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¿Por qué Hannah Arendt?

IDITH ZERTAL - Culturas. La Vanguardia 11/10/06

Hay muchas formas de leer la historia del siglo XX, pero no hay ninguna de hacerlo sin leer a Hannah Arendt. En este sentido, cabe aplicar a Arendt la frase de Heinrich Heine a propósito de Spinoza según la cual toda la obra posterior de la filosofía se había hecho a través de las lentes que él había pulido. En realidad, Hannah Arendt proporciona las lentes y los conceptos necesarios para examinar y comprender un siglo que ha combinado el progreso y la grandeza de la humanidad con todas sus atrocidades y la negación total y absoluta del hombre mismo, de su humanidad y su vida. Como muchos de su generación, Arendt padeció en carne propia los grandes traumas del siglo: las dos guerras mundiales, el Holocausto, los regímenes totalitarios, las revoluciones fallidas, la guerra fría, el poscolonialismo. Sin embargo, a diferencia de muchos de sus colegas, su pensamiento se vio profundamente afectado y moldeado por esos acontecimientos y se puede decir que llena el vacío creado por los miles de páginas de teoría política escritas en el siglo XX sobre justicia y ética sin mención alguna a Auschwitz y como si los complejos acontecimientos que lo precedieron y condujeron a él no hubieran ocurrido nunca.

Hannah Arendt, nacida en 1906 en el seno de una familia judía alemana asimilada, recibió una formación filosófica en la mejor tradición de la filosofía germana posterior a la Primera Guerra Mundial, en sus selectas instituciones y con los maestros más brillantes. Sin embargo, decidió no convertirse en una filósofa profesional en el sentido de crear un pensamiento contemplativo desconectado de los acontecimientos históricos y de la vida diaria y los actos de las personas. En consecuencia, no creía en la figura mítica del filósofo o el pensador profesional que se aísla del mundo. Activó y lanzó su pensamiento en la historia y a gran profundidad en su vida personal sin dejar de mantener una interacción constante entre ella y los otros, entre su pensamiento y el de otros. Además, el tema de la vida misma, de la vida tal como se experimenta todos los días y también como concepto filosófico, dirigió su pensamiento, de tal forma que esa cuestión adquirió forma y cristalizó a lo largo de su obra y se convirtió en el criterio principal y obligatorio de su análisis y juicio de las estructuras políticas.

En su opinión, el rasgo más espantoso y la principal innovación de los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo XX fue su absoluto nihilismo, el modo en que convertían en superfluas unas vidas humanas únicas e irremplazables, en que las marcaban para la aniquilación, sin tan siquiera una consideración utilitaria ni un propósito lógico. La Primera Guerra Mundial, escribió Arendt, creó un número sin precedentes de minorías desprovistas de derechos e innumerables refugiados apátridas cuya suerte ponía en cuestión el concepto moderno de derechos humanos y a quienes convirtió en precursores de las personas designadas más tarde como redundantes y destinadas al exterminio sistemático. "La paradoja implicada en la pérdida de los derechos humanos", escribió, "es que semejante pérdida coincide con el instante en que una persona se convierte en un ser humano en general -sin una profesión, sin una nacionalidad, sin una opinión, sin un hecho por el que identificarse y especificarse- y diferente en general, representando exclusivamente su propia individualidad absolutamente única, que, privada de expresión dentro de un mundo común y de acción sobre éste, pierde todo su significado" (Los orígenes del totalitarismo).

No son las catástrofes del exterior ni los bárbaros ad portas los que ponen en peligro la civilización, añadió, sino las barbaries del interior, creadas por la propia civilización.

Al no ser de derechas ni de izquierdas, Arendt no se vio a sí misma como perteneciente a ningún movimiento o partido político específico; tampoco se identificó con una corriente ideológica o una gran causa particular. De todos modos, a pesar de ser una intelectual libre, también fue una intelectual profundamente comprometida en el sentido de que dedicó toda su labor filosófica a temas de urgencia, a las cuestiones de la guerra y la paz, la libertad, la justicia y los derechos humanos; y formó parte de la amplia cultura de debate y polémica de su tiempo. Hizo ambas cosas como profesora en las principales universidades de EE.UU., país que le concedió la ciudadanía en 1951, como escritora para diversos periódicos y revistas, y también como solicitada conferenciante dentro y fuera del mundo académico. La escritora estadounidense Mary McCarthy dijo junto a la tumba de Arendt en diciembre de 1975 que "el pensamiento era, para ella, una especie de tarea de gestión y administración, una humanización de la jungla de la experiencia construyendo casas, recorriendo sendas y caminos, embalsando ríos, plantando cortavientos. La tarea que recayó sobre ella, en tanto que intelecto excepcionalmente dotado y representante de las generaciones entre las que había vivido, fue la de aplicar el pensamiento de modo sistemático a todas y cada una de las experiencias características de su época".

Todas sus obras históricas y filosóficas, empezando por sus ensayos sobre el judaísmo, el sionismo y la tradición oculta judía escritos en la década de 1930 y 1940, pasando por sus libros Los orígenes del totalitarismo (1951), La condición humana (1958) y Sobre la revolución (1963), y claro está su libro sobre el juicio de Eichmann, Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, fueron obras tan únicas, innovadoras y tan avanzadas a su tiempo –y en no menor medida tan subversivas y perturbadoras– que, al tiempo que proponían perspectivas y visiones nuevas y suscitaban seguidores y admiradores, también generaron enorme controversia y alboroto. Hannah Arendt fue una "teórica de los principios", como dijo Margaret Canovan; sin embargo, fue también una mujer de los nuevos génesis, de la renovación constante, a quien no asustaba empezar cada día de nuevo, vivir, pensar, actuar, amar, crear el mundoy a sí misma a su modo, interpretarlo, comprenderlo, dotarlo de significado y constituirse e interpretarse a sí misma en él. Cada uno de sus libros constituyó un logro pionero en pensamiento y estilo que modificó su entorno y su tiempo. Por medio del pensamiento, dijo Arendt, buscamos el significado de las cosas con el fin de hacer el mundo menos ajeno; con el fin de domesticar el mundo y encontrar un lugar en él. En una conferencia que dictó en 1965 en la Universidad New School de Nueva York, afirmó: "Pensar y recordar... es la forma humana de echar raíces, de hacernos un lugar en este mundo al que todos llegamos como extranjeros". Y el acto de pensar era para ella infinito, un proceso interminable en que cada nuevo día socava el orden que nosotros mismos hemos creado con nuestro pensamiento.

Quizá por ser ella misma una refugiada, arrancada de su tierra y su lengua natal, alguien que vivió casi veinte años sin ciudadanía ni derechos humanos naturales básicos, que experimentó personalmente el nazismo, la detención y el interrogatorio de la Gestapo, un campo de concentración en Francia, que durante muchos años vivió al borde del abismo o entre lo protegido y lo amenazador, Arendt fue capaz de crear las nuevas herramientas necesarias para descifrar las atrocidades del siglo XX. Los fenómenos completamente nuevos de una matanza sistemática de seres humanos -primero por medios legales y sociales, luego destruyendo su personalidad y humanidad y por último con su exterminio industrial en las fábricas de cadáveres creadas por los regímenes totalitarios- requerían sin duda nuevas herramientas perceptivas y cognitivas, así como la creación de un lenguaje hasta entonces desconocido. Ya lo había hecho en su radical y ambicioso libro Los orígenes del totalitarismo. La audacia que tuvo que tener una judía de origen alemán para publicar en los EE.UU. de los inicios del macartismo -en una lengua que no era su lengua materna- un libro tan innovador y atrevido supera lo concebible. Así lanzaba ella sus libros a lo desconocido, como dando un salto en la oscuridad, con plena y al tiempo humilde confianza en sus capacidades intelectuales, en las vidas autónomas que las criaturas de su pensamiento adquirirían en el mundo. "Cada vez que escribes algo y lo lanzas al mundo, cualquiera es libre de hacer con eso lo que le plazca. De ti depende a partir de ese momento intentar aprender de lo que hacen los demás con lo que has escrito", dijo.

