Peter SINGER: "Repensar la vida y la muerte"
(fragments)
Del llibre de Peter SINGER: Repensar la vida y la muerte. El derrumbe de nuestra ética tradicional. Barcelona, Ed. Paidos, (1ª ed, 1997).
Els fragments que segueixen pertanyen al capítol 9 (Reemplazar la vieja ética), que serveix de conclusió al text i fan referència a la necessitat d’una revolució copernicana en ètica.
Es el momento de otra revolución copernicana. Será una vez más, una revolución en contra de un conjunto de ideas que hemos heredado de una época en que el mundo intelectual estaba dominado por una actitud religiosa. Al cambiar nuestra tendencia a ver a los seres humanos como el centro del universo ético, nos encontraremos con la acérrima oposición de aquellos que no quieren aceptar un golpe semejante a nuestro orgullo humano. Al principio tendrá sus propios problemas y tendrá que andar con pies de plomo sobre el nuevo terreno. Para muchos las ideas serán demasiado chocantes como para tomarlas en serio. Sin embargo, al final se producirá un cambio. La visión tradicional de que toda la vida humana es sacrosanta, no es capaz de hacer frente al conjunto de problemas a que nos enfrentamos. La nueva visión ofrecerá un planteamiento nuevo y más prometedor.
LA REESCRITURA DE LOS MANDAMIENTOS.
¿Cuál será la actitud de la nueva ética? Tomaré cinco mandamientos de la vieja ética que hemos visto que son falsos y mostraré cómo es necesario reescribirlos para obtener un nuevo planteamiento ético de la vida y de la muerte. No quiero que los cinco mandamientos se consideren como algo esculpido en piedra. Puede que haya formas mejores de remediar la debilidad de la ética tradicional. El título de este libro sugiere una actividad continua: podemos repensar algo más de una vez. La cuestión es empezar y hacerlo con una comprensión clara de lo fundamental que debe ser nuestra reconsideración.
Primer antiguo mandamiento: considerar que toda la vida humana tiene el mismo valor.
Apenas hay nadie que crea realmente que toda vida humana tiene el mismo valor. La retórica que fluye tan fácilmente de las plumas y bocas de los Papas, los teólogos, los especialistas en ética y algunos médicos se contradice cada vez que esas mismas personas aceptan que no necesitamos volcar todas nuestras fuerzas en salvar a un niño con grandes malformaciones, que podemos permitir que un anciano con la enfermedad de Alzheimer en grado avanzado muera de neumonía sin tratarle con antibióticos, o que podemos suprimir el alimento y el agua a un paciente en estado vegetativo persistente. Cuando la ley toma al pie de la letra este mandamiento, se produce lo que ahora todo el mundo considera absurdo, como la supervivencia de Joey Fiori durante casi dos décadas en estado vegetativo persistente, o el que se siga asistiendo con un respirador al bebé anencefálico K. El nuevo planteamiento es capaz de hacer frente a estas situaciones de forma lógica, sin luchar para reconciliarlas con cualquier reivindicación sublime de que toda vida humana posee el mismo valor, al margen de la capacidad para tener o recuperar el conocimiento.
Primer nuevo mandamiento: reconocer que el valor de la vida humana varía.
Este nuevo mandamiento nos permite reconocer abiertamente –como hicieron los jueces británicos cuando les presentaron datos sobre la existencia de Tony Bland – que la vida sin conciencia no vale la pena en absoluto. Podemos llegar a tener la misma opinión –de nuevo, como los jueces británicos al considerar la situación del bebé C– sobre una vida que no carece de posibilidad de interacción mental, social o física con otros seres humanos. Cuando la vida no es una vida de total o casi total privación, la nueva ética juzgará si vale la pena seguir viviendo mediante el tipo de ejercicio de equilibrio recomendado por el juez Donaldson en el proceso del bebé J, teniendo en cuenta tanto el sufrimiento predecible como las posibles compensaciones.
De acuerdo con el primer nuevo mandamiento, trataremos a los seres humanos con arreglo a sus características relacionadas con la ética. Algunas de éstas son inherentes a la naturaleza del ser, entre las que se incluyen, la conciencia, la capacidad para interactuar física, social y mentalmente con otros seres, el preferir conscientemente seguir con vida y el tener experiencias agradables. Otros aspectos pertinentes dependen de la relación del ser con los demás, por ejemplo, tener parientes que llorarán tu muerte o estar tan situado en un grupo que, si te matan, los demás temerán por sus vidas. Todas estas cosas afectan a la consideración y el respeto que deberíamos tener por un ser.
