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J. M. S. R.
BABELIA - 18-06-2011

La pregunta de cuál es la esencia de los humanos se encuentra entre las más fundamentales que podemos plantearnos. No hay duda de que somos un eslabón de una larga cadena que no necesita para ser explicada más que de las leyes físico-químicas y de las contingencias de la naturaleza. Somos, en definitiva, el producto, más o menos afortunado, del -recurriendo a la sentencia de Demócrito que Jacques Monod convirtió en título de un libro- azar y de la necesidad; el azar propiciado por las cambiantes circunstancias ambientales y la necesidad de las leyes físico-químicas. Ahora bien, aceptado este punto, que somos un producto evolutivo con una serie de habilidades notables, ¿qué es lo que nos distingue de aquellos seres que aparecieron antes que nosotros y con los que estamos emparentados, especialmente con los demás homínidos?

Varias son las respuestas que se han dado a esta cuestión. Para unos, lo que distingue a nuestra especie es su inteligencia, de ahí el nombre que la hemos adjudicado: homo sapiens. Y esa inteligencia no es sino la consecuencia -se argumenta también- del tamaño de su cerebro: "Probablemente", escribe Fred Spier en El lugar del hombre en el cosmos (un libro que intenta reconstruir la Gran Historia, la historia que va del origen del Universo a la sociedad actual), "no es ninguna coincidencia que hayan sido justamente unos animales provistos a un tiempo de las características de los vegetarianos y de las cualidades de los predadores los que hayan desarrollado el mayor y más complejo cerebro en relación con su masa corporal, y lo mismo cabría decir del hecho de que también ellos sean los que hayan terminado por dominar el mundo".

Otros, sin embargo, hacen hincapié en la habilidad de nuestra especie para fabricar instrumentos (hace más de un siglo, Thomas Carlyle describió al hombre como "un animal que usa herramientas"), y así hubiesen preferido la denominación homo faber, hacedor de instrumentos. A favor de esta línea de pensamiento se encuentra la importancia de la tecnología -la disciplina que trata de la producción y utilización de instrumentos, de máquinas- en la historia de la humanidad. Nada ha sido tan importante para cambiar el mundo como la tecnología, aunque la tecnología no es independiente de la ciencia, una actividad en la que las ideas -y ahí entra en escena el cerebro como órgano creativo más que manipulador- desempeñan un papel central. Siendo cierto esto, no lo es menos que con frecuencia se ha hecho excesivo hincapié en la ciencia como motor de la tecnología, cuando no escasean los ejemplos que muestran que en ocasiones ésta precedió -e impulsó- a aquélla: la máquina de vapor, por ejemplo, fue anterior a la termodinámica, la rama de la física que trata de los intercambios energéticos y caloríficos. "En muchos casos los avances empíricos precedieron en décadas a las explicaciones científicas", señala a propósito de la medicina decimonónica Daniel Headrick en El poder y el imperio, un magnífico texto que describe las relaciones entre la tecnología y el imperialismo desde 1400 hasta la actualidad, en el que se comprueba que, efectivamente, la tecnología ha sido, y es, un elemento central en la historia de la humanidad y la herramienta indispensable en la expansión global, imperialista, de las sociedades occidentales desde el siglo XV hasta el presente.

Matt Ridley, recordado por libros tan magníficos como Genoma y Qué nos hace humanos (Taurus), se ha unido ahora a esta discusión con otro texto espléndido, El optimista racional, una original y bien documentada exposición de la historia de la humanidad, que defiende la capacidad de progreso de nuestra especie negando la idea de que estamos abocados, cual si se tratase de una maldición divina, a un futuro cada vez más negro. Uno de los argumentos centrales de Ridley tiene que ver precisamente con entender a los humanos más como homo faber que como homo sapiens, aunque en realidad su propuesta es algo diferente, contemplando a los humanos como homo dynamicus.