Sus críticos afirmaron que no era, en esencia, una teórica. Sin embargo, ella permaneció conscientemente alejada de las grandes teorías globales capaces de explicarlo todo sin contacto con los fenómenos. Por medio del acto de pensar, que aplicó a todo, a los asuntos del mundo y a las cuestiones del corazón, Arendt tendió un puente entre la experiencia de la vida y la contemplación y la teorización sobre ella. La esencia de este tipo de pensamiento fue su capacidad para dar una imagen en alta resolución del mundo, despojarlo de sus tópicos y supersticiones, mondarlo de su sentimentalismo, del estéril envoltorio de la teoría. De modo concomitante, también rechazó atribuir un significado histórico mundial a cualquier movimiento o causa, y aborreció las grandes ideologías mesiánicas que prometían la redención total pero traían una atroz destrucción. Arendt ofreció una teoría política sin consuelo, sin redención y sin las garantías que afirmaban aportar las ideologías modernas, de derechas o izquierdas. Su filosofía
política no presentó fórmulas para la acción respaldas por argumentos teóricos. Ni intentó d iseñar una nueva Atenas, como pensaron muchos de sus lectores. Sin embargo, y a pesar de su desaprobación de los principales agentes de la política moderna –partidos políticos y Estados-nación llenos de burocracia–, nunca renunció a la política como práctica para cambiar los asuntos públicos y el poder, e influir sobre ellos.

Estuvo junto a las formas más espontáneas y anarquistas de acción y organización política, se mostró fascinada por la democracia participativa y observó con entusiasmo los estallidos de actividad ciudadana ocurrieran donde ocurrieran, ya fuera la Comuna de París en 1871, las revoluciones rusas de 1905 y 1907, el intento alemán de revolución socialdemócrata en 1918-1919 o acontecimientos como la efímera revolución húngara de 1956, las marchas por los derechos humanos, las manifestaciones contra la guerra de Vietnam y las revueltas estudiantiles de los 60. En sus escritos afirmó una y otra vez que la acción, la elección, y la revuelta civil y personal son siempre posibles, aun en las circunstancias menos esperadas y más imposibles. No obstante, rechazó considerarse a sí misma como una gurú de la filosofía o la política, una suministradora de fórmulas para la acción y no cayó en la tentación de crear una escuela de pensamiento ni un grupo de seguidores. Cada persona era para ella un nuevo principio, un nuevo pensamiento, un nuevo mundo.

Ésa fue también la fuente de su optimismo y de su excepcional vitalidad, personal e intelectual. El principal argumento que esgrimió contra los filósofos políticos desde Platón hasta su propia época era que hacían caso omiso de la pluralidad como condición primordial de la acción humana y de toda vida política, del hecho de que la política se lleva a cabo entre muchas y diferentes personas. Los hombres - no el hombre en singular ni ninguna idea abstracta y platónica del hombre- habitan este mundo, y por ello se ven afectados por sus propias acciones y las de todos los demás seres humanos. El papel de la política, según creía, consiste en crear una esfera común en la que unos seres humanos diferentes, con visiones y voluntades diferentes - y a menudo opuestas-, puedan actuar y hablar de modo confiado y libre como participantes en igualdad de condiciones. A pesar de las atrocidades sin precedentes de la época que le tocó vivir, su fe en el mundo y los asuntos humanos procedía del hecho de que cada día se unen al mundo nuevas personas y cada una es singular, única en su clase; y cada una, con las nuevas ideas e iniciativas que aporta, posee el poder de cambiar el orden de las cosas, desviar el curso de la historia organizada por las acciones de sus antecesores. Los resultados de esta red de interacciones infinitas entre seres humanos diferentes y plurales, afirmó Arendt, son inesperadas, del mismo modo que son inagotables, y contienen una promesa de cambio y renovación, incluso en los peores tiempos de oscuridad,esos tiempos en los que uno piensa que ya no cabe ninguna esperanza.


Ya no somos los mismos

MANUEL CRUZ Culturas. La Vanguardia 11/10/06

En estos tiempos, en los que con tanta insistencia se viene hablando de la memoria histórica y de la necesidad de su reivindicación, parece poco menos que obligado iniciar constatando algo: poco tiene que ver la Hannah Arendt que empezó a ser traducida entre nosotros a mediados de los sesenta, con la Hannah Arendt de hoy, cuando conmemoramos el centenario de su nacimiento.

Probablemente no resultaría de gran utilidad reconstruir la concreta peripecia que desembocó, con el franquismo todavía plenamente vigente, en la publicación de sus primeros libros en España, aunque sin duda los más jóvenes se llevarían alguna sorpresa. Más importante resultará efectuar algún recordatorio, de carácter más bien ideológico, acerca de las condiciones de lectura e interpretación entonces existentes. Acaso algunos ejemplos resulten de utilidad.

En 1967 aparecieron los dos primeros libros de Arendt traducidos al castellano: Eichmann en Jerusalén (Lumen) y Sobre la revolución (Revista de Occidente). Respecto al primero, tiene poco de extraño que su publicación no causara gran revuelo ni polémica (de hecho, tuvieron que pasar más de treinta años para que la editorial se decidiera a reeditarlo). Ni el Holocausto ocupaba el centro del debate ético-político, como sucede hoy, ni la tesis arendtiana acerca de la banalidad del mal podía ser registrada en toda su novedad teórica.

Aunque quizá, a este respecto, más significativa resulte la discreta suerte seguida por Sobre la revolución.Tenemos derecho a imaginar la escasa simpatía que pudieron despertar en aquel momento en nuestro país algunas de sus propuestas. Distinguir, como hacía Arendt, entre una revolución buena,la americana, y una mala,la francesa, entraba en conflicto frontal con los esquemas dominantes por estas latitudes en los sectores ideológicos tenidos por izquierdistas. La cuestión iba más allá de la animadversión que generaba todo lo identificable con la política norteamericana, en trance de sumergirse irreversiblemente en las pantanosas aguas de la guerra del Vietnam. La cuestión era de mayor calado teórico.

Porque lo que Arendt hacía en su texto era poner en tela de juicio el esquema tradicional bajo el que se venían pensando las revoluciones, un esquema en el que se daba por descontado que las conmociones políticas venían asociadas a la emancipación de una clase social. Frente a este modelo clásico, Arendt defendía la tesis de que la institucionalización de la libertad política no debe quedar lastrada por los conflictos del trabajo social, ni las cuestiones políticas deben mezclarse con las cuestiones socioeconómicas. Se comprenderá el sarpullido que provocaron afirmaciones de semejante tenor, especialmente entre marxistas de variado pelaje. La tesis arendtiana era un torpedo bajo su línea de flotación, en la medida en que no sólo postulaba una completa autonomía de la política respecto a lo que aquéllos hubieran llamado la infraestructura económica sino que llegaba a sostener que, gracias a dicha autonomía, en América pudo lograrse la fundación de la libertad.

