, hay 'algo más', fronterad.com 02/01/2025
El mayor riesgo de esta tecnificación general es suplantar –algo imposible, en el límite– este radar sensible, este Eros escolar. Cuando se atrofia, nada más aterrador que la incertidumbre y las contingencias. Ya no se sabe escuchar lo que no viene clasificado a priori. Ya no se sabe actuar sin un manual de instrucciones a mano. Ya no se sabe pensar y actuar con otros.
¿Quiere decir todo esto que no hay que prever nada, que el saber del pasado no sirve, que se trata de improvisar todo el tiempo? Pienso que no, que esta es una de esas alternativas-trampa que se nos presentan todo el rato.
Los seres humanos no tenemos unos instintos absolutamente fiables y garantizados, pero poseemos la aptitud de darnos formas. Formas para la vida y para la vida en común. Formas que se hacen y se deshacen todo el tiempo. Formas capaces de “dar paso” a lo que está pidiendo paso. Deberíamos pensar más en términos de formas, de creación de formas, que de instituciones, de modelos o ideales de institución.
Podemos distinguir entonces entre formas y formatos. El protocolo es un formato, prêt-à-porter, listo para ejecutarse. Un programa, un guion, un automatismo. Se baja y se aplica, sin más pensamiento, sin más cuestionamiento, sin más reconfiguración. La forma es plástica, reformable, transformable, deformable. Cabe en ella la singularidad. La humanidad siempre ha sabido inventar formas (rituales, ceremonias, dispositivos) donde la diferencia no se opone a la repetición, donde lo mismo es siempre nuevo.
El protocolo es una forma congelada, detenida, muerta. Se ha vuelto demasiado rígida. Registra el pasado y lo proyecta sobre el futuro, pero sólo como un pasado aumentado. Como si el cálculo de lo que fue pudiese servir para prever todo lo que será. Como si la vida no fuese movimiento, diferencia, novedad. La forma, sin embargo, contiene sedimentos y latencias del pasado, pero siempre abiertos al porvenir, a lo que viene. Es preciso actualizarla siempre, en la discontinuidad, el salto, la ruptura y la pérdida.
La inestabilidad es la pesadilla del formato. Este busca neutralizar cualquier perturbación para recuperar el orden, volver a lo mismo, retomar el control. Lo imprevisto se toma como enemigo. Por su lado, la forma no aspira a la estabilidad, no teme a la inestabilidad, por el contrario la disrupción le permite recrearse. Lo que “no funciona” en la escuela no es lo que habría que “corregir” y “enderezar”, sino el síntoma que podría interrogarse a fondo para transformarla.
Frente a la idea de que todo tiene solución y siempre hay un camino para alcanzarla, la forma es una tentativa, un ensayo, un modo de continuar con el problema. Hay cosas en la vida que no tienen solución y sólo nos queda dar vueltas en torno a ellas. El amor, por ejemplo, no tiene fórmula ni formato y sólo podemos inventar una y otra vez las formas precarias del amor. Lo imposible no es aquello ante lo que hay que rendirse, sino lo que nos desafía a inventar respuestas una y otra vez, siempre provisionales y revisables.
Por todas partes la misma fetichización del protocolo, del procedimiento garantizado que “resolverá” todos los problemas por nosotros, ahorrándonos del trabajo de escuchar, pensar e inventar cada vez. Un conductismo generalizado: si haces x, entonces obtendrás y. Protocolos contra violencias de todo tipo, para la gestión de catástrofes, si queremos triunfar en la vida. Incluso en espacios radicales, como los centros sociales, el fetiche del protocolo sustituye hoy al esfuerzo de pensamiento e invención en torno a los mil problemas que supone vivir juntos.
La cultura tecnológica imperante por todas partes opera según el siguiente principio: todo debe funcionar, todos los comportamientos pueden (y deben) ser reducidos a simples funcionamientos, los disfuncionamientos son ruido a eliminar. Es la idea de un mundo completamente transparente, sin misterio, gobernable, reducible a datos y previsible, donde toda disrupción debe ser neutralizada, enderezada, solucionada.
El protocolo es amor por la línea recta, pero lo humano es justamente aquello que se tuerce todo el tiempo. El fallo en todas las lógicas que se pretenden absolutas y definitivas. La eficacia de los protocolos es la eficacia de las cosas, pero no somos cosas, objetos de cálculo, sino un laberinto sin mapa. Un lío, un embrollo, un enredo. Planeo x y sale y. Digo A y entiendes B. En lugar de aspirar al control total, mediante el saber que domina o la fuerza, podríamos aspirar a saber-hacer con ese desvío, esa torcedura que somos. Recuperar la presencia y la atención.
Estar atentos, estar presentes, no significa estar fijados o concentrados en algo, sino estar abiertos y disponibles, al entorno, al encuentro, al acontecimiento. Aflojar la productividad, sortear la burocracia, ralentizar los tiempos, para hacernos cargo en común de lo que es común. Mitigar el pánico a la incertidumbre, encontrarnos y conversar, hablar y pensar de lo que (nos) pasa, de lo que es cada vez diferente. De lo que no sabemos y nos desafía. La pregunta “¿qué está pasando?” interrumpe los automatismos.
Sin esa interrupción, sin esa disponibilidad, sin tejer complicidades, sólo puede triunfar la protocolización de la existencia. La delegación en lugar de la atención, la obediencia en lugar del deseo, la respuesta inmediata en lugar del proceso, la ausencia en lugar de la presencia. Un mundo completamente deshabitado, automatizado. Esa ausencia nuestra frente a todo lo que nos requiere es la peor de las catástrofes, la que prepara todas las demás.
Amador Fernández-Savater, La protocolización de la vida y la escuela, ctxt 11/01/2025
Un objeto que se vuelve sujeto, convirtiendo a su vez a los sujetos en objetos. La crítica del fetichismo es una perspectiva clásica del pensamiento crítico: las mercancías se vuelven fetiches en el capitalismo según Marx, las máquinas se vuelven fetiches en el sistema industrial según Simone Weil, las imágenes se fetichizan en la sociedad del espectáculo según Guy Debord. Las cosas toman vida propia (deciden, actúan, mandan) mientras los seres humanos se convierten en cosa (fuerza de trabajo, engranajes, espectadores).
Amador Fernández-Savater, La protocolización de la vida y la escuela, ctxt 11/01/2025
La palabra πλουτοκρατία, plutocracia —de ploutos “riqueza” y kratos “poder”—, apareció en el principio de Atenas para describir a esos ricos que usaban su plata —sus minas de plata y olivares y esclavos y comercios— para mandar en la ciudad; para frenarlos se sentaron las bases de aquella democracia. Y la palabra se siguió usando 2.500 años hasta que se perdió.
Hace unas décadas aquella encarnación/ostentación de la riqueza parecía superada. Por un lado las fortunas se habían hecho corporativas, disimuladas, propiedad de empresas sin una cara con monóculo. Y su poder funcionaba a través de las dádivas de campaña y las presiones y lobbies y obsequios de colores pero era oculto, reticente. Les daba vergüencita, y ponerles un rostro parecía de mal gusto en un mundo que, a regañadientes, se revolvía contra la desigualdad —hasta que llegó el contraataque: en los ochenta dos cabecillas sajones dieron vuelta la historia. Mrs. Thatcher y Mr. Reagan sentaron las bases para rearmar sociedades donde los superricos dejaran de pagar impuestos reales y acumularan más y más, y donde, sobre todo, ser brutalmente millonario fuera una aspiración legítima, no una agresión a los demás.
Martín Caparrós, La palabra plutócrata, El País 11/01/2024
Fisher se propone una crítica cultural y política, un análisis de las transformaciones subjetivas a partir de su interpretación de los fenómenos estéticos. O, dicho en otros términos, mostrar en qué medida la dimensión política de la cultura se halla inscrita en nuestras coordenadas ideológicas. Atiende, pues, a los aparatos ideológicos contemporáneos y traza una interrogación sobre los modos de subjetivación en la cultura, una sospecha sobre los productos culturales y sobre qué se expresa en ellos. Toda su obra se articula a partir de una premisa fundamental: asistimos hoy a una crisis de la imaginación en la cultura popular. Desde esta perspectiva, se pregunta por qué la cultura ha perdido la capacidad de asir y articular el presente, por su despolitización. ¿Qué futuro nos permite imaginar la cultura contemporánea? Hay que pensar cómo intervenir sobre esa cultura que se ha reconciliado con el presente y que participa activamente de él, del realismo capitalista. La cultura de masas sigue siendo un terreno de lucha política, no un espacio clausurado por las formas capitalistas. He aquí una metodología de análisis: cartografiar las formas del malestar analizando la cultura contemporánea; y, al tiempo, señalar el potencial transformador de la cultura.
Influido por las teorizaciones de Louis Althusser, Fredric Jamenson y Žižek, introdujo el ya clásico concepto de «realismo capitalista», señalando con él la imposibilidad de concebir formas alternativas en el interior del marco capitalista. Las lógicas del capitalismo dibujan hoy los límites de la vida política y social. Es una narrativa global que neutraliza cualquier amenaza que ponga en jaque su existencia. De ahí la clásica aseveración: «es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». Fisher, como decíamos previamente, define el realismo capitalista como «una atmósfera que condiciona la producción de cultura, la regulación del trabajo y la educación; una barrera invisible que impide el pensamiento y la acción genuina». Da cuenta de una atmósfera omniabarcativa pero invisible; penetra en toda la producción cultural y en las formas de interacción social, reproduciendo el capital como la única realidad posible.
Tal es, pues, la constatación en nuestro presente: vivimos un momento de declive de nuestra imaginación individual y colectiva. La experiencia del tedio se ha instalado en la lógica del realismo capitalista; un aburrimiento que nace de la sensación de que no hay alternativa, una despotenciación que toma la forma de consumo mercantil, reducido a lo banal y mediocre. El problema del realismo capitalista tiene que ver con el modo en que se ha convertido en una patología de la izquierda, en cómo hemos interiorizado esta narrativa. El principal síntoma del realismo capitalista en las izquierdas es el auge de la nostalgia. Pero contrario a este conservadurismo sensible, a esta tonalidad nostálgica y a la fuerza del consumo repetitivo, Fisher nos invita a buscar los futuros perdidos.
