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Hannah Arendt
José Antonio MARINA - el Cultural (diario el Mundo) 12/10/2006

Hay quien se acerca a la historia de la filosofía como quien va a un museo a disfrutar con las brillantes creaciones de la humanidad. No es ese mi caso. No soy un espectador, sino un reciclador de filosofías pretéritas. Busco en ellas lo que me sirve para comprender mejor la realidad, y resolver los problemas teóricos y prácticos con que nos enfrentamos. Por eso mi visión de los filósofos es parcial y utilitaria. Me recuerda lo que sucede con las ciudades. Cada uno de nosotros tiene una geografía mental, hecha con las calles que recorremos, la esquina donde nos citábamos, el jardín en que jugábamos de pequeños. Sabemos que el resto de la ciudad existe, pero tenemos de esa porción no frecuentada un conocimiento lejano y abstracto. La pregunta que me hago después de leer a un filósofo –en este caso a Hannah Arendt– es siempre la misma: ¿Qué podría utilizar o prolongar de su obra?

Durante años me dediqué a estudiar la inteligencia creadora, los sorprendentes mecanismos con que se inventan la ciencia, el arte y la técnica. Cuando ya me movía con soltura en este terreno, comprendí que había olvidado un importante campo de la creatividad humana: la ética y la política. No fue una sorpresa agradable, porque tenía que volver a empezar. La ética y la política siempre me habían aburrido mucho, sabía muy poco, y nunca había pensado escribir sobre ellas, pero las investigaciones imponen su propio destino. Blanca Berasátegui fue testigo de ese cambio y hace ya muchos años me ofreció las páginas de El Cultural, para iniciar una curiosa sección que se llamó “Creación ética”. Pues bien, Arendt fue uno de los responsables del giro de mis intereses. Su teoría de la acción me sonaba muy familiar, muy cercana. “Lo esencial del hombre” –escribió– reside en su “talento para realizar milagros”, es decir, “en su capacidad de iniciar, de realizar lo improbable”. Consideraba que la gran creación, el gran invento, era la libertad, y que la libertad sólo se alcanza a través de la política. Todo eso resultaba muy novedoso para mí. Arendt no tenía de la política la idea despreciativa que se ha instalado en nuestro inconsciente colectivo, no la reducía a esa furiosa y oscura lucha por el poder, que nos desasosiega a todos. Consideraba la acción política como fuente de la libertad. El ser humano no nace libre, sino que se hace tal en la ciudad. De repente, la política intervenía en la propia definición de la naturaleza humana. “El individuo, en su aislamiento, nunca es libre. Lo puede ser solamente si pisa el terreno de la polis, y allí actúa”. El hecho de que el hombre sea capaz de actuar significa que cabe esperar de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo infinitamente improbable. A pesar de las terribles experiencias que había vivido, Hannah continuaba siendo optimista. Por eso no sólo daba importancia a la obvia “mortalidad” humana, sino sobre todo a su “natalidad”. Pensaba que con el nacimiento de un niño algo singularmente nuevo entra en el mundo. El ser humano es el comienzo absoluto, decía comentando un sorprendente texto de san Agustín: “Para que hubiera un comienzo, fue creado el hombre, antes del cual no había nadie”.

Años después, mientras escribía La lucha por la dignidad, con María de la Válgoma, me interesó otro tema tratado por Arendt: las personas sin Estado. Los desarraigados. En uno de sus primeros libros –Rahel Varnhagen: vida de una judía– hablaba ya del sentimiento de desarraigo de la biografiada, la angustia de carecer de Bild, de un modelo que guiara su evolución. Arendt utilizó el concepto de “paria”, que según Elisabeth Yung-Bruehl, su mejor biógrafa, permite interpretar su obra entera. El acceso a los derechos depende de la pertenencia a un Estado, de la ciudadanía, de la posibilidad de establecer lazos con otras personas. En un momento de la historia en que los desplazados, los apátridas, los refugiados, los sin papeles aumentan dramáticamente, las palabras de Arendt resuenan muy actuales.

Tal vez la necesidad de enraizamiento que sin duda Hannah sentía, tanto en lo privado como en lo político, permita comprender un complejo episodio de su vida: su relación amorosa con Martin Heidegger. Hannah era alumna suya. Un par de meses después de comenzar el curso, el maestro la invitó a una charla en su despacho. Heidegger recordó después este primer encuentro en alguna de sus cartas. La muchacha llegó envuelta en una gabardina, con un sombrero ocultándole la cara, soltando de tanto en tanto un “sí” o un “no” apenas audible. Tras esa conversación, Heidegger le escribió una larga carta con su prosa elaborada y elocuente, y pocas semanas después le declaraba su pasión. Heidegger ejercía sobre sus alumnos una poderosa influencia, que en este caso utilizó de manera poco decente. Hannah tenía dieciocho años, había sido una niña huérfana, melancólica y vulnerable, compartía el sentimiento de inseguridad de muchos judíos, un sentimiento de desarraigo. Se sentía perdida, desamparada, agotada en su empeño por no dejarse acomplejar. En 1945 escribió a su marido: “Esta absurda compulsión, alimentada desde la juventud, a actuar siempre delante de todo el mundo como si no ocurriera nada, eso es lo que consume gran parte de mi energía”. Al elegirla como amante, Heidegger cumplía un sueño de la joven intelectual judía: ser definitivamente aceptada por un representante insigne de la cultura alemana.

Heidegger, un hombre casado, acabó pidiendole que no se vieran más. En agosto de 1933, Hannah Arendt abandonó Alemania, apenas cuatro meses después de que Heidegger ingresara en el Partido nazi y fuera nombrado rector de la Universidad de Friburgo. Volvieron a encontrarse casi veinte años después, cuando Heidegger necesitaba ayuda para su proceso de “desnazificación”. De todo este episodio, Hannah Arendt emerge como una figura honesta, generosa y engañada; y Heidegger como una persona egocéntrica y astuta, como un “mentiroso compulsivo”, en palabras de su ex amante.

En 1936, Hannah conoció en París a Heinrich Blücher, otro refugiado alemán que militaba en un grupo de extrema izquierda. Blücher, un hombre inteligente y discreto, al que tengo una gran simpatía, creía que estaban hechos el uno para el otro, y se empeñó en vencer la resistencia de Hannah, que se había prometido “no volver a amar a ningún hombre”. Lo consiguió. Unos meses después de conocerse, Hannah le escribía: “Me obligaste a confiar en ti, pero sólo en ti, y sólo entre nosotros”. Blücher, con su ternura y su constancia, consiguió que Hannah se olvidara de su desconfianza y su miedo. No consiguió, eso es cierto, que se olvidara de “Martin, la leyenda”, como le llamaba con gran sentido del humor, pero la ayudó a enfrentarse con la turbación que la produjo encontrarse de nuevo con su inolvidable maestro. En 1960, Hannah Arendt escribió una dedicatoria que pensaba mandar a Heidegger, acompañando la traducción al alemán de una de sus obras. Decía así: “Queda este libro sin dedicatoria. Cómo debería dedicártelo, amigo del alma, al que he permanecido fiel e infiel y siempre enamo-
rada”. No envió esa misiva. En su lugar, mandó una fría nota que enfureció a Heidegger.

Heinrich Blücher murió en 1970. Arendt le sobrevivió cinco años. “¿Cómo voy a vivir ahora?”, preguntó a sus amigos. Nunca abandonó el apartamento de Riverside Drive, en el que habían vivido, porque en él la ausencia de Blücher estaba “presente y viva en cada rincón y en todo momento”. Hannah Arendt había conseguido arraigarse. Blücher había sido su patria.

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