¿Y qué decir de la interpretación que en España se podía hacer en 1974 de Los orígenes del totalitarismo (Taurus)? El mero hecho de que bajo el mismo rótulo de totalitarismo quedaran subsumidos sistemas y realidades políticas diferentes y contrapuestas, a muchos les evocaba la célebre dedicatoria con la que Popper abría su panfleto Miseria del historicismo (Biblia de lo que, no sin cierta ironía, podríamos calificar de equidistancia liberal): "En memoria de los incontables hombres y mujeres de todos los credos, naciones o razas que cayeron víctimas de la creencia fascista y comunista en las Leyes Inexorables del Destino Histórico".

¿Defendían los señalados libros aquello que los lectores de entonces creían comprender o, por el contrario, nos hallamos ante un caso de monumental malentendido finalmente deshecho, gracias a lo cual podemos finalmente reconciliarnos con la verdadera Arendt? No hace falta ser un especialista en hermenéutica para darse cuenta de que ésta es una pregunta mal planteada. La preocupación por lo que un autor verdaderamente quiso decir sugiere que la interpretación de sus textos constituye un asunto interpersonal entre autor y lector, cuando en realidad con aquél éste no tiene en la mayoría de los casos un trato directo. Arendt, por añadidura, ya no está entre nosotros para explicarnos qué tenía en la cabeza cuando escribió lo que escribió. Disponemos, eso sí, de sus propios textos y de una abrumadora información que nos permite contextualizarlos y aventurarnos a intentar establecer qué estaba en condiciones de pensar.O qué cosas era materialmente imposible que quisiera decir. Aún así, el campo delimitado sigue siendo bastante amplio.

No debiera preocuparnos esta relativa indeterminación del sentido: es, a fin de cuentas, la condición de posibilidad de que los textos nos sigan hablando a lo largo del tiempo. Frente a esto, empeñarse en fijar con la máxima exactitud en qué estaba pensando un determinado filósofo para poder así certificar si sus previsiones se cumplieron o no, constituye el atajomás directo para poder, en un segundo momento, declararlo caducado, superado o refutado. Desde este punto de vista, muchos de los presuntos elogios que Arendt viene recibiendo últimamente por su capacidad para anticipar realidades que sólo tiempo después se han hecho efectivas tienen todo el aspecto de ser, en la práctica, caramelos envenenados.

Los textos filosóficos están, por definición, a salvo de semejante contrastación. Los riesgos que corren son de otra naturaleza. Incluso la forma en que caducan o se ven superados tiene su especificidad propia, completamente diferente a la de los textos, pongamos por caso, de un científico social. Por supuesto que cualquier reflexión filosófica toma pie en el mundo y, en esa misma medida, corre el riesgo de apoyarse mal en él. La cuestión es cuánto de ese apoyo debilita o refuerza el discurso. Llegados a este punto, podríamos dar rienda suelta a las alabanzas y afirmar que la ya mencionada teoría arendtiana de los dos tipos de revoluciones se ajusta como un guante al mundo actual, en el que parece haber desaparecido del horizonte colectivo toda expectativa de una transformación radical en el modo de producción, y apenas nos es dado esperar otra cosa que reformas parciales en las superestructuras políticas, reformas que sirvan luego para hacer más oportables las condiciones materiales de existencia de amplios sectores de la población. Como también podríamos decir que su preocupación, genuinamente republicana, por intentar que los individuos participen de manera creciente en la esfera pública, neutralizando los esfuerzos del poder por anestesiar y/o amordazar el sentir de la ciudadanía en los asuntos que le afectan, anticipa algunos de los debates que hoy están en el corazón de la reflexión política.

Pero, por chocante que esto le pueda parecer a alguien, entiendo que, incluso en el caso de que tales alabanzas estuvieran justificadas, ellas no constituirían el mérito mayor de nuestra autora. Si el presente artículo hubiera sido escrito bajo la indicación de que procurara mostrar la actualidad de Arendt, de que me esforzara por responder a la pregunta ¿por qué Arendt hoy?, mi respuesta hubiera sido la siguiente: porque Arendt era una filósofa que ejercía de tal con extremada competencia y perspicacia. Que ejercía de filósofa significa que hacía pensar, que daba que pensar. Y tan formidable tarea la llevaba a cabo de la forma que le es propia al discurso filosófico: abriendo interrogantes, no cerrándolos; detectando problemas, no proponiendo soluciones. En definitiva, proporcionando al lector herramientas teóricas, instrumentos conceptuales, para sentirse incómodo ante la realidad. Que dicha incomodidad esté, por definición, llamada a variar a lo largo del tiempo es cosa sabida. Pero lo importante es la incomodidad misma. Por poner un ejemplo simple, pero quizá contundente. Cuando un texto poético del pasado obtiene el rango de clásico por su capacidad de ir generando emoción a sucesivas generaciones de lectores a lo largo de los siglos, ¿tiene sentido preguntarse quién se emocionó mejor ante las mismas palabras? Está claro que no. La emoción producida es el triunfo del autor, en tanto que su concreta modulación es más bien cosa de la historia.

Todo lo planteado hasta aquí podría resumirse en unas pocas afirmaciones. Arendt no escribía para regalarle el oído a nadie. Sus textos reclaman interlocutores, no cómplices. Constituyen una lectura necesaria, precisamente porque no cumplen la función de cargar de razón a unos o a otros, sino la de cuestionarle a casi todo el mundo la mayor parte de sus certezas heredadas. Esta misma idea ha sido expresada por una de las autoras que mejor conoce a Arendt, su biógrafa Elisabeth Young Bruehl. Ensu último texto, Why Arendt Matters (Yale University Press, 2006), puede leerse: "Cada uno de los libros y ensayos de Arendt contiene una reflexión sobre cómo no pensar acerca del asunto que a continuación va a tratar". Exacto.


Lecturas Arendt

XAVIER ANTICH - Culturas. La Vanguardia 11/10/06

A estas alturas, ya tenemos editado aquí lo esencial de Hannah Arendt. Y, beneficios del aniversario, o bien en nuevas ediciones, o bien en oportunas reediciones de textos descatalogados. Están sus grandes libros, lujo para la lectura y también para el pensamiento. Pero están, además, textos aparentemente menores, con artículos suyos y entrevistas o intervenciones puntuales. Para no perderse en esta selva casi infranqueable, aquí va una sugerencia de lectura, por fuerza personal. Empezar con ´Los orígenes del totalitarismo´ y seguir con ´Eichmann en Jerusalén´, para completar esta perspectiva con ´Una revisión de la historia judía y otros ensayos´. Y después, preparar la mesa con ´La condición humana´ y ´La vida del espíritu´, que pueden enriquecerse con sus ´Ensayos de comprensión´. Para acompañar el menú, cualquiera de las dos magníficas presentaciones de su vida y de su pensamiento, firmadas por Young-Bruehl y Laure Adler. Y finalmente un postre de altura: la excelente edición de su ´Diario filosófico´, un auténtico laboratorio de su pensamiento en movimiento y, sin duda, la gran aportación del año Arendt. En catalán, sólo ´Converses amb Hannah Arendt´, que bien puede servir de introducción. Pero hay más, aunque quien haya llegado hasta aquí ya no necesita guía para encontrar sus textos sobre la política, la república y la revolución, sobre san Agustín o Rahel Varnhagen, sobre el pasado y sobre el futuro

 