Ha sido Fisher una de las figuras que mejor ha sabido traer al presente la promesa incumplida de las décadas de los sesenta y setenta desde una perspectiva benjaminiana. Introduce el concepto de «hauntología», referido a los futuros perdidos, a aquello que nunca ocurrió pero que podría haberse realizado. La «hauntología» es una ontología de lo fantasmal, está y no está: «necesitamos construir aquello que se prometió tantas veces pero que nunca se hizo efectivo a lo largo de las sucesivas revoluciones culturales de la década de 1960: una izquierda antiautoritaria efectiva […] El problema crucial que enfrentamos hoy en día: la relación del deseo con la política en un contexto posfordista». Fisher propone repetir el 68, reclamar sus espectros, convocarnos como coetáneos y contemporáneos de su posible repetición, de efectuación desde el presente.
El pacto post-45 fue posible gracias al silenciamiento del dolor material del cuerpo; y el 68 construyó una escena desde la que politizar ese dolor. La izquierda entró en crisis por su incapacidad para nombrar lo deseable, para ir más allá de las formas disciplinantes de la izquierda fordista y sus aparatos sindicales; una crisis como consecuencia de su renuncia a disputar la rearticulación luego del acontecimiento del 68. Como escribiera Fisher, «la izquierda nunca logró procesar este golpe; quedó mal parada y no entendió la forma en que el capital pudo dar movilidad y metabolizar el deseo del trabajador de emanciparse de la rutina fordista».
El 68 supuso, pues, un cambio de régimen libidinal. La respuesta de la izquierda fue la de una huida hacia atrás: vuelta a la disciplina de clase; y la respuesta del autonomismo y los sectores liberados consistió en un repliegue interior: confiar en la liberación desde el plano de inmanencia. Dos respuestas que dejaron las promesas del 68 en un largo y árido desierto. Se entiende, entonces, que Fisher, siguiendo una metáfora de Christian Marazzi, diga que los trabajadores posfordistas «son como el pueblo judío una vez que dejó la casa de la esclavitud en el Viejo Testamento: liberados de una sujeción a la que ya no quieren volver, abandonados en el desierto, confundidos respecto del camino por seguir».
Por aquél entonces, una buena parte de la izquierda institucional, constituida en su mayoría por los sindicatos y los partidos comunistas, anclada en las ya pretéritas certezas del fordismo, proporcionó una réplica conservadora a las agitaciones de la década de los sesenta. Por otro lado, el laborismo y la socialdemocracia claudicó ante el neoliberalismo, adaptándose al marco del realismo capitalista. De hecho, como un ejemplo notable, cuando en el año 2002 le preguntaron a Margaret Thatcher cuál había sido su mayor logro político, respondió: Tony Blair y el nuevo laborismo.
Fisher popularizó la expresión «cancelación del futuro». Con ella se refería no solo a una ofensiva desde arriba, sino también a una crisis desde abajo. El mejor modo de trabajar para evitar la nostalgia pasa por elaborar los duelos de la pérdida y recuperar las posibilidades perdidas de esos pasados, la apertura y exploración de los horizontes que no se pudieron transitar. Fisher no propone una mirada nostálgica, el anhelo de un mundo pasado, sino la reclamación del «todavía no», de aquello que no se materializó, pensar la potencia por efectuar de aquel entonces. Apela a la melancolía como rechazo a acomodarse a los horizontes cerrados de lo que él denominó «realismo capitalista».
En Fisher no hay una actitud pesimista ante el crudo realismo capitalista. En sus análisis siempre se intuye la posibilidad de pensar y atravesar otros horizontes a partir de nuevas sensibilidades. La desesperanza que constata el realismo capitalista no cierra el momento creativo. Nos convoca a una permanente oscilación entre el adentro de la cultura capitalista y el afuera que rechaza integrarse. He aquí una tensión entre las dinámicas de la liberación y los cierres; entre una mirada spinoziana, optimista y jovial; y el análisis de las consecuencias culturales y psicológicas del capitalismo. Fisher se ha convertido así en un fiel heredero de aquella máxima gramsciana, «el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad».
Cada fase del capitalismo tiene una especial afección que lo mantiene unido. Esto no es una situación estática. La prevalencia de una afección dominante en particular es sostenible solo hasta que estrategias de resistencia son capaces de romper esta afectación particular y/o sus fuentes sociales son formuladas. Por lo tanto, el capitalismo constantemente entra en crisis y se recompone alrededor de las afecciones más recientes.
¿Cuáles son, entonces, las afecciones propias de la estructura de sentimientos del capitalismo tardío? ¿A qué nuevas expresiones de la enfermedad dio lugar el tránsito del régimen fordista de la fábrica a la sociedad posfordista de la flexibilidad? ¿Qué consecuencias psicológicas tuvo la apertura de la sociedad disciplinaria del encierro a otra regida por el control y la incertidumbre? O, por expresarlo en términos materialistas: ¿cuál es la economía política del malestar contemporáneo? Fisher se propone atender a la dimensión fenomenológica de la precariedad, como experiencia vivida; y a las afecciones psicológicas que genera: la depresión, la euforia consumista, etc.
A partir de la década de los setenta se armó toda una contraofensiva del heterogéneo bloque capitalista con el objetivo de dar una réplica contundente, tanto al poder de los trabajadores organizados en sindicatos y otras formas de asociaciones obreras como a las energías liberadas a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ya desde finales de los años cincuenta comenzaban a pergeñarse algunas de las revueltas a lo largo y ancho de todo el globo que alcanzarían su punto álgido en el mes de mayo de 1968. No obstante, la reorganización de las fuerzas del mercado tendría como resultado la cooptación de partes de las energías vitales de liberación de las cadenas del régimen fordista de la fábrica, que condenaba a los trabajadores a una vida repetitiva y tediosa a cambio de un salario para garantizar los recursos básicos y satisfacer las falsas promesas de la nueva sociedad de consumo.
Raoul Vaneigem, teórico de las corrientes situacionistas, en su libro Tratado del saber vivir para uso de las generaciones jóvenes, publicado un año antes de la explosión del Mayo Francés, escribía: «no queremos un mundo en el que la garantía de no morir de hambre equivalga al riesgo de morir de aburrimiento». Sin embargo, ante el desconcierto general de las corrientes dominantes de la izquierda, con honrosas excepciones, y su debilidad a la hora de proponer un horizonte alternativo, las demandas antiautoritarias en su conjunto fueron absorbidas y, en un proceso de metamorfosis sin precedentes, puestas al servicio de la construcción del proyecto neoliberal. Asumir esta derrota histórica como el desarrollo de tensiones multifocales, el desenlace de una correlación de fuerzas y debilidades geopolíticas, es algo muy diferente de la visión conservadora que comparten algunos sectores de la izquierda y la derecha política: la interpretación de las revueltas como una expresión del hedonismo de los jóvenes estudiantes y, por lo tanto, el desvelamiento de las mismas como la condición de posibilidad del neoliberalismo, nada más que una consecuencia lógica.
En el texto Comunismo Ácido. Una introducción inconclusa, el proyecto de manuscrito que quedó interrumpido tras su muerte, Fisher analiza con cierta profundidad cómo el fracaso forzado de otra modernidad condujo del mundo soñado a la catástrofe, parafraseando el título del famoso ensayo de Susan Buck-Morss. Por decirlo empleando algunos términos gramscianos, si Hall definió el thatcherismo como una revolución pasiva, un proyecto de modernización regresiva, para Fisher el golpe de Estado en Chile de 1973 podría definirse como una guerra de movimientos que pretendía obturar la posibilidad de otros horizontes. El experimento chileno terminó convertido en la antesala brutal de la implementación ideológica del neoliberalismo, esta vez sí, su condición material de posibilidad. Tanto es así que, una vez llevado a cabo el golpe de Estado, el ejército se puso en contacto con un grupo de investigadores que habían sido formados en el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago, pupilos de Milton Friedman y Arnold Harberger, con el propósito de elaborar un plan económico para la reconstrucción del país, finalmente conocido como El Ladrillo.
El desarrollo de este nuevo sistema de alianzas entre sectores de la economía, la cultura y la política permitió implementar toda una serie de reformas que dieron lugar a la reestructuración postfordista. Es decir, a vivir una vida inundada por un estado de precariedad permanente, entendiendo aquí precariedad no únicamente en un sentido laboral sino como un debilitamiento forzoso de la vida en su conjunto, que pueden concretarse en algunas de las siguientes medidas: 1. La sustitución del trabajo fijo hacia modos cada vez más informales e itinerantes; 2. La actualización periódica de la situación laboral mediante sistemas de «desarrollo profesional continuo» para la evaluación del propio desempeño; 3. El ataque a los servicios públicos, los programas de bienestar social o los sindicatos. Además, la inoculación ideológica de este nuevo estadio del capitalismo a todos los rincones de la cotidianeidad logró generar un clima de incertidumbre generalizado, provocando así un «estado permanente de pánico de baja intensidad».
El sometimiento de los cuerpos en las nuevas sociedades de control y la pulsión de hipervigilancia autoinducida ha generado nuevos tipos de malestar. La fatiga industrial asociada a los entornos laborales de la fábrica, el deterioro físico y el tedio de la monotonía, ha dado paso al agotamiento y la saturación intelectual y somática, provocando la multiplicación de enfermedades y nomenclaturas hasta ahora desconocidas y menospreciadas por el discurso científico. En una lectura muy sugerente de los textos de Fisher, el sociólogo César Rendueles sugirió una vez que la bipolaridad, caracterizada por alternar entre fases maníacas y depresivas del estado de ánimo, es en realidad un trastorno adaptativo a los ciclos de acumulación y desposesión cada vez más cortos del neoliberalismo: a medida que la producción y la distribución son reestructuradas, también lo son los sistemas nerviosos, diría Fisher. Es una peculiaridad radicalmente novedosa del capitalismo tardío la que provoca que los seres humanos estemos atrapados en periodos frenéticos de rotación entre la ocupación y el desempleo, algo que tiene como una consecuencia habitual la incertidumbre respecto al futuro.
Es más sencillo, entonces, deducir ahora que el incremento desorbitado de otras afecciones que se caracterizan por su falta de control y previsión hacia lo que vendrá —y, por lo tanto, también por lanzar una mirada melancólica hacia un pasado de mayores certezas—, como la ansiedad o la depresión, se encuentren íntimamente ligadas con las transformaciones políticas y económicas de las últimas décadas.
No es casualidad, como cuenta Franco Berardi «Bifo», otro de los referentes intelectuales del crítico británico, que el incremento de consumo ansiolíticos en los años noventa viniera de la mano del nuevo paradigma económico y cultural y de las promesas incumplidas de liberación en el ciberespacio.