u propuesta es que la especie de homínidos a la que pertenecemos no surgió, o mejor, desarrolló las habilidades que la hicieron dominante, impulsada por condicionamientos físicos como el clima, que les llevaba a los desiertos en las décadas lluviosas y los expulsaba de ellos en las sequías, con la consecuencia de hacerlos de esta manera más adaptables, lo que a su vez seleccionó nuevas capacidades. El problema con esta teoría, señala Ridley, es que esas mismas condiciones climatológicas afectaron a otras muchas especies africanas. Tampoco acepta la propuesta de que una mutación genética fortuita hubiese desencadenado un cambio en la conducta humana al alterar sutilmente la construcción del cerebro humano, alteración que les habría dado "capacidades plenas de imaginación, planificación y otras funciones superiores, lo cual a su vez les otorgó la capacidad de fabricar mejores herramientas y encontrar mejores formas de llevar su vida". Existen algunas mutaciones que podrían ser buenas candidatas y que afectan a un gen que es esencial para el habla y el lenguaje tanto en personas como en pájaros cantores: cuando se añaden estas mutaciones a ratones parece que cambia la flexibilidad en el cableado de sus cerebros de un modo aparentemente relacionado con el movimiento rápido de lengua y pulmones asociado al habla. "El problema", señala Ridley, "es que evidencias recientes indican que los neandertales comparten esas mismas mutaciones, lo cual sugiere que el ancestro común de los neandertales y el ser humano moderno, que vivió hace unos 400.000 años, pudo haber tenido ya un lenguaje bastante sofisticado. Si el lenguaje es la clave de la evolución cultural, y los neandertales tenían lenguaje, ¿entonces por qué las herramientas de los neandertales muestran tan poco cambio cultural?".

¿Cuál es entonces para ese optimista racional que es Matt Ridley la razón -o al menos una de las razones más destacadas- que hizo más inteligentes que a los demás homínidos a los homo sapiens? La respuesta es ciertamente novedosa y poco convencional; no se encuentra ni en el clima ni en la genética, ni siquiera completamente en la cultura, sino en la economía (el Bill Clinton de "¡es la economía, estúpidos!" habría saltado de gozo al saber de esta idea). La nueva especie de homínidos comenzó a intercambiar cosas entre individuos que no tenían relación ni estaban casados entre ellos. Inventaron el intercambio, el comercio, el trueque, una actividad que no es natural en la mayor parte de los animales.

Puede pensarse que por qué diablos les dio por hacer semejante cosa a aquellos más torpes que otra cosa homínidos, aunque ahora comerciar nos parezca natural. También en este punto es tan innovadora como provocativa la propuesta de Ridley: "¿Por qué los seres humanos adquirieron el gusto por el trueque y otros animales no? Tal vez tenga algo que ver con la cocina. Más allá de brindar seguridad para vivir en el territorio y de liberar a nuestros ancestros para poder incrementar el tamaño de su cerebro con dietas altas en energía, cocinar también predispuso a los seres humanos a intercambiar distintos tipos de comida. Es probable que ello los haya llevado al trueque".
Y con este andamiaje, desarrolla El optimista racional su historia, atractiva, informada y alentadora donde las haya. No teman al futuro, un futuro lleno de artilugios tecnológicos, no teman por cosas como la superpoblación o los alimentos transgénicos, viene a decirnos Ridley: ese futuro será mejor y lo será para todos.

Menos optimista, y muy diferente en sus conceptos básicos y en cómo articula sus argumentos, fue la tesis de un polifacético autor que de manera ejemplar ha recuperado ahora una pequeña y no demasiado conocida editorial, Pepitas de Calabaza: el estadounidense Lewis Mumford. Dos son los libros, auténticos clásicos de la mejor literatura de pensamiento (esté uno de acuerdo o no con las tesis que contienen), que ha recuperado esta editorial riojana, vertiéndolos por primera vez al español: los dos extensos volúmenes que componen El mito de la máquina; esto es, Técnica y evolución humana (publicado inicialmente en 1967) y El pentágono del poder (1970).
Como acabo de decir, se puede estar de acuerdo o no con lo que Mumford -que naturalmente no conocía, no podía conocer, todo lo que las ciencias de la naturaleza y humanas descubrirían los siguientes cuarenta años- defendió en esos dos libros, pero de lo que no se puede dudar, de lo que no duda este crítico es de que merece la pena leerlos.