LIBROS DE HANNAH ARENDT

Converses amb Hannah Arendt Adelbert Reif (ed.) LLEONARD MUNTANER EDITOR

Diario filosófico HERDER

Los orígenes del totalitarismo ALIANZA

Eichmann en Jerusalén DE BOLS!LLO

La condición humana PAIDÓS

Ensayos de comprensión 1930-1954 CAPARRÓS

Una revisión de la historia judía y otros ensayos PAIDÓS

La vida del espíritu PAIDÓS

 

LIBROS SOBRE HANNAH ARENDT

Elisabeth Young-Bruehl Hannah Arendt. Una biografía PAIDÓS

Laura Adler Hannah Arendt DESTINO

Fernando Bárcena Hanna Arendt. Una filosofía de la natalidad HERDER

El siglo de Hanna Arendt Manuel Cruz (compilador) PAIDÓS

Julia Kristeva El genio femenino, 1. Hannah Arendt PAIDÓS

Fina Birulés Hannah Arendt. El orgullo de pensar GEDISA


Eugenio TRIAS - el Cultural (diario el Mundo) 12/10/2006

No se sabe qué admirar más en Hannah Arendt, si la penetración de su inteligencia o su libertad de espíritu. Sus capacidades intelectuales son tanto más vigorosas cuanto más próximas se hallan a la evocación poética o literaria, y a la referencia culta inesperada. Nunca es previsible el rumbo de su argumentación. Siempre obliga a reflexionar. Pocas veces se lee a alguien que de manera tan sistemática y constante desafía los grandes tópicos de los estados de opinión. Pero todo ello se conjuga con una capacidad de teledirigir la reflexión siempre hacia grandes unidades, o grandes conjuntos.

Su portentoso libro Los orígenes del totalitarismo demuestra esa gran cualidad. Y sin embargo, ese gran fresco se desmenuza en miles de pasajes en los que se van reflexionando, de manera individual, muchos de los más complejos temas de la filosofía política del siglo XX. Ahora se conmemora el centenario de su nacimiento, y diversas publicaciones aparecen recorriendo su biografía y la evolución de su pensamiento. También en traducciones al español. De todas ellas hay una que destaca por su carácter de decana: la de su discípula Elisabeth Young-Bruehl, en la que están trazados los episodios de su accidentada vida, desde su infancia de niña judía muy protegida por su madre, su pasaje por la universidad, su fascinación por sus maestros (Heidegger, Jaspers, especialmente), su activismo político en la intersección de un sionismo libremente asumido y practicado, y una concepción de izquierdas nada convencional.

La vida de Arendt empieza, hacia finales de los años 30, a sufrir los tiempos terribles del ascenso del nazismo. Sigue su exilio a París y a Norteamérica, y su acomodo, en vísperas de la segunda guerra mundial, al ambiente ideológico y político de Estados Unidos: sus nuevos contactos y amistades, sus relaciones personales, su segundo matrimonio.

Poco después de la guerra escribe su obra magna: Los orígenes del totalitarismo. Una obra así es suficiente para que pensemos en esta mujer como en la figura más sobresaliente de la filosofía política del pasado siglo. En realidad es un peculiar libro: uno y trino, como Dios. Posee una sutil unidad, y no estoy de acuerdo con la opinión de la crítica, incluso de la propia autora, de que se encuentre desequilibrado. Y si lo está, bendito sea ese desequilibrio, el que se descubren en las mejores obras filosóficas o musicales (en todo Mahler, por ejemplo, o los últimos cuartetos de Beethoven).

Es fascinante recorrer esa trilogía o tríptico, en la que se trata el Antijudaísmo, en el primer libro, el Imperialismo, en el segundo, y el Totalitarismo, en el tercero. De hecho los dos primeros van creando las bases de la parte más intensa (y estremecedora) de todo el libro: la reflexión que la autora hace sobre el totalitarismo en su doble versión, alemán y ruso. Sólo Hitler y Stalin alcanzaron este concepto en plenitud. Téngase en cuenta que el libro se publica a principios de los 50. Quizás cuando se disponga de mayor conocimiento será posible evaluar si el experimento maoísta también se corresponde con esta noción. La cual adquiere, en esta pensadora, un nivel de rigor y fuerza de comprensión que la hace insustituible.

La caracterización del totalitarismo por parte de Arendt es extraordinaria, y no es casual que desencadenase una polémica interminable. Hoy, con la distancia que tenemos de esas fechas inmediatamente posteriores al fin de la II guerra mundial, aparece en toda su grandeza la idea de un doble modo totalitario en el que este concepto se realiza en plenitud: el que asoló Alemania con el nacionalsocialismo, y el que practicó el genocidio con la propia población en la URSS durante veinticinco años tenebrosos. La conexión que establece Arendt, y que la biógrafa subraya con buen tino, entre el totalitarismo y los campos de concentración, o entre el concepto totalitario y la práctica masiva e indiscriminada del terror, constituye una aportación excepcional a lo que, finalmente, constituye el tema y el objeto de todos los desvelos reflexivos, éticos y políticos de esta gran pensadora: la naturaleza del mal. El mal radical, el mal sin paliativos. Un mal que Arendt tuvo el peculiar destino de sufrir.

Las informaciones sobre el exterminio de los judíos se iban conociendo. Como una y otra vez decía en artículos retrospectivos, sucedió lo que jamás hubiera debido suceder. Nunca debió permitirse que sucediera: frase que repite en un texto sobre la Solución Final hitleriana. Una Resolución que sólo desde la locura es posible negar (como sucede a veces desde voces islámicas). Pero Hannah Arendt, a diferencia de quienes, desde ópticas sionistas radicales, piensan ese Mal Absoluto siempre en referencia al Pueblo Elegido, esparce el miasma de su Horror, y lo reparte equitativamente, con buen criterio, entre los dos totalitarismos (de ultraderecha y ultraizquierda). El Gulag soviético encarna ese Mal con los mismos títulos que Dachau o Auschwitz.

Un mal radical que exige una reflexión metafísica, teológica, como la que nunca falta en esta gran judía exiliada, afincada finalmente en Estados Unidos, pero de raíces hondas en la gran cultura alemana, literaria y filosófica, y en toda la cultura occidental, desde sus raíces griegas y cristianas. A diferencia de otros judíos de aquellos tiempos turbulentos jamás creyó que el reencuentro con sus raíces místicas, teológicas, de la tradición judía debería apartarle de la impronta greco-latina de nuestra tradición. De hecho sus coordenadas fueron siempre laicas, y aborrecía la fusión de algunos sionistas entre religión y política.

Su agudeza y, sobre todo, su libertad de juicio dieron lugar a un reguero de críticas. Los sionistas radicales, incluso algunos tan sobresalientes como Gerhard Scholhem, no pudieron aceptar sus ideas acerca del juicio de Eichmann, de lo que dio testimonio en su célebre y escandaloso libro Eichmann en Jerusalén. De hecho le persiguió siempre la polémica, que ella misma provocaba en ocasión de cuestiones conflictivas relacionadas con la política de la guerra fría, con los conflictos raciales en Estados Unidos, o con las tensiones que llevó consigo la consolidación del Estado de Israel.

Esta biografía de Young-Bruehl ha sido ahora convenientemente reeditada. Es la que marca las pautas de otras que nos aproximan a esta interesantísima figura, en las que se detallan y se concretan aspectos de su vida que no se conocían suficientemente bien, como las relaciones amorosas con Heidegger, comprometido con el nacionalsocialismo, cuando todavía era el brillante creador de la más intensa reflexión filosófica de su época, Ser y Tiempo. La biografía de Laura Adler, Hannah Arendt, también publicada ahora en español, es en muchos aspectos una actualización de las perspectivas abiertas por Young-Bruhel.

