La ética ante la muerte y el derecho a morir.
Jean- Louis BAUDOUIN – Danielle BLONDEAU.
(fragmentos) (Barcelona, Ed. Herder, 1995 – edición original, PUF, 1993).
La muerte se convierte en extraña porque el miedo transcultural que produce es paliado de diferentes modos según las épocas y las culturas. Se rechaza ante todo por miedo. Hoy en día este fenómeno de expropiación se ve acentuado porque la tecnología controla el proceso de la muerte. Paradójicamente, la tecnología con sus mil promesas ha exacerbado la conciencia del carácter ineludible de la muerte, sembrando una cierta desilusión y reactivando la angustia. Peor aún, ha contribuido a la pérdida de sentido de la vida y de la muerte, ya que la ciencia no produce sentido. Las civilizaciones occidentales se equivocaron, pues, al imaginar por un momento que la tecnociencia representaba la herramienta capaz de recuperar ese sentido. La muerte seguirá siendo un fenómeno natural que no tolera ser despojado de su verdadera dimensión cualitativa.
Por tanto, la muerte ha perdido en muchos casos su sentido verdadero y natural: ser la última fase de una continuidad con la vida. Morir hoy en día, al menos en Occidente suele ser morir inconsciente, intubado, cebado, bajo perfusión, anestesiado, solo, en el hospital y alejado de todo lo que antes constituía la vida. La tecnificación ha dejado su huella indeleble sobre el rostro de la muerte.
Pero tanto en el plano ético como en el cultural, la muerte aún puede ser otra cosa. La muerte del mañana debe recuperar su sentido, aceptar las inevitables dificultades de domesticar la tecnología y resistir algunas tentaciones como las de transformar la ética del morir en derecho a la muerte. En resumen, el sentido profundo de la dignidad de morir surgirá inevitablemente al recuperarse la dignidad de la vida. (p.24-25)
El rechazo de la muerte.
Es asombroso constatar hasta qué punto, en la sociedad actual, el reino de los vivos está separado del de los muertos. En el origen de esta dislocación encontramos cuatro grandes factores. El primero es la desaparición de la alteridad del morir. La muerte, como la vida, sólo puede tener un sentido real y significativo a través de los demás, con los que teje lazos psicológicos y afectivos. La pérdida de la alteridad del morir se traduce en una negación no sólo del proceso y su desarrollo, sino también de la muerte misma, negación que la sitúa fuera del mundo de los vivos y la aísla.
El segundo es el profundo antagonismo que en nuestra época opone los valores socioculturales de la vida a los de la muerte. Así, nuestras sociedades occidentales rechazan cada vez más la muerte por incompatible y contradictoria con la vida. Esta pérdida de integración conlleva una marginación de la muerte y del moribundo mismo al que hoy en día los vivos rechazan, aíslan y sitúan al margen de la sociedad.
El tercero es la transformación del ritual de la muerte, que, al desacralizarla, la excluyó del círculo más reducido de los familiares y amigos.
Finalmente, el cuarto, es la escenificación que se impone progresivamente entre los diversos actores y que, de modo sutil, consiste pura y simplemente en negar la realidad. El moribundo acepta disfrazar la realidad porque le permite rechazarla y, una vez más relegar la muerte al rango de un acontecimiento que, simbólicamente, no vive. (p.38-39)
Cuando la muerte es un conflicto [El testamento vital]
El primer tipo de conflicto opone al enfermo y al equipo médico. Suele ser analizado en el contexto de la negación de uno mismo y del ensañamiento terapéutico. En Norteamérica, en los planos social, ético y jurídico, la decisión de continuar o interrumpir un tratamiento corresponde sólo al enfermo. Hoy en día, al contrario que en Europa, esta situación se considera normal, aunque tampoco allí pueda negarse la existencia de diversas formas de ensañamiento terapéutico, sobre todo con personas inconscientes. Pero probablemente en los Estados Unidos estén motivadas porque los médicos quieren evitar una demanda de responsabilidad civil o penal por no haber tomado todas las medidas necesarias para la supervivencia del enfermo.
