Aquest text, avui ja en desús és molt important en la mesura que recull la majoria de les tesis restrictives sobre el dret a morir, nega d’una manera bastant explícita l’autonomia del subjecte sobre el seu cos i justifica la –molt discutible– diferenciació entre eutanàsia activa i eutanàsia passiva. En qualsevol cas, fou un punt de partida en el debat sobre la medicalització i els límits del poder mèdic.
Algunos pacientes consideran la muerte como la conclusión natural de los acontecimientos de su existencia; estas personas no desean adelantar ni retrasar el desenlace. Para ellas la muerte es un misterio al que hay que acercarse con ecuanimidad. Estiman que la ciencia médica tiene sus límites y que no es adecuado que los médicos intervengan o se inmiscuyan en esas circunstancias.
Existe una distinción entre la intervención activa del médico para poner fin a la vida, y la decisión de no prolongar ésta (abstención de administrar tratamiento). En ambas categorías se dan ocasiones en que el paciente solicitará una u otra línea de acción y otras en que el paciente quizá podría hacerlo pero no lo hace. ; también puede darse el caso de que el paciente se encuentre incapacitado para decidir.
Toda intervención activa en el sentido de poner fin a la vida de otra persona debe seguir siendo ilegal. Ni los médicos, ni ninguna otra categoría profesional deben colocarse en categorías que rebajen el nivel de responsabilidad de sus actos.
En la práctica clínica se dan muchos casos en que será justo que el médico acceda o no a prolongar la vida del paciente. Deben ofrecerse a los pacientes técnicas y cuidados médicos adecuados siempre que exista una buena posibilidad de prolongar la vida bajo las condiciones de calidad que ellos desean.
La autonomía del paciente es un aspecto crucial de la asistencia informada. Para el éxito en este sentido, conviene que exista una relación de franqueza y confianza entre el médico y el paciente, de manera que sea posible la participación en las decisiones acerca de la enfermedad y de su tratamiento. El médico debe entender que es el paciente el quien autoriza el tratamiento y debe respetar tanto esa autorización como cualquier decisión que le retire el consentimiento. Pero la autonomía funciona en ambos sentidos: el paciente tiene derecho a declinar el tratamiento, pero no, en cambio, el de exigir un tratamiento que el médico, en conciencia, no se estime en condiciones de dar. La intervención activa del médico para poner fin a la vida del paciente es, justamente, uno de esos "tratamientos". El paciente no puede y no debe exigir la colaboración del médico en su muerte. Y si hace tal petición debe tener presente que el médico se reserva el derecho de no aceptar.
Más importante que el debate sobe los límites de la autonomía, para los médicos y el personal que interviene en la atención a los pacientes, es la necesidad de comunicación con el enfermo terminal. Es preciso que el médico se halle en condiciones de detectar los temores del moribundo para hablar libremente de ellos y actuar en consecuencia, y que el paciente sepa que no va a verse abandonado y desvalido en ese trance. Sólo cuando esta comunicación y el tratamiento idóneo se conviertan en norma podrá aspirar la sociedad a disipar las presiones de quienes pretenden obligar al facultativo a que haga cosas que profesionalmente no puede admitir.
Para algunos, cuando se tiene la certeza de que un individuo sufrirá dolores graves y privación de calor humano y de compasión, la situación es equiparable a la del enfermo terminal; pongamos el ejemplo de una persona atrapada en el incendio de un hotel, sin salida posible.
También para estos casos se propugna la decisión de intervenir activamente al objeto de poner fin a la vida de esa persona; otro ejemplo serían las iniciativas de algunos médicos militares en Birmania durante la II Guerra mundial. Hoy día, sin embargo, existen unidades especializadas donde los enfermos terminales son atendidos con cariño y respeto por individuos y grupos interesados en aliviar los sufrimientos y atender a las necesidades de estos pacientes, objetivos que se cumplen regularmente y podemos decir que con bastante éxito, por lo que juzgamos que las situaciones no son comparables.
Cuando es un paciente joven y gravemente incapacitado el que solicita al médico que ponga término a su existencia se nos plantea uno de los más graves casos de conciencia, bien conocido en la práctica cotidiana de los centros asistenciales. Importa aconsejar a esa persona para restablecer su autoestima y contrarrestar la angustia que quizás haya suscitado en ella la sensación de desamor o de ser una carga o una molestia para quienes lo rodean y de quienes depende totalmente. El desvalimiento físico pone en movimiento sutiles factores dinámicos que conducen al deseo de morir y desaconsejan una modificación drástica de la ley en el sentido que demandan estos pacientes.
Cualquier iniciativa en el sentido de despenalizar la terminación activa de la vida de los niños gravemente malformados amenaza con consecuencias incalculables para la deontología médica en su estado presente. En algunas circunstancias, sin embargo, el médico puede juzgar correctamente que sería mayor crueldad el prolongar la vida de la criatura mediante el uso insensible de la tecnología clínica.
Este tipo de decisión exige una comunicación intensa entre los médicos, los padres y el resto del personal asistencial. Es imperativo que el médico se base en el criterio de procurar conservar y valorar una existencia que en ocasiones puede parecer indigna de ser vivida; y también que la decisión de suspender el tratamiento no suponga el retirar las atenciones a la criatura, en particular las que sean de orden susceptible de aliviar el tratamiento.
La gran mayoría de quienes sobreviven a un intento serio de suicidio no lo repiten, lo cual es indicio de que la decisión no había sido propiamente meditada. Las técnicas que se han desarrollado en Holanda privan de una oportunidad de reflexión a quienes solicitan la intervención del médico para que ponga fin a su vida.
Las declaraciones juradas prestadas con anterioridad en tal sentido, no tienen fuerza legal en Inglaterra, ni tampoco en Escocia, según nuestras informaciones; pueden constituir una orientación valiosa en cuanto a la voluntad de aquellas personas que hayan quedado incapacitadas para participar en las decisiones clínicas pero no deben considerarse inmutables, ni reconocérseles vigencia jurídica, sino que las tomaremos como demandas de atención que deben ser respetadas e interpretadas con sensibilidad.
La arraigada adhesión de los códigos al principio de la intencionalidad es un punto de referencia importante para la valoración de cualquier acto. La decisión de suspender el tratamiento cuando éste se convierte en un agobio para el paciente sin beneficiarle en absoluto responde a una intencionalidad muy distinta que la acción de quitar la vida deliberadamente a una persona. Admitimos la administración de fármacos, aun sabiendo que puedan suponer un riesgo para la vida de la persona, si se trata de mitigar el dolor físico o psíquico.
Cualquier médico que se considere obligado en conciencia a intervenir para poner fin a la vida de una persona debe estar dispuesto a asumir todas las consecuencias del más severo escrutinio que la autoridad judicial venga en disponer.
No debe cambiarse la ley: el acto de quitar la vida a una persona debe seguir siendo un delito; y esta conclusión no es sólo una subordinación del interés individual a una política social, sino una afirmación del valor supremo de la vida del individuo, por desvalorizada y desesperada que aparezca, incluso en la valoración del propio individuo.
Font: Robert M. Baiard – Stuart E. Rosenbaum (eds.): Eutanasia: los dilemas morales. Barcelona, Ed. Alcor, 1992 p. 166-169.