Es siempre esperanzador que el tiempo termine por dirimir con justicia los valores del pensamiento filosófico, sobre todo cuando no han sido del todo comprendidos en su propia época. La aparición de ese libro excepcional que es Los orígenes del totalitarismo se produjo en pleno ascenso del marxismo en Europa, en medio de la guerra fría, en un clima en el que la palabra totalitarismo era sobre todo usada por la ideología política liberal para designar el régimen de la URSS. En ese tiempo el libro de Arendt fue reconocido y discutido. Ocasionó mucha polémica. Pero la época no estaba mentalmente preparada, todavía, para advertir el inmenso calado de sus principales tesis, la grandeza y potencia de sus análisis filosóficos, y la extraordinaria síntesis creada en ese texto de un espectro tan amplio de asuntos. Hoy se tienden a valorar, así mismo, otros grandes textos suyos, como su obra final La vida del espíritu, o bien su tesis doctoral sobre el amor en San Agustín, o su libro La condición humana. Estas biografías contribuyen al conocimiento de la sugestiva personalidad que hizo posible la creación de obras tan singulares.

Hannah Arendt
100 años de pensar en tiempos oscuros
Elisabeth Young-Bruehl
. Traducción de M. Lloris Valdés y G. Torné de la Guardia. Paidós, Barcelona 2006. 648 páginas, 35 euros

Laura Adler
Traducción de Isabel Mangelí. Destino, Barcelona 2006. 579 páginas, 29’50 euros

Hannah Arendt y la búsqueda del arraigo
Arendt, 100 años. Claves vitales


Hannah Arendt
José Antonio MARINA - el Cultural (diario el Mundo) 12/10/2006

Hay quien se acerca a la historia de la filosofía como quien va a un museo a disfrutar con las brillantes creaciones de la humanidad. No es ese mi caso. No soy un espectador, sino un reciclador de filosofías pretéritas. Busco en ellas lo que me sirve para comprender mejor la realidad, y resolver los problemas teóricos y prácticos con que nos enfrentamos. Por eso mi visión de los filósofos es parcial y utilitaria. Me recuerda lo que sucede con las ciudades. Cada uno de nosotros tiene una geografía mental, hecha con las calles que recorremos, la esquina donde nos citábamos, el jardín en que jugábamos de pequeños. Sabemos que el resto de la ciudad existe, pero tenemos de esa porción no frecuentada un conocimiento lejano y abstracto. La pregunta que me hago después de leer a un filósofo –en este caso a Hannah Arendt– es siempre la misma: ¿Qué podría utilizar o prolongar de su obra?

Durante años me dediqué a estudiar la inteligencia creadora, los sorprendentes mecanismos con que se inventan la ciencia, el arte y la técnica. Cuando ya me movía con soltura en este terreno, comprendí que había olvidado un importante campo de la creatividad humana: la ética y la política. No fue una sorpresa agradable, porque tenía que volver a empezar. La ética y la política siempre me habían aburrido mucho, sabía muy poco, y nunca había pensado escribir sobre ellas, pero las investigaciones imponen su propio destino. Blanca Berasátegui fue testigo de ese cambio y hace ya muchos años me ofreció las páginas de El Cultural, para iniciar una curiosa sección que se llamó “Creación ética”. Pues bien, Arendt fue uno de los responsables del giro de mis intereses. Su teoría de la acción me sonaba muy familiar, muy cercana. “Lo esencial del hombre” –escribió– reside en su “talento para realizar milagros”, es decir, “en su capacidad de iniciar, de realizar lo improbable”. Consideraba que la gran creación, el gran invento, era la libertad, y que la libertad sólo se alcanza a través de la política. Todo eso resultaba muy novedoso para mí. Arendt no tenía de la política la idea despreciativa que se ha instalado en nuestro inconsciente colectivo, no la reducía a esa furiosa y oscura lucha por el poder, que nos desasosiega a todos. Consideraba la acción política como fuente de la libertad. El ser humano no nace libre, sino que se hace tal en la ciudad. De repente, la política intervenía en la propia definición de la naturaleza humana. “El individuo, en su aislamiento, nunca es libre. Lo puede ser solamente si pisa el terreno de la polis, y allí actúa”. El hecho de que el hombre sea capaz de actuar significa que cabe esperar de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo infinitamente improbable. A pesar de las terribles experiencias que había vivido, Hannah continuaba siendo optimista. Por eso no sólo daba importancia a la obvia “mortalidad” humana, sino sobre todo a su “natalidad”. Pensaba que con el nacimiento de un niño algo singularmente nuevo entra en el mundo. El ser humano es el comienzo absoluto, decía comentando un sorprendente texto de san Agustín: “Para que hubiera un comienzo, fue creado el hombre, antes del cual no había nadie”.

Años después, mientras escribía La lucha por la dignidad, con María de la Válgoma, me interesó otro tema tratado por Arendt: las personas sin Estado. Los desarraigados. En uno de sus primeros libros –Rahel Varnhagen: vida de una judía– hablaba ya del sentimiento de desarraigo de la biografiada, la angustia de carecer de Bild, de un modelo que guiara su evolución. Arendt utilizó el concepto de “paria”, que según Elisabeth Yung-Bruehl, su mejor biógrafa, permite interpretar su obra entera. El acceso a los derechos depende de la pertenencia a un Estado, de la ciudadanía, de la posibilidad de establecer lazos con otras personas. En un momento de la historia en que los desplazados, los apátridas, los refugiados, los sin papeles aumentan dramáticamente, las palabras de Arendt resuenan muy actuales.

Tal vez la necesidad de enraizamiento que sin duda Hannah sentía, tanto en lo privado como en lo político, permita comprender un complejo episodio de su vida: su relación amorosa con Martin Heidegger. Hannah era alumna suya. Un par de meses después de comenzar el curso, el maestro la invitó a una charla en su despacho. Heidegger recordó después este primer encuentro en alguna de sus cartas. La muchacha llegó envuelta en una gabardina, con un sombrero ocultándole la cara, soltando de tanto en tanto un “sí” o un “no” apenas audible. Tras esa conversación, Heidegger le escribió una larga carta con su prosa elaborada y elocuente, y pocas semanas después le declaraba su pasión. Heidegger ejercía sobre sus alumnos una poderosa influencia, que en este caso utilizó de manera poco decente. Hannah tenía dieciocho años, había sido una niña huérfana, melancólica y vulnerable, compartía el sentimiento de inseguridad de muchos judíos, un sentimiento de desarraigo. Se sentía perdida, desamparada, agotada en su empeño por no dejarse acomplejar. En 1945 escribió a su marido: “Esta absurda compulsión, alimentada desde la juventud, a actuar siempre delante de todo el mundo como si no ocurriera nada, eso es lo que consume gran parte de mi energía”. Al elegirla como amante, Heidegger cumplía un sueño de la joven intelectual judía: ser definitivamente aceptada por un representante insigne de la cultura alemana.

Heidegger, un hombre casado, acabó pidiendole que no se vieran más. En agosto de 1933, Hannah Arendt abandonó Alemania, apenas cuatro meses después de que Heidegger ingresara en el Partido nazi y fuera nombrado rector de la Universidad de Friburgo. Volvieron a encontrarse casi veinte años después, cuando Heidegger necesitaba ayuda para su proceso de “desnazificación”. De todo este episodio, Hannah Arendt emerge como una figura honesta, generosa y engañada; y Heidegger como una persona egocéntrica y astuta, como un “mentiroso compulsivo”, en palabras de su ex amante.