El "Natural Death Act" de California y el testamento de vida –o testamento biológico–, que es su consecuencia directa, ilustran claramente este fenómeno. Dado el sistema a veces caricaturesco y excesivo del derecho de responsabilidad civil americano, en muchos estados se ha juzgado necesaria una ley con el fin de que el ensañamiento terapéutico no se convierta en una práctica sistemática para evitar las demandas de daños y perjuicios. Por tanto, estos textos legislativos y el testamento biológico no han surgido para reconocer los derechos fundamentales del paciente, sino para preservar al profesional de las consecuencias muy onerosas de los veredictos desmesurados. También es verdad que en los Estados Unidos y Canadá, algunos médicos, por convicción personal, aún suelen practicar ciertas formas de ensañamiento terapéutico contra la voluntad del enfermo, pero el cambio de mentalidad ha reducido sensiblemente esta práctica.
En Europa la situación es diferente por varias razones, por ejemplo, la historia y el rango social de la medicina, el tipo de relación entre el paciente y el médico que al contrario que en América suele ocultar la verdad al enfermo, y la jerarquía médica.
Como ocurre en América desde hace años, en Europa la inminencia de la muerte provoca, cada vez más, auténticos conflictos entre el paciente y el equipo médico por diferencias en el modo de morir. Para el enfermo la muerte es "su" muerte. Por ello, es normal que reivindique el derecho a dirigir el proceso según sus expectativas, convicciones y valores propios, y que además se defienda de aquellos que pretenden controlarle y apropiarse de su muerte. Sin embargo las expectativas del paciente no siempre corresponden a las del equipo médico. En efecto, no hay nada más frustrante para un médico que ver cómo un paciente rechaza un tratamiento o una intervención capaces de salvarle la vida o al menos prolongarla significativamente. Sin embargo, ética y jurídicamente, salvo incapacidad mental, la decisión pertenece exclusivamente al enfermo y no al médico. A veces, el enfermo que expresa claramente la voluntad de interrumpir tratamientos que ya cree inútiles o irrisorios es marginado, ignorado o simplemente abandonado por el personal médico. Obviamente, a este tipo de pacientes se les suele condicionar para que luche contra la muerte, para que emprenda un combate perdido por antelación pero no forzosamente irracional.
Pero, al final, el médico suele ignorar deliberadamente la petición del enfermo y le administra tratamientos, aunque éste se lo prohiba o se muestre reticente, afirmando que es "lo mejor para él". El médico no se da cuenta de que al actuar así practica un paternalismo superado, niega al enfermo el control sobre el momento más importante de su vida, lo convierte en un objeto pasivo –de hecho, la palabra "paciente" incluye implícitamente la connotación de pasividad– y simboliza la actitud moralizadora de la medicina tradicional de antaño. Aunque el médico deba hacer todo lo posible para que el paciente acepte los tratamientos que considera científicamente adecuados, nunca debe convertir la muerte en un conflicto utilizando la medicina para imponerle sus prioridades, valores y cruzadas personales. (p. 59-62)
Conclusión.
En primer lugar, es necesario que más allá de todas las diferencias culturales se reconozca el derecho del enfermo a la verdad. Reconocer este derecho no significa, sin embargo, que todas las verdades deban ser dichas de cualquier modo y en cualquier momento. A la verdad siempre debe accederse mediante una relación entre dos personasen la que el juicio del profesional vaya acompañado de la voluntad de abrirse al otro. Estas condiciones favorecen un significativo respeto por la persona cuyo ejercicio implica tanto una importante inversión de tiempo y psicología como el fortalecimiento y la humanización de la relación personal entre el profesional y el paciente.
En segundo lugar, la sociedad debe reconocer como un imperativo ineludible el respeto incondicional de las decisiones del enfermo. Es esencial, en efecto, respetar la autonomía de decidir la administración y la duración de los cuidados. También aquí el equipo sanitario debe guiar al paciente y presentarle todas las soluciones posibles. El equipo sanitario y en especial el médico, nunca pueden, ni deben, tomar la decisión de tratar o no tratar sin acuerdo previo con el paciente. Nadie, ni siquiera un experto, puede ni debe controlar la muerte de otro. Es más, esta voluntad debe ser respetada aunque el enfermo ya no esté en condiciones de tomar decisiones. La incapacidad del enfermo, su inconsciencia, nunca pueden servir de excusa o pretexto para ignorar su derecho a una muerte digna. En este sentido, los expedientes actuales, como el testamento vital o el mandato en caso de incapacidad, pueden servir de referencia. (...)
