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Ya no somos los mismos

MANUEL CRUZ Culturas. La Vanguardia 11/10/06

En estos tiempos, en los que con tanta insistencia se viene hablando de la memoria histórica y de la necesidad de su reivindicación, parece poco menos que obligado iniciar constatando algo: poco tiene que ver la Hannah Arendt que empezó a ser traducida entre nosotros a mediados de los sesenta, con la Hannah Arendt de hoy, cuando conmemoramos el centenario de su nacimiento.

Probablemente no resultaría de gran utilidad reconstruir la concreta peripecia que desembocó, con el franquismo todavía plenamente vigente, en la publicación de sus primeros libros en España, aunque sin duda los más jóvenes se llevarían alguna sorpresa. Más importante resultará efectuar algún recordatorio, de carácter más bien ideológico, acerca de las condiciones de lectura e interpretación entonces existentes. Acaso algunos ejemplos resulten de utilidad.

En 1967 aparecieron los dos primeros libros de Arendt traducidos al castellano: Eichmann en Jerusalén (Lumen) y Sobre la revolución (Revista de Occidente). Respecto al primero, tiene poco de extraño que su publicación no causara gran revuelo ni polémica (de hecho, tuvieron que pasar más de treinta años para que la editorial se decidiera a reeditarlo). Ni el Holocausto ocupaba el centro del debate ético-político, como sucede hoy, ni la tesis arendtiana acerca de la banalidad del mal podía ser registrada en toda su novedad teórica.

Aunque quizá, a este respecto, más significativa resulte la discreta suerte seguida por Sobre la revolución.Tenemos derecho a imaginar la escasa simpatía que pudieron despertar en aquel momento en nuestro país algunas de sus propuestas. Distinguir, como hacía Arendt, entre una revolución buena,la americana, y una mala,la francesa, entraba en conflicto frontal con los esquemas dominantes por estas latitudes en los sectores ideológicos tenidos por izquierdistas. La cuestión iba más allá de la animadversión que generaba todo lo identificable con la política norteamericana, en trance de sumergirse irreversiblemente en las pantanosas aguas de la guerra del Vietnam. La cuestión era de mayor calado teórico.

Porque lo que Arendt hacía en su texto era poner en tela de juicio el esquema tradicional bajo el que se venían pensando las revoluciones, un esquema en el que se daba por descontado que las conmociones políticas venían asociadas a la emancipación de una clase social. Frente a este modelo clásico, Arendt defendía la tesis de que la institucionalización de la libertad política no debe quedar lastrada por los conflictos del trabajo social, ni las cuestiones políticas deben mezclarse con las cuestiones socioeconómicas. Se comprenderá el sarpullido que provocaron afirmaciones de semejante tenor, especialmente entre marxistas de variado pelaje. La tesis arendtiana era un torpedo bajo su línea de flotación, en la medida en que no sólo postulaba una completa autonomía de la política respecto a lo que aquéllos hubieran llamado la infraestructura económica sino que llegaba a sostener que, gracias a dicha autonomía, en América pudo lograrse la fundación de la libertad.

¿Y qué decir de la interpretación que en España se podía hacer en 1974 de Los orígenes del totalitarismo (Taurus)? El mero hecho de que bajo el mismo rótulo de totalitarismo quedaran subsumidos sistemas y realidades políticas diferentes y contrapuestas, a muchos les evocaba la célebre dedicatoria con la que Popper abría su panfleto Miseria del historicismo (Biblia de lo que, no sin cierta ironía, podríamos calificar de equidistancia liberal): "En memoria de los incontables hombres y mujeres de todos los credos, naciones o razas que cayeron víctimas de la creencia fascista y comunista en las Leyes Inexorables del Destino Histórico".

¿Defendían los señalados libros aquello que los lectores de entonces creían comprender o, por el contrario, nos hallamos ante un caso de monumental malentendido finalmente deshecho, gracias a lo cual podemos finalmente reconciliarnos con la verdadera Arendt? No hace falta ser un especialista en hermenéutica para darse cuenta de que ésta es una pregunta mal planteada. La preocupación por lo que un autor verdaderamente quiso decir sugiere que la interpretación de sus textos constituye un asunto interpersonal entre autor y lector, cuando en realidad con aquél éste no tiene en la mayoría de los casos un trato directo. Arendt, por añadidura, ya no está entre nosotros para explicarnos qué tenía en la cabeza cuando escribió lo que escribió. Disponemos, eso sí, de sus propios textos y de una abrumadora información que nos permite contextualizarlos y aventurarnos a intentar establecer qué estaba en condiciones de pensar.O qué cosas era materialmente imposible que quisiera decir. Aún así, el campo delimitado sigue siendo bastante amplio.