El mejor argumento a favor del nuevo mandamiento es lo absurdo del antiguo. Si fuéramos a tomarnos en serio la idea de que toda vida humana, sin considerar su capacidad para tener conciencia, merece la misma atención y apoyo, tendríamos que suprimir de la medicina no sólo las opiniones francas sobre la calidad de vida, sino también las encubiertas. Se nos debería dejar intentar hacer todo lo posible para prolongar indefinidamente las vidas de los bebés anencefálicos, de los recién nacidos con muerte cortical y de los pacientes en estado vegetativo persistente. Finalmente, si de verdad fuéramos sinceros con nosotros mismos, tendríamos que intentar prolongar la vida de aquellos que ahora clasificamos como muertos porque sus cerebros han dejado de funcionar por completo. Porque, si toda vida humana posee el mismo valor, tenga o no capacidad para la conciencia, ¿porqué nos fijamos en la muerte del cerebro, en vez de en la muerte del cuerpo como un todo?
Por el contrario, si aceptamos el primer nuevo mandamiento, superaremos los problemas que se le plantean a la ética de la santidad de la vida a la hora de tomar decisiones sobre niños anencefálicos y corticalmente muertos, pacientes en estado vegetativo persistente y aquellas personas a las que se declara clínicamente muertas según los criterios de la medicina actual. En ninguno de estos casos lo realmente importante es cómo definimos la muerte. La cuestión ha recibido tanta atención sólo porque todavía estamos intentando vivir según un esquema ético y jurídico concebido según el antiguo mandamiento. Cuando rechacemos este antiguo mandamiento, nos fijaremos en las características que atañen a la ética, como la capacidad para disfrutar de experiencias agradables, interactuar con otras personas o tener preferencias sobre la continuidad de la vida. Nada de esto es posible sin conciencia; por tanto, una vez que estemos seguros de que se haya perdido la conciencia irrevocablemente, desde el punto de vista ético, no significativo que todavía haya alguna función hormonal del cerebro, porque las funciones hormonales de un cerebro sin conciencia no pueden beneficiar al paciente. Ni tampoco pueden beneficiar a un paciente que carezca de corteza cerebral sólo las funciones del tronco encefálico. Por tanto, nuestra decisión sobre cómo tratar a estos pacientes no dependerá de la sublime retórica sobre el mismo valor de toda vida humana, sino de las opiniones de las familias y parejas, que merecen consideración en un momento de pérdida trágica. Si un paciente en estado vegetativo persistente ha manifestado anteriormente sus deseos sobre lo que le debería suceder en dichas circunstancias, también se debería tener en cuenta (Podemos hacer esto simplemente por respeto a los deseos del muerto o podemos hacerlo para asegurar a otros, todavía vivos, que sus deseos no se van a ignorar). Al mismo tiempo, en un sistema sanitario público, no podemos ignorar los límites que establece el carácter finito de los recursos médicos, ni las necesidades de otras personas cuyas vidas se pueden salvar mediante un transplante de órganos.
Segundo antiguo mandamiento: nunca poner fin intencionadamente a una vida humana inocente.
El segundo mandamiento se debería rechazar porque es demasiado absolutista como para tener en cuenta todas las circunstancias que puedan plantearse. Ya hemos visto lo lejos que puede llegar la doctrina de la Iglesia católica de lo malo que es matar a un feto incluso si ésta fuera la única forma de evitar que murieran tanto la mujer embarazada como el feto. Para quienes asumen la responsabilidad de las consecuencias de sus acciones, esta doctrina es absurda. Es terrible pensar que en el siglo XIX y a principios del XX probablemente fue la responsable de las muertes evitables y dolorosas de un número desconocido de mujeres en hospitales católicos o en manos de médicos y comadronas católicos muy devotos. Esto podía ocurrir cuando, por ejemplo, la cabeza del feto se quedaba atascada durante el parto y no se podía desbloquear. Entonces la única forma de salvar a la mujer era llevar a cabo una operación conocida como craneotomía, que consistía en instar un instrumento quirúrgico en la vagina y aplastar el cráneo del feto. Si no se hacía esto, la mujer y el feto morían durante el parto. Esta operación, naturalmente, sólo se hacía en caso extremo. No obstante, en estas difíciles circunstancias, resulta espantoso que cualquier profesional de la salud bienintencionado pudiera quedarse sin intervenir mientras la mujer y el feto morían. Puesto que es una ética que combina la prohibición sin excepciones de poner fin a la vida humana inocente con la doctrina de que el feto es un ser inocente, no se podía proceder de otro modo. Si la Iglesia católica hubiera dicho que era permisible practicar craneotomías, habría tenido que renunciar o bien al carácter absoluto de su prohibición de poner fin a una vida humana o bien a la idea que el feto es un ser humano inocente. Obviamente no estaba dispuesta –ni sue estándolo– a hacer ninguna de las dos cosas. La doctrina sigue vigente, aunque la razón de que ya no esté causando la muerte de mujeres sin motivo es únicamente que los avances en los métodos obstétricos ahora permiten desbloquear al feto y sacarlo vivo.