En 1936, Hannah conoció en París a Heinrich Blücher, otro refugiado alemán que militaba en un grupo de extrema izquierda. Blücher, un hombre inteligente y discreto, al que tengo una gran simpatía, creía que estaban hechos el uno para el otro, y se empeñó en vencer la resistencia de Hannah, que se había prometido “no volver a amar a ningún hombre”. Lo consiguió. Unos meses después de conocerse, Hannah le escribía: “Me obligaste a confiar en ti, pero sólo en ti, y sólo entre nosotros”. Blücher, con su ternura y su constancia, consiguió que Hannah se olvidara de su desconfianza y su miedo. No consiguió, eso es cierto, que se olvidara de “Martin, la leyenda”, como le llamaba con gran sentido del humor, pero la ayudó a enfrentarse con la turbación que la produjo encontrarse de nuevo con su inolvidable maestro. En 1960, Hannah Arendt escribió una dedicatoria que pensaba mandar a Heidegger, acompañando la traducción al alemán de una de sus obras. Decía así: “Queda este libro sin dedicatoria. Cómo debería dedicártelo, amigo del alma, al que he permanecido fiel e infiel y siempre enamo-
rada”. No envió esa misiva. En su lugar, mandó una fría nota que enfureció a Heidegger.

Heinrich Blücher murió en 1970. Arendt le sobrevivió cinco años. “¿Cómo voy a vivir ahora?”, preguntó a sus amigos. Nunca abandonó el apartamento de Riverside Drive, en el que habían vivido, porque en él la ausencia de Blücher estaba “presente y viva en cada rincón y en todo momento”. Hannah Arendt había conseguido arraigarse. Blücher había sido su patria.


Entrevista inédita con Hannah Arendt

el Cultural (diario el Mundo) 12/10/2006

En noviembre de 1972 se celebró en Toronto un coloquio consagrado a la obra de Hannah Arendt, en el que ella misma participó. Melvyn Hill publicó el conjunto de las intervenciones en Hannah Arendt, The recovery of the Public World, en el que también reunió las respuestas de Arendt a las preguntas que le planteaban especialistas, filósofos o sus amigos más cercanos. Y pocos lo fueron tanto como Hans J. Morgenthau y Mary McCarthy, sus interlocutores en estas páginas, inéditas en español, que hoy publica El Cultural, rescatadas del olvido por “Le Magazine Litteraire”.

Un documento excepcional, en el que la pensadora norteamericana deja clara su posición ante el liberalismo y el conservadurismo, y da su visión del capitalismo.

Hans Morgenthau: ¿Qué es usted? ¿Conservadora? ¿Liberal? ¿Cúal es su posición en el tablero de ajedrez contemporáneo?
Hannah Arendt: No lo sé. Ni sé, ni jamás lo he sabido. Y me imagino que jamás mantuve una posición de este género. La izquierda, como usted sabe, me toma por conservadora, y los conservadores, a veces, por alguien de izquierdas, una refractaria o Dios sabe qué. Y debo decir que me trae completamente sin cuidado. No creo que este tipo de cosas aclare en absoluto las verdaderas cuestiones de este siglo. No pertenezco a ningún grupo. El sionismo es el único grupo al que he pertenecido en toda mi vida. A causa de Hitler, por supuesto. Y aún así, sólo entre 1933 y 1943. Tras ese periodo, rompí con el grupo. La única posibilidad de defenderse por ser judío y no por ser un ser humano: en esa época, pensaba que era un grave error ya que si os atacan por el hecho de ser judío, uno no puede contestar: “disculpe, no soy judío, soy un ser humano”. Es estúpido. Y estaba inmersa en este tipo de estupideces. No había otra posibilidad: por eso me comprometí con la política judía: la verdad es que no fue tanto política, hice trabajo social, el que estaba, de cierta manera, ligado a la política.

“Ni socialista ni liberal”
»Nunca he sido socialista. Nunca he sido comunista. Vengo de un medio socialista. Mis padres eran socialistas, pero, por mi parte, nunca he tenido la mínima veleidad. Por eso no puedo contestar a la pregunta. Nunca he sido liberal. Cuando he dicho que no lo era, omití señalar que tampoco he creído jamás en el liberalismo. Cuando llegué a Estados Unidos, escribí en mi inglés cojitranco un artículo sobre Kafka, y lo anglonizaron para “Partisan Review”. Cuando fui a hablarles de la anglonización y leí este artículo, la palabra “progreso”, entre todas, me saltó a los ojos. Objeté: “¿qué quieren decir con eso? Nunca he empleado esta palabra”, etc. De repente, uno de los redactores fue a ver a otro en la sala de al lado. Me dejaron allí plantada y les escuché decir, en un tono realmente desesperado: “¡Ni siquiera cree en el progreso!”.

Mary Mc Carthy: Y sobre el capitalismo, ¿cuál es tu posición?
Hannah Arendt: No comparto el gran entusiasmo de Marx sobre el capitalismo. Si lees las primeras páginas del Manifiesto comunista, es el más famoso elogio del capitalismo que se haya visto jamás. Y eso, en una época en la que el capitalismo ya era el blanco de ataques mordaces, en particular por parte de la derecha. Los conservadores fueron los primeros en producir las numerosas críticas que fueron luego asumidas por la izquierda, pero también por Marx, por supuesto. En un sentido, Marx tenía absolutamente razón: el socialismo es el fin lógico del capitalismo. Y la razón es muy simple. El capitalismo empezó con la expropiación. La ley determinó entonces el desarrollo. Y el socialismo persigue la expropiación hasta su término lógico y, en cierta manera, se escapa a toda influencia moderadora. Lo que llamamos el socialismo humano significa simplemente que esta tendencia cruel que debutó con el capitalismo y continuó con el socialismo está, más o menos, templada por el derecho.

»Todo el proceso moderno de producción es, en realidad, un proceso de expropiación progresiva. Por eso, me voy a negar siempre a realizar una distinción entre los dos. Para mí, se trata de un único y mismo movimiento. Y, en ese sentido, Karl Marx tenía toda la razón. Fue el único que realmente se atrevió a pensar este nuevo proceso de producción, que se propagó por Europa en el siglo XVII, y luego en el XVIII y en el XIX. Hasta ahí, es absolutamente cierto. Aunque, es el infierno. Finalmente, no es el paraíso lo que viene. Lo que Marx no ha entendido, es que se trata realmente del poder. No entendió esta cosa estrictamente política. Sin embargo, vio algo, vio que el capitalismo, librado a sí mismo, tiende a barrer todas las leyes que cruzan su cruel progresión.»La crueldad del capitalismo en los siglos XVII, XVIII y XIX también ha sido aplastante. No hay que perder esto de vista cuando leemos el formidable elogio que Marx hace del capitalismo. A pesar de estar inmerso en el centro de las consecuencias más abominables de este sistema, esto no le impidió creer que era un gran tema. Por supuesto, también era hegeliano y creía en la fuerza de lo negativo. Pues bien, yo, por mi parte, no creo en la fuerza de lo negativo, de la negación, si supone algo terrible para los demás.