La consecuencia de esta adicción a la matrix del entretenimiento es una interpasividad agitada y espasmódica, acompañada de una incapacidad general para concentrarse o hacer foco. Los estudiantes no pueden conectar su falta de foco en el presente con su fracaso en el futuro; no pueden sintetizar el tiempo en alguna especie de narrativa coherente.
En el texto «Nadie es aburrido, todo es aburrido», cuenta que si bien el capitalismo cibernético ha neutralizado el tedio mediante la proliferación de estímulos de baja intensidad, algo que se observa, por ejemplo, en la compulsión por actualizar el timeline de Twitter una y otra vez, también ha extirpado el aura de la cultura que aún conservaba la capacidad para sorprender. Esto provoca modificaciones en la conducta: lo que antes podía ser señalado como una patología, con un diagnóstico como el del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), ahora, para las nuevas generaciones, es un rasgo ontológico.
En su libro Realismo capitalista, Fisher define este estado anímico ampliado bajo el nombre de «anhedonia depresiva»: lo que ya no consistiría en la incapacidad para sentir placer, sino en la incapacidad para hacer cualquier cosa que no sea buscarlo. Estas pulsiones inconscientes se acoplan perfectamente con la ideología dominante del absolutismo felicista, la resiliencia y la literatura de autoayuda, las nuevas tecnologías y las formas del trabajo flexible, eliminando la posibilidad de un afuera. El capital es ahora escurridizo, huyó de los viejos centros disciplinarios, pese a que a día de hoy todavía interpretan un papel fundamental, y se volatiliza en todas las áreas de la estructura social. Ya no hay grandes diferencias entre el trabajo y el ocio o la cultura, o, por formularlo en los términos clásicos, entre la base y la superestructura.
El trabajo precario trae consigo nuevos tipos de miseria: la presión permanente, posibilitada por las telecomunicaciones móviles, implica que la jornada laboral ya no tenga cierre. Una población siempre conectada vive en un estado de depresión insomne, incapaz de desconectarse.
La pregunta que cabría hacerse a estas alturas, que es el interrogante al que Fisher quiere encontrar una respuesta, sería: ¿hay alternativa? ¿Existe una salida política a este laberinto patológico denominado neoliberalismo? A lo largo de su vida, el pensador británico ensayó diferentes modos de militancia, y, en repetidas ocasiones, logró sacar fuerzas de flaqueza cuando se agravaron los episodios depresivos para continuar escribiendo en K-Punk e interviniendo en la conversación pública. Él tenía claro que el pensamiento de que no es posible esbozar otro horizonte… ¡es una trampa! Otro de los síntomas que observó en su alumnado, y que más tarde extrapolaría a la sensación de agotamiento generalizado entre las clases populares, es el de la «impotencia reflexiva», un pesimismo histórico articulado en torno a la experiencia de la inferioridad que se ha instalado en los cuerpos y funciona a la manera de una profecía autocumplida: la idea de que nada va a cambiar y, por lo tanto, no debemos hacer nada para cambiarlo.
La inercia de que no hay una posibilidad real de transformación es parte del núcleo básico del realismo capitalista y su correlato ideológico. Como habíamos mencionado, la percepción de un malestar difuso generalizado se impone al modo de una potencia depresiva que ya no puede ser curada, únicamente pospuesta en el tiempo mediante el uso de terapias psicológicas de adaptación a un sistema que es por definición inhabitable y el consumo de fármacos como ansiolíticos o antipsicóticos. La probabilidad de encontrar una vía de escape a la epidemia de trastornos de salud mental sería inverosímil debido a que está sujeta a un sustrato biológico y, entonces, inmutable.
La reducción de la enfermedad a un simple desequilibrio químico en el cerebro, por un lado, favorece el discurso de una sociedad compuesta por individuos, erradicando así la posibilidad de antagonismo y conflicto social. Y, por el otro, porque se convierte en un mercado enormemente lucrativo para las grandes compañías farmacéuticas. Es decir, te enferman y, después, te venden una cura que no es tal, sino que simplemente te permite continuar en el circuito de la explotación por un tiempo limitado, hasta recaer en otro brote de pánico o depresión. De ahí que, para el autor que nos ocupa en estas páginas, «esta depresión es, en sí misma, tanto un síntoma como la causa de algo más: la descomposición de la solidaridad de clase».
Manuel Romero y Antonio Gómez Villar, Mark Fisher y la crítica cultural militante, jacobinlat.com 24/07/2024
La memoria es el arte de retener y recordar. Muchos mecanismos trabajan juntos –y de manera no automática– para conseguir que un recuerdo se forme y persista en nuestro cerebro. Para ella, la atención es un elemento esencial en todo el proceso, una especie de portal que conecta con nuestras experiencias. Sin olvidarnos de la repetición y las asociaciones que forjan nuestros recuerdos.
En resumidas cuentas, “sin atención no hay recuerdo”, como se puede concluir del estudio sobre la atención de Havas Media Network España, un informe cuyo objetivo es generar un corpus de conocimiento alrededor de esta materia, investigándola y analizándola como vertebradora en la vida de las personas.
La memoria es un proceso psicológico clave en nuestra vida que nos permite aprender, adaptarnos a partir de lo que hemos aprendido previamente y construir relaciones. Y se compone de cuatro procesos fundamentales: la codificación, el almacenamiento, la transformación y la recuperación.
Seguro que recuerdas las canciones que cantabas de pequeño una y otra vez. O las tablas de multiplicar, que recitaste tantas veces. Quizá no lo has pensado, pero la repetición ayuda a reforzar las conexiones neuronales. Y, si asociamos esa reminiscencia a un contexto emocional y significativo, el recuerdo se convierte en inolvidable, como las interminables vacaciones que pasabas con tu familia hace tantos años. Porque la memoria no actúa por sí sola, se enriquece mediante la interacción con nuestras emociones y con los distintos contextos.
Existe una relación muy compleja entre las emociones y nuestra atención. Este tándem influye orientando nuestro proceso de atención hacia determinados estímulos concretos. Por ejemplo, cuando tienes hijos, por todos lados ves colegios, catálogos de juguetes, familias…
Entra también en juego el arousal, ese “termómetro” que influye sobre nuestra energía vital y estado de alerta, y que se relaciona de manera directa con la calidad de nuestra atención: hace que nuestra mente se active y que nuestros sentidos se agudicen. Un elemento crucial en la memoria que hace que las emociones de alta potencia –tanto positivas como negativas– eleven los niveles de intensidad y activación del organismo. Como ese estado de felicidad que vivimos cuando nos enamoramos. O la tristeza de perder a un familiar o a un amigo. Estos estímulos, asociados con mucha carga emotiva, son etiquetados como ‘muy significativos’ por nuestra memoria. Porque las asociaciones son la base del almacenamiento en nuestra memoria a largo plazo.
Javier Granda Revilla, Sin atención no hay recuerdo, elconfidencial.com 31/12/2024
El triunfo arrollador de Donald Trump nos interpela a todos los demócratas. Especialmente porque lo ha hecho mediante una poderosa alianza contra el liberalismo que hace razonable la democracia. Recordemos que el propósito de las ideas liberales fue moderar la mayoría y evitar que fuese irresistible y absoluta. Un contrapeso de autoridad que debía balancear el impacto del poder de la mayoría si admitimos, como hace el populismo, que ella sola justifica las decisiones que se fundan en la fuerza desnuda del mayor número.
Después del desenlace democrático del 5 de noviembre, ¿qué hacer para contrarrestar el auge definitivo del populismo? Esta es la pregunta que deberíamos responder sin olvidar que sus defensores son demócratas radicales. No les molesta la democracia, sino la desconfianza liberal ante ella cuando se declina sin adjetivos. Por ello, piensan que las reglas liberales son las que hacen fallida la democracia. La quieren imponiendo la sencillez del orden inapelable que surge de esgrimir la mayoría. Y, de paso, que los liderazgos en los que se apoya se perpetúen al combatir lo que la debilita: la posibilidad de revertirla al favorecer la alternancia mediante la acción crítica de quienes disienten de aquella.
El principal problema que trae la victoria de Trump es que coloca al populismo en el corazón sistémico de la democracia global y con el respaldo de un complejo industrial-tecnológico que utilizará toda su potencia algorítmica para difundir su evangelio antipolítico por todo el mundo. Eso significa que ya no sirven los diagnósticos y hay que pasar a la acción.
Trump ha ganado por muchas razones. Pero la principal está en que se ha apoyado en un populismo 5.0 que ha perfeccionado la potencia de fuego del ecosistema de desinformación que ensayó con MAGA a partir de 2016. Desde entonces ha robustecido la nebulosa sistémica de cuentas y canales de redes sociales que agrupó bajo su liderazgo y que han hecho del odio antipolítico un entretenimiento de masas digital. Un negocio basado en una subcultura adicta a conspiraciones y bulos que hacen de la agitación una fuente híbrida de beneficios económicos y electorales. Algo que durante la pasada campaña presidencial escaló mediante el empleo de la IA generativa como propagadora masiva de contenidos deep fake contra Kamala Harris. ¿Cómo evitar ahora que no convierta la democracia desde la Casa Blanca en una deep fake tan rentable como manipulable para sus intereses y los de aquellos que apostaron por él desde ese complejo industrial-tecnológico al que me refería y que cobra forma de manera cada vez más nítida?
Para responder la pregunta hay que tener en cuenta que el populismo que lo respalda se nutre del poderoso imaginario subversivo de los laboratorios NRx. Que es el acrónimo empleado por sus promotores y sobre los que habló Sergio Fanjul en el suplemento Ideas el pasado 24 de noviembre. Conviene insistir al respecto porque la antigua Twitter, ahora X, es el canal de propagación de sus contenidos. Lo hace con un algoritmo que los visibiliza en forma de sesgo sistémico. Es lo que aquí denomino el algoritmo NRx y sobre el que hablé en El liberalismo herido (Arpa, 2021). En sus páginas analicé también la Ilustración oscura que, pensada por Nick Land y Mencius Moldburg, da soporte a los NRx con una confusa mezcla de libertarismo tecnológico post-Ayn Rand y supremacismo new age y paleoconservador. Un peligroso cóctel que emplea el esoterismo de la Revolución Conservadora alemana que nutrió el nazismo, así como la invocación de un aceleracionismo de silicio que ve en la innovación por la innovación la salvación transhumanista que resolverá los retos cancelatorios que pesan sobre el futuro del planeta. Ofreciendo, entre otras soluciones, Marte como la nueva frontera.