En tercer lugar, hay que promover un desarrollo acelerado de los cuidados paliativos, no sólo en instituciones sino también a domicilio. No existe ninguna justificación posible y válida para dejar sufrir inútilmente a un moribundo. No hay ningún mérito humano en prolongar el sufrimiento. Además, con los conocimientos actuales, raros son los casos en que es imposible controlarlo eficazmente. Deben aclararse ciertas ambigüedades jurídicas. El médico debe poder administrar sin miedo a demandas judiciales todos los cuidados paliativos que exige el estado del paciente, aunque impliquen una reducción de su expectativa de vida. El objetivo no es en efecto provocar la muerte, sino controlar el dolor. Estos cuidados paliativos deben incluir el desarrollo de técnicas psicológicas de apoyo al moribundo que permitan recuperar la alteridad de la relación entre la persona que se va y la que se queda.
Devolver un sentido a la muerte en nuestra sociedad egoísta y hedonista de finales del siglo XX es un desafío considerable. No podemos pretender lograrlo cambiando leyes, sino admitiendo primero que desde hace varias generaciones hemos alejado voluntariamente la muerte de la vida. (...) (p. 126-128)
Aquest text, avui ja en desús és molt important en la mesura que recull la majoria de les tesis restrictives sobre el dret a morir, nega d’una manera bastant explícita l’autonomia del subjecte sobre el seu cos i justifica la –molt discutible– diferenciació entre eutanàsia activa i eutanàsia passiva. En qualsevol cas, fou un punt de partida en el debat sobre la medicalització i els límits del poder mèdic.
Algunos pacientes consideran la muerte como la conclusión natural de los acontecimientos de su existencia; estas personas no desean adelantar ni retrasar el desenlace. Para ellas la muerte es un misterio al que hay que acercarse con ecuanimidad. Estiman que la ciencia médica tiene sus límites y que no es adecuado que los médicos intervengan o se inmiscuyan en esas circunstancias.
Existe una distinción entre la intervención activa del médico para poner fin a la vida, y la decisión de no prolongar ésta (abstención de administrar tratamiento). En ambas categorías se dan ocasiones en que el paciente solicitará una u otra línea de acción y otras en que el paciente quizá podría hacerlo pero no lo hace. ; también puede darse el caso de que el paciente se encuentre incapacitado para decidir.
Toda intervención activa en el sentido de poner fin a la vida de otra persona debe seguir siendo ilegal. Ni los médicos, ni ninguna otra categoría profesional deben colocarse en categorías que rebajen el nivel de responsabilidad de sus actos.
En la práctica clínica se dan muchos casos en que será justo que el médico acceda o no a prolongar la vida del paciente. Deben ofrecerse a los pacientes técnicas y cuidados médicos adecuados siempre que exista una buena posibilidad de prolongar la vida bajo las condiciones de calidad que ellos desean.
La autonomía del paciente es un aspecto crucial de la asistencia informada. Para el éxito en este sentido, conviene que exista una relación de franqueza y confianza entre el médico y el paciente, de manera que sea posible la participación en las decisiones acerca de la enfermedad y de su tratamiento. El médico debe entender que es el paciente el quien autoriza el tratamiento y debe respetar tanto esa autorización como cualquier decisión que le retire el consentimiento. Pero la autonomía funciona en ambos sentidos: el paciente tiene derecho a declinar el tratamiento, pero no, en cambio, el de exigir un tratamiento que el médico, en conciencia, no se estime en condiciones de dar. La intervención activa del médico para poner fin a la vida del paciente es, justamente, uno de esos "tratamientos". El paciente no puede y no debe exigir la colaboración del médico en su muerte. Y si hace tal petición debe tener presente que el médico se reserva el derecho de no aceptar.
Más importante que el debate sobe los límites de la autonomía, para los médicos y el personal que interviene en la atención a los pacientes, es la necesidad de comunicación con el enfermo terminal. Es preciso que el médico se halle en condiciones de detectar los temores del moribundo para hablar libremente de ellos y actuar en consecuencia, y que el paciente sepa que no va a verse abandonado y desvalido en ese trance. Sólo cuando esta comunicación y el tratamiento idóneo se conviertan en norma podrá aspirar la sociedad a disipar las presiones de quienes pretenden obligar al facultativo a que haga cosas que profesionalmente no puede admitir.
Para algunos, cuando se tiene la certeza de que un individuo sufrirá dolores graves y privación de calor humano y de compasión, la situación es equiparable a la del enfermo terminal; pongamos el ejemplo de una persona atrapada en el incendio de un hotel, sin salida posible.
