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FERNANDO SAVATER
EL PAÍS - Cultura - 08-12-2009

Hace mucho que John Dewey apuntó una vía de regeneración para la filosofía: en lugar de dar vueltas exclusivamente a los problemas de los profesores debe interesarse por lo que inquieta a los humanos en general. Sabia receta, aunque desde luego lo propio de los filósofos no es sólo aquello de que se ocupan sino también su manera peculiar de afrontar esa ocupación. Quien quiera vislumbrarla puede ahora hacerlo sin agobios con el libro Menú degustación: la ocupación del filósofo (ed. Península), escrito por el profesor Manuel Cruz. Es el equivalente en su campo a las jornadas de puertas abiertas que hay en museos, parlamentos o medios de comunicación: una visita guiada por el taller filosófico, en la compañía inmejorable de alguien experto y a la vez dotado de un amable sentido del humor.

 


Esa amplia carta que incluye tanto platos del día como especialidades de la casa brindará a cada cual sin duda lo más adecuado para su paladar. A mí me ha despertado el apetito la cuestión de las diferencias, un ragú que suele acomodarse a cualquier salsa pero que Manuel Cruz adereza de forma más sabrosa de lo habitual. Señala un punto interesante y paradójico: la convicción expresada por muchos de que se da un "aplastamiento de las diferencias" en el mundo actual. Lo evidente, sostiene Cruz, es más bien lo contrario: hace unas décadas la uniformidad era mucho mayor, tanto en la abundancia de colectivos literalmente uniformados (curas, taxistas, colegiales, conductores de tranvía...), como en la fidelidad a patrones estéticos dominantes (en las películas de hace medio siglo todos los hombres vestían igual, las mujeres se peinaban lo mismo, fumaban con gestos similares, etcétera). En cambio hoy todo el mundo parece dedicado a construirse su propia apariencia, gracias a las modas, del modo más idiosincrásico y menos uniforme... ¿por qué, entonces, algunos tienen la impresión de que cada vez hay menos espacio para la diversidad?

Probablemente, dice Cruz, porque esta utilización ornamental de lo diverso le ha robado toda dimensión subversiva o iconoclasta: "La apariencia ha dejado de ser espacio u ocasión para conflicto o provocación alguna. Tras ser banalizada, ha quedado neutralizada". Por mi parte, yo radicalizaría esta opinión: porque las diferencias sólo son sugestivas cuando se reprimen, pero en cuanto se las autoriza, elogia y fomenta se vuelven irrelevantes. Es decir, pierden peso frente a lo que de veras importa: nuestra fundamental semejanza. Querer construir lo más importante y sustantivo de nuestra humanidad sobre las diferencias -como hoy suele hacer la modernidad menos progresista- es edificar sobre la arena... movediza. Todo lo que realmente resulta revolucionario avanza de lo diferente e irreductible hacia la igualdad (ética y jurídica, no estética o cultural): igualdad frente a las supuestas diferencias raciales o sexuales, educación igual para todos, derechos civiles iguales para todos, etcétera. La diversidad es divertida y fecunda en su campo, pero la semejanza es el criterio que debe regir cuando nos ponemos política y moralmente serios.

Como muy bien dice Manuel Cruz, las diferencias que importan son unas muy concretas (y que deben ser negociadas adecuadamente o eliminadas cuanto antes): "Aquéllas en las que está en juego la igualdad, aquéllas que son vehículo o pretexto para alguna injusticia". Y concluye: "El resto les confieso que me trae sin cuidado". Añado mi firma, todo lo abajo que la decencia exija. Sobre todo ahora, cuando en nombre de la "dignidad" diferencial algunos retrotraen Cataluña a los tiempos de Pravda, la prensa del Movimiento y otras adhesiones inquebrantables...

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