De ahí que no sea tan extraño que Musk dijera durante la pasada campaña presidencial que es la “MAGA oscura” que respalda a Trump. Un guiño deliberado a la Ilustración, también oscura, que, como explicaba Fanjul, quiere reemplazar la democracia liberal por una oligarquía tecnológica que promueva una revolución digital sin límites éticos. Para lograrlo, dicen sus seguidores, es necesario que Estados Unidos sea gobernado por un consejero delegado que haga suya la audacia militar de un déspota ilustrado como Federico el Grande de Prusia. Una tesis que parece alucinante, pero en la que cree el vicepresidente electo, JD Vance. Seguidor de Mencius Moldburg, es lector entusiasta de Bronze Age Mindset: un best seller en internet que escribió BAP, pseudónimo de uno de los autores NRx más seguidos a través de sus Caribbean Rhythms.
José María Lassalle, Trump, Musk y el algoritmo NRx, El País 06/01/2024
La memoria humana no se parece a la de un ordenador. El ordenador almacena los datos en una carpeta o directorio, y establece un camino específico en el mapa jerárquico del sistema para invocar los contenidos de su interior. Para nosotros, cualquier fragmento cercano a esa memoria —un olor, una palabra, un sonido, un lugar— es capaz de invocar una memoria de manera involuntaria y a menudo violenta. Cualquiera que haya sufrido una pérdida o una ruptura amorosa sabe que la memoria es contextual, emocional y sinestésica. Se invoca por asociación. Se expande en todas direcciones. Ni el nuevo chip cuántico de Google es capaz de imitar lo que nosotros hacemos sin querer.
Las técnicas de nemotecnia explotan esa naturaleza contextual de la memoria humana. Mi amigo más memorioso es un mago que usa asociaciones visuales, auditivas o emocionales para recordar nombres, cartas, códigos y fechas de manera infalible durante sus espectáculos. Otros establecen patrones o estructuras significativas donde almacenar la nueva información. El famoso palacio de la memoria consiste en crear un espacio mental estructurado donde almacenar información. La biblioteca es ese palacio. Es más fácil recordar lo que hay dentro si sabemos dónde está. “El alma nunca piensa sin una imagen mental —dice Frances Yates en El arte de la memoria— la facultad de pensar piensa en sus formas a través de imágenes mentales. Nadie podría aprender o entender algo si no tuviera la facultad de percepción; incluso cuando piensa de manera especulativa, debe tener alguna imagen mental con la que pensar.”
Marta Peirano, Una biblioteca ordenada, El País 06/01/2024
En estos días, en un vídeo en el que anuncia la eliminación del fact-checking y de la moderación de los comentarios en sus plataformas Facebook e Instagram, adoptando el modelo de X/Twitter de Musk, Mark Zuckerberg, CEO de Meta (Facebook, Instagram, WhatsApp, Messenger Live y Threads), dijo algo como esto:
“Trabajaremos con el presidente Trump para defender a las empresas estadounidenses de los ataques de los gobiernos en el mundo, que quieren obligarlas a censurar más. Europa aumenta sus leyes que buscan institucionalizar la censura y que frenan la innovación. (...). Solo con el apoyo del gobierno estadounidense podemos detener esto. El gobierno anterior lo hizo todo más difícil y fomentó también la censura. Sus acciones han perjudicado a las empresas estadounidenses y envalentonado a otros gobiernos a ir incluso más lejos. Pero ahora podemos reinstaurar la libertad de expresión, y estoy emocionado por esta oportunidad”
Antes de continuar, quiero dejar claro, como defiendo en mi libro #FakeYou, fake news y desinformación, que esta campaña se basa en algo cierto: que la moderación propugnada por los gobiernos europeos es errónea y rápidamente cooptada como un instrumento partidista en manos de nuestros poderosos, con igual afán de control que los del otro lado del Atlántico. No vengo a defender a los gobiernos de Europa.
Pero llegados a este punto, es necesario recordar qué es la libertad de expresión.
Los derechos –todos los derechos– nacen como privilegios –es decir, algo que solo podían disfrutar los poderosos– que se transforman, gracias a la lucha, en algo accesible para todo el mundo. Por ejemplo, la libertad de expresión siempre fue patrimonio de los poderosos, nadie se la otorgó. El derecho a la libertad de expresión significa –o debería significar– que ahora esos poderosos no pueden eliminar la posibilidad de que otros expresen su opinión. Lo que está haciendo la propaganda trumpista, y el cuñadismo ultraconservador en general, es afirmar que limitar su prepotencia recorta sus derechos. Lo cual, según cómo se mire, es cierto. Esa es precisamente la función de los derechos conquistados: establecer reglas para que tu libertad no elimine la libertad de los demás. Es decir, que quienes tienen el poder de expresarse con todos los medios a su disposición –ya sea un presidente, un multimillonario o el hombre más rico del mundo– no puedan silenciar otras opiniones con menos altavoces.
Por eso, no nos confundamos: ellos están defendiendo únicamente su libertad de expresión, la del más fuerte. Eliminar la verificación diciendo que se defiende la libertad de expresión es, en realidad, una falacia. En su discurso, Zuckerberg no menciona eliminar los algoritmos que priorizan contenidos, de hecho los reafirma en un momento del vídeo. Dice que la gente “ahora quiere ver más política” y él se la dará. Seguirá estando prohibido mostrar los pezones de las mujeres, y solo los de las mujeres, en Instagram, porque quien decide lo que es “normalidad” es el propietario de este ágora digital. De ahí la defensa de las empresas tecnológicas estadounidenses que, en realidad, en este caso es también la defensa de la supremacía de las opiniones políticas de sus propietarios.
Simona Levi, No, esto no es libertad de expresión, ctxt.es 08/01/2025
Según su Autobiografía (1936), a los 22 años tuvo que enfrentarse a su desafío vital: Chesterton enfrentó una crisis personal y llegó a una serie de conclusiones que quedaron impregnadas en su obra y componen el cuerpo de su pensamiento filosófico. Precisamente, en Lo que está mal en el mundo, aparece una idea clave: «A cada época la salva un pequeño puñado de hombres que tienen el coraje de ser inactuales».
La «inactualidad» en Chesterton hace referencia a quienes son capaces de situar su mirada en la universalidad. Para el autor, el gran don común a todos los seres humanos reside en la capacidad para asombrarnos ante la diversidad de un cosmos complejo, solo desordenado en apariencia y que nos supera en nuestra capacidad de comprensión y de estar en él. Por ese motivo, concluyó que solo la capacidad de asombro puede permitirnos reconocer cuál es nuestro lugar en el mundo. Bajo su mirada de la condición humana, el hombre es un ser extraviado en la inmensidad de un universo tan prolífico como inabarcable. Por eso, cada persona se encuentra en su peculiar pugna por hallar su «hogar» (su lugar en el mundo).
Y, para eso, el asombro debe ayudarnos a reconocer los universales que residen enmascarados detrás del orden de las apariencias. Es decir, debemos aprender a asombrarnos por la belleza del mundo, de la diversidad, de la posesión de salud cuando se tiene, de los dones materiales e inmateriales que cada uno recibe y que en multitud de ocasiones se desprecian al considerarlos parte íntegra de nuestra fortuna.
Aprender a mirar los pequeños detalles que construyen el día a día quiebra el cuento de las diferencias. Cada uno de nosotros formamos parte del mismo engranaje cosmológico y contribuimos a él. Solo cuando se pierde esta visión de lo sencillo nos desviamos de nuestro propio camino interior. Para Chesterton, que existan las diferencias sociales y el revanchista deseo de pugna entre individuos es porque estamos asumiendo un modo de vida intrascendente que ha de consumirse con el caminar del tiempo. De ahí que hiciese hincapié no en la figura del intelectual, del adinerado o de la persona que destaca por una u otra causa o habilidad, sino en quienes, desde la modestia de pretender únicamente ser quienes realmente son, quienes habitan la inactualidad.
Es a través de ese esfuerzo por discernir y aproximarse a lo universal que las ideas, los actos y los frutos de la existencia de las personas que el autor definió como «inactuales» se convierten en la piedra de toque capaz de evitar el colapso de cada época. La decadencia moral que Chesterton observó en los diferentes periodos de la historia siempre estuvo reflejada por un excesivo aprecio a los bienes materiales. Cuando el ser humano olvida su dimensión espiritual y reduce la noción de sí mismo a su cuerpo, su mente y sus apetitos pierde el camino de su propia evolución. También, porque el filósofo observó cómo la sociedad de la primera mitad del siglo XX se entregó a un nihilismo mal asumido, entendido como la liviandad caduca de cuanto existe. Y solo podía ser rescatada, quizá, por personas anacrónicas, enfrentadas a su tiempo, como él mismo se veía respecto a la época que le tocó vivir.
David Lorenzo Cardiel, Chesterton y la búsqueda de trascendencia, ethic.es 31/12/2024
La Ilustración prometió que, a medida que nos desprendiésemos de las formas tradicionales de autoridad, de la autoridad religiosa, de los modos tradicionales de organización, y nos convirtiéramos en criaturas plenamente razonadoras, también nos haríamos libres. Es difícil sostener que alguna de esas cosas nos caracterice hoy en día. Y que alguien, ya sea la izquierda o la derecha, suscriba profundamente esos ideales.
... el mismo neoliberalismo, como orden de gobierno de la razón, desechó la idea de que los seres humanos se liberarían por convertirse en personas humanas educadas, racionales y razonables, y en su lugar comenzó a tratarnos cada vez más a los seres humanos como mejor gobernados por los mercados y la moralidad que no pueden ser equiparados con la fuerza emancipadora de la razón pura. Pero la historia que cuento en el texto que estás leyendo, Las ruinas del neoliberalismo, el ascenso de las fuerzas antidemocráticas en Occidente, también pertenece a un nihilismo en constante crecimiento.
Si entendemos lo que ocurre con la Ilustración, y especialmente con el desafío a la autoridad religiosa y tradicional que supuso, como el desplazamiento de Dios por la ciencia, desató una crisis, narrada por pensadores tan diversos como Friedrich Nietzsche, Fiodor Dostoievski, León Tolstoi y otros. Hay una crisis que se despliega. Lo que la ciencia puede hacer es explicar cómo funcionan las cosas, por qué el mundo es como es a nivel biológico, físico, químico, matemático. Pero no puede hacer decirnos qué debemos valorar, qué es verdad sobre los seres humanos. No puede decirnos qué es lo que hace que la vida merezca la pena. Así, lo que la religión y la tradición proporcionaron durante tantos siglos, no solo en Occidente sino en otros lugares, se desmorona. Su autoridad es desplazada por la ciencia, pero no sustituida. Ese desplazamiento es hacia la naturaleza y el trabajo, y también a lo que algunos llaman nihilismo. Uno de los efectos importantes es que la propia verdad empieza a tambalearse y a temblar. La cuestión del valor comienza a desintegrarse y a diversificarse, de modo que un conjunto de valores ya no mantiene unida a una sociedad, En su lugar, los valores comienzan a multiplicarse. Y aparece una creciente sospecha sobre quién y qué tiene o genera la verdad, y una duda sobre la posibilidad misma de que haya una forma verdadera de vivir. Eso es nihilismo en toda regla. En ese momento, la promesa de la Ilustración, de que la razón nos emanciparía, se convierte en su contrario.
