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VICENTE VERDÚ
EL PAÍS  -  Sociedad - 16-10-2010

No he querido atenerme fielmente al contenido del último libro de Vattimo, Adiós a la verdad (Gedisa), con la intención de perorar sin compromisos ajenos (Vattimo se ha hecho cristiano) contra el anacronismo que supone seguir respetando actualmente el antagonismo entre verdad y mentira. Ni todo a lo que llamamos verdadero conserva el sentido de su pasado ni todo lo que denominamos falso llega, en verdad, a serlo.

Para que la verdad sea la Verdad es indispensable una verdad objetiva, el rayo celestial que dicta o el dogma que se impone con contundencia. La Verdad requiere de esta prestancia y solemnidad unívoca. Pero ¿quién puede creer que la univocidad, la fijeza o la solemnidad objetiva forman parte del mundo posmoderno? En este universo, diría también Gianni Vattimo hay interpretaciones de lo que es y no ya revelaciones sonoras del ser; representaciones teatrales (base del marketing) de las cosas y no brillantes apariciones de su esencia.


"Todos mienten y sabemos que mienten" escribí en El estilo del mundo y, dicho esto, la deducción más inmediata podría ser que, por tanto, vivimos en brazos de la mentira. Pero no. Efectivamente, "la mentira" como "la verdad" son conceptos pertenecientes a otro tiempo y se han desvanecido con él. Ni la misma ciencia se fía ahora de sí misma y tanto las teorías de la incertidumbre como de la complejidad hacen ver que el color blanco, seña del bien, y el negro, marca del mal, se han mezclado en una gama que vira desde el gris perla al gris marengo. Sin que ello signifique que la sociedad presente sea "gris", símbolo del aburrimiento.

Este mundo, bullendo sobre creencias diferentes, saltando sobre pensamientos contrapuestos, etnias, sexos y gastronomía de todos los géneros es tan divertido que, como un calidoscopio, cambia según la inclinación del punto de vista. Cambia el ángulo y cambia el objeto que se ve y se juzga.

Mantener la adhesión a una fe, a una figura de hierro, a una fe-rramenta es un decisivo obstáculo para la comunicación con los demás y un tremendo escollo para la democracia del consenso. Porque frente al régimen Absoluto con su nuez de recia verdad, la democracia posmoderna pervive con su corazón puesto en el consenso. ¿Y qué es el consenso? Exactamente un patchwork, una pieza variable a partir de diferentes pesos, colores y texturas.

Pero, además, si el mundo se entremezcla sin demasiadas fracturas internas es gracias al reblandecimiento de sus viejas certidumbres. Una verdad de pedernal chocaría contra otra piedra parecida, pero la convivencia, la cooperación, la colaboración, la traducción es posible gracias a la creciente ductilidad de los materiales. La firme convicción hiere o mata, la Verdad enhiesta hinca banderas. Contrariamente la hibridación crea hijos de todos los tonos.

Así como las máquinas de la modernidad se caracterizaban por la inflexible pesantez de su acero y la correspondiente rigidez de la Verdad contribuía al entendimiento, los artefactos del siglo XXI son ante todo livianos y polivalentes.

La máquina de escribir mecánica guardaba la unívoca alma de la escritura dentro de su armazón pero el ordenador guarda una población de almas y ninguna síntesis definida. A diferencia del robot del siglo XIX que repetía sus movimientos con la pulsión de uno u otro botón, las prestaciones del artefacto contemporáneo proceden de una combinatoria casi infinita que no solo oculta su univocidad sino que responde según las circunstancias y, en ocasiones, presionando dos o tres botones a la vez.

Si lo específico de la Verdad fue antes su identidad incólume y redundante ("yo soy el que soy"), ahora vivimos no solo en un piélago de falacias malolientes, que dirían los pesimistas, sino en un nuevo minestrone que no es ya ni italiano ni argentino, sino "verdaderamente" cualquier cosa de la gastronomía planetaria. Un plato indeterminable del que se alimenta el desorden del mundo y de cuyo metabolismo ha nacido una figura con tal grado de adaptación que en sus depósitos de verdad incluye también mentiras. Mentiras recicladas, mentiras rehogadas si se quiere, pero mentiras al fin y tan sabrosas como las verdades de las que han partido y regresan sin tropiezos.
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