También para estos casos se propugna la decisión de intervenir activamente al objeto de poner fin a la vida de esa persona; otro ejemplo serían las iniciativas de algunos médicos militares en Birmania durante la II Guerra mundial. Hoy día, sin embargo, existen unidades especializadas donde los enfermos terminales son atendidos con cariño y respeto por individuos y grupos interesados en aliviar los sufrimientos y atender a las necesidades de estos pacientes, objetivos que se cumplen regularmente y podemos decir que con bastante éxito, por lo que juzgamos que las situaciones no son comparables.
Cuando es un paciente joven y gravemente incapacitado el que solicita al médico que ponga término a su existencia se nos plantea uno de los más graves casos de conciencia, bien conocido en la práctica cotidiana de los centros asistenciales. Importa aconsejar a esa persona para restablecer su autoestima y contrarrestar la angustia que quizás haya suscitado en ella la sensación de desamor o de ser una carga o una molestia para quienes lo rodean y de quienes depende totalmente. El desvalimiento físico pone en movimiento sutiles factores dinámicos que conducen al deseo de morir y desaconsejan una modificación drástica de la ley en el sentido que demandan estos pacientes.
Cualquier iniciativa en el sentido de despenalizar la terminación activa de la vida de los niños gravemente malformados amenaza con consecuencias incalculables para la deontología médica en su estado presente. En algunas circunstancias, sin embargo, el médico puede juzgar correctamente que sería mayor crueldad el prolongar la vida de la criatura mediante el uso insensible de la tecnología clínica.
Este tipo de decisión exige una comunicación intensa entre los médicos, los padres y el resto del personal asistencial. Es imperativo que el médico se base en el criterio de procurar conservar y valorar una existencia que en ocasiones puede parecer indigna de ser vivida; y también que la decisión de suspender el tratamiento no suponga el retirar las atenciones a la criatura, en particular las que sean de orden susceptible de aliviar el tratamiento.
La gran mayoría de quienes sobreviven a un intento serio de suicidio no lo repiten, lo cual es indicio de que la decisión no había sido propiamente meditada. Las técnicas que se han desarrollado en Holanda privan de una oportunidad de reflexión a quienes solicitan la intervención del médico para que ponga fin a su vida.
Las declaraciones juradas prestadas con anterioridad en tal sentido, no tienen fuerza legal en Inglaterra, ni tampoco en Escocia, según nuestras informaciones; pueden constituir una orientación valiosa en cuanto a la voluntad de aquellas personas que hayan quedado incapacitadas para participar en las decisiones clínicas pero no deben considerarse inmutables, ni reconocérseles vigencia jurídica, sino que las tomaremos como demandas de atención que deben ser respetadas e interpretadas con sensibilidad.
La arraigada adhesión de los códigos al principio de la intencionalidad es un punto de referencia importante para la valoración de cualquier acto. La decisión de suspender el tratamiento cuando éste se convierte en un agobio para el paciente sin beneficiarle en absoluto responde a una intencionalidad muy distinta que la acción de quitar la vida deliberadamente a una persona. Admitimos la administración de fármacos, aun sabiendo que puedan suponer un riesgo para la vida de la persona, si se trata de mitigar el dolor físico o psíquico.
Cualquier médico que se considere obligado en conciencia a intervenir para poner fin a la vida de una persona debe estar dispuesto a asumir todas las consecuencias del más severo escrutinio que la autoridad judicial venga en disponer.
No debe cambiarse la ley: el acto de quitar la vida a una persona debe seguir siendo un delito; y esta conclusión no es sólo una subordinación del interés individual a una política social, sino una afirmación del valor supremo de la vida del individuo, por desvalorizada y desesperada que aparezca, incluso en la valoración del propio individuo.
Font: Robert M. Baiard – Stuart E. Rosenbaum (eds.): Eutanasia: los dilemas morales. Barcelona, Ed. Alcor, 1992 p. 166-169.
Peter SINGER: "Repensar la vida y la muerte"
(fragments)
Del llibre de Peter SINGER: Repensar la vida y la muerte. El derrumbe de nuestra ética tradicional. Barcelona, Ed. Paidos, (1ª ed, 1997).
Els fragments que segueixen pertanyen al capítol 9 (Reemplazar la vieja ética), que serveix de conclusió al text i fan referència a la necessitat d’una revolució copernicana en ètica.
