CHANTAL MAILLARD
BABELIA - 19-06-2010
No habéis pensado alguna vez que estamos siendo presa de nuestras palabras, que la realidad es más amplia que el mundo que hemos creado con ellas y que, como en Dark City, el paraíso que anhelamos no es finalmente más que un cartel de propaganda pegado al muro que nos separa del vacío estelar?
Entre las frases que me acompañaron desde muy joven, hay una de Wittgenstein que dice lo siguiente (cito de memoria): creemos ver el mundo, pero lo que vemos no es sino el marco de la ventana por la que lo miramos. La gran cuestión de la filosofía occidental, la que ha dividido a unos y otros, está resumida en aquella frase. Empirismo versus idealismo; o las cosas existen y la mente es apta para conocerlas tal cual son, o lo que existe es la conciencia (sus ideas: sus "visiones") y el mundo es su representación. Entre ambos extremos, todas las variantes posibles. Pero hasta el positivismo lógico no se centraron los filósofos en la estructura del lenguaje. A Wittgenstein, próximo en su juventud al Círculo de Viena, no le bastó analizar su estructura lógica; fue un poco más lejos: "Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo", escribía en su Tractatus (5.6), y "yo soy mi mundo" (5.63), por lo que "yo" no es otra cosa que mi lenguaje.
Pegada a la puerta de mi armario, a la frase de Wittgenstein pronto vino a hacerle compañía otra, que provenía de una tradición muy distinta y que afirmaba (dicho mal y pronto) que el mundo (samsara) no se diferencia del vacío (nirvana) ni el vacío se diferencia del mundo. Con ello, Nagarjuna le daba otra vuelta de tuerca al ya de por sí finísimo análisis de la mente llevado a cabo por el budismo mahayana. Venía a decir, con ello, simplificando mucho, que entre pensar el mundo fenoménico y pensar el logro de la calma mental no hay diferencia si ambas cosas son pensamientos. En efecto, si lo que se pretende (y en esto todos los sistemas indios, ortodoxos tanto como heterodoxos, estaban de acuerdo) es alcanzar un estado de conciencia que trascienda la dualidad, nombrarlo no es el camino adecuado.
El error fundamental del ser humano, para la gran mayoría de los sistemas indios, es su identificación con los procesos mentales. Así es también para Wittgenstein, y es por lo que me gusta aventurar este intempestivo paralelismo. Entre los respectivos sistemas de proposiciones que conforman las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein y los Yogasutras de Patanjali media una distancia cultural y geográfica que los convierte en universos aparentemente inconmensurables; no obstante, son dos métodos de aproximación al conocimiento de la mente que desvelan tanto la capacidad de la conciencia para descubrir su funcionamiento como sus límites. Ambos proponen un trabajo arduo de observación y de desidentificación de la conciencia para con los procesos de pensamiento. Mientras los Yogasutras se presentan como guía hacia la detención del proceso mental (descripción de obstáculos, alteraciones mentales y modo de eliminarlos), Wittgenstein se preocupa de desestructurar las viejas creencias y mostrar que no hay salida, ningún metalenguaje desde el que considerar los juegos de lenguaje. ¿Fue, el último filósofo, más oriental que sus coetáneos?
No estoy hablando de un tema que le competa sólo a la filosofía. Nos concierne a todos. Nuestro mundo: nuestro lenguaje. Presos en el logos. Sus límites, los del pensar, infranqueables. Moverse en el filo tiene un precio: el vértigo. Y una recompensa: descubrir la farsa, la ilusión, tan sólo para volver a internarse, más lúcidos (des-ilusionados), aunque quizá más tristes. El logro: reírse.