Es la obra de un personaje probablemente extraño para un mundo como el presente, un mundo en el que arrasa cual tsunami imparable la opinión espontánea, poco informada y meditada, la opinión que reacciona de forma inmediata ante lo que sucede, el mundo de los blogs, Facebook o Twitter, en el que cualquiera se puede convertir en protagonista, contando lo que se le ocurre y lo que ve, un mundo en el que se confunde una elaborada "visión del mundo" con "información".
Para Mumford, los humanos no se pueden entender como homo faber. "Si la habilidad técnica", escribe en Técnica y evolución humana, "bastase como criterio para identificar y fomentar la inteligencia, comparado con muchas otras especies el hombre fue durante mucho tiempo un rezagado. Las consecuencias de todo ello deberían ser evidentes, a saber, que la fabricación de herramientas no tuvo nada de singularmente humano hasta que se vio modificada por símbolos lingüísticos, diseños estéticos y conocimientos socialmente transmitidos... Hay valiosas razones para creer que el cerebro del hombre fue desde el principio mucho más importante que sus manos, y que su tamaño no puede haberse derivado exclusivamente de la fabricación y uso de herramientas". ¿Y qué fue entonces lo verdaderamente importante, lo que puso en el disparadero de la evolución cultural, científica y tecnológica a aquella nueva especie? Mumford no tenía dudas en este punto: el lenguaje, que permitió al menos dos cosas: el pensamiento simbólico y formas diferentes, más elaboradas, de organización social. "La evolución del lenguaje", nos dice, "culminación de las más elementales formas de expresión y transmisión de significados, fue incomparablemente más importante para la evolución humana posterior que la elaboración de una montaña de hachas manuales". A la vista de esto, no es sorprendente que Mumford diese siempre primacía -y que insistiese en este punto- a la ciencia frente a la tecnología. "El error inicial, que fue responsable de toda esta miseria", escribió en un artículo publicado en 1922, "se cometió cuando nuestros científicos comenzaron a crear un nuevo mundo de acero y hierro y química y electricidad, olvidando que la mente humana... camina entre uno y trescientos años detrás del pequeño grupo de animosos líderes".

Me recuerdan las ideas de Mumford sobre el verdadero comienzo de la "humanidad" lo que Mario Vargas Llosa escribió en uno de sus libros, El viaje a la ficción: "El paso decisivo en el proceso de desanimalización del ser humano, su verdadera partida de nacimiento, es la aparición del lenguaje... Para mí, la idea del despuntar de la civilización se identifica más bien con la ceremonia que tiene lugar en la caverna o en el claro del bosque en donde vemos, acuclillados o sentados en ronda, en torno a una fogata que espanta a los insectos y a los malos espíritus, a los hombres y mujeres de la tribu, atentos, absortos, suspensos, en ese estado que no es exagerado llamar de trance religioso, soñando despiertos, al conjuro de las palabras que escuchan y que salen de la boca de un hombre o de una mujer a quien sería justo, aunque insuficiente, llamar brujo, chamán, curandero".
Con los mimbres citados, Mumford construye en los dos tomos de El mito de la máquina una visión de la historia en la que los datos, los "hechos", aunque no desdeñados, pero sí cuestionables, son menos importantes que una refinada y sutil interpretación que no sería injusto denominar filosofía, de la vida y de la historia. Una filosofía, una visión, que al contrario que la visión esperanzadora de Matt Ridley en El optimista racional, es profundamente desalentadora con respecto al papel que la técnica desempeña frente a la condición humana: "Con esta nueva 'megatécnica", escribe, "la minoría dominante creará una estructura uniforme, omniabarcante y superplanetaria diseñada para operar de forma automática. En vez de obrar como una personalidad autónoma y activa, el hombre se convertirá en un animal pasivo y sin objetivos propios, en una especie de animal condicionado por las máquinas, cuyas funciones específicas nutrirán dicha máquina o serán estrictamente limitadas y controladas en provecho de determinadas organizaciones colectivas y despersonalizadas". Desesperanzadora visión, sí, pero no desencaminada, y desde luego argumentada. Merece la pena leerla, por lo que dice y por cómo lo dice.