Es el momento de otra revolución copernicana. Será una vez más, una revolución en contra de un conjunto de ideas que hemos heredado de una época en que el mundo intelectual estaba dominado por una actitud religiosa. Al cambiar nuestra tendencia a ver a los seres humanos como el centro del universo ético, nos encontraremos con la acérrima oposición de aquellos que no quieren aceptar un golpe semejante a nuestro orgullo humano. Al principio tendrá sus propios problemas y tendrá que andar con pies de plomo sobre el nuevo terreno. Para muchos las ideas serán demasiado chocantes como para tomarlas en serio. Sin embargo, al final se producirá un cambio. La visión tradicional de que toda la vida humana es sacrosanta, no es capaz de hacer frente al conjunto de problemas a que nos enfrentamos. La nueva visión ofrecerá un planteamiento nuevo y más prometedor.
LA REESCRITURA DE LOS MANDAMIENTOS.
¿Cuál será la actitud de la nueva ética? Tomaré cinco mandamientos de la vieja ética que hemos visto que son falsos y mostraré cómo es necesario reescribirlos para obtener un nuevo planteamiento ético de la vida y de la muerte. No quiero que los cinco mandamientos se consideren como algo esculpido en piedra. Puede que haya formas mejores de remediar la debilidad de la ética tradicional. El título de este libro sugiere una actividad continua: podemos repensar algo más de una vez. La cuestión es empezar y hacerlo con una comprensión clara de lo fundamental que debe ser nuestra reconsideración.
Primer antiguo mandamiento: considerar que toda la vida humana tiene el mismo valor.
Apenas hay nadie que crea realmente que toda vida humana tiene el mismo valor. La retórica que fluye tan fácilmente de las plumas y bocas de los Papas, los teólogos, los especialistas en ética y algunos médicos se contradice cada vez que esas mismas personas aceptan que no necesitamos volcar todas nuestras fuerzas en salvar a un niño con grandes malformaciones, que podemos permitir que un anciano con la enfermedad de Alzheimer en grado avanzado muera de neumonía sin tratarle con antibióticos, o que podemos suprimir el alimento y el agua a un paciente en estado vegetativo persistente. Cuando la ley toma al pie de la letra este mandamiento, se produce lo que ahora todo el mundo considera absurdo, como la supervivencia de Joey Fiori durante casi dos décadas en estado vegetativo persistente, o el que se siga asistiendo con un respirador al bebé anencefálico K. El nuevo planteamiento es capaz de hacer frente a estas situaciones de forma lógica, sin luchar para reconciliarlas con cualquier reivindicación sublime de que toda vida humana posee el mismo valor, al margen de la capacidad para tener o recuperar el conocimiento.
Primer nuevo mandamiento: reconocer que el valor de la vida humana varía.
Este nuevo mandamiento nos permite reconocer abiertamente –como hicieron los jueces británicos cuando les presentaron datos sobre la existencia de Tony Bland – que la vida sin conciencia no vale la pena en absoluto. Podemos llegar a tener la misma opinión –de nuevo, como los jueces británicos al considerar la situación del bebé C– sobre una vida que no carece de posibilidad de interacción mental, social o física con otros seres humanos. Cuando la vida no es una vida de total o casi total privación, la nueva ética juzgará si vale la pena seguir viviendo mediante el tipo de ejercicio de equilibrio recomendado por el juez Donaldson en el proceso del bebé J, teniendo en cuenta tanto el sufrimiento predecible como las posibles compensaciones.
De acuerdo con el primer nuevo mandamiento, trataremos a los seres humanos con arreglo a sus características relacionadas con la ética. Algunas de éstas son inherentes a la naturaleza del ser, entre las que se incluyen, la conciencia, la capacidad para interactuar física, social y mentalmente con otros seres, el preferir conscientemente seguir con vida y el tener experiencias agradables. Otros aspectos pertinentes dependen de la relación del ser con los demás, por ejemplo, tener parientes que llorarán tu muerte o estar tan situado en un grupo que, si te matan, los demás temerán por sus vidas. Todas estas cosas afectan a la consideración y el respeto que deberíamos tener por un ser.
El mejor argumento a favor del nuevo mandamiento es lo absurdo del antiguo. Si fuéramos a tomarnos en serio la idea de que toda vida humana, sin considerar su capacidad para tener conciencia, merece la misma atención y apoyo, tendríamos que suprimir de la medicina no sólo las opiniones francas sobre la calidad de vida, sino también las encubiertas. Se nos debería dejar intentar hacer todo lo posible para prolongar indefinidamente las vidas de los bebés anencefálicos, de los recién nacidos con muerte cortical y de los pacientes en estado vegetativo persistente. Finalmente, si de verdad fuéramos sinceros con nosotros mismos, tendríamos que intentar prolongar la vida de aquellos que ahora clasificamos como muertos porque sus cerebros han dejado de funcionar por completo. Porque, si toda vida humana posee el mismo valor, tenga o no capacidad para la conciencia, ¿porqué nos fijamos en la muerte del cerebro, en vez de en la muerte del cuerpo como un todo?