 


Biografía Hanna Arendt

el Cultural (diario el Mundo) 12/10/2006

Hannover, 1906-Nueva York, 1975
1906. Johanna Arendt nace el 14 de octubre en Hannover, Alemania, hija única de padres judíos de origen ruso. Huérfana de padre a los siete años, su infancia fue muy desdichada.
1924-1928. Formada en Königsberg (el pueblo de Kant), estudia filosofía y teología en la Universidad de Marburg bajo la dirección de Martin Heidegger, con quien mantiene un breve romance.
1929. Se traslada a Heidelberg y publica su tesis –dirigida por Karl Jaspers– El concepto del amor en San Agustín (Encuentro, 2001). Se casa con Günther Stern y se instala en Francfort.
1933-1935. Es inhabilitada para la enseñanza en universidades alemanas por ser judía. Conoce a Rahel Varnhagen, a la que dedica Rahel Varnhagen. La vida de una judía alemana (Lumen, 2000), que publica a finales de los 50. Lucha contra el nazismo y en otoño del 33 escapa a París, donde trabaja rescatando niños judíos para enviarlos a Palestina.
1935-1940. Realiza su primer viaje a Palestina. Trabaja en la liga internacional contra el antisemitismo y a partir de 1938 en la Agencia judía de París. Se divorcia de Stern en 1937 y en 1940 se casa con Heinrich Blücher, militante comunista. Conoce a Sartre y Walter Benjamin.
1940-1941. Es deportada al campo de Gurns en 1940. Gracias a su esposo, consigue un visado para viajar a Estados Unidos.
1941-1945. Comienza a colaborar con el semanario alemán “Aufbau”. En 1944 dirige los trabajos de la Comisión para la reconstrucción de la cultura judía europea.
1949-1950. Se convierte en directora de la Organización para la reconstrucción de la cultura judía.
1951-1953. Logra la ciudadanía norteamericana. Aparece Los orígenes del totalitarismo (Alianza, 1987, 2006). La tercera parte se publica bajo el título El sistema totalitario, en 1972. La primera parte en 1973 titulada Contra el antisemitismo, y la segunda, El imperialismo, en 1982. Obtiene la nacionalidad americana.
1954-1960. se edita en Francfort Los orígenes del totalitarismo. La condición humana en 1958 (Paidós, 1993, 2005). En 1960 obtiene el premio Lessing en Hamburgo.
1961-1962. Publica La crisis de la cultura (Taurus, 1973, 1998) y Entre el pasado y el futuro (Península, 2003). En Tel-Aviv sigue para “New Yorker” el proceso contra Adolf Eichmann, el dirigente nazi que permanecía escondido en Buenos Aires y que fue secuestrado por Israel para juzgarlo. Eichmann se suicida el 31 de mayo.
1963-1969. Sus artículos sobre el proceso de Eichmann se reúnen en su polémico Eichmann en Jerusalén (Lumen, 2003). Es acusada de deshonrar el judaísmo. “Nouvel Observateur” reproduce extractos de las reacciones en 1966 bajo el título “¿Hannah Arendt es nazi?. Los movimientos estudiantiles descubren y apoyan De la mentira a la violencia. Profesora en Chicago. Pronuncia un discurso en el funeral de Jaspers. Participa en el volumen conmemorativo de los ochenta años de Heidegger Mélanges.
1970-1975. Aparece De la mentira a la violencia y en el 72 Crisis de la república (Taurus, 1998). Muere en Nueva York, el 4 de diciembre de 1975, tras un ataque al corazón. Fue enterrada en el Bard College en Nueva York, donde su esposo enseñó durante muchos años.


La filósofa que estaba en el secreto

MANUEL CRUZ
EL PAÍS - Opinión - 13-10-2006

Probablemente de la obra de Hannah Arendt se pueda predicar aquella frase de René Char que ella gustaba tanto de citar: "A nuestra herencia no la precede ningún testamento". Quizá a la autora le cumpla el tópico elogio según el cual su figura no cesa de crecer, va tomando -conforme pasa el tiempo y se suceden los lectores- una mayor importancia en el debate de ideas. Pero, aunque así fuera, se mantendría como un asunto abierto la cuestión del signo global de su propuesta, la del valor que cabe atribuir al conjunto de sus aportaciones, la del sentido, en fin, de todo lo que pensó.
Reconozco mi sobresalto -fronterizo al estupor- cuando, algunos meses atrás, me tropecé con la afirmación de Slovan Žižek según la cual el prestigio de que goza últimamente Hannah Arendt es "el signo más claro de la derrota de la izquierda". Según su interpretación, sería la inspiración arendtiana la que estaría detrás de la operación de una presunta factoría Arendt consistente en intentar imponer la idea, manifiestamente reductivista, de que política y democracia liberal son una misma cosa. Lo de menos es que el filósofo esloveno se alzara frente a esto con la bandera de la radicalidad (sobre todo porque lo hacía reivindicando el legado de Stalin). Mucho más importante que eso es lo que tiene su valoración de auténtico indicio de la manera en que ha ido evolucionando la imagen de la figura de Arendt en los últimos decenios.

En cierto sentido, me atrevería a decir que estaba al caer una valoración así. Arendt llevaba bastante siendo casi el paradigma -por no decir el modelo- de lo políticamente correcto en estos tiempos. En algún sitio recuerdo haber leído hace no mucho que las propuestas arendtianas se adecuan en exceso al nuevo sentido común emergente. Ellas contendrían, según esta interpretación, la dosis justa de feminismo, de radicalismo, de crítica al totalitarismo, de marginalidad o de progresismo, para proporcionar a los lectores de hoy el eclecticismo necesario para sobrevivir en el complejo mundo que nos ha tocado en suerte.

Pero está claro que una interpretación de semejante tenor informa más del intérprete que de la interpretada. En ocasiones tan solemnes como ésta, en la que, a un siglo del nacimiento de la autora, parece obligada la reconsideración de conjunto de toda su obra, acaso resultara de utilidad darle la vuelta a la famosa frase de Picasso, "yo no busco, encuentro", y plantear la cuestión, no de lo que creemos haber encontrado en Arendt, sino de lo que andábamos buscando en sus textos, de los motivos que nos han llevado a reparar en lo que dijo, desatendiendo a tantos otros contemporáneos suyos. No creo que esta otra cuestión tenga una respuesta fácil u obvia.

Eso sí, el enfoque propuesto permite dejar de lado discusiones que, bajo esta luz, tendrían menos interés. Como, por ejemplo, la propiciada por algunos pensadores, extremadamente críticos con las propuestas arendtianas. De hecho, bastante antes de que irrumpiera en escena el inefable Žižek, personajes tan ilustres como Ernst Gellner, Eric Voegelin, Stuart Hampshire, Robert Nisbet, Eric Hobsbawm o el mismísimo Isaiah Berlin habían planteado a dichas propuestas reproches de muy variado tipo, incluido el de que ninguna de ellas aportaba nada realmente nuevo en el plano de la teoría. La reticencia -muy reiterada después en el ámbito académico- tiene un cierto fundamento, a qué negarlo. Sin embargo, una doble puntualización se impone al respecto. La primera es que del hecho de que las respuestas formuladas por Arendt puedan parecer en más de un caso insuficientes, inadecuadas o poco novedosas no se desprende en modo alguno que las preguntas a las que ella pretendía responder no fueran pertinentes. Como tampoco se sigue de tales valoraciones negativas una impugnación del conjunto del proyecto de la autora de La vida del espíritu.Sentado lo cual, la pregunta por nosotros mismos en cuanto herederos-sin-testamento de su obra puede ser puesta ya en primer plano. Al hacerlo, algo llama la atención. Se han vuelto a leer, obteniendo ahora el favor del público, trabajos que tanto en el momento de su publicación como unos cuantos años después o bien no llamaron la atención o bien fueron denostados atribuyéndoles la condición de exponentes claros de la naturaleza conservadora del pensamiento arendtiano. Sus reflexiones sobre la autoridad, la cultura, la conquista del espacio, la educación, la tradición o la responsabilidad colectiva (por no mencionar sus aportaciones más publicitadas sobre la banalidad del mal, el republicanismo, la violencia o el totalitarismo) reaparecen en nuestros días cargadas de perspicacia y buen sentido. Como si dijeran ahora cosas que antes no decían o, tal vez mejor, como si ahora estuviéramos en condiciones de entender a qué se referían.