Otra circunstancia en la que es necesario renunciar al antiguo segundo mandamiento es –como los jueces británicos señalaron al fallar en el caso Bland–cuando la vida no beneficia a la persona que la está viviendo. Pero la única modificación de la prohibición absoluta de poner fin a una vida humana que sus señorías creían poder justificar en este caso –permitir poner fin a una vida intencionadamente suprimiendo o negando el tratamiento– sigue dejando sin resolver el problema de los casos en que es mejor utilizar métodos activos para poner fin a una vida humana inocente. La ley encontró al doctor Nigel Cox culpable de intento de asesinato de la señorita Lillian Boyes, a pesar de que ella suplicaba la muerte y sabía que no tenía más futuro que unas cuantas horas más de agonía. No es necesario decir que ninguna ley, ningún tribunal ni ningún código ético le habría exigido al doctor Cox hacer todo lo posible por prolongar la vida de la señorita Boyes Por ejemplo, si de pronto se hubiera vuelto incapaz de respirar por sí misma, habría estado bastante conforme con la ley y la ética tradicional no conectarla a un respirador, o si ya estaba conectado a uno, desconectarlo. El solo pensamiento de prolongar el sufrimiento que la señorita Boyes tenía que soportar es repugnante y tanto la ética tradicional como la nueva lo habrían visto mal. Pero esto sólo demuestra la importancia que le da la ética tradicional a la fina línea que separa el poner fin a una vida suprimiendo el tratamiento y ponerle fin mediante una inyección letal. La actitud de la ética tradicional queda resumida en el famoso verso:
No matarás; pero no es necesario que luches
Sumisamente por seguir viviendo.
Estos versos se utilizan a veces en tono reverencial, como si fueran la sabiduría de algún sabio antiguo. Un médico que defendía en "Lancet" que no se tratara a los recién nacidos con espina bífida, se refería a estos versos como "El antiguo aforismo que se nos enseñaba cuando éramos estudiantes de medicina". Resulta irónico, ya que si echa un vistazo al poema del que proceden estos versos –"The Latest Decalogue de Arthur Hugh Clough–no queda la menor duda que la intención de estos versos, como la de cada pareado del problema, es remarcar que hemos dejado de hacer caso al espíritu de los 10 mandamientos originales. En algunos de los demás versos, resulta inequívoco. Por ejemplo:
Ninguna imagen gravada se puede
Venerar, excepto la moneda.
Por tanto, Clough habría defendido una extendida idea de responsabilidad. No matar no es suficiente. También somos responsables de las consecuencias de nuestra decisión de no luchar para seguir vivos.
Segundo nuevo mandamiento: responsabilízate de las consecuencias de tus decisiones.
En vez de fijarse en si los médicos pretenden o no poner fin a las vidas de sus pacientes, o si ponen fin a las vidas de sus pacientes retirándoles los tubos de alimentación en vez de suministrarles inyecciones letales, el nuevo mandamiento insiste en que los médicos deben preguntar si una decisión que prevén que pondrá fin a la vida de un paciente es correcta, tras haber considerado todos los aspectos.
Al insistir en que somos responsables de nuestras omisiones al igual que de nuestros actos –de lo que no hacemos deliberadamente como de lo que hacemos- podemos explicar claramente porqué los médicos se equivocaban al seguir la doctrina de la Iglesia católica cuando la craneotomía era la única forma de evitar las muertes de la madre y el feto. Pero también hay que pagar un precio por la solución de este dilema: a menos que se ponga cierto límite a nuestra responsabilidad, la postura de la nueva ética podría ser extremadamente exigente. En un mundo con medios de transporte y de comunicación modernos, en el que algunas personas viven al borde la inanición, mientras que otras poseen enormes fortunas, siempre hay algo que podamos hacer, en alguna parte, para mantener con vida a una persona enferma o malnutrida. El que todos los que vivamos en países ricos, con rentas muy superiores a las necesarias para satisfacer nuestras necesidades, deberíamos estar haciendo mucho más para ayudar a las personas de piases más pobres a tener un nivel de vida que les permita hacer frente a sus necesidades, es una cuestión con la que la mayoría de las personas serias estará de acuerdo; pero el aspecto preocupante de esta idea de responsabilidad es que no parece haber un límite sobre cuánto debemos hacer. Si somos tan responsables de lo que dejamos de hacer como de lo que hacemos ¿está mal comprar ropa de moda o cenar en un restaurante caro cuando ese dinero podría haber salvado la vida de un desconocido que muere por no tener lo suficiente para comer? ¿El no donar dinero a organizaciones de ayuda es realmente una forma de asesinato o tan malo como matar?
El nuevo enfoque no tiene que considerar el dejar de salvar como equivalente de matar.