Por el contrario, si aceptamos el primer nuevo mandamiento, superaremos los problemas que se le plantean a la ética de la santidad de la vida a la hora de tomar decisiones sobre niños anencefálicos y corticalmente muertos, pacientes en estado vegetativo persistente y aquellas personas a las que se declara clínicamente muertas según los criterios de la medicina actual. En ninguno de estos casos lo realmente importante es cómo definimos la muerte. La cuestión ha recibido tanta atención sólo porque todavía estamos intentando vivir según un esquema ético y jurídico concebido según el antiguo mandamiento. Cuando rechacemos este antiguo mandamiento, nos fijaremos en las características que atañen a la ética, como la capacidad para disfrutar de experiencias agradables, interactuar con otras personas o tener preferencias sobre la continuidad de la vida. Nada de esto es posible sin conciencia; por tanto, una vez que estemos seguros de que se haya perdido la conciencia irrevocablemente, desde el punto de vista ético, no significativo que todavía haya alguna función hormonal del cerebro, porque las funciones hormonales de un cerebro sin conciencia no pueden beneficiar al paciente. Ni tampoco pueden beneficiar a un paciente que carezca de corteza cerebral sólo las funciones del tronco encefálico. Por tanto, nuestra decisión sobre cómo tratar a estos pacientes no dependerá de la sublime retórica sobre el mismo valor de toda vida humana, sino de las opiniones de las familias y parejas, que merecen consideración en un momento de pérdida trágica. Si un paciente en estado vegetativo persistente ha manifestado anteriormente sus deseos sobre lo que le debería suceder en dichas circunstancias, también se debería tener en cuenta (Podemos hacer esto simplemente por respeto a los deseos del muerto o podemos hacerlo para asegurar a otros, todavía vivos, que sus deseos no se van a ignorar). Al mismo tiempo, en un sistema sanitario público, no podemos ignorar los límites que establece el carácter finito de los recursos médicos, ni las necesidades de otras personas cuyas vidas se pueden salvar mediante un transplante de órganos.
Segundo antiguo mandamiento: nunca poner fin intencionadamente a una vida humana inocente.
El segundo mandamiento se debería rechazar porque es demasiado absolutista como para tener en cuenta todas las circunstancias que puedan plantearse. Ya hemos visto lo lejos que puede llegar la doctrina de la Iglesia católica de lo malo que es matar a un feto incluso si ésta fuera la única forma de evitar que murieran tanto la mujer embarazada como el feto. Para quienes asumen la responsabilidad de las consecuencias de sus acciones, esta doctrina es absurda. Es terrible pensar que en el siglo XIX y a principios del XX probablemente fue la responsable de las muertes evitables y dolorosas de un número desconocido de mujeres en hospitales católicos o en manos de médicos y comadronas católicos muy devotos. Esto podía ocurrir cuando, por ejemplo, la cabeza del feto se quedaba atascada durante el parto y no se podía desbloquear. Entonces la única forma de salvar a la mujer era llevar a cabo una operación conocida como craneotomía, que consistía en instar un instrumento quirúrgico en la vagina y aplastar el cráneo del feto. Si no se hacía esto, la mujer y el feto morían durante el parto. Esta operación, naturalmente, sólo se hacía en caso extremo. No obstante, en estas difíciles circunstancias, resulta espantoso que cualquier profesional de la salud bienintencionado pudiera quedarse sin intervenir mientras la mujer y el feto morían. Puesto que es una ética que combina la prohibición sin excepciones de poner fin a la vida humana inocente con la doctrina de que el feto es un ser inocente, no se podía proceder de otro modo. Si la Iglesia católica hubiera dicho que era permisible practicar craneotomías, habría tenido que renunciar o bien al carácter absoluto de su prohibición de poner fin a una vida humana o bien a la idea que el feto es un ser humano inocente. Obviamente no estaba dispuesta –ni sue estándolo– a hacer ninguna de las dos cosas. La doctrina sigue vigente, aunque la razón de que ya no esté causando la muerte de mujeres sin motivo es únicamente que los avances en los métodos obstétricos ahora permiten desbloquear al feto y sacarlo vivo.