Lewis Mumford (1895-1990) fue un teórico de la arquitectura, historiador (en particular de la tecnología), filósofo, sociólogo y crítico artístico, cuya carrera, que comenzó en la década de 1920, alcanzó su clímax en los años sesenta y comienzos de los setenta. Fue precisamente en 1970, con la aparición de El pentágono del poder, cuando logró mayor popularidad, al llegar este libro a las listas de los títulos más vendidos. Autor de 25 libros y más de mil artículos, columnas de opinión y reseñas, Mumford fue el prototipo de intelectual estadounidense, un intelectual refinado pero no por ello alejado de los intereses más genuinamente humanos. De hecho, hay que entender su vasta obra en este sentido, como un dilatado y pluridisciplinar esfuerzo por entender el pasado y el presente de la historia humana y utilizar ese conocimiento para combatir los excesos que en su opinión se producían, principalmente, sostenía, debido al desarrollo tecnológico. Junto a El mito de la máquina, su otro gran texto en ese dominio es Técnica y civilización (1934; publicado por Alianza en 1971 y reeditado posteriormente), en cuya última página se encuentran unas frases que resumen bien el pensamiento de Mumford: "Al discutir las técnicas modernas, hemos avanzado tan lejos como parece posible considerando la civilización mecánica como un sistema aislado: el próximo paso para orientar nuevamente nuestra técnica consiste en ponerla más completamente en armonía con los nuevos patrones culturales, regionales, societarios y personales que hemos empezado a desarrollar coordinadamente. Sería un gran error el buscar enteramente dentro del terreno de la técnica una respuesta a todos los problemas que la misma ha suscitado. Pues el instrumento sólo en parte determina el carácter de la sinfonía del auditorio: el compositor, los músicos y el auditorio también han de ser tenidos en cuenta".

Precisamente por esto, porque quería tener en cuenta al "auditorio", a los hombres y mujeres que deberían ser los destinatarios últimos del progreso tecnológico, se ocupó de la arquitectura y el urbanismo, a los que dedicó obras como La ciudad en la historia (1961) y La carretera y la ciudad (1963), de las que existen versiones en español publicadas en Buenos Aires (Infinito y Emecé). Sin embargo, la historia, el desarrollo de las sociedades durante las, al menos, últimas décadas, no parece haber ido en las direcciones por las que advocaba Mumford. La tan querida para él ciencia continúa progresando, pero su relación con la técnica se ha intensificado (necesariamente, habría tal vez que añadir), hasta el punto de que se han acuñado nuevos términos como tecnociencia; las ciudades son cada vez más megalópolis y junglas de asfalto, acero y cristal, el urbanismo se orienta más para satisfacer las necesidades de los automóviles que de los viandantes. ¿Debemos, en consecuencia, considerar a Lewis Mumford un desenfocado visionario y soñador más cercano a los filósofos del romanticismo, de la "filosofía de la vida", que del siglo XXI, el del genoma e Internet? La respuesta a tal pregunta está, tal vez, como en la canción, "escrita en el viento", un viento que no sabemos dónde se detendrá finalmente. Lo único que es seguro decir es cómo se veía él a sí mismo, para lo cual basta con remitir a un libro precioso suyo, My Works and days. A personal chronicle (Mis trabajos y mis días. Una crónica personal; 1979), que concluía diciendo: "No soy ni un pesimista, ni un optimista, menos aún un utopista o futurólogo".
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