El neoliberalismo simplemente nos reduce a criaturas de los mercados y de la moral sin instalar la razón y una especie de libertad autoelaborada a través de hacer la propia vida. La gran promesa del liberalismo democrático ya no está suscripta por el neoliberalismo. Nos convierte en trozos de capital humano y en sujetos de la moral tradicional. Y luego, por otro lado, un nihilismo que se ha desplegado durante el último siglo y medio, que también socava una promesa emancipadora de la Ilustración. Se trivializaron e instrumentalizaron el valor y los valores, y especialmente la religión, que se convirtió en fuerza beligerante.
El neoliberalismo se está afianzando en Estados Unidos y está demoliendo la seguridad y el futuro de la clase trabajadora, los pobres y la clase media. Y al mismo tiempo, a esa misma población se le dice una y otra vez que la economía no es el problema. El problema es un Partido Demócrata que se dedica a regalar y proteger, no a los blancos, sino a todos los demás. Las feministas se convierten también en parte del problema porque se entiende que están destruyendo la familia, y también que están quitando oportunidades a los hombres, que entonces se sienten emasculados, castrados, débiles, destronados, expulsados de su lugar, del pedestal al que pertenecen. Todo esto allana el camino para una clase media y trabajadora blanca cada vez más enfadada, resentida, rencorosa e inclinada hacia una agenda antidemocrática, antiprogresista y antijusticia social, y reclutada para ello por una organización cultural y política muy eficaz por parte de la derecha.
Técnicamente, el neoliberalismo se opone al totalitarismo. Así se autopercibe. Los intelectuales neoliberales se autoperciben como liberadores del estatismo exagerado y prepotente que supone la socialdemocracia. Así que, técnicamente, antes, el neoliberalismo nace para oponerse a lo que entiende como el totalitarismo rastrero de cualquier esquema de justicia social. Para ellos es rastrero porque cualquier esquema de justicia social implica un plan estatal, una ingeniería social, una idea del bien, en lugar de dejar que el bien surja espontáneamente de los órdenes de los mercados y la moral que el neoliberalismo respalda. Con el neoliberalismo ocurre que se convierte en lo que podríamos llamar una forma “total” de gobierno. Se filtra en todas las instituciones y en todas las prácticas, nos convierte a cada uno de nosotros en trozos de capital competitivo. Tenemos que pensar en todo momento en cómo invertir en nosotros mismos y atraer a los inversores para poder no solo tener éxito, sino seguir vivos. Convierte todo lo que hacemos en una actividad empresarial. Todas las instituciones, incluidas las de enseñanza, o de bienestar social, o de protección, pasan a ser empresas. Todo en el nuevo orden liberal se convierte en marca, en autoinversión, en competir con otros autoinversores y en atraer a los inversores en tu propio capital humano para tu futuro. Eso incluye desde un hospital hasta una universidad, pasando por los individuos.La forma de gobernar que representa algo como el neoliberalismo es una forma de conducir nuestra conducta. Y no hay periodista, ni profesor, ni cuidador de niños que no lo comprenda. Una vez que vemos cómo el neoliberalismo conduce nuestra conducta, lo descubrimos en todas partes, como he escrito. También en nuestra vida social y de pareja, lo vemos en la forma en que criamos a nuestros hijos, en cómo construimos amistades y redes sociales. Esa forma de razón, como dice Foucault, en la que gobernar se orienta sobre todo a la protección y el aumento del capital y, yo añadiría, a asegurar un orden moral tradicional no regulado. Es lo que Foucault nos hace ver como una parte crucial de la neoliberalización de la sociedad. Las conferencias de Foucault sobre biopolítica, cuando da siete conferencias sobre diferentes corrientes del neoliberalismo y diferentes características del neoliberalismo, son textos claves. Hay muchos más detalles de los que he expuesto, pero lo importante, creo, es entenderlo como una forma de razón, una forma de gobernar, una forma de orquestación y construcción de la propia naturaleza de la sociedad, de la relación Estado-sujeto y, sobre todo, una forma de entender al ser humano en relación consigo mismo y en relación con los demás. Es mucho más que economía. Lo que es fascinante es que Margaret Thatcher entendió esto maravillosamente. En un momento dado, dijo que la economía es el método, pero el objetivo es rehacer el alma. Y lo que ella quería decir, creo, era el orden de un Estado social desmantelado, la eliminación de la desregulación de todas las formas de proveer al individuo, pero también todas las formas en las que podríamos proveer a los demás y lanzarnos a sobrevivir o morir. La economía era el método para hacer todo eso, pero el objetivo era convertir a los seres humanos en personas diferentes a las que habían sido en la socialdemocracia. El objetivo era, como decía el socialista, hacer una mujer nueva y un hombre nuevo (y ahora añadiría esa criatura no binaria nueva). El objetivo es personas que se ocupen solo de sí mismas o, como dijo Thatcher en un momento dado, de sí mismas y de sus familias y nada más. Llegaríamos a ser seres humanos no sociales, desocializados o incluso antisociales. Resultaríamos pacíficos, cooperativos, competitivos, porque nos preocuparíamos de ser responsables de nosotros mismos. Y por supuesto, los franceses introdujeron una palabra para esta responsabilización, que luego circuló por casi todas las lenguas. La tarea, la forma de neoliberalizar el alma y no solo la conducta económica era responsabilizar al individuo para hacerlo totalmente responsable de cada rasgo de su existencia. Y eso también es algo sobre lo que habló Foucault. Y se ve en líderes como Thatcher e incluso Emmanuel Macron hoy, una apreciación de esa dimensión foucaultiana del neoliberalismo.
La desigualdad no es algo inevitable ni inesperado. Los neoliberales honestos sabían que lo que pretendían era una sociedad en la que la desigualdad sería el resultado. La entendían como la consecuencia absolutamente natural del capitalismo no regulado. Lo frankensteiniano del neoliberalismo realmente existente es la cantidad de líderes demagógicos capaces de movilizar a las masas afectivamente energizadas y ávidas de una forma de solidaridad social y de poder social. Lo que los neoliberales tenían en mente era una ciudadanía completamente pacificada y neutralizada porque se responsabilizaría, estaría ocupada cuidando sus propios jardincitos individuales, y lo que tenían en mente eran Estados no dirigidos por demagogos, por locos, no dirigidos por neofascistas, sino más bien dirigidos por aquellos que apreciaban que el papel del Estado en un orden neoliberal era asegurar las condiciones para los mercados del capitalismo competitivo y los órdenes morales tradicionales. Eso significaba apuntalar esos hervideros y alimentarlos. No es que no hubiera lugar para el Estado, había bastante lugar para él. Ese es uno de los rasgos más importantes del neoliberalismo, la importancia del estatismo. Pero el Estado no estaría interviniendo en esos órdenes. Simplemente estaría asegurando la condición de esos órdenes y participando en la generación de leyes y políticas que aseguraran esos órdenes. Pero lo que tenemos, en cambio, son Estados fuertemente corruptos, a menudo plutocráticos, en los que la conjunción del poder económico y político es justo lo contrario de lo que los neoliberales tenían en mente. Lo que creían que necesitábamos era una separación entre el poder económico y el poder político, que se fundían en las socialdemocracias. Querían separar los mercados de los Estados, asegurar una especie de flujo entre ellos y asegurarse de que los Estados entendieran su papel adecuado, que era asegurar las condiciones económicas de crecimiento y competitividad, por un lado, y asegurar las condiciones del orden moral tradicional, por otro. Hoy tenemos otra cosa: masas con ira, líderes demagógicos, órdenes plutocráticos y Estados en los que las fusiones del poder económico y político nunca han sido mayores.
Margaret Thatcher lo dijo maravillosamente: “No existe la sociedad. Solo hay individuos”. No se puede repetir esa cita lo suficiente porque lo que ella expresó tan bellamente fue el esfuerzo neoliberal por desintegrar literalmente no solo la idea de sociedad, sino la práctica de lo social. En este contexto de nihilismo y valores desvinculados de cualquier fundamento sólido, es imposible no tener tipos de choques en el valor y la instrumentalización del valor, y los objetivos políticos para fines distintos de los que se enuncian. La derecha se viste de Iglesia y de pueblo, obviamente tratando de movilizar a una población en muchos casos para la plutocracia y la corrupción.
Jorge Fontevecchia, entrevista a Wendy Brown: "El paso siguiente del neoliberalismo puede ser la ultraderecha o un liberalismo moderado con preocupación social", perfil.com 27/11"021
Los demagogos son, de hecho, una enfermedad autoinmune de la democracia, como señaló por primera vez el sociólogo alemán Max Scheler hace más de un siglo. Para decirlo en pocas palabras, la demagogia no solo es sintomática del fracaso de las instituciones democráticas a la hora de responder eficazmente a desafíos antidemocráticos como el aumento de la desigualdad social, las expectativas defraudadas y el envenenamiento de las elecciones por el dinero sucio. Los demagogos inflaman y dañan de forma autodestructiva las células, los tejidos y los órganos de las instituciones democráticas. La demagogia se asemeja a un cáncer del cuerpo político conocido como democracia.
Para un médico, por supuesto, las comparaciones con la biociencia pueden ser solo retóricas. Pero la idea central está clara: como las democracias se enorgullecen de las garantías de “una persona, un voto” y de las promesas de dignidad y bienestar para todos, se buscan problemas cuando permiten que las desigualdades políticas, las injusticias sociales y las quejas de los ciudadanos arraiguen y se multipliquen. Estos fracasos de la democracia engendran en los ciudadanos sentimientos que se conocen como resentimiento (que Friedrich Nietzsche definía como un sentimiento de hostilidad envidiosa hacia lo que se percibe como fuente de las propias frustraciones). Se vuelven celosos y furiosos, nostálgicos de un pasado glorioso imaginario –que a menudo incluye las posesiones perdidas del imperio– y esperanzados por lo que consideran un retorno a la grandeza en el futuro. Esta decepción y esta amargura, mezcladas con la envidia y la esperanza, son graves patologías de la democracia. Son los desechos –los excrementos político-fecales sin tratar– en los que se incuban los demagogos.