Otra circunstancia en la que es necesario renunciar al antiguo segundo mandamiento es –como los jueces británicos señalaron al fallar en el caso Bland–cuando la vida no beneficia a la persona que la está viviendo. Pero la única modificación de la prohibición absoluta de poner fin a una vida humana que sus señorías creían poder justificar en este caso –permitir poner fin a una vida intencionadamente suprimiendo o negando el tratamiento– sigue dejando sin resolver el problema de los casos en que es mejor utilizar métodos activos para poner fin a una vida humana inocente. La ley encontró al doctor Nigel Cox culpable de intento de asesinato de la señorita Lillian Boyes, a pesar de que ella suplicaba la muerte y sabía que no tenía más futuro que unas cuantas horas más de agonía. No es necesario decir que ninguna ley, ningún tribunal ni ningún código ético le habría exigido al doctor Cox hacer todo lo posible por prolongar la vida de la señorita Boyes Por ejemplo, si de pronto se hubiera vuelto incapaz de respirar por sí misma, habría estado bastante conforme con la ley y la ética tradicional no conectarla a un respirador, o si ya estaba conectado a uno, desconectarlo. El solo pensamiento de prolongar el sufrimiento que la señorita Boyes tenía que soportar es repugnante y tanto la ética tradicional como la nueva lo habrían visto mal. Pero esto sólo demuestra la importancia que le da la ética tradicional a la fina línea que separa el poner fin a una vida suprimiendo el tratamiento y ponerle fin mediante una inyección letal. La actitud de la ética tradicional queda resumida en el famoso verso:
No matarás; pero no es necesario que luches
Sumisamente por seguir viviendo.
Estos versos se utilizan a veces en tono reverencial, como si fueran la sabiduría de algún sabio antiguo. Un médico que defendía en "Lancet" que no se tratara a los recién nacidos con espina bífida, se refería a estos versos como "El antiguo aforismo que se nos enseñaba cuando éramos estudiantes de medicina". Resulta irónico, ya que si echa un vistazo al poema del que proceden estos versos –"The Latest Decalogue de Arthur Hugh Clough–no queda la menor duda que la intención de estos versos, como la de cada pareado del problema, es remarcar que hemos dejado de hacer caso al espíritu de los 10 mandamientos originales. En algunos de los demás versos, resulta inequívoco. Por ejemplo:
Ninguna imagen gravada se puede
Venerar, excepto la moneda.
Por tanto, Clough habría defendido una extendida idea de responsabilidad. No matar no es suficiente. También somos responsables de las consecuencias de nuestra decisión de no luchar para seguir vivos.
Segundo nuevo mandamiento: responsabilízate de las consecuencias de tus decisiones.
En vez de fijarse en si los médicos pretenden o no poner fin a las vidas de sus pacientes, o si ponen fin a las vidas de sus pacientes retirándoles los tubos de alimentación en vez de suministrarles inyecciones letales, el nuevo mandamiento insiste en que los médicos deben preguntar si una decisión que prevén que pondrá fin a la vida de un paciente es correcta, tras haber considerado todos los aspectos.
Al insistir en que somos responsables de nuestras omisiones al igual que de nuestros actos –de lo que no hacemos deliberadamente como de lo que hacemos- podemos explicar claramente porqué los médicos se equivocaban al seguir la doctrina de la Iglesia católica cuando la craneotomía era la única forma de evitar las muertes de la madre y el feto. Pero también hay que pagar un precio por la solución de este dilema: a menos que se ponga cierto límite a nuestra responsabilidad, la postura de la nueva ética podría ser extremadamente exigente. En un mundo con medios de transporte y de comunicación modernos, en el que algunas personas viven al borde la inanición, mientras que otras poseen enormes fortunas, siempre hay algo que podamos hacer, en alguna parte, para mantener con vida a una persona enferma o malnutrida. El que todos los que vivamos en países ricos, con rentas muy superiores a las necesarias para satisfacer nuestras necesidades, deberíamos estar haciendo mucho más para ayudar a las personas de piases más pobres a tener un nivel de vida que les permita hacer frente a sus necesidades, es una cuestión con la que la mayoría de las personas serias estará de acuerdo; pero el aspecto preocupante de esta idea de responsabilidad es que no parece haber un límite sobre cuánto debemos hacer. Si somos tan responsables de lo que dejamos de hacer como de lo que hacemos ¿está mal comprar ropa de moda o cenar en un restaurante caro cuando ese dinero podría haber salvado la vida de un desconocido que muere por no tener lo suficiente para comer? ¿El no donar dinero a organizaciones de ayuda es realmente una forma de asesinato o tan malo como matar?