No debiera preocuparnos esta relativa indeterminación del sentido: es, a fin de cuentas, la condición de posibilidad de que los textos nos sigan hablando a lo largo del tiempo. Frente a esto, empeñarse en fijar con la máxima exactitud en qué estaba pensando un determinado filósofo para poder así certificar si sus previsiones se cumplieron o no, constituye el atajomás directo para poder, en un segundo momento, declararlo caducado, superado o refutado. Desde este punto de vista, muchos de los presuntos elogios que Arendt viene recibiendo últimamente por su capacidad para anticipar realidades que sólo tiempo después se han hecho efectivas tienen todo el aspecto de ser, en la práctica, caramelos envenenados.

Los textos filosóficos están, por definición, a salvo de semejante contrastación. Los riesgos que corren son de otra naturaleza. Incluso la forma en que caducan o se ven superados tiene su especificidad propia, completamente diferente a la de los textos, pongamos por caso, de un científico social. Por supuesto que cualquier reflexión filosófica toma pie en el mundo y, en esa misma medida, corre el riesgo de apoyarse mal en él. La cuestión es cuánto de ese apoyo debilita o refuerza el discurso. Llegados a este punto, podríamos dar rienda suelta a las alabanzas y afirmar que la ya mencionada teoría arendtiana de los dos tipos de revoluciones se ajusta como un guante al mundo actual, en el que parece haber desaparecido del horizonte colectivo toda expectativa de una transformación radical en el modo de producción, y apenas nos es dado esperar otra cosa que reformas parciales en las superestructuras políticas, reformas que sirvan luego para hacer más oportables las condiciones materiales de existencia de amplios sectores de la población. Como también podríamos decir que su preocupación, genuinamente republicana, por intentar que los individuos participen de manera creciente en la esfera pública, neutralizando los esfuerzos del poder por anestesiar y/o amordazar el sentir de la ciudadanía en los asuntos que le afectan, anticipa algunos de los debates que hoy están en el corazón de la reflexión política.

Pero, por chocante que esto le pueda parecer a alguien, entiendo que, incluso en el caso de que tales alabanzas estuvieran justificadas, ellas no constituirían el mérito mayor de nuestra autora. Si el presente artículo hubiera sido escrito bajo la indicación de que procurara mostrar la actualidad de Arendt, de que me esforzara por responder a la pregunta ¿por qué Arendt hoy?, mi respuesta hubiera sido la siguiente: porque Arendt era una filósofa que ejercía de tal con extremada competencia y perspicacia. Que ejercía de filósofa significa que hacía pensar, que daba que pensar. Y tan formidable tarea la llevaba a cabo de la forma que le es propia al discurso filosófico: abriendo interrogantes, no cerrándolos; detectando problemas, no proponiendo soluciones. En definitiva, proporcionando al lector herramientas teóricas, instrumentos conceptuales, para sentirse incómodo ante la realidad. Que dicha incomodidad esté, por definición, llamada a variar a lo largo del tiempo es cosa sabida. Pero lo importante es la incomodidad misma. Por poner un ejemplo simple, pero quizá contundente. Cuando un texto poético del pasado obtiene el rango de clásico por su capacidad de ir generando emoción a sucesivas generaciones de lectores a lo largo de los siglos, ¿tiene sentido preguntarse quién se emocionó mejor ante las mismas palabras? Está claro que no. La emoción producida es el triunfo del autor, en tanto que su concreta modulación es más bien cosa de la historia.

Todo lo planteado hasta aquí podría resumirse en unas pocas afirmaciones. Arendt no escribía para regalarle el oído a nadie. Sus textos reclaman interlocutores, no cómplices. Constituyen una lectura necesaria, precisamente porque no cumplen la función de cargar de razón a unos o a otros, sino la de cuestionarle a casi todo el mundo la mayor parte de sus certezas heredadas. Esta misma idea ha sido expresada por una de las autoras que mejor conoce a Arendt, su biógrafa Elisabeth Young Bruehl. Ensu último texto, Why Arendt Matters (Yale University Press, 2006), puede leerse: "Cada uno de los libros y ensayos de Arendt contiene una reflexión sobre cómo no pensar acerca del asunto que a continuación va a tratar". Exacto.

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