Los demagogos en campaña tienen olfato para el resentimiento. Al olfatear el descontento generalizado de la población, se hacen cargo de un partido político o de una coalición que dice tener una línea directa con los descontentos. Con dinero, rebosantes de confianza narcisista en sí mismos, haciendo buen uso de los derechos públicos de reunión y de las libertades de los medios de comunicación, aspiran a ganar las próximas elecciones. Lanzan tranquilizadoras proclamas de moderación. Construir cabezas de puente verbales con los oponentes, empujar sutilmente los límites de lo que se puede decir, “entrelazarse con el enemigo” y parecer “inofensivo” son prioridades. Hay promesas de gobierno responsable y momentos en los que parece que nunca hubieran roto un plato. Pero, a medida que la campaña se endurece, surgen apelaciones toscas al “pueblo”.
La retórica del demagogo sobre “el pueblo” está diseñada para movilizar a sectores de la población y confirmarles quiénes son: El Pueblo. La demagogia es demolatría (el culto al pueblo en lugar de a los dioses). La demagogia es ventriloquia. Millones de votantes descontentos encuentran atractivas las promesas del demagogo. La emoción aumenta a medida que se acerca el día de las elecciones. Con la ayuda de montones de dinero, determinación en abundancia, una participación decente y una pizca de buena suerte, es oficial: el demagogo se hace con la victoria.
Hay alabanzas y odios en las redes sociales, tertulias interminables, rumores y cotilleos por doquier, y alegría en las calles. El demagogo Gran Redentor está encantado. La victoria en nombre del Pueblo es dulce. El demagogo dice que es un gran triunfo de la democracia. Después de todo, ¿qué podría ser más democrático que una victoria electoral sobre los oligarcas de la empresa y el gobierno, los partidos centristas con sus cárteles, y los políticos corruptos que engañan y disimulan a favor de los poderosos y ricos? ¿No es la democracia un modo de vida fundado en la autoridad del “Pueblo”? ¿No es la movilización de la esperanza, la insistencia en que las cosas pueden ser diferentes y en que todos los ciudadanos deben esperar algo mejor lo que confirma el espíritu nivelador de la democracia?
Los antiguos demócratas griegos utilizaban un verbo (ahora obsoleto), dēmokrateo, para describir cómo los demagogos que gobernaban en nombre del pueblo solían aliarse con aristócratas ricos y poderosos para acabar con la democracia.
Eso es exactamente lo que ocurre en nuestra era de demagogos.
¿Y ahora qué? El partido del demagogo en el poder, ayudado por las astutas tácticas de los medios de comunicación y el comentario incesante sobre una oposición corrupta y poco fiable, se prepara para las próximas elecciones. Se llega al punto en que las papeletas se utilizan para arruinar la democracia con la misma efectividad que las balas. Las elecciones se convierten en algo más que elecciones. El “despotismo electivo” (como lo denominó Thomas Jefferson) está a la orden del día. Las elecciones parecen plebiscitos alborotados, rituales públicos, carnavales de seducción política o celebraciones del imponente poder del Estado, refrendado por los votos de millones de fieles seguidores.
En nuestros tiempos turbulentos, lo que se necesita para contrarrestar la demagogia no es solo una mayor participación ciudadana en la vida pública –lo que se ha denominado “democracia deliberativa”–, sino formas más sólidas de bloquear el poder depredador, creando redes e instituciones de vigilancia con dientes afilados capaces de hacer retroceder el poder estatal y corporativo irresponsable, proteger la vida en nuestro planeta y, en general, fomentar el espíritu de una mayor igualdad social entre los ciudadanos que valoran las elecciones libres y justas, acogen con satisfacción la diversidad de los medios de comunicación y se sienten totalmente cómodos en compañía de aquellos diferentes a los que no se trata como “enemigos”, sino como socios, desconocidos competidores, ciudadanos y amigos.
Pero si se producen pocas o ninguna de estas reformas, la demagogia está abocada al triunfo. El democidio en nombre de la democracia se convierte en la nueva realidad. La mariposa de la democracia abierta y de poder compartido se convierte en la oruga de un nuevo y extraño tipo de sistema político controlado por el gobierno en el que la mayoría de la gente siente que tiene poca o ninguna influencia sobre las grandes decisiones que dan forma a sus vidas. Triunfa una versión corrupta, una falsa democracia. Se hacen fortunas empresariales. Los ricos se convierten en superricos. Se celebran elecciones con regularidad y se habla constantemente del “pueblo”. Pero la democracia se parece ahora a una máscara fantasiosa en el rostro de adinerados depredadores políticos.
El final del juego es un tipo de despotismo extrañamente nuevo: un Estado corrupto gobernado por un demagogo, respaldado por oligarcas gubernamentales y corporativos con la ayuda de periodistas dóciles y jueces sumisos, una forma de gobierno de arriba abajo asegurada por la fuerza combinada del puño y la servidumbre voluntaria de millones de súbditos, a veces gruñones pero en última instancia leales, dispuestos a prestar sus votos a un Líder que les promete futuros beneficios materiales a cambio de su obediencia como “pueblo” ficticio. Una democracia fantasma.
John Keane, Como los demagogos destruyen las democracias, Letras Libres 01/1172024
... el perfeccionismo, entendido como la búsqueda constante de estándares excepcionalmente altos, se ha convertido en una moneda de doble cara. Mientras que puede ser un motor para la superación personal y profesional, también puede ser una carga insoportable que erosiona el bienestar emocional. Vivimos en una época que premia el resultado y celebra la excelencia, pero que, al mismo tiempo, castiga sin piedad los errores que se cometen.
Como señala el doctor Andrew P. Hill, director de un grupo de investigación en la York St. John University, «aunque el perfeccionismo puede impulsar el rendimiento, también lo hace al precio de una mayor vulnerabilidad ante la ansiedad, la depresión y el agotamiento».
Otros expertos, como los psiquiatras norteamericanos Gordon Flett y Paul Hewitt, han estudiado cómo el perfeccionismo socialmente prescrito, es decir, la presión de cumplir con las expectativas externas, ha aumentado significativamente, sobre todo entre los más jóvenes, en la era de las redes sociales y de la hiperconectividad, intensificando la presión por proyectar una imagen impecable. Así, vivimos atrapados en una paradoja: mientras la tecnología amplifica las oportunidades de expresión individual, también nos somete al escrutinio colectivo, a menudo implacable.
La cultura de la hiperexigencia se filtra en todos los ámbitos de la vida, desde el trabajo hasta las relaciones personales. Sin embargo, es crucial preguntarnos: ¿qué estamos sacrificando en esta carrera hacia la perfección? La búsqueda de lo perfecto, como advierten los expertos, puede ser un camino hacia la insatisfacción crónica.
Brené Brown, académica, escritora e investigadora en la Universidad de Houston, lo sintetiza de así: «El perfeccionismo no es lo mismo que esforzarse por ser mejor. Es la creencia de que, si somos perfectos, evitaremos el dolor del juicio y la vergüenza».
En lugar de ensalzar la perfección, deberíamos redescubrir el valor del error como espacio de aprendizaje, de la imperfección como motor de creatividad y de la autenticidad como el verdadero núcleo de nuestras relaciones y proyectos. Quizás ha llegado el momento de aceptarnos con más comprensión, hasta indulgencia. Y aceptar que los errores y las imperfecciones nos humanizan.
Antoni Gutiérrez-Rubí, La peligrosa perfección, gutierrez-rubi.es 07/06/20265
En 1817, el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge escribió sobre el proyecto “Baladas líricas” que debía centrar su trabajo en personas y personajes sobrenaturales capaces de generar un interés tal, que pudiera suspender momentáneamente la incredulidad de los lectores y activar la “fe poética”.
Se refería a ese esfuerzo por hacer realista lo irreal o lograr que la historia cautivara tanto a las personas que estas la aceptaran, aunque tuvieran que sacrificar el realismo y, en ocasiones incluso la lógica y la credibilidad a favor de la diversión.
Ese fenómeno no se aplica solo a la literatura, también se extiende al cine, el teatro, el ilusionismo, la política y, por supuesto, a la vida misma.
Como resultado, la suspensión de la incredulidad es un fenómeno psicológico que se produce cuando “apagamos” nuestro sentido crítico. Implica la decisión – más o menos voluntaria – de pasar por alto los hechos, lo que conocemos o la propia razón.
La incredulidad es una especie de escudo ante la ceguera intelectual. Nos empuja a dudar, impidiéndonos aceptar cualquier cosa sin cuestionarla. La incredulidad es lo que nos invita a reflexionar, buscar pruebas y evitar caer en dogmas que podrían limitarnos.
La capacidad para preguntarnos “¿y si no fuera cierto?” también es una herramienta crucial para no dejarnos manipular. El juicio crítico nos empuja a mirar más allá de las apariencias, buscando explicaciones y significados más profundos que, muchas veces, nos permiten comprender mejor el mundo.
Sin embargo, las creencias también pueden ser un motor que nos ayude a avanzar. Creer en nosotros mismos, en nuestras capacidades o en un propósito más grande puede darnos la fuerza que necesitamos para acometer determinados proyectos. Al mismo tiempo, las creencias dan sentido y coherencia al mundo, reduciendo la incertidumbre.
Al mismo tiempo, necesitamos creer en los demás. La confianza es el cimiento invisible que sostiene cualquier relación interpersonal, ya sea de amistad, amor o trabajo. Creer en el otro implica asumir que sus palabras, intenciones y acciones son genuinas, que no esconden malas intenciones. Sin esa confianza, cualquier interacción se vuelve frágil, marcada por la sospecha, por lo que al final acaba desgastándonos.
El crítico literario Norman N. Holland propuso una teoría neurocientífica para explicar la suspensión de la incredulidad. A nivel neuronal, cuando nos ensimismamos en una narrativa de ficción, nuestro cerebro pasa por completo a un “modo de percepción”, lo que reduce nuestro pensamiento crítico o la capacidad de planificación.
Cuando las historias nos “transportan”, no mostramos escepticismo ante, por ejemplo, Spiderman saltando entre rascacielos. Como norma general, preferimos disfrutar de lo que estamos viendo que realizar un análisis detallado de su verosimilitud – que probablemente nos arruinará la diversión.