El nuevo enfoque no tiene que considerar el dejar de salvar como equivalente de matar.
KANT I EL SUÏCIDI
per Ramon ALCOBERRO
Tot i que sovint per justificar l’eutanàsia i el suïcidi s’usa el concepte kantià d’autonomia, Kant va desautoritzar aquesta interpretació en l’anàlisi que feu de l’imperatiu categòric a la "Fonamentació de la metafísica dels costums". L’autonomia de l’individu no pot ser contradictòria amb la universalitat de la llei ni usada contra l’universalisme moral.
En la segona i en la tercera formulació de l’imperatiu categòric, Kant analitzà quatre màximes no universalitzables, que representen situacions o circumstàncies humanes que, tot i ser molt generalitzades, mai no es poden considerar morals. Es tracta del suïcidi, la mentida, la peresa (el no conrear les pròpies capacitats) i l’egoisme, o indiferència als mals d’altri. Aquestes quatre màximes serveixen, a més, de contraexemples que permeten copsar la universalitat de l’imperatiu.
La segona formulació de l’imperatiu categòric kantià afirma: "Actua de tal manera com si la màxima de la teva acció pugui esdevenir una llei moral universal de la natura". Tècnicament, la diferència entre la primera i la segona formulació de l’imperatiu està en l’afegit: "de la natura" –amb el qual, Kant vol significar que la natura és un fonament de moralitat i que allò artificiós, abstracte, difícilment pot ser considerat moral.
La no–contradicció (ni lògica, ni pràctica) entre l’imperatiu categòric i la natura demostra, a més, la universalitat de l’imperatiu com a criteri de validesa moral. En aquest sentit, el suïcidi no pot ser compatible amb l’imperatiu categòric perquè no és ni universalitzable ni natural. És un deure, en canvi, conservar la vida al menys en tant que sigui compatible amb els fins morals de la humanitat en la meva persona.
La tercera formulació de l’imperatiu categòric diu que cal considerar tota persona humana sempre com un fi i mai com un mitjà. Només és moral, en conseqüència, aquell qui pren la persona com un "valor" en ella mateixa, és a dir, com quelcom que ha de ser considerat al marge de qualsevol preu. La voluntat moralment bona, l’única cosa que és absolutament bona sense restricció, és "incomparablement superior a tot", perquè és fonamenta en un valor absolut i no en un instrument per a cap finalitat. La persona moral raonable en general, mereix respecte perquè és una finalitat en sí mateixa.
Això no significa que, l’home en determinades circumstàncies no pugui ser "també" un mitjà, però mai no és "només" un mitjà, cosa que significaria convertir-lo en cosa i negar que la seva voluntat raonable tingui un valor absolut. Kant torna a examinar, sota aquesta nova formulació de l’imperatiu, el suïcidi, la mentida, la peresa i l’egoisme, mostrant que cap d’aquestes quatre conductes humanes pot ser compatible amb la seva proposta moral.
Suïcidar-se per perdre el gust per viure no pot ser moral en aquesta formulació de l’imperatiu categòric perquè no respecta la humanitat de la meva persona en la mesura que em converteix en un simple mitjà per a la meva suposada felicitat. Allò que defineix moralment l’home –i que li dóna la seva dignitat moral– és el fet de ser capaç de ser just (no de ser feliç); i la recerca de la felicitat àdhuc al preu de la pròpia destrucció, és –a part de contradictori– quelcom que em converteix en depenent i no en subjecte autònom.
El suïcidi atemptaria, doncs, contra la dignitat de l’home com a fi en sí mateix. Òbviament, el mateix es podria dir de la mentida, la peresa o l’egoisme, que ens converteixen en mitjans (instrumentals) i ens fan perdre de vista la dignitat de l’ésser humà. "Mentir" seria considerar l’altre com un mitjà del qual em puc aprofitar, "ser peresós" significaria no conrear les meves capacitats naturals i, per tant, degradar-me en tant que humà i ser egoista, és a dir, indiferent al mal que puguin passar els altres és contrari al respecte que dec als altres com a fins en sí mateixos.