La tentación de extraer, a partir de semejante experiencia de lectura, conclusiones del tipo el tiempo le ha dado la razón o similares es, ciertamente, grande: de pronto, alguien que estuvo a punto de pasar desapercibida en la historia de la filosofía emerge ante nuestros ojos como la filósofa que estaba en el secreto. Pero ver las cosas de esta forma implicaría una grave distorsión de perspectiva. Porque se trata, en el fondo, de un elogio desmesurado que busca ocultar, tras su aparente generosidad, el error o la incapacidad propias. Que el tiempo pueda haberle dado la razón o no es, en cierto sentido, lo de menos. Arendt no acertó siempre, qué duda cabe (mucho se ha escrito, por ejemplo, sobre sus derrotadas apuestas por el sistema de consejos implantado en Rusia tras la Revolución del 17, en España durante la Guerra Civil o en Hungría en 1956). No es así cómo se mide el valor de una filosofía. Con el desacierto hay que contar siempre, porque una historia en la que siempre se acertara sería una historia privada de libertad -regida por un confortable destino, por una afortunada fatalidad, pero perfectamente inhumana-. Sin embargo, a menudo parece que olvidamos tamaña obviedad, y continuamos argumentando como si se pudiera contar con algún tipo de progreso, avance o mejora, y nos sorprendemos al darnos cuenta de que quizá pasamos de largo ante algo que, ahora, al echar la vista atrás, nos parece importante, y nos preguntamos cómo pudo ser que tomáramos el camino equivocado... Vanas preocupaciones que únicamente sirven para mostrar las limitaciones de nuestra mirada. No son nuestros errores los que han hecho buena a Arendt (como tampoco han rebajado la importancia de los suyos), sino su acreditada capacidad para seguir pensando mientras, a su alrededor, tantos iban abandonando la tarea, cuando se extendía como una mancha de aceite el convencimiento de haber llegado a la tierra prometida de las creencias definitivas y las convicciones inapelables.

Con otras palabras, para estar a la altura de Hannah Arendt no basta con apostillar, al supuesto elogio de que estaba en el secreto, el comentario capcioso "¡Ah!, pero ¿hay secreto?". Se impone ser, en efecto, más radical, pero en el ámbito que verdaderamente corresponde, esto es, en materia de pensamiento. Se impone atreverse con una duda de fondo. Tal vez una de las peores cosas que le sucede a la filosofía (¿o se trata únicamente de un problema de filósofos?) es que le concede demasiada importancia a tener razón.


CENTENARIO DE HANNAH ARENDT
Un siglo en pensamientos


FERNANDO VALLESPÍN
BABELIA - 14-10-2006

Cien años hubiera cumplido hoy Hannah Arendt. Hará ya un siglo desde que viniera al mundo en el seno de una familia judía casi plenamente integrada en la sociedad alemana del momento. Estos dos datos bastan para que cualquiera mínimamente familiarizado con la historia europea del momento pueda proyectar sobre ella todos los dramas del convulso siglo XX. Con la diferencia de que no se limitaría a ser una sufridora pasiva de todos los trágicos acontecimientos que cayeran sobre las personas de su raza y condición. Su inmensa virtud estriba más bien en que siempre tuvo la capacidad de filtrarlos a través del recurso a una extraordinaria capacidad reflexiva; supo extraerlos de su mero carácter de "historia vivida" para desmenuzarlos con el único instrumento del que goza el hombre para obtener el sentido -o el sinsentido- de las cosas: la razón y el juicio. Pocos pensadores nos han ofrecido una reflexión más atenta y original de lo que significó el siglo XX, que en ella aparece sin duda "atrapado en pensamientos". También del poder de la razón y de la filosofía para sobreponerse al destino del mundo y abrirlo a una acción política emancipadora. Su actividad intelectual oscila así entre la necesidad de entender por qué fuimos capaces de caer en la barbarie del totalitarismo y la búsqueda de las condiciones necesarias para una vida en libertad. Como supo decir en una frase lúcida, "el mal puede destruir el mundo, pero profundo y radical sólo puede ser el bien".
No es de extrañar, por tanto, que ella siempre se considerara más teórica política que filósofa, a pesar de su agitada formación con Heidegger y sus posteriores estudios con Jaspers. Su preferencia existencial por la "vida activa" frente a la "vida contemplativa", que tan gráficamente expresara en La condición humana, dan fe de su pasión por la dimensión ciudadana en el ser humano. Y es la pérdida de esta dimensión también la que para ella explica la caída en la barbarie totalitaria, profusa y minuciosamente explicados en Los orígenes del totalitarismo. Frente a un mundo privatizado en el que la entronización de lo "social" acaba por convertirse en el principio regulador de todas las esferas de la vida, ella eleva la "vida pública" como el único verdadero espacio de la libertad. La identidad del sujeto humano sólo es posible en una contigüidad humana entre iguales y participando discursiva y comunicativamente de las cosas del mundo común. Los valores de la libertad, la pluralidad y la comunicación intersubjetiva se convierte así en los principios reguladores de la auténtica política, una política republicana. A ella le debemos, en efecto, una de las más originales teorías políticas republicanas precursoras de lo que hoy entendemos como republicanismo político, que se condensa en esta extraordinaria declaración de principios: "Nadie puede ser feliz sin participar en la felicidad pública, nadie puede ser libre sin la experiencia de la libertad pública, y nadie, finalmente, puede ser feliz o libre sin implicarse y formar parte del poder político".

La imagen de Arendt ha ido creciendo progresivamente desde su muerte en 1975. Cada nueva generación de estudiosos ha ido encontrado en ella alguna pista para orientarse en un mundo en pleno proceso de cambio y cada vez más impenetrable a la reflexión. Puede que ello se deba a la maravillosa ausencia de sistematicidad de su obra. En un gesto poco adecuado a su tiempo, Arendt mostró siempre una enorme desconfianza hacia los sistemas de pensamiento, que para ella se sustentaban sobre una inaceptable simplificación de la realidad. A partir del momento en que una "verdad" se arroga la capacidad de guiar nuestra acción, violentamos las condiciones elementales del espacio político. La supuesta sintonía entre pensamiento y realidad no hace sino erigirse en el sustituto de lo que en última instancia sólo cabe decidir comunicativamente a los ciudadanos. A ciudadanos con plena capacidad de juicio político. O, lo que es lo mismo, con capacidad de trascender nuestra visión de meros espectadores incorporando de forma anticipada la posición de los otros. Su mensaje último es que sólo podemos acceder a la libertad recuperando los presupuestos de una auténtica democracia deliberativa. No es mal mensaje para estos nuevos tiempos difíciles.

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