Jennifer Delgado Suárez, Suspensión de la incredulidad, ¿por qué creemos en lo improbable?, Rincon de la Psicología
“Criamos hombres sin pecho y esperamos de ellos virtud y espíritu emprendedor. Nos reímos del honor y nos escandalizamos al encontrar traidores entre nosotros”.
-C.S. Lewis “Hombres sin pecho”
Acabo de volver de España, donde participé en un seminario sobre La derrota de Occidente, el último libro del famoso historiador francés Emmanuel Todd. Ya sea que uno esté de acuerdo con toda, parte o ninguna de sus tesis (yo me encuentro en la segunda categoría), se trata de una lectura muy sugerente que, en el estilo único de Todd, se avala de una combinación de teorías demográficas, antropológicas, religiosas y sociológicas para estructurar su argumento.
Dado el tema del libro y el demostrado don de pronóstico de su autor (fue uno de los primeros estudiosos en anunciar el futuro colapso de la Unión Soviética), se pensaría que en los EE.UU, esta nación que tanto le gusta presentarse al mundo como el corazón palpitante de Occidente, un libro como este sería objeto de animada especulación.
Pero hasta ayer no estaba disponible todavía en inglés, casi un año después de su publicación en Francia. Y, salvo un breve artículo en Jacobin y otro de Christopher Caldwell en el New York Times, no había obtenido ninguna atención sostenida dentro de las clases pensantes ni de la izquierda o ni de la derecha de Estados Unidos, un destino que parece confirmar uno de los muchos puntos excelentes surgidos del libro: una de las características más sobresalientes de las sociedades que han iniciado su pronunciado descenso hacia la decadencia cultural es su enorme capacidad para negar la existencia de realidades palpables.
Para Todd, la decadencia está vinculada de manera inexorable al nihilismo cultural, esto es, a un estado de existencia definido por la ausencia generalizada de estructuras morales y éticas consensualmente reconocidas en el seno de la sociedad. Como Weber antes de él, Todd considera que fue el ascenso del protestantismo, con su énfasis, insólita hasta aquel entonces, sobre la responsabilidad personal y la probidad en los comportamientos públicos, el que catalizó el ascenso de Occidente. Y, por tanto, considera que la expiración definitiva, ética y social, de la raíz religiosa entre nosotros y entre nuestras élites ha sellado el fin de nuestra indiscutida preeminencia cultural en el mundo.
Se puede aceptar o no que fueron los atributos particulares de la mentalidad protestante los que, más que cualquier otra cosa, lanzaron a Occidente a su reinado de hegemonía mundial durante los últimos 500 años.
Pero creo que es más difícil negar su argumento más amplio: que ninguna sociedad puede llevar a cabo grandes empresas humanas e humanistas sin que albergue en su seno un acuerdo implícito, a la vez ampliamente reconocido, sobre un repertorio de imperativos morales provenientes de una fuente supuestamente trascendente de poder y energía.
Dicho de otra forma, sin un conjunto de normas sociales modeladas por nuestras élites, que nos alienten a sentir reverencia ante la condición de estar vivos, los seres humanos volverán inevitablementea sus impulsos más crudos y vulgares, algo que desencadenará a su vez interminables rondas de luchas internas en la cultura y, a partir de ahí, su eventual colapso.
Después de decir eso podría lanzar una larga diatriba sobre cómo, durante los últimos doce años, el partido Demócrata, con sus numerosos cómplices en los medios, la academia y el Estado Profundo, ha trabajado conscientemente para destruir este impulso humano inherente hacia la reverencia, y todo lo que se deriva de él, centrando sus esfuerzos de manera aún más criminal en los espacios habitados por los jóvenes. Y ningún elemento de esa posible diatriba sería falso o engañoso.
Pero al hacerlo, estaría incurriendo en el tipo de mentira y autoengaño que estos mal llamados “progres”, con los cuales solía identificarme, hacen con tanto tino.
La verdad es que estos llamados progresistas han estado trabajando en un terreno bien abonado, cuidadosamente cultivado por los neoconservadores tras el 11 de septiembre de 2001 con el arado del miedo, la azada del ostracismo social y, sobre todo, el apestoso estiércol de las falsas dicotomías diseñadas para terminar toda conversación cívica mínimamente seria y detallada.
Promoviendo, por ejemplo, intercambios, como este.
Persona 1: “Me preocupa la campaña para destruir Irak, matando y desplazando así a millones de personas, cuando Saddam no tuvo nada que ver ni con Bin Laden ni con el 11 de septiembre.th.
Persona 2: “Ah, ya veo que eres uno de esos tipos que odia a Estados Unidos y que ama a los terroristas y que quiere que nos maten a todos”.
O cosas como la brutal cancelación de actos de figuras intelectuales y mediáticas de peso, como Susan Sontag y Phil Donahue, que se atrevieron a cuestionar la sabiduría de destruir deliberadamente un país que no había tenido nada que ver con el ataque a las Torres Gemelas.
El pensamiento conceptual de los seres humanos está delimitado en gran medida por el repertorio de recursos verbales que tenemos a nuestra disposición. Quién tiene más palabras, tiene un reportorio más rico de conceptos. Y cuanto más conceptos tenemos a mano, más grandes son nuestras capacidades imaginativas. Por el contrario, cuanto menos palabras y conceptos tengamos a nuestra disposición, menos rico serán nuestras capacidades imaginativas.
Los que controlan nuestros medios de comunicación al servicio de las super-élites son muy conscientes de estas realidades. Sabían, por ejemplo, que era perfectamente posible estar en contra de lo que se hizo en Nueva York el 11 de septiembre y no estar en modo alguno a favor de castigar a Irak por sus pecados.
Pero también sabían que permitir que ese concepto tuviera cabida en nuestra economía verbal complicaría enormemente su plan preconcebido de rehacer el Oriente Próximo a punta de pistola. Por eso utilizaron todos los poderes coercitivos a su disposición para hacer desaparecer esa posibilidad mental de nuestra vida pública, empobreciendo deliberadamente nuestro discurso público para lograr sus fines. Y por lo general funcionó, allanando el camino para el uso de exactamente las mismas técnicas, pero con una dosis muy fuerte de crueldad añadida, durante la operación Covid.
Los estadounidenses somos un pueblo bien marcado por su espíritu transaccional. Y acabamos de elegir a un presidente conocido precisamente por su tendencia a resolver los problemas en términos de acuerdos supuestamente pragmáticos.
Yo no tengo nada en contra de los enfoques transaccionales para la resolución de ciertos problemas. De hecho, en el ámbito de la política exterior, creo que a veces pueden ser muy útiles. Si, por ejemplo, Trump pudiera acabar los planteamientos ideológicos, a priori, que tanto nublan la visión de nuestras elites a la hora de intentar relacionarse con el mundo, como por ejemplo la necesidad de vernos a nosotros mismos como inherentemente diferentes y mejores que todos los demás colectivos de la Tierra, él nos estaría haciendo a nosotros y al mundo entero un gran favor.
Sin embargo, el transaccionalismo tiene un gran inconveniente en relación con la tarea de restablecer lo que antes describí como “acuerdo implícito, pero a la vez ampliamente reconocido, sobre un repertorio de imperativos morales provenientes de una fuente supuestamente trascendente de poder y energía”. Y no es nada pequeño.
El transaccionalismo es por definición el arte de manipular lo que reconocible es, y así, generalmente indiferente, cuando no abiertamente hostil, al proceso de definir lo que queremos ser o queremos lograr en el futuro desde un punto de vista moral y ético.
¿Estoy diciendo que Trump no tiene una visión positiva del futuro de Estados Unidos? No. Lo que estoy sugiriendo, sin embargo, es que su visión del futuro parece bastante limitada y plagada, además, de contradicciones que pueden hundirla a largo plazo.
Por lo que veo, su perspectiva gira en torno a dos grandes conceptos positivos (en medio de un mar de otros negativos, diseñados para deshacer o bloquear iniciativas promulgadas por sus antecesores, por ejemplo, el cierre de la frontera abierta por Biden). Son un retorno a la prosperidad material y un renovado respeto por los militares, la policía y todos los demás funcionarios que llevan uniformes. Un tercer concepto positivo, expresado de manera mucho más vaga y confusa, es el de transformar a Estados Unidos, el instigador de guerras por excelencia, en un gran artífice de la paz.
Por supuesto, recuperar la prosperidad material es un objetivo noble que, de lograrse, aliviaría gran parte de la ansiedad y la miseria de los ciudadanos norteamericanos más precarios. Pero no resolverá por sí solo el problema del nihilismo cultural que, según Todd, es el meollo del problema de la decadencia social que sufre el Occidente y, por ende, los Estados Unidos. De hecho, hay buenas razones para creer que el fortalecimiento de nuestra obsesión con las ganancias materiales, a expensas de objetivos más trascendentes, podría acelerar nuestro descenso por la pendiente de decadencia.
Y utilizar a los militares como el principal sustituto de aquello que nos mantiene unidos plantea otra serie de problemas. Uno de los objetivos claves de quienes planearon la respuesta mediática y cultural a los ataques del 11-S fue transformar un campo de ejemplaridad social bastante amplio, poblado de “héroes”de varios oficios y de varias clases sociales, en un espacio bastante cerrado, abierto sólo a los militares y la policía. Esto, por supuesto, favoreció los planes autoritarios y belicosos de los neoconservadores que montaron esa campaña de propaganda.
Pero, al mirar hacia atrás, podemos ver que esto no sólo le impuso una carga moral indebida y poco realista a nuestros militares (cuyo negocio principal es, a fin de cuentas, el de matar y mutilar), sino que condujo a un peligroso estrechamiento del discurso, central para la creación y el mantenimiento de toda cultura saludable en la historia, sobre lo que significa ser una buena persona y vivir la “buena vida”.
En cuanto a la persecución de la paz, es difícil defender la idea de manera convincente cuando está claro que la clase dirigente estadounidense, incluida la facción que está a punto de entrar en la Casa Blanca, se ha demostrado totalmente indiferente ante la espantosa matanza de decenas de miles de niños y mujeres asesinados, mutilados y dejados sin techo en Gaza, Cisjordania, Líbano y Siria.
No, limitar en gran medida nuestro repertorio de ejemplaridad a aquellos que matan y a aquellos que se enriquecen, con unas dosis adicionales de elogios para deportistas famosos y mujeres jóvenes que exhiben una “belleza” quirúrgicamente mejorada, realmente no remediará el problema grave que nos diagnostica Emmanuel Todd.
No tengo una solución a mano.
Lo que sí sé es que problemas como el dramático debilitamiento y vaciamiento de nuestros discursos públicos de ejemplaridad social nunca podrán repararse si no los analizamos y los hablamos con frecuencia y con seriedad
¿Cuándo fue la última vez que hablaste en profundidad con un joven sobre lo que significa vivir una vida buena y exitosa tal como se concibe fuera de los parámetros de la ganancia económica o el juego de recoger fichas de capital social a través de la adquisición de títulos académicos y otras credenciales?
Me atrevo decir que para la gran mayoría de nosotros la respuesta será algo así como “hace más tiempo de lo que me gustaría admitir”. Y tengo la sensación de que gran parte de nuestra reticencia frente el tema se debe al hecho de que muchos de nosotros hemos sido desgastados, por la abrumadora presión en nuestras culturas, para presentarnos siempre como personas “pragmáticas” que no “pierden tiempo” pensando en grandes preguntas como “¿Por qué estoy aquí?” y/o “¿Qué significa vivir una vida interiormente armoniosa y espiritualmente satisfactoria?”.
Tom Harrington
En su escrito de juventud Verdad y mentira en sentido extramoral, así como en otros textos suyos, Nietzsche expuso la lógica de la formación de los conceptos. Pensemos, por ejemplo, en los géneros de las cosas. El árbol es masculino, la planta es femenino. Una clasificación del todo arbitraria. Los diferentes idiomas, dice Nietzsche, muestran que con las palabras no se llega nunca a la verdad, ni siquiera a una expresión adecuada, "pues de lo contrario no habría tantos". "Creemos saber algo de las cosas mismas", sigue diciendo Nietzsche, "cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores, y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas, que no corresponden en absoluto a las esencialidades originarias." Hay una ruptura entre el lenguaje y el mundo. Las palabras no pueden dar cuenta de la originalidad y de la singularidad de las cosas, porque los conceptos se forman "igualando lo no igual". El concepto "hoja" se ha creado "prescindiendo arbitrariamente de esas diferencias individuales, olvidando lo que las diferencia, lo que suscita la idea de que en la naturaleza, además de hojas, hubiese algo que fuese la "hoja", una especie de forma primordial, según la cual todas las hojas hubiesen sido tejidas" (íbid.)
La "verdad", al modo de la metafísica clásica, platónica y cristiana, como una correspondencia entre el lenguaje y el mundo, está ahora tocada de muerte. A partir de este momento nada será lo mismo. Porque seguimos creyendo en la gramática, no nos hemos liberado de Dios, escribirá Nietzsche en Crepúsculo de los ídolos. La verdad es el resultado de las relaciones humanas que han sido adornadas retóricamente y que, después de un prolongado uso, nos parecen fijas, canónicas. Pero, además, Nietzsche señala que la cuestión acerca de la verdad no es solo epistemológica, también es moral. No se está penando únicamente contra el platonismo y el cristianismo; también contra la moral kantiana, contra el imperativo categórico, que es un "atentado contra la vida." (El Anticristo)
Los humanos someten su obrar como seres racionales "al señorío de las abstracciones", y esa es la diferencia con los animales, la facultad de crear esquemas, conceptos, omitiendo lo desigual y, en consecuencia, la capacidad de construir un "orden piramidal" y de fabricar un mundo de leyes, privilegios y delimitaciones, un nuevo mundo que se contrapone al otro, al viejo, al intuitivo, al de las primeras impresiones. Ese mundo de los conceptos (o de las ideas) pasa a considerarse "lo más firme, lo más universal, lo más conocido y lo más humano, y, por ello, lo regulador y lo imperativo". Preso del lenguaje conceptual, el mundo parece alejarse irremisiblemente. A algunos no les molesta en absoluto, así no tendrán que preocuparse de buscar sentido, pero, para otros, el silencio se percibe como algo terrible, aterrador, porque no hay manera de hacerle frente. (42-43)
Joan-Carles Mèlich, La fragilidad del mundo, Barcelona, Tusquets editores 2021
Publico aquí la carta que m'adreça Ignacio Castro Rey com a resposta al meu article "Un elogio del nihilismo"
Carbón de Reyes y elogios del sistema
La filosofía se distingue de la ciencia y de las matemáticas. A diferencia de la ciencia, no se apoya en la experimentación o la observación, sino sólo en el pensamiento. Y, a diferencia de las matemáticas, no tiene métodos formales de comprobación. La filosofía se hace únicamente planteando preguntas, razonando, poniendo prueba ideas y pensando en posibles argumentos en contra de las mismas, y reflexionando en cómo funcionan realmente nuestros conceptos.
El principal interés de la filosofía es cuestionar y entender las ideas más comunes que todos usamos a diario sin pensar en ellas. Un historiador puede preguntarse qué ocurrió en algún tiempo pasado, pero un filósofo preguntará: "¿Qué es el tiempo?" Un matemático puede investigarlas relaciones entre los números, pero un filósofo preguntará: "¿Qué es un número?" Un físico puede preguntar de qué están hechos los átomos o qué explica la gravedad, pero un filósofo preguntará cómo podemos saber que existe algo fuera de nuestras mentes. Un psicólogo puede Investigar cómo aprenden un lenguaje los niños, pero un filósofo se preguntará: "¿Qué hace que una palabra signifique algo?" Cualquiera puede preguntar si es malo entrar furtivamente en un cine sin haber pagado, pero un filósofo preguntará: "¿Qué hace que una acción sea buena o mala?" (8)
No podríamos arreglárnoslas en la vida sin dar casi siempre por sentado las ideas de tiempo, número, conocimiento, lenguaje, bueno y malo; pero en filosofía investigamos estas cosas de suyo. El objetivo es hacer un poco más profundo nuestro entendimiento del mundo y de nosotros mismos. (9)
Thomas Nagel (1987), ¿Qué significa todo esto? Una brevísima introducción a la filosofía, Mèxico D.F., Fondo de cultura económica, primera reimpresión 2003)
El dualismo es aquella idea de que un ser humano consta de cuerpo más alma, y de que la vida mental se da en el alma. El fisicalismo es la idea de que la vida mental consiste en procesos físicos del cerebro. La otra posibilidad es que la vida mental ocurre en el cerebro, pero todas esas experiencias, sentimientos, pensamientos y deseos no son procesos físicos del cerebro. Esto significaría que la masa gris de miles de millones de células nerviosas en tu cráneo no es sólo un objeto físico. Tiene muchas propiedades físicas (allí se da gran actividad química y eléctrica), pero en ella ocurren también procesos mentales.
La idea de que el cerebro es sede de la consciencia, pero que sus estados conscientes no son sólo estados físicos, se llama teoría del aspecto dual. Se le nombra así porque significa que cuando muerdes una barra de chocolate, ello produce en el cerebro un estado o proceso con dos aspectos: un aspecto físico, que implica diversos cambios químicos y eléctricos, y un aspecto mental: la experiencia gustativa del chocolate. Cuando tiene lugar este proceso, un científico que mire tu cerebro podrá observar el aspecto físico, pero tú mismo experimentarás, desde dentro, el aspecto mental: tendrás la sensación de saborear chocolate. (…) Podríamos redondear esta opinión diciendo que no eres un cuerpo más un alma: que eres sólo un cuerpo, pero tu cuerpo, o al menos tu cerebro, no es simplemente un sistema físico. Es un objeto con aspectos físicos y mentales: se le puede disecar, pero además tiene un cierto interior que la disección no puede revelar. (31)
Si pudiera identificarse a la conciencia con alguna clase de estado físico, estaría abierto el camino para una teoría física unificada de la mente y el cuerpo, y en consecuencia tal vez para una teoría física del universo; pero los argumentos contra una teoría puramente física de la conciencia son lo bastante fuertes como para hacer imposible una teoría física de la realidad toda. La ciencia física ha progresado excluyendo a la mente de lo que trata de explicar, pero en el mundo puede haber algo más de lo que dicha ciencia puede entender. (33)
Thomas Nagel (1987), ¿Qué significa todo esto? Una brevísima introducción a la filosofía, Mèxico D.F., Fondo de cultura económica, primera reimpresión 2003)
Polanyi estudia el efecto de que las instancias que gobiernan la sociedad no sean políticas, sociales, familiares o religiosas, sino que sea el mercado. Eso genera disfunciones, y el lado comunitario de la sociedad trata de defenderse. El fascismo, según Polanyi, es una reacción que sacrifica la democracia para defenderse del mercado. Es una salida regresiva y autoritaria, y creo que tiene que ver con lo que pasa ahora.
Siempre ha habido mercados, no es algo que haya inventado el capitalismo, pero tenían un lugar acotado dentro de otras instancias sociales que decidían para qué queremos producir lo que producimos. Decía Aristóteles que un crecimiento ilimitado de la riqueza como fin de la sociedad sería absurdo, porque, en ese caso, no es el ser humano el que decide para qué utiliza la riqueza, sino la riqueza la que utiliza al ser humano para crecer. El griego veía esto ridículo y pensaba que no sucedería nunca. Pero el capitalismo es eso: no decidimos lo que queremos hacer con nuestras vidas, nuestras calles, recursos naturales… Lo decide el capital.
Nos lleva a una situación de desamparo, donde ni siquiera tenemos cosmovisiones religiosas o de valores que den una explicación, eso ya no nos sirve. Una salida es mirar al pasado y pensar que ahí tuvimos todo lo que ahora echamos en falta: valores, familia, una clase, una patria, una identidad… Así, la única salida sería repetir el pasado.
Un pasado que, efectivamente, no fue así porque la humanidad lleva anhelándolo desde el principio: ya en la Antigüedad se extrañaba una Edad Dorada previa. Y, sobre todo, que no puede repetirse porque los problemas que enfrentamos ahora son otros.
La Modernidad hizo la apuesta optimista de que, aunque fuéramos animales desnudos, teníamos la Razón, de la que salían ideas de libertad, de emancipación, de ciencia, que daban sentido a la Historia. Ahora la idea de que estamos en el ocaso es ya parte de la cultura de masas, y tiene que ver con unas posibilidades de destrucción que antes no existían: guerra nuclear, colapso ecológico, pandemia… La confianza moderna en el Progreso se ha perdido: la angustia por la pérdida del origen se une a la falta de fe en el futuro. ¿Qué fines nos marcamos en la ausencia de esos grandes relatos?
Hay que construir un nuevo sentido colectivo. Ya no puede ser el gran relato moderno del progreso de la Razón, pero tampoco la vuelta a cosmovisiones compactas y cerradas premodernas, que es la solución que hoy proponen muchos.
Sergio C. Fanjul, entrevista a Clara Ramas: "Todos somos niños a la intemperie deseando que nos arropen